XV
«NO PODÍA LEVANTAR LA MANO
PARA PERSIGNARME»
—¿Quieres ayudarme a quemar estos rastrojos? —me preguntó Celsa a voces.
El montón de hojas y ramas secas había ido creciendo y casi llegaba ya al emparrado que hacía de visera a la ventana de la cocina. La mujer parecía haber recobrado la tranquilidad y trabajaba con ahínco en la limpieza del jardín. Siempre llamábamos jardín a aquel trozo de terreno cercado que rodeaba la casa, pero, como solía decir mi padre, hubiese sido más propio llamarlo huerta o jardín huerta, porque las flores y plantas ornamentales se mezclaban con lechugas, tomates, coles y hasta cebollas y ajos que Celsa había plantado y cuidaba con esmero. Era trabajadora y conocía los secretos de la horticultura, algo que en un pueblo ganadero resultaba poco frecuente.
—Pídele una cerilla a tu madre y trae también unas hojas de periódico por si acaso no enciende bien —me dijo mientras echaba al montón de hojarasca los últimos residuos del otoño que había atropado.
En seguida se vio que los periódicos eran innecesarios. Las hojas recogidas estaban resecas, como todo el campo, y las llamas cobraron vigor inmediatamente. Celsa revolvía con una pala de pinchos de vez en cuando y el fuego se avivaba.
—Vaya con tiento, Celsa, no sea que la brisa lleve alguna chispa a… —advirtió mi madre por la ventana entreabierta de la cocina, sin llegar a terminar la frase.
—Pierda cuidado —respondió Celsa mientras añadía una nueva palada de hojas a las llamas.
Mi madre no había esperado la respuesta. Acababa de reaparecer el viento que cada mañana se encargaba de alejar las nubes y al sentir la proximidad del humo que una ráfaga empujaba hacia su cara, había cerrado la ventana con fuerza.
Yo contemplaba el fuego abstraído en mis elucubraciones de niño atormentado. Llevaba en el bolsillo del pantalón el catecismo que me había regalado Celsa y me preocupaba la forma de esconderlo para que mis padres no lo vieran y empezasen con preguntas cargantes. El fuego siempre me había impresionado. Me quedaba mirándolo con una atención especial. Sentía que las llamas, tejiendo arabescos en el aire, eran como un imán para mis ojos, que de concentrados no pestañeaban. Estaba tan cerca que el calor comenzaba a ser insoportable y di un paso atrás casi inconscientemente.
—Calienta, ¿eh? —dijo Celsa con voz de satisfacción—. ¿Te imaginas lo que debe de ser el infierno? Un fuego mucho muchísimo más grande que este; un fuego hecho con carbón, con todo el carbón del mundo, despidiendo humo negro y uno, en el medio, quemándose día y noche, sin poder ver nada y… sin consumirse. ¡Líbranos Señor del pecado! —exclamó a gritos.
—Y… ¿uno no termina de quemarse nunca? —pregunté atemorizado.
—No, porque el castigo es eterno y el fuego también. ¿No has oído hablar nunca de las calderas de Pedro Botero?
Negué con la cabeza.
—Pedro Botero es el diablo, el demonio. Allí es donde está ardiendo el fuego eterno y allí echan a los pecadores. Hay gente que estas cosas no se las cree, como tu madre y tu padre, pero tú no debes ser así. Si quieren condenarse, allá ellos, ya se arrepentirán. Tú tienes que aprender la doctrina y del resto me encargo yo. Don Primo ya lo sabe. Y no te olvides, ¿eh? Si se te aparece el diablo, te santiguas y le dices: «Soy cristiano por la gracia de Dios». ¿Te acordarás?
—No sé. Sí. Pero ¿cómo sabré que es el diablo?
—¡Uf! Se nota en seguida. Antes de que se te aparezca ya lo sientes. Sientes que te tiemblan las piernas, tienes escalofríos por todo el cuerpo, la carne se te eriza y el pelo se te pone de punta y notas que te tira con fuerza del cuero cabelludo hacia arriba… Yo cuando lo vi creí morirme de miedo. Y él, el muy condenado, se reía y me hacía burla… Es muy burlón.
—Pero ¿habla? —pregunté.
—Depende. A veces no. Normalmente no habla.
—¿Y cómo es?
—Hijo, es tan feo. Aunque también depende. Suele aparecerse de formas diferentes y a menudo con piel de animal. De cabra le gusta mucho disfrazarse… porque las cabras son malas, son los animales más diabólicos que existen. Las ovejas son buenas, pero las cabras no. Lo destrozan todo, embisten, son dañinas. Llevan el mal en la piel. Por eso el demonio se encuentra muy bien entre ellas. Dios, que creó a todos los seres, ¡y algunos cómo le han pagado!
—¿Cuándo le vio usted?
—No me gusta hablar de eso. No quiero recordarlo porque… pasé tanto miedo. Ya te lo contaré otro día. Ahora tienes que aprenderte el catecismo y cuando ya te lo sepas, el diablo dejará de fijarse en ti. Lucifer es listo, malo pero listo, y sabe muy bien con quién trata. Debes darte prisa. Tú tienes mucha memoria, todo el mundo dice que estudias muy bien, así que te lo aprenderás en seguida. Ya me decía don Primo: «¡Qué pena de niño! Si tuviese otros padres, se le mandaba a los jesuitas y hacían de él una eminencia».
—¿Hace mucho que le vio?
—¿A quién?, ¿a Lucifer? ¡Nooo! Fue, ¿qué hará?, cosa de siete u ocho meses. Fue cuando me torcí la pierna. Corriendo de miedo, ¡fíjate! Al principio estaba tan nerviosa que no acertaba ni a santiguarme.
—¿Dónde fue?
—En el monte que está allá por detrás de la finca de tu tía. ¿Sabes dónde está la mina, una mina antigua, abandonada? ¿Has ido alguna vez? Pues allí, al lado de la mina. Era al atardecer, ya no se veía bien. Yo había ido a llenar un cesto de piedras de carbón de la escombrera y mientras estaba cavando… Sentí un estremecimiento por todo el cuerpo que me dejó paralizada. Entonces, cuando conseguí levantar la vista, me lo encontré de frente, ¡qué horror! Lo recuerdo y me echo a temblar.
—¿Y qué dijo?
—Nada. Tenía forma de macho cabrío. Estaba subido en la parte alta de la mina, encima del portalón de la galería, con las patas muy abiertas, mirándome con unos ojos saltones… ¡Virgen Santísima, qué ojos! ¡Y unos cuernos! Terribles. Al verme asustada como estaba, porque yo no podía moverme, se rio a carcajadas, con sorna.
—¿Se rio?
—Se rio, sí. A carcajadas. Y tenías que ver qué risa más desagradable, más diabólica. De vez en cuando daba cabezadas al aire, como si estuviera espantando avispas, y luego volvía a mirarme con aquellos ojos terroríficos, ojos sucios, como de odio, y se reía de nuevo enseñando unos dientes como garfios, feos… ¡feísimos! ¡Cada vez que me acuerdo!
—Ya. ¿Y usted qué hizo?
—Al principio nada. Ya te digo, no podía ni levantar la mano para persignarme. Empecé a rezar jaculatorias mentalmente, porque la voz no me salía, y de las oraciones largas, como el padrenuestro, no me acordaba. Hasta sin memoria me dejó el muy maligno. Entonces él se dio cuenta de que estaba atemorizada y que no conseguía reaccionar y empezó a burlarse aún más de mi pánico. Daba saltitos de un lado para otro, hacía como que se alejaba y en seguida volvía a acercarse, me miraba y se reía. Fue lo que peor me sentó, la burla que intentó hacerme. Era tan desagradable, se comportaba con tanta maldad en todos sus gestos.
—¿Y no decía nada?
—No. Qué va. Sólo hacía ruidos con la boca, como las cabras. Pero no eran los balidos de las cabras, no. Eran unos ruidos muy raros y muy repelentes. Cómo te diría yo, eran una mezcla de balidos y mugidos. Al principio, cuando se estaba burlando de mí, eran más suaves, entremezclados con las risas que salían de su boca. Luego se convirtieron en chillidos que se multiplicaban con el eco por todas partes.
—¿Qué pasó? —pregunté con un hilo de voz casi imperceptible.
—Pues que… no sé, como estaba tan asustada casi ni me acuerdo. Solté el cesto con el carbón que llevaba agarrado con fuerza, levanté la mano derecha e hice la señal de la cruz. Debí de hacerla mal, apresuradamente, pero santo remedio. Porque, ¡ay, hijo mío!, ¡cómo reaccionó aquella bestia! Cuando me vio hacer aquello, lanzó un rugido que retumbó en todo el mundo, yo nunca había escuchado nada igual, y pegó un salto que creí que se despeñaba. Estaba rabioso. Al dar la vuelta vi cómo se transformaba en un monstruo, ¡negro!, ¡feo!, ¡horrible! Todavía, antes de emprender la huida, me volvió a mirar con fiereza, como diciendo: «De mí no te vas a librar tan fácilmente, volveremos a vernos». Dios quiera que no.
—Y después, ¿qué sucedió después?
—Desapareció monte arriba. Durante un rato escuché cómo se alejaba. En cuanto conseguí hacerme con la cabeza y noté que podía volver a usar las manos, saqué el rosario que llevaba en el bolsillo, me arrodillé y me puse a rezar. Luego, en cuanto me sentí con fuerzas, eché a correr y no paré hasta casa. Allí se quedó el cesto, lo dejé abandonado y no me atreví a regresar a buscarlo, alguien lo recogería. No quiero volver a pasar por aquel lugar. En la carrera, me caí y me quebré el pie. Eso le debo: coja para toda la vida. Pero no me di cuenta hasta el día siguiente.
El fuego se había ido extinguiendo. Celsa arrimó hacia las ascuas las hojas que habían quedado a medio quemar. Mi madre se asomó a la ventana y me llamó a voces.
—Tardé no sé cuántas noches en dormir —continuó Celsa— y todavía a día de hoy me despierto sobresaltada muchas veces por el eco de aquel rugido que soltó cuando vio que me santiguaba. Otras le veo en sueños, saltando a mi alrededor con la agilidad de una cabra e intentando burlarse de mí sin respeto ninguno por la vejez que una tiene que arrastrar.
Traté de respirar hondo, pero el aire no me pasaba por la garganta. Las piernas me pesaban y la cabeza me daba vueltas. Volví a sentir retortijones, así que hice un esfuerzo y corrí a vomitar al baño.
Mi madre me llamaba de nuevo:
—Ven a ayudarme. Date prisa.
—Ya voy —le respondí al tiempo que me bajaba los pantalones y cerraba la puerta del aseo. Ya sentado, ensayé santiguarme varias veces. Después saqué el catecismo del bolsillo, y empecé a leer la contraportada:
Todo fiel cristiano
es muy obligado a
tener devoción
de todo corazón
con la Santa Cruz
de Cristo nuestra luz.
Leyendo estas cosas me tranquilicé un poco. Cuando regresé a la cocina, olía a pan recién hecho, aunque mi madre no ocultaba su frustración y contrariedad por lo que consideraba un fracaso en su primera experiencia con la harina. Efectivamente, los cuatro panes que había elaborado ofrecían un aspecto blancuzco y apelmazado. Intenté probar uno, pero mi madre me lo quitó de la mano:
—Hay que esperar. Caliente es malo.
Aunque no llegué a probarlo, sí pudimos observar que por dentro la masa estaba cruda.
—No sé qué hacer. Por abajo está quemado, por arriba no consigo que se dore la corteza y por dentro, se ha quedado crudo. Además, que con el calor del horno no he hecho sino sudar toda la mañana. No sé cómo puede aguantar la gente que tiene que trabajar al lado del fuego.
Me sentía cansado y abrumado. Me dolía la espalda y tenía las tripas revolucionadas. No era, desde luego, mi mejor día para comer pan mal cocido. Pero no quería quejarme a mi madre de la diarrea que me había entrado. Sabía que las causas eran inconfesables y, por otro lado, intuía que iba a preocuparla aún más, y en una de estas se empeñaba en llevarme a don Arturo, que iba a acabar atiborrándome de medicamentos. Aparte de que seguro que me ponían a dieta de café con leche y compota, dos cosas que odiaba desde muy pequeño. Lo que ocurre es que era muy difícil engañar a mi madre u ocultarle la verdad.
—¿Te pasa algo? ¿Te sientes mal? —me preguntó alarmada.
Negué con la cabeza y prosiguió:
—Ya te vi alrededor de Celsa y la fogata que lio. Te habrá contado alguna de sus historias tremebundas. ¡Qué cruz de mujer! Cuánto sufre sin necesidad… Tú no le hagas caso, ¿eh? Es mejor que no hables mucho con ella. A tu padre no le gusta. Ya cuando eras más pequeño te contaba unos cuentos que luego no te dejaban dormir, ¿no te acuerdas? Y hoy, con las historias del entierro, está aún más excitada e impertinente. Seguro que a estas horas ya habrá visto correr los gusanos que se escaparon del féretro de Eusebia por la plaza. Suponiendo que no ande por ahí el diablo con un cesto en la mano soltándolos. ¿Qué te contó?
—Nada. Nada especial —pensé un instante, y antes de que insistiera, añadí—: Me contó cómo se quedó coja. Había ido a la mina abandonada a buscar carbón.
—¡Qué bien huele! —se escuchó la voz de mi padre desde la puerta mientras se sacudía el polvo de las botas en el felpudo.
—Huele, pero nada más —le dijo mi madre al tiempo que salía a recibirle con el delantal puesto y la cara aún con harina pegada—. ¡Un fracaso, hijo! No sé si es la levadura, el horno o yo… Pero el resultado no puede ser peor: incomible. Me da pena por Arsenio, con la paliza que se pegó.
—No será para tanto, mujer. Ya verás como mejora en reposo ¿Te has enterado de la última?
—No. ¿Qué ha pasado? —preguntó mi madre con ansiedad.
—¿Recordáis el mendigo de ayer?… Pues es el muerto. —Mi padre movió la cabeza—. ¡Pobre hombre!
—¿El que mataron los…?
—El mismo. Valientes cabrones. Lo están ocultando, claro. La versión oficial es que era del maquis, que eran varios y que los otros huyeron, ¡hay que joderse! Ahora sólo falta que vengan a meternos en la cárcel por haberle dado de comer.
—¡Cómo van a hacer eso! —exclamó mi madre presa de la preocupación.
—Cosas peores se han visto.
—Pero el hombre no era…
—¡Qué va a ser! Un anciano desamparado y hambriento que lleva años mendigando con un saco a cuestas por estos pueblos. Yo estoy harto, ya te lo decía ayer, de verle por ahí, cada vez más sucio y más andrajoso. ¡Bastante sabía el pobre hombre de política! Pues ya ves, lo mataron sin compasión.
Yo escuchaba estremecido. Recordaba sus ojos tristes, el ansia con que el hombre había comido el plato que le preparó mi madre, y el aire de felicidad que se le había quedado en cuanto llenó el estómago.
—¿Cómo ha sido? —se interesó mi madre.
—Pues no lo sé. Uno de los obreros de la tala me lo contó. Anoche le llamaron para bajarlo al cementerio en una escalera que hizo de camilla y en cuanto le vio, le reconoció. Luego en el trayecto escuchó las conversaciones de los guardias y demás y… Todo está más claro que el agua. —Mi padre movió la cabeza sin apartar la vista del suelo—. Lo asesinaron a sangre fría. O poco menos. Y el Caimán tan tranquilo firmando más penas de muerte en El Pardo. La verdad es que no sé para qué se molesta. Los guardias matan sin esperar.
—Fue poco después de estar aquí…
—No habrían pasado ni tres horas, no. Los detalles no los sé ni creo que sea fácil conocerlos. Pero por lo que me contaron y por lo que deduzco, el hombre debió de subir hasta las cabañas para dormir la siesta en algún pajar. Había comido, cosa que como nos contó llevaba tiempo sin hacer, y… Vete a saber. La pareja, que van por ahí muertos de miedo, seguramente vio algo raro, él tal vez intentó esconderse temeroso de que le riñeran por estar en una propiedad privada y ¡yo qué sé! Lo cierto es que apuntaron y ¡pum!, ¡pum! Cuatro tiros parece que le metieron al desgraciado en el cuerpo. Y ahora, para colmo de males, no saben qué hacer con el cadáver.
—¿Dónde lo tienen?
—Lo tenían en el cementerio, que al parecer huele que apesta porque la pobre Eusebia estaba ya descompuesta, ¿cómo iba a estar?, cuando la sepultaron esta mañana. Y el cura, que se negó a darle los sacramentos creyendo que era un guerrillero, ahora se ve que no quiere dar el brazo a torcer y se niega a enterrarlo en el cementerio cristiano. Creo que montó en cólera cuando se enteró de que lo habían llevado allí anoche. ¿Qué quería que hiciesen con él? Seguramente que lo echaran por un barranco como hacen los pastores con los perros cuando se mueren para que los coman los buitres.
—Algo tendrán que hacer.
—Sí. Claro. Y pronto. Hace un rato andaban averiguando dónde está el cementerio civil más próximo para inhumarlo. Ha venido un furgón del Ejército para trasladarlo esta misma tarde. Cualquier cosa acabarán haciendo con él, menos sepultarlo con dignidad y reconocer el error. Es para cagarse en la puta madre de… unos cuantos.
—Tranquilo, Joaquín. No te exaltes. Las pagarán todas, tanta maldad no puede quedar impune —le calmó mi madre—. Y los guardias que lo mataron…
—Por ahí andarán, supongo, muertos de risa. En una de estas esperando a que les den una condecoración. O una paga extra. ¡Cabrones!… Bueno, vamos a comer. Hay que seguir para delante —dijo mi padre.
Mi madre puso la comida en la mesa con desgana. Seguía con sus planes de ir a ver a su hermana por su cumpleaños.
Nos sentamos y así estuvimos, silenciosos, mirándonos a hurtadillas de vez en cuando, absortos en el mismo sentimiento de angustia un buen rato… Ninguno de los tres probó bocado. Al cabo de un tiempo, mi padre se levantó bruscamente, cogió un vaso de agua en la mano y, antes de beberlo, sentenció:
—Cada vez entiendo más la hombría de los que han cogido la escopeta y se han echado al monte.