XVI
LA NOCHE ESTABA CAYENDO DEPRISA
No te vayas lejos —me dijo mi madre mientras recogía los platos— que tenemos que ir a ver a tu tía. No te habrás olvidado, ¿verdad?
Apenas asentí con un gesto, cogí el libro de Julio Verne y salí a leer al porche. Mi padre también se levantó de la mesa en silencio. Nadie en la casa parecía con ganas de hablar. La imagen del mendigo comiendo con verdadera voracidad para morir poco después acribillado a balazos nos abrumaba a todos. No soy capaz de recordar la cantidad de cosas que me pasaban por la cabeza en aquellos momentos. Me senté con el libro abierto, pero no era capaz de concentrarme. Tenía que repasar cada párrafo dos o tres veces para seguir el hilo de la narración. Al poco rato salió también mi madre y se sentó a mi lado. Observé que le costaba respirar.
—Qué tiempo más asqueroso. No puede una con el alma.
Noté que un pico del catecismo de Celsa me asomaba por el bolsillo derecho del pantalón y me revolví disimuladamente en el sillón de mimbre para ocultarlo. Pasados unos minutos en que permaneció pensativa, mi madre se levantó e hizo ademán de regresar a la cocina, pero sintió los mareos que tanto la atormentaban últimamente y volvió a sentarse con un gesto de desaliento.
—Me encuentro fatal —dijo dirigiéndose a mi padre, que salía preparado para volver a trabajar—. Me pongo de pie y me caigo. No sé si podré ir a ver a Hortensia. Tengo miedo de no ser capaz de llegar. Voy a hablar con don Arturo para que me dé alguna vitamina.
—Si no te sientes con fuerzas, no vayas. Es un paseo bastante largo y parte de él cuesta arriba. Yo creo que deberíamos ir a que te vea un especialista. Además, que en una de estas, llueve. —Miró al cielo con desaprobación—. Andan por ahí esos nubarrones bailando de acá para allá y, bueno, en algún momento tendrán que descargar. No sé a qué esperan.
—Hoy con las rogativas seguro que descarga la nube —comentó mi madre con voz apagada y sin embargo con tono irónico—. ¡Qué listos son los curas!
—Sí. Hay que reconocer que se lo montan bien. Ellos saben. Esperan, esperan y cuando ven que ya no se puede demorar más, ¡hala, a apuntarse el tanto! Llevan cerca de dos mil años viviendo del cuento. Son la hostia… En fin, ¿por qué no te acuestas un rato?
—Para qué, si no voy a dormirme. En la cama me entra desazón. Y más ahora, que no soy capaz de quitarme a ese pobre hombre de la cabeza… ¿Estaban seguros de que era él? ¡Pero si parecía un infeliz!
—Segurísimos. Todo encaja, además. ¿No viste la cantidad de vueltas que dieron ayer antes de bajar el cadáver? Hoy nadie dice una palabra. Callan como ratas. Si hubiesen matado a uno del maquis de verdad, la que hubiesen armado. A estas horas ya estaban colgándose medallas. Bueno, me voy. No vengáis tarde. Ahora oscurece en seguida y no está la cosa como para andar por ahí de noche.
—¿Van a seguir con el toque de queda?
—No. No creo. Eso es una tontería. Como lo del somatén. Parece que están infiltrando gentuza de las contrapartidas por todas partes. Pero de todas formas procurad no entreteneros. Os liais a hablar tu hermana y tú, y pueden daros las tantas. ¡Hala, hasta luego! —se despidió mi padre.
Pasado un rato, mi madre se levantó, se agarró a la silla unos instantes y cuando recobró el equilibrio, me dijo:
—Voy a hacer caso a tu padre. Me tumbaré un rato a ver si espabilo un poco y luego nos vamos. Si ves que me duermo, cosa que no creo, dentro de una hora o así me despiertas. Todavía tengo que envolver el regalo que le vamos a llevar.
Cuando la oí subir escaleras arriba, saqué furtivamente el catecismo, lo arropé en las páginas del libro, y empecé a leer las respuestas a las preguntas que el propio autor se iba formulando:
P.: ¿Eres cristiano?
R.: Sí, por la gracia de Dios.
P.: Ese nombre de cristiano, ¿de quién le hubiste?
R.: De Cristo Nuestro Señor.
Todavía no había pasado una hora y ya oí trastear a mi madre en el piso de arriba. Me llamó y subí a saltos la escalera a ver qué quería. La encontré al lado de la cama, haciendo verdaderos esfuerzos para sostenerse en pie, pero envolviendo en papel anaranjado una caja de cartón con el regalo que le había comprado a mi tía hacía ya varias semanas, en su último viaje a la capital: un bolso negro de cuero.
—¿Sabes lo que te digo? Que no me siento con fuerzas para ir hasta Colazo. Hay que subir mucho. Así que vas a ir tú solo. No te perderás, ¿verdad? —me preguntó—. Le vas a llevar este regalo y unas cosas de la cocina que te voy a poner ahora en una bolsa. Le dices que no estoy bien, que la semana que viene me va a llevar tu padre a ver a un especialista, que me mareo… Ella lo entenderá. De todas formas, no la asustes mucho. Le dices que me acuerdo mucho de ella, le das un beso de mi parte e insístele que no se preocupe, que en cuanto cambie el tiempo y llueva voy a sentirme mejor.
Yo asentía en silencio, viéndola moverse con dificultad y un rictus de dolor en su mirada. A veces, observándola tan enferma, sentía un indescriptible miedo al vacío. No quería, no podía pensar en quedarme sin ella; la idea de que mi madre pudiera morirse me asaltaba a veces y me costaba ahuyentarla de mi mente. Imaginarlo en esos momentos al tiempo que la veía con tanto desánimo y sufrimiento me terminó de deprimir.
Puso algunas cosas en una bolsa de la compra a rombos negros y rojos. («Tienes una bolsa que parece la bandera de la Falange», le había dicho un día en broma mi tío Arsenio. Y ella le respondió: «Mira, una razón para que no me detengan, ¿no te parece?». «Vete a saber —le replicó su hermano—, igual ven irreverente que lleves ahí los huevos y las patatas»). Luego forcejeó para meter uno de los panes que había hecho por la mañana y encima, sobresaliendo entre las asas, la caja con el regalo atada con un lacito verde como había aprendido a hacer en La Habana.
—Explícale lo del pan. Adviértele que no salió bien y que igual no lo pueden comer. Y que te diga si por allí todo está bien.
Estuve a punto de decir algo sobre Arsenio, que sabía escondido cerca de la casa de mi tía, pero me frené a tiempo. Mis padres solían evitar hablar de este tipo de asuntos delante de mí, temerosos de que no supiera guardar el secreto. Sólo una vez en los últimos días lo habían hecho sin rodeos y advirtiéndome que no debía contárselo a nadie. Ignoraban que con frecuencia yo escuchaba sus conversaciones susurradas y estaba enterado de todo. Cuando le imaginaba metido en una cueva, viviendo como nos contaba doña Esther que vivían en Altamira los hombres primitivos, me entraba repeluzno.
—¡Hala! Dame un beso. Vete con cuidado. Y vuelve pronto. Dile a tu tía que no te entretenga, que tú con ella y ella contigo nunca veis la hora de separaros.
—Podía quedarme allí. Mañana no tenemos escuela.
—No, no. Hoy ni hablar. Bastantes problemas tiene ella. Además, que yo no me quedaría tranquila. Otra vez. Cuando esté aquí tu padre.
Tardé poco en llegar. Fui por la senda del puerto y luego, a la altura del molino, me adentré por un camino carretero encajonado que cuesta arriba me llevó hasta la finca de mi tía. La casa era una de esas mansiones solariegas de piedra labrada, venidas a menos, típicas del norte de España. Había sido construida ochenta años atrás por el abuelo de Manuel, el marido ya fallecido de Hortensia, y a pesar de que le habían hecho muchas reformas, el paso de los tiempos se hacía notar en el desconchado de las paredes, los desvencijados ventanales de las galerías y los cartones con que habían ido reemplazando los cristales rotos por los vendavales, que en aquel descampado solían ser fuertes.
Lo mejor que tenía la casa, aparte de su espaciosidad excesiva para las necesidades de mi tía y su hijo, mi primo José Manuel, era el lugar donde se alzaba: en medio de una extensa finca en cuyos repliegues orográficos se alternaban los prados, las tierras de labor que la sequía había dejado sin cosechas, los bosques y las huertas de verduras y hortalizas, arruinadas aquel otoño por la falta de riego. Una fuente habitualmente de agua cristalina pero ahora cegada y una vista excepcional hacia el sur, con el imponente paisaje de los picos enfrente, hacían del lugar uno de los parajes más hermosos y soleados del municipio.
Al llegar al rellano que se extendía alrededor de la casa sentí el agobio del peso y la incomodidad de la bolsa. Las asas largas me obligaban a llevarla colgada del antebrazo y mantener el brazo elevado, lo mismo que si lo tuviera escayolado, para evitar que se arrastrase por el suelo. Pero, aun así, no podía vencer la tentación de escudriñar el terreno, particularmente agreste y empinado a mi izquierda, intentando descubrir dónde se hallaba el escondrijo de Arsenio. De todas formas, estaba seguro de que aunque lo averiguase no me atrevería a acercarme.
—¡Pero bueno! ¿Quién está aquí? —exclamó mi tía al verme desde lejos.
Venía por la vereda que llevaba al pueblecito de Colazo, una pedanía con diez o doce vecinos de casas modestas pero limpias y alegres que se desparramaban por la ladera de la montaña del otro lado de la cerca de la finca. Hortensia se tapaba la cabeza con un pañuelo negro —último resto del luto que durante diez años llevó por su marido— y traía un coqueto cestito de mimbre con labores en la mano. Dentro sobresalían dos bolas de lana de color marrón y otras tantas agujas de tejer pinchadas. Me abrazó con la efusividad que siempre me mostraba, me besó y requetebesó, sin dejar de repetir:
—Pero ¡qué alto estás! Ya casi eres más alto que yo. ¿Cuánto hace que no te veía?, ¿una semana? Pues has crecido, ¡vaya que si has crecido!
Le conté lo que me había dicho mi madre y no evitó un gesto de preocupación cuando le expliqué que no se sentía bien, que tenía mareos y que algunas veces, pocas, se desmayaba. Estaba deseando preguntarle por el tío Arsenio, dándole a entender que mis padres me tenían al corriente de todo, pero no me atreví. Al llegar a casa, abrió el regalo y se deshizo en frases de alegría cuando vio el bolso. Me abrazó y me besó varias veces. Yo aproveché para tirarle de las orejas y ella se rio. Luego contempló el pan.
—No subió —diagnosticó—. Le habrá puesto la levadura, ¿verdad?
—Creo que sí —respondí.
—Pues le habrá puesto poco. Mañana voy a ir yo a verla y probamos a hacerlo juntas. Dile que mientras tanto lo comeremos igual. Mejor que el del racionamiento, que parece hecho con harina de bellotas, seguro que está. A ver, ahora, dime, ¿qué quieres para merendar?
—Nada. No tengo ganas —respondí.
—¿De nada nada? Tengo rosquillas y… ¿adivina? A ver, cierra los ojos, ¿qué tengo yo guardado para mi sobrino? Una sorpresa, ya verás.
Una vecina con su hijo se asomó a la puerta a felicitarla. Había estado en el entierro de Eusebia por la mañana y en seguida empezó a contarle a mi tía lo mal que lo pasaron los hombres que cargaron con el ataúd por el olor a descomposición que despedía el cadáver. El chico, poco más o menos de mí edad, y yo nos apartamos a un lado y hablamos unos minutos:
—Estas viejas —me dijo— sólo saben de muertos.
Era seminarista desde hacía pocos meses, pero había tenido que abandonar temporalmente los estudios para reponerse de la ictericia. Tenía el pelo cortado a cepillo y los ojos pequeños y vivarachos. Me contó que en la pedanía se aburría como una ostra y que estaba deseando que le diesen el alta para regresar con sus compañeros al seminario. Yo no sabía lo que era una ostra, pero evité preguntarle para no darle sensación de inculto.
—Hay mucha disciplina, pero se pasa bien. Los sacerdotes son buenas personas —concluyó antes de que su madre le indicase que tenían que marcharse.
—¿Te quieres quedar un rato y merendáis juntos? —le invitó mi tía.
—No —cortó su madre—. Tiene que guardar régimen. Hay muchas cosas que no puede comer. Y necesita ponerse bueno pronto para no perder el curso.
—Ya ves —me dijo mi tía en cuanto desaparecieron tras el recodo del camino—, va para cura. Es un niño muy bueno y tiene vocación. Todas las tardes le ves a la puerta de casa sentado con un libro de oraciones. Este es de los que han ido al seminario con verdadera fe, no como otros a los que han internado a empujones.
Hizo chocolate y merendamos los dos frente a frente. Durante un buen rato estuvimos en silencio, cada uno pensando en nuestras cosas. Aunque siempre me sentía muy bien con mi tía, que me mimaba mucho más que mis padres, aquella tarde no lograba librarme de una extraña sensación de desasosiego. Mientras ella recogía las tazas, yo no paraba de darle vueltas a lo que el chico acababa de decirme sobre el seminario. Nunca me había pasado por la cabeza ir al seminario y además sabía que mis padres se opondrían. Encontré curioso el hecho de que siempre me interesaba todo aquello que más alejado estaba de mi propia vida. Como si estuviera adivinando mis pensamientos, mi tía me dijo:
—A ti nunca te ha dado por la religión, ¿verdad?
Me encogí de hombros y prosiguió:
—Te pareces mucho a tu madre y a tu abuelo. Ellos nunca quisieron saber nada de la Iglesia. Tu abuelo incluso tuvo algo que ver con la masonería cuando estaba en Cuba. Luego, cuando regresó para casarse, accedió a hacerlo por la Iglesia, ¡buena era tu abuela!, pero lo hizo a regañadientes. Por el contrario, yo siempre me he parecido más a ella y, aunque nada más lejos de mí que la beatería de algunas, siempre he sido creyente. Poco practicante, pero creyente. A mí, qué quieres que te diga, algunas veces visitar una iglesia me ayuda.
Luego cambió bruscamente de tema:
—¡Anda! Todavía no has visto los perritos. Diana parió el jueves, ¿y sabes cuántos? ¡Seis! ¡Más guapos! Tienes que verlos. ¿Has terminado? ¿No quieres más? Bueno, pues vamos, ya verás.
Apenas serían las seis, pero el cielo había vuelto a encapotarse y la noche amenazaba con echarse encima pronto. Cuando rodeamos la casa para ir a la perrera, una ráfaga de viento nos trajo nítidos los toques de campana que anunciaban en el valle, por donde se extendía el pueblo, el comienzo de las rogativas.
—De buena gana bajaba —me dijo mi tía—. Pero luego no me atrevería a subir yo sola. De noche me da mucho miedo y cuando hay truenos, más. Esta mañana tronó mucho y ya no sabía dónde meterme. Estos días tu primo tiene que trabajar hasta muy tarde y él no puede acompañarme. Tú no tienes miedo, ¿verdad? De todas formas, vas a marcharte en seguida. José Manuel aún tardará en venir. Mejor que no se te haga de noche. Ahora todo son peligros, hijo. Ni en casa está una segura.
Caminamos despacio hasta la cancela que cerraba el paso a la finca. Allí nos despedimos.
—Dile a tu madre que tiene que cuidarse. Mañana iré yo a ver la. ¡Ah! Y dile que por aquí todo está bien, que no se preocupe, que las cosas se irán arreglando…
Entendí a la perfección lo que quería decir y prometí transmitírselo textualmente a mi madre. Sabía que la tranquilizaría. Mientras mi tía me abrazaba una vez más y me cubría la cara de besos —«Tu tía siempre fue muy besucona; la verdad es que somos muy distintas, no parecemos hermanas», solía decir mi madre—, yo miraba nuevamente alrededor intentando descubrir el escondrijo de Arsenio. Me asustaba la idea de tener que pasar las noches en una cueva y que entrase el lobo cuando estaba durmiendo o, peor aún, el diablo.
A veces, ya desde muy pequeño, he reaccionado en situaciones normales de manera sorprendente y hasta cierto punto inexplicable para mí mismo, y aquel atardecer fue una de ellas. Al llegar a la altura del atajo que a través de la falda de la sierra desembocaba en las inmediaciones del mercado de ganado, cerca ya de mi casa, decidí tomarlo sin pararme a pensarlo dos veces. Era un sendero estrecho que discurría inicialmente por vericuetos que yo salvaba con facilidad saltando de un risco a otro. Luego se adentraba en unas majadas donde pastaban vacas dispersas de color rojizo y algunos rebaños pequeños de ovejas. No se veía ni un alma por los alrededores. Sólo los cencerros alteraban el silencio sobrecogedor de un anochecer lúgubre que el cielo plomizo y amenazante cargaba de presagios.
Creo que era la segunda o tercera vez que hacía aquel recorrido. Mi madre nunca quería ir por allí porque era más costoso. «Recuérdalo —me decía—, nunca hay atajo sin trabajo». En la primera ocasión lo había hecho con mi primo José Manuel y un perro grande y viejo, de nombre Tigre, que le acompañaba a todas partes. Pero entonces era más temprano, mejor dicho, estábamos en verano y los días eran más largos. No había ninguna aldea habitada en las inmediaciones. Las únicas construcciones eran algunas cuadras dispersas por la pradería y, más allá, ya dando vistas al pueblo, el caserío abandonado donde había vivido bastantes años Celsa antes de quedarse viuda. La casa, de planta baja y paredes encaladas, se alzaba a la izquierda, encima mismo del camino, y estaba casi tapada por los árboles. Del lado derecho se desplomaba un profundo barranco, conocido como el Pozo del Moro y sobre el cual se transmitían de generación en generación leyendas de los tiempos de la Reconquista y de la Inquisición, que según mi abuelo eran auténticas y según mi padre, sólo cuentos de viejos. Delante de la casa había una pequeña corralada con una higuera, frondosa a pesar de la sequía, cuyas grandes y lechosas hojas impedían el paso del sol incluso en los días más despejados.
La noche estaba cayendo deprisa. Había parado el viento por completo y yo caminaba a buen paso, entretenido en apartar las ramas y las zarzas que obstaculizaban el sendero y a veces me batían en la cara. El canto de una lechuza que me miraba con sus ojos grandes y escrutadores desde lo alto de un fresno me estremeció. Estaba entrando en la umbría que tras doblar un recodo del sendero se extendía en torno al caserío abandonado para abrirse luego, unos metros más adelante, hacia el precipicio. La oscuridad entre los arbustos que angostaban el sendero era ya casi absoluta cuando, estremecido por el canto de la lechuza, noté que el corazón se me arrugaba, las piernas cedían y el aire se detenía a medio camino en la tráquea.
—¡Ooooh! —exclamé, casi sin resuello.
En unos instantes, todos los pavorosos recuerdos de los últimos días se agolparon en mi cabeza: los gusanos saliendo de la tumba de Eusebia, los huidos de la represión viviendo como alimañas en las cuevas, la Guardia Civil apuntando con sus mosquetones… y el diablo atemorizando a la gente. El recuerdo de Celsa con sus greñas de bruja y las cosas horribles que me había dicho unas horas antes sacudió mi cuerpo como si hubiese sido atravesado de arriba abajo por un rayo. Sentí como la carne se me erizaba, los pelos se revolvían en mi cabeza movidos por una extraña fuerza hasta ponerse de punta, y un frío espantoso me congelaba la columna vertebral, me recorría la espalda con tanta fuerza que al llegar a las rodillas se doblaron y empecé a trastabillar. Atemorizado, sin saber exactamente por qué, intenté volver hacia atrás, deshacer lo andado y retomar el camino carretero por el que había subido hasta casa de mi tía.
Algo, sin embargo, me impedía dar la vuelta. Quizá fue el amor propio que siempre dominó mis decisiones o tal vez el recuerdo de una frase que repetía mucho mi padre: «Si te dejas dominar por el miedo, estás perdido». Lo cierto es que, tras unos instantes de duda, contuve la respiración, clavé con fuerza los pies en el suelo, cerré con energía los puños, apreté los dientes y eché a correr como un caballo desbocado… sin reparar en los obstáculos del sendero, sin atreverme a mirar delante, arrastrado por el terror que tiraba de mí con una fuerza insospechada.