XVII: Una mano invisible tiraba de mis pelos

XVII

UNA MANO INVISIBLE

TIRABA DE MIS PELOS

El terror tiraba de mí con una fuerza indescriptible. Era como si de pronto los pies se me hubiesen vuelto alas y un viento invisible me empujara hacia lo que más temía. Intentaba no ver, no oír, no pensar… Volaba más que corría de forma suicida e inexplicable en una huida de mi propio miedo. Las zarzas que se cruzaban en el sendero me azotaban la cara, pero yo no sentía el dolor de las espinas que me arañaban la piel sin conmiseración. Salté por encima de las rocas y volé sobre las cárcavas que accidentaban el camino. No me atrevía a mirar al valle, donde parpadeaban algunas luces mortecinas, parcialmente iluminado por los restos de una luna en menguante que apenas llegaba ya a reverberar en los panteones encalados que sobresalían de las tapias del cementerio.

Al entrar en el recodo de la vereda, el silencio del campo dio paso a un coro creciente de balidos. Cuanto más me acercaba, más retumbaban aquellos berridos de ultratumba en mi cabeza, a punto de estallar. El miedo que me producía escucharlos iba adueñándose por completo de mi conciencia. No pensé ni por un instante que fuesen balidos de ovejas, numerosas por aquellos parajes, ni mucho menos que estuviese siendo víctima de una alucinación. Es más, aunque no me encontraba en condiciones de pensar, estaba seguro de que ovejas no eran. Tensaba los músculos e intentaba sacar fuerzas de flaqueza para no dejarme caer rendido, y corría, corría empujado por la desesperación y el pánico.

Al doblar la curva más pronunciada del sendero, la espesura de los árboles que rodeaban la casa volvía más densa la oscuridad y el coro de los balidos, más estremecedor. Pero los balidos estaban allí, prolongados y lastimosos, y según me iba aproximando cobraban plena realidad con ruidos que en mi imaginación destapada recordaban un aquelarre de almas en pena. Conforme me iba acercando, lo primero que vi fueron las chispas que saltaban por encima de la empalizada hecha con troncos que protegía la vivienda y, en medio del chisporroteo, decenas de cabras moviéndose inquietas de un lado para otro. Todas parecían mirarme con ojos brillantes y reírse de mi miedo en sus balidos. Por un instante pasó por mi mente la idea de arrojarme por el terraplén que unos cien metros más abajo se acababa abruptamente en un pequeño precipicio por el que con frecuencia solía despeñarse el ganado cuando se descuidaban los pastores. A pesar del aturdimiento, descarté aprisa la idea y me entraron ganas de gritar, pero la voz que surgía temblorosa desde el pecho se ahogaba entre el resuello de la garganta y los berridos de aquella alucinación infernal.

Entonces noté que me derrumbaba y durante unas décimas de segundo acepté el fatalismo de rendirme al desfallecimiento. Algo, sin embargo, me empujó a reaccionar in extremis. Apreté más aún los músculos, clavé las uñas de los dedos en las palmas de la mano y cobré nuevo impulso en la huida desesperada de mi propio miedo cerval. En una imagen fugaz y tenebrosa, me pareció ver una silueta humana que se movía en llamas entre las siluetas de las cabras, cuyo berrear atormentaba más y más mis oídos. Una mano invisible tiraba de mis pelos, tiesos como escarpias, como si quisiera levantarme en peso y ponerme a levitar en la oscuridad, y mientras, otro poder oculto tensaba mis piernas para seguir resistiendo el desenfreno de la carrera y la tentación del derrumbe físico para entregarme a la peor suerte. Al cruzar delante de la casa, sentí que el corazón me dejaba de latir, se reducía de tamaño y se me congelaba en el pecho.

Grité con una fuerza que jamás sospeché tener, pero tampoco en esta ocasión el grito traspasó el nudo que me oprimía la tráquea. Primero lo intuí y en seguida le vi. Allí estaba, monstruoso, negro como un tizón, erguido y con las patas delanteras apoyadas en el tronco de la higuera. El diablo con todos sus atributos. No podía ser otra cosa. Me miraba, ajeno a las chispas, con ojos burlones, dando cabezadas arriba y abajo y mostrándome en cada movimiento sus cuernos retorcidos y desafiantes. Nunca me había imaginado algo tan horrible ni escuché nada tan espantoso como el rugido que hizo cuando pasé delante, apenas a dos metros de su cabeza diabólica; una cabeza alargada y huesuda que se estiró hacia mí sin dejar de mirarme con desprecio y de hacerme muecas.

Todo fue muy rápido; tan rápido como una exhalación. La verdad es que algunos detalles no los recuerdo o si los recuerdo se confunden en el horror de aquellas imágenes. Cuando recuperé de nuevo la conciencia, había dejado atrás la casa, el sendero se había ensanchado y discurría cuesta abajo, ya cerca de las primeras viviendas del pueblo, encajonado entre los taludes que el agua había ido formando a ambos lados en las épocas de lluvia. El infernal concierto de balidos, que seguía retumbando en mis oídos, se fue acallando poco a poco hasta disiparse en la lejanía.

Sin embargo, lejos de sentir que estaba a salvo y había sobrevivido, empezó a atormentarme que el diablo anduviera tras mis pasos y volviese a cruzarse en cualquier momento. El miedo a encontrármelo de nuevo me aceleraba el pulso ante cada recoveco del camino. «¡Qué razón tenía Celsa!», pensaba. Recordé entonces su consejo y me di cuenta de que no lo había seguido; ni siquiera lo había recordado. «Si me hubiese santiguado antes de acercarme —pensé—, seguramente no hubiese estado esperándome, sería él quien estaría huyendo dando saltos monte arriba». Temblando aún, me apresuré a intentarlo, pero al hacer el ademán de santiguarme, el brazo derecho, tenso y pesado como si fuera de acero, no me respondía. Abrí los puños apretados y sin detenerme en la carrera, probé a santiguarme varias veces seguidas. Interiormente repetí entre suspiros varias veces: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», al tiempo que con la mano derecha hacía cruces apresuradas y furtivas por todo el cuerpo y eso me tranquilizó un poco. Además, me prometí que lo haría ante cualquier nuevo movimiento raro que viera.

Al aproximarme al pueblo, di un rodeo para alejarme lo más posible del cementerio, cuya tapia divisé entre las sombras, y al pasar junto al mercado, desde donde ya se divisaba mi casa, una nueva y grave preocupación comenzó a agobiarme como si para mi mente no hubiese descanso. Empezaba a ser consciente de la realidad y en seguida me di cuenta de que mi vida ya no volvería a ser igual que antes. Acababa de ver al diablo con mis propios ojos, acababa de oírle bramar y de sentir su terrorífica proximidad. Existía, sí, y andaba cerca. Mis padres estaban equivocados. Tenían razón don Primo y Celsa. Se imponía rendirse a la evidencia de unas creencias milenarias que en mi familia, sólo en mi familia, despreciábamos. Hablaría seriamente con mis padres, les contaría con detalle lo que había visto, y luego les pediría permiso para ir a la iglesia con normalidad, y para recibir la primera comunión, igual que hacían todos mis compañeros de clase.

Sin embargo, el recuerdo de los otros chicos de mi edad me atemorizó de nuevo. Aunque iban a misa, asistían a la catequesis y habían hecho la primera comunión, eran muy pocos los que daban muestras de fe y piedad fuera del templo. La mayor parte de ellos hacían bromas con los misterios, se mofaban de las beatas, contaban chistes de las excentricidades del cura, jugaban a verles las bragas a las niñas, y se reían de los cuentos sobre el diablo, los endemoniados y el infierno. Si se enteraban de que yo había visto al diablo, al principio seguro que les iba a impresionar, pero después acabarían convirtiéndome en el blanco de sus tomaduras de pelo. Incluso me adjudicarían algún apodo del que ya no lograría librarme.

Con todas estas ideas dándome vueltas en la cabeza, el resuello atragantado, las piernas doblándose y el cuerpo sin fuerzas para arrastrarlas, llegué a casa. La puerta estaba cerrada y no fui capaz de tirar de la cuerda que permitía accionar el pestillo desde la calle sin necesidad de llave. Me apoyé con las palmas de las manos sobre la puerta, con la espalda encorvada hacia fuera y los pies aupados sobre las puntas, y la golpeé con la cabeza. Ahora que lo recuerdo, fue una posición similar, ignoro por qué, a la que tenía el diablo abrazado a la higuera. Cuando mi madre, que ya estaba preocupada por mi tardanza, abrió bruscamente la puerta, trompiqué y caí de bruces sobre el suelo.

—¡Ay! —gritó soltando la sartén que llevaba en la mano—. ¡Hijo!, ¿qué te pasa?

Es lo último que recuerdo de aquellos momentos en que lo único que deseaba era morirme, desaparecer, olvidarlo todo para siempre. Perdí la noción de la realidad. Con mi madre al lado, me abandoné al abatimiento que me dominaba. Cuando, pasado un buen rato, recobré el conocimiento, estaba tumbado en el sofá del comedor con un paño húmedo en la frente y mi madre al lado contemplándome con la preocupación reflejada en su rostro. Estaba sentada en una silla y tenía una bandeja con un vaso de agua sobre las rodillas. De vez en cuando me acariciaba el pelo, que yo aún sentía dolorido en una piel tirante, igual que el resto del cuerpo.

—Tranquilo —me dijo—. Te vas a poner bien. ¿No tienes ganas de devolver?

La miré con ojos resignados y no respondí. Me sentí incapaz de hablar. Era como si las palabras se me quedaran a medio camino, enredadas en las amígdalas entre miedos y remordimientos, y se resistiesen a salir. Por otra parte, me sentía tan agotado que ni siquiera tenía fuerzas para intentar hablar, y menos para explicar lo que había ocurrido. Me atormentaba la idea de haber visto el diablo y empecé a pensar seriamente en las razones por las cuales se me había aparecido a mí. ¿Cuál era mi culpa? Resultaba obvio que yo era el niño del pueblo que menos practicaba la religión, el que no iba a misa y el que, como nunca me había confesado, acumulaba más pecados mortales.

Además, y el recordarlo me estremeció, últimamente solía recrearme en pensamientos impuros, como decían los libros de religión; participaba de las conversaciones picantes de los más traviesos de la clase; me atraían, aunque me negaba a aceptarlo, algunas chicas, por lo general mayores que yo, y en cuatro o cinco ocasiones había probado a masturbarme, sobre todo cuando doña Esther, la maestra, dejaba entrever sus muslos blancuzcos y regordetes por debajo de la mesa o cuando veía a alguna muchacha acuclillarse para orinar en algún baldío. Intenté cerrar de nuevo los ojos y no pensar, pero el recuerdo del diablo, grande y peludo, apoyado sobre la higuera y estirando la cabezota hacia mí, igual que si quisiera morderme con aquellos dientes ganchudos, me sobresaltaba a cada instante.

—Tranquilo, tranquilo, Nachín —repetía mi madre pasándome la mano por la frente—. Te vas a poner bien en seguida.

La puerta de la calle se abrió de golpe y oí por el pasillo a mi padre hablando con don Arturo. El médico apenas musitó un «buenas noches» cuando entró. Cruzó una rápida mirada de interrogación con mi madre y se agachó a observarme atentamente las pupilas.

—Vamos a ver qué le pasa a este chico —dijo en tono jovial.

—¿Ha recuperado el conocimiento? —preguntó mi padre presa de la ansiedad—. ¿Ha dicho algo? ¿Sabemos qué le ha pasado? ¿Será un corte de digestión?

—Nada. Antes parecía que intentaba hablar, pero en seguida se quedó postrado de nuevo… Está así, como adormitado, y de repente se sobresalta como si sufriera una pesadilla. Si no llego a estar aquí, se hubiese caído del sofá. A veces le cuesta respirar y echa espuma por la boca. Debió de hacerle daño alguna cosa.

—¿Ha devuelto? —preguntó el médico.

—Aquí no. No sé si lo habrá hecho por el camino. Para mí que es un corte de digestión, sí —insistió mi madre.

—Vamos a ver —concedió don Arturo mientras me tomaba el pulso.

Durante un largo rato me auscultó con el fonendoscopio por el pecho y por la espalda, me movió la cabeza a derecha e izquierda, me palpó el vientre y me miró la garganta con una linterna, obligándome a mantener la lengua pegada al fondo de la boca, para ver si tenía algo atragantado.

—Tiene el corazón muy alterado, bate como una locomotora. Pero habría que conocer las causas. Podría haber sido un corte de digestión, efectivamente, pero no tiene náuseas y la actividad intestinal parece bastante normalizada. ¿Qué ha comido?

—No sé qué le habrá dado su tía para merendar.

—¿Qué has merendado? —me preguntó.

Abrí mucho los ojos pero no contesté. Apenas moví un poco la cabeza, sumergí la frente debajo de un cojín para evitar la luz de la lámpara que sostenía mi padre, y otra vez me quedé inconsciente un momento hasta que de pronto me volvió la imagen del diablo al recuerdo y di un respingo acompañado de un sonido gutural que los asustó. Ante las dudas del médico, que no acertaba a establecer un diagnóstico sobre mi estado, mi madre me miraba implorante con los ojos húmedos y hacía esfuerzos por no llorar.

—Yo creo que se ha asustado. Alguien debió de meterle miedo —dijo.

—¿Es miedoso? —se interesó don Arturo.

—No particularmente —respondió mi padre—. Pero no sé. Todo el pueblo anda con tanto canguelo por ahí que ya no sabe uno qué decir.

—Hasta donde puedo yo comprobar, sufre una fuerte tensión nerviosa de origen desconocido. Si supiésemos las causas, sería más fácil. Lo extraño es que no pueda o no quiera hablar. Vamos a ver. Yo creo que lo mejor será dejarlo que descanse a ver si va recuperando, y luego, cuando pueda contarnos, vemos si hay que hacer algo más. Voy a recetarle una inyección que lleva vitamina y es relajante, con lo cual dormirá mejor. Y si mañana sigue igual, habrá que llevarle a un especialista. Quizá hasta sería bueno que le viese un psiquiatra; ellos son los que saben de nervios… En estas cosas siempre hay el peligro de que le queden secuelas. A esta edad, nunca se sabe.

—¡Un psiquiatra! —se alarmó mi madre—. ¿Los que tratan a los locos?

—Tranquila, mujer. A los locos y a los que no están locos. Hay muchas enfermedades de origen nervioso que antes se desconocían. Es necesario abandonar prejuicios. Últimamente la ciencia ha avanzado mucho en este terreno. ¿Y sabéis gracias a qué? Pues gracias a los mutilados de guerra, sobre todo de la guerra mundial. En Alemania, a pesar de lo destrozado que quedó aquello, los científicos siguen trabajando y han hecho descubrimientos muy importantes sobre lo que hasta ahora nos era más desconocido del cuerpo: el cerebro. Los heridos en el cerebro están permitiendo saber en qué lugares concretos de la masa encefálica se localizan las diferentes facultades humanas: el habla, la memoria, los movimientos de las extremidades, el olor, etcétera. Curioso, ¿verdad? El otro día estuve leyendo un trabajo que venía en una revista sobre este asunto. Era muy interesante, lo que ocurre es que me pareció demasiado complicado para un médico de pueblo como yo: viejo y predestinado más a correr caminos para arriba y para abajo que a grandes peripecias científicas.

Aunque las calles se habían quedado desiertas después de la primera procesión de las rogativas, la noticia de que mi padre había ido corriendo a llamar a don Arturo para una urgencia se extendió rápidamente por el pueblo y los rumores alarmantes se desataron. La gente pensó que mi madre había sufrido algún colapso. Todo el mundo sabía que estaba mal, que desmejoraba por momentos, y corría el rumor de que lo suyo era incurable. Algunos vecinos más próximos a la familia acudieron a interesarse. El primero que llegó fue Fidel, el confitero, con una botella de moscatel en la mano para ofrecérsela a mi madre como reconstituyente.

El propio Fidel, después de que mi padre le pusiera al corriente de lo que ocurría, se ofreció a ir a la farmacia con la receta que acababa de extender don Arturo. Cuando la gente iba enterándose de que el enfermo era yo, simulaba respirar con cierta satisfacción. Algunos repetían que los niños siempre estaban enfermos de algo y todos coincidían en diagnosticarme un corte de digestión después de una buena merienda, igual que el que ellos habían sufrido tantas veces. Nadie consideraba que fuese grave y, además, don Arturo los tranquilizaba.

—Es un chico fuerte. Le pasará —decía—. Mañana estará como nuevo.

Poco después de que mi padre me pusiera la primera inyección comenzaron a pesarme los párpados, noté que mi mente mareada volaba hacia las nubes, que de cerca se volvían blancas e iridiscentes, y me quedé dormido. El relajante, sin embargo, no consiguió liberarme del todo de las pesadillas. Me pasé las horas entre sobresalto y sobresalto, gritando y agarrándome con desesperación a la almohada. Una de las veces que mi madre —que al igual que mi padre no se apartó de mi lado en toda la noche— encendió la luz y vio manchas de sangre en la sábana, se alarmó. Mi padre estuvo a punto de ir nuevamente en busca del médico, pero cuando ya se estaba vistiendo, mi madre comprobó que la sangre procedía de las heridas que me había hecho yo mismo con las uñas en las palmas de las manos.

—Fue miedo. Esto es que se asustó. Algo debió de ver que le asustó —diagnosticó de nuevo, con la intuición con que todas las madres descubren lo que les ocurre a sus hijos.

A las siete me despertaron con mucha suavidad y los dos, de pie a mi lado, volvieron a hacerme preguntas que yo seguía sin contestar conscientemente. Ya estaba decidido a no contar nada a nadie y para ello lo mejor era escudarme en la pérdida de la facultad de hablar. En realidad, no sabía si podía hablar en el caso de que me lo propusiera, pero sí tenía bien claro que no debía intentarlo. Ante el sufrimiento de mis padres, empecé, eso sí, a responder a algunas preguntas elementales con movimientos de la cabeza. Cuando mi madre me preguntó si tenía hambre, negué moviéndola suavemente de un lado a otro.

—Oír, oye. Oyes, ¿verdad, hijo? —preguntó presa de la ansiedad.

Asentí. Ella me abrazó y preguntó nuevamente:

—Y hablar, hijo, ¿no puedes hablar? Inténtalo, anda. Dinos algo. Di… «patata».

Sonreí por primera vez, pero lejos de intentarlo apreté los labios para evitar emitir cualquier sonido. Apenas me limité a mover la cabeza de derecha a izquierda y, en el movimiento, observé cómo mi madre apartaba la cara para que no viera que estaba sollozando. Poco después llegó don Arturo con su tono jovial de siempre, me auscultó de nuevo, me hizo varias preguntas a las que tampoco respondí más que con gestos y, tras rascarse la barbilla y morderse durante un rato el labio superior, les dijo a mis padres:

—Creo que está menos alterado que anoche. El descanso le ha venido estupendamente. Ahora bien, el hecho de que no pueda hablar es extraño. Creo que lo mejor será llevarlo a la capital, internarle en un sanatorio y que le vean los especialistas. Ellos tienen más medios y saben más que yo, para qué voy a engañaros. No creo que sea grave, pero yo lo encuentro bastante extraño.

Don Arturo se quedó pensativo un instante y prosiguió:

—Tengo una idea. ¿Puedes escribir? —me preguntó.

La pregunta me cogió desprevenido y apenas respondí con un leve encogimiento de hombros. Entonces mi madre fue en busca de una pizarra que tenía en mi cartera escolar y me la tendió. Empuñé la tiza y me disponía a intentar escribir mi nombre, pero de repente el color negro de la placa me hizo evocar la sombra que proyectaba la silueta del diablo cuando pasé a su lado, extendió su cabeza hacia mí y sentí cerca su fétido aliento. Cada vez que la escena me venía a la mente, recordaba algún nuevo detalle que me había pasado inadvertido y en ese instante me acordé de sus largas y asquerosas chivas colgando por debajo de sus dientes anchos y pringosos. Al recordar los dientes del diablo noté que mi cuerpo volvía a encogerse, que las rodillas se quedaban flácidas entre las sábanas y, antes de que reaccionase, la pizarra se me cayó al suelo.

—No esperemos más. Vamos a llevarle —decidió el médico—. Seguramente habrá que internarle, así que id un poco preparados.

Mientras mi madre metía algunas cosas en la vieja maleta de Cuba que guardaba en el altillo del armario de mi dormitorio, mi padre acompañó a don Arturo a recoger una carta que iba a darle para el especialista y de paso avisar al taxista para que viniese a recogernos. Nada más irse, la pareja de la Guardia Civil llamó a voces desde la entrada del jardín:

—¿Hay alguien? —gritó uno de ellos.

Mi madre se asomó por la ventana.

—¿Ya saben algo de su hermano? —preguntó el otro en tono malhumorado.

—¡No! —respondió ella secamente, mirándome a mí de reojo. Yo me había sentado en la cama y permanecía absorto mirando al suelo con la cabeza agachada y las manos abrazando las rodillas.

—Pues dígale a su marido que pase por el cuartel, que el sargento quiere verle. Cuanto antes. No se le olvide.

—Hoy no podrá ser. Tenemos que salir ahora para la capital a llevar al niño al médico.

—Señora, le he dicho que vaya a ver al sargento si no quiere que le llevemos nosotros. Dígaselo. Y dígale también que es un asunto serio. La Guardia Civil nunca gasta bromas. El médico y el niño podrán esperar.

Mi madre cerró la ventana de un portazo. No sé de dónde había sacado fuerzas dentro de su delgadez extrema. No era la de la víspera, cuando se mareaba en la cocina; parecía otra mujer. Y a mí me angustiaba verla tan preocupada por mi culpa. Pero la imagen del diablo con sus cuernos grandes y su forma de mirarme con aquellos ojos que se le salían de las órbitas me atormentaba mucho más. La gran duda que me asaltaba era si merecía la pena vivir para sentirse tan mal…