XVIII
«… CON SUS BALIDOS TENEBROSOS
Y SUS CUERNOS RETORCIDOS»
El viaje a la capital en el viejo y destartalado taxi que había en el pueblo resultó bastante accidentado. Nada más salir, una de las ruedas delanteras reventó como consecuencia seguramente de la sequedad ambiental, y Luis, el conductor, tuvo dificultades para hacerse con el control del volante y detenerlo al borde de un barranco. Mi padre le ayudó a cambiar la rueda, pero el gato funcionaba mal y tuvieron que apañárselas con piedras apiladas para mantener el vehículo en alto. Mi madre y yo esperamos sentados a la sombra de uno de los chopos que festoneaban la carretera.
—Ya se han ido las ganancias del viaje. A ver quién encuentra una cubierta nueva y a qué precio —se lamentó Luis mientras se limpiaba las manos con una bayeta grasienta que llevaba en la guantera—. Y recemos algo para no pinchar de nuevo porque entonces…
Rezar es lo que yo intentaba hacer desde que salimos de casa, pero eran tantas las cosas, los recuerdos, las sensaciones y las ideas que pasaban por mi cabeza al mismo tiempo que no conseguía concentrarme. Poco después entramos en una zona de curvas y tanto mi madre como yo nos mareamos. Tres veces hubo que parar para que pudiésemos vomitar y tomar aire. Yo no había comido nada desde la víspera y las arcadas del mareo apenas me permitían echar flema. Mi madre, que estaba casi peor que yo, tenía los ojos enrojecidos y de vez en cuando me pasaba la mano por la frente helada. Mi padre no sabía a cuál de los dos atender.
—Sigue, Luis, sigue —le dijo mi padre al conductor cuando ya faltaban pocos kilómetros—. Hay que llegar cuanto antes a la clínica.
El sanatorio de la Sagrada Familia tenía fama de ser el mejor de la ciudad. Estaba en lo alto de una calle empinada en un chalé blanco con las ventanas pintadas de verde. La entrada olía a medicamentos.
—Más lujosos —comentó con orgullo la monja que nos atendió en la recepción— quizá los haya por ahí. Pero con mejores médicos y más medios, que es lo que importa, no. Aquí el enfermo es lo primero. El doctor Corral no se cansa de repetirlo.
La habitación 133 estaba en la primera planta y daba a una plazuela muy concurrida de gente a esas horas. Debajo mismo de la ventana había una parada del autobús en la que hacían cola varias decenas de personas. Yo lo veía todo sin interés, con la mirada perdida en el horizonte urbano, absorto en mis tribulaciones y agobiado por los miedos: miedo al diablo que me perseguía, a la muerte que no avisaba, al ridículo que iba a hacer cuando hablara y a lo que iba a ser mi vida después de todo lo ocurrido.
—Acuéstate —ordenó mi madre— y descansa. Vamos a ver si el médico viene pronto. ¿No quieres decirme nada?
Sobre la cabecera de la cama, en lo alto, había un crucifijo e, incrustada en la propia cabecera, en el panel central de las luces, una estampa policromada de la Sagrada Familia. En la mesilla de noche, al lado de un timbre blanco y redondo para llamar a la enfermera, se hallaba una estampa del Corazón de Jesús con una oración que horas después ya me sabía de memoria:
¡Oh, Corazón de amor!
En ti pongo mi confianza,
pues todo lo temo de mi fragilidad
mas todo lo espero de tu bondad.
A tu corazón confío (…);
míralo todo y después haz
lo que tu corazón te diga.
Deja obrar a tu corazón.
«En los puntos suspensivos —indicaba una llamada al pie— pon el deseo que quieras conseguir, reza la oración una vez nueve días seguidos, y el Sagrado Corazón de Jesús te lo concederá». Aprovechando que mi madre se había metido en el baño y mi padre se había ausentado a realizar algunos trámites, leí la oración dos o tres veces, junto a mi deseo de ser bueno y temeroso de Dios, y me sentí más tranquilo. Entonces entró una monja, con una toca blanca de alas anchas, y me preguntó:
—¿Qué es lo que te ocurre? No puedes hablar, ¿verdad? Bueno, eso no es nada. Te pondrás bien en seguida. Ponte este pijama y te calzas estas zapatillas. En cuanto estés, pasamos a la consulta del doctor Cuesta.
El médico era alto, llevaba uno de esos bigotitos tan típicos de la época y vestía una bata blanca, impoluta. Me examinó de arriba abajo, intentó que hiciese esfuerzos con la garganta para decir alguna cosa e hizo una serie de preguntas a mis padres que, en su mayor parte, ellos no supieron responder.
—Antes de decidir nada, vamos a mandarle a que le vea el especialista en digestivo, aunque no creo que esté ahí el problema, y ya descartamos una causa.
Mi padre insistió en saber algo más, pero el médico ya nos empujaba suavemente hacia la puerta, y la enfermera nos decía:
—Vengan por aquí. Los acompaño.
El especialista de digestivo era un señor mayor, sonriente y parlanchín, que pronto pegó la hebra con mi padre y, tras mirarme a través de los rayos X, diagnosticó que de estómago y tripas todo estaba en orden.
—¿Comes bien? —me preguntó.
Respondí encogiéndome de hombros. Y en seguida regresamos a la consulta del doctor Cuesta, al que encontramos consultando un grueso libro de tapas azules. Apenas echó una ojeada al informe que había garrapateado su colega en la hoja clínica y dijo:
—Bueno, esto parece claro. —Respiró hondo y expulsó el aire hinchando mucho las mejillas—: Se trata de un shock neurógeno, achacable a causas ahora mismo desconocidas, con una crisis vegetativa que le ha afectado a la facultad de hablar, esperemos que temporalmente.
—Pero… —interrumpió mi madre sin poder contener los nervios—, ¿la recuperará?
—Confiemos que sí. Estas cosas del cerebro, señora, siempre son algo misteriosas hasta para la propia ciencia. Los shocks neurógenos afectan a diferentes facultades vitales, dependiendo de la parte de la masa encefálica que alcancen. Hay gente que se queda ciega, lo cual es todavía peor, o paralítica. El cerebro tiene localizada cada una de las capacidades que el ser humano desarrolla, como la memoria, el habla…
—¿Y las causas? —preguntó mi padre.
—Pueden ser muy variadas, y tanto físicas, un golpe por ejemplo, como psíquicas, un gran susto, que es lo más probable en este caso. No hay señal de ningún golpe importante en la cabeza o en la nuca. Los rasguños que tiene en la cara no justifican un shock así. Bueno, si les parece, quiero tenerle cuarenta y ocho horas en observación y reposo absoluto a ver cómo evoluciona. Y después volvemos a hablar. Ustedes no le presionen, déjenlo… A ver si él empieza a hablar solo.
La vida tranquila en el sanatorio, a ratos con la única compañía del crucifijo y las estampas, y sin duda la novena que inicié cada noche con la oración al Sagrado Corazón de Jesús me ayudaron a relajarme. Las primeras palabras las pronuncié soñando, ya bien entrada la madrugada. Mi madre, que se había quedado a mi lado toda la noche durmiendo en una silla, dio un salto cuando oyó que la llamaba en sueños. Se acercó, me dijo algo, y le respondí con unas palabras incoherentes, pero comprensibles:
—No, no… yo no, mamá… Corre…
Mi madre daba saltos de contenta. Por la mañana, en cuanto supo que había llegado el médico, fue a contárselo. Al momento vinieron los dos e intentaron que dijese algo más, pero a las muchas preocupaciones que ya tenía encima se había añadido el temor a ser yo mismo quien descubriese en sueños el secreto. Me propuse dos cosas: seguir sin hablar y evitar quedarme dormido. Sentía el cuerpo magullado, igual que si me hubiesen dado una paliza, y hacía verdaderos esfuerzos por no pensar en las cosas que habían ocurrido.
Continuaba sin ganas de comer y cuando me trajeron el almuerzo, lo rechacé casi instintivamente. Entre la enfermera y mi madre hicieron que tragase un vaso de zumo de naranja a pequeños sorbos. Cuando salió mi madre a comer y mi padre se fue a dar un paseo por el pasillo, probé a decir alguna cosa. En realidad, yo mismo dudaba si es que no podía hablar o era que no quería. Intenté articular alguna palabra y comprobé que los esfuerzos se quedaban enganchados en la flema que me obstruía la garganta. Como no me sentía bien viendo a mis padres sufrir por mí, me tranquilicé creyendo que no lo hacía de forma voluntaria. La idea de quedarme mudo para toda la vida no me inquietaba.
Mi madre aprovechó la tarde para someterse al reconocimiento del especialista en su dolencia que le había recomendado don Arturo. La monja que se quedó a mi cuidado me ofreció unos polvorones, que no probé, y un libro de cuentos infantiles que apenas abrí. Eran cuentos para niños pequeños, yo era mayor, y además no tenía ganas de leer. A hurtadillas, eso sí, leía de vez en cuando la oración al Sagrado Corazón de Jesús que estaba en la cabecera.
—¿Hace mucho que has hecho la primera comunión? —me preguntó la monja mirándome atentamente.
No respondí, claro. La pregunta me estremeció al principio y luego me dejó pensando. ¿Por qué todo el mundo me preguntaba lo mismo? Y ¿por qué yo era el único niño que no había hecho la primera comunión? Fue la primera vez que me rebelé interiormente contra mis padres. No entendía su actitud ni podía imitar su descreimiento. Si el resto de la gente no se cuestionaba la práctica religiosa, ¿por qué nosotros teníamos que ser la excepción? Sentí que había algo extraño en aquella situación y me propuse actuar en el futuro al margen de las imposiciones familiares. Cuando volviera al pueblo empezaría a ir a la iglesia a escondidas, me aplicaría a estudiar el catecismo y, en cuanto lo supiera, le diría a Celsa que hablase con don Primo para hacer la primera comunión sin que se enterase nadie. Mirando a través de la ventana y viendo la tarde difuminarse lentamente, sentí pena por no poder comulgar vestido de marinero como los otros chicos de la clase, y envidia por no ser monaguillo como José Miguel y Carmelo, los dos elegidos por el párroco para ayudarle en la misa.
Se oyeron unas campanadas y la monja se fue a rezar el rosario con su comunidad. Cuando llegaron mis padres, la habitación estaba casi a oscuras y yo permanecía con las manos entrelazadas debajo de la nuca, la mirada en el techo y el pensamiento perdido en los mil miedos que me abrumaban.
—¿Estás solo? —me preguntaron.
—Sí —respondí lánguidamente.
Mi madre abrió mucho los ojos y sonrió llena de alegría. Mi padre no cayó en la cuenta y volvió a preguntar:
—¿Te sientes mejor?
Pero ya no respondí. Me dolía la cabeza. Deseaba que me dejaran solo y no podía ni quería decírselo. Sobre las siete vino una enfermera y me puso una inyección. Luego trajeron la cena y, después de mucho esfuerzo por parte de mi madre, comí la mitad del flan que había de postre. Tenía sueño y a pesar de los esfuerzos que hice para permanecer en vela, me quedé dormido pronto. Al principio, oí contar a mi madre al día siguiente, dormí con sueño profundo y bastante relajado, pero luego empecé a dar vueltas en la cama presa de gran excitación y en un determinado momento prorrumpí en gritos.
—Me asustó —le dijo mi madre al médico cuando pasó a visitarme—. Se sentó en la cama y se agarró al bastidor con las dos manos con tal fuerza que no conseguía despegarle. Luego, eso sí, cuando ya se despertó y se fue serenando, dijo algunas palabras sueltas.
—Bien —comentó el médico sin demasiada convicción—. Hay que darle un poco de tiempo al tiempo. ¿Cómo te sientes hoy? —me preguntó cogiéndome de la mano—. ¿Qué te gustaría hacer? ¿No te apetece dar una vuelta por el parque? Puedes visitar el zoológico. ¿Te gustan los animales?
—No —respondí secamente.
En realidad, no sabía lo que quería ni sentía deseos de hacer nada en concreto. Si acaso quedarme solo, sumido en mis pensamientos y, aunque me horrorizaban, recrearme en mis miedos. Necesitaba sufrir mi angustia como forma de reivindicar mi culpabilidad. Por encima de todo, había algo que echaba por tierra muchas cosas de mi entorno y que yo personalmente empezaba a tener muy claro: el diablo existía, yo lo había visto con mis propios ojos, andaba por ahí suelto, y si el diablo existía era evidente la existencia también de Dios, de la Virgen, los ángeles y los santos y demás, y era evidente que don Primo, Celsa y toda la gente que creía tenían razón.
Estaba sumido en estos razonamientos, que ya empezaban a atormentarme más que el propio recuerdo del diablo disfrazado de macho cabrío, amenazándome con sus balidos tenebrosos y sus cuernos retorcidos, cuando entró en la habitación el capellán de la clínica. Era un hombre mayor, con el pelo blanco y la sotana limpia y planchada. Le acompañaba la superiora de la comunidad de religiosas que estaba al frente del sanatorio. Saludó a mi madre, que se mostró muy cortés con él, a la puerta de la habitación y entró sin pedir permiso.
—¿Qué le pasa a este niño? —me preguntó—. ¿Tienes dolores? No, ¿verdad? Bueno, pues donde no hay dolores, todo se cura primero. ¿No puedes hablar? ¿Te ha comido la lengua algún ratón, tal vez el gato? A ver, ¿tienes lengua? ¡Ves como sí la tienes!… ¿Has rezado esta mañana al despertarte? ¿A quién rezas?, ¿al Niño Jesús?, ¿al ángel de la guarda? Y confesar, ¿cuánto hace que no te confiesas?
—No, no ha hecho la primera comunión —aclaró mi madre, que seguía la escena de pie con los brazos cruzados. La amabilidad de los primeros momentos se había esfumado de sus ojos.
—¡Ah, no! ¿Cuántos años tiene?
La llegada de la enfermera empujando el carrito de la comida interrumpió la conversación.
—A ver, ahora te vas a sentar y vas a comer esta sopa de fideos riquísima que te he traído. Y después te vas a vestir y das un paseíto. Hace muy buen día y si quieres puedes darte una vuelta por la calle. Ha dicho el doctor Cuesta que le saque al parque —añadió la enfermera dirigiéndose a mi madre.
El paseo duró muy poco. Caminamos por la acera del sanatorio unos cien metros y cuando mi madre habló de ir al parque a ver a los animales del zoo pensé que tal vez habría machos cabríos y rechacé la idea instintivamente.
—No, no. Al par… parque no —dije tartamudeando.
Mi madre me abrazó emocionada. Era la primera vez que pronunciaba una frase completa desde que volví de casa de la tía Hortensia. Me preguntó si quería alguna cosa, pero negué con la cabeza. Seguía con el propósito firme de no hablar, lo que ocurre es que estaba tan abstraído en mis preocupaciones que a veces me olvidaba. En el sanatorio nos estaba esperando Concha, una amiga ya mayor de mi madre, casada con un conserje de la Diputación. Me traía caramelos de leche condensada y un libro de Salgari que yo no había leído. Mientras lo hojeaba, tumbado en la cama sin desvestirme, escuchaba lo que mi madre le contaba en voz baja:
—No sabemos qué ha sido. Joaquín piensa que debió de asustarse por algo, no sé, hemos llegado a pensar si habrá visto a alguien del monte… del maquis. O tal vez un lobo, que ya sabes que dan mucho miedo. Ver un lobo impresiona mucho. Los que lo han visto lo dicen siempre. Pero últimamente lobos por la comarca no hay. Nadie habla de ellos.
—¿Es miedoso?
—No lo era. Pero tenemos trabajando en casa a una mujer que, yo no sé, es muy misteriosa, siempre anda hablando de las cosas más tétricas de la religión, del infierno y todo eso, y para mí que le ha dicho algo que le ha atemorizado. Desde un tiempo a esta parte duerme mal, sueña pesadillas. Además, tenemos el pueblo… convertido en un infierno. El otro día mataron a tiros a un pobre que pedía limosna y acababa de comer en nuestra casa porque creyeron que era del maquis, ¿viste algo igual? Y para colmo de desgracias nos ha caído un cura fanático que está loco; pero loco de llevarlo a un manicomio.
Mi padre había aprovechado para hacer gestiones burocráticas y alguna compra y regresó con aire de nuevas preocupaciones. Saludó a Concha sin demasiado entusiasmo, se acercó a la cama, me hizo una caricia y me guiñó un ojo.
—El médico me ha dicho que estás mejor y que ya hablas, ¿es verdad?
—Sí —le respondí.
—¿Cómo van las cosas? —le preguntó entonces a mi madre.
—Mejor —respondió con una sonrisa—. ¿Has hablado tú con el médico?
—Sí. Acabo de encontrármelo en la puerta. Me ha dicho que su diagnóstico se confirma y que es cuestión de tiempo. Dice que mañana podemos regresar a casa. Para él es cuestión de un poco de paciencia. Me ha pedido otra vez que no le atosiguemos, que le dejemos que vaya soltándose a hablar poco a poco, y que no le preguntemos por lo ocurrido. Dice que es mejor dejarle que lo vaya olvidando. Hay que evitar todo aquello que pueda recordárselo.
—Pero como no sabemos lo que ha sido…
—Ya —asintió mi padre—. Yo estoy seguro de que se asustó por algo, quizá por la propia oscuridad, y tuvo miedo…
—Hoy ya ha hablado un poco más. A veces tengo la sensación de que no habla porque no quiere. Y… de lo otro —se interesó mi madre bajando la voz—, ¿cómo te ha ido?
—Bueno, más o menos. —Cogió a mi madre del brazo y la sacó hacia el pasillo—. Para fin de mes zarpa el barco hacia Caracas y van a intentarlo. Vamos a ver cómo lo organizamos todo. Hará falta bastante dinero y lo que tenemos en el banco de tu padre no conviene moverlo de momento. Es probable que nos controlen las cuentas. Vamos a arreglar esto ahora y me pongo con lo otro… Mañana, cuando regresemos, convendrá que venga Hortensia…
—Sí, vendrá a verle. Debe de estar preocupadísima, buena es ella.
—Así disimula más. Después ya iré yo por allí a verle y se lo explico todo a él. He pensado que salga a pie hacia el norte, que cruce la sierra —quizá pueda acompañarle Manuel, que conoce aquellos vericuetos—, y se le trae al puerto la misma mañana del embarque en un coche. Mientras, debe tener un poco de calma. Habrá que hacerlo todo con mucha discreción.
Se estiró los brazos con un gesto de cansancio, respiró en profundidad y se despojó de la chaqueta, que arrojó en la butaca. Observé sus ojeras y la barba de dos días, que le había envejecido prematuramente.
—Paciencia —repitió—. En este país de mierda, todo es cuestión de paciencia. Paciencia para que llegue el grano de Argentina, paciencia para que el Caimán se vaya, paciencia para que…
—No te exaltes, hombre, no te exaltes. Todo se irá arreglando. Vendrán tiempos mejores —trató de tranquilizarle mi madre.
—¿Tiempos mejores? ¡Ay! Tiempos mejores… ¿Para quién? ¿Para los militares que viven como Dios sin dar golpe, para los curas que son los que mandan, para los meapilas y beatas que…? Este es un país para perderlo de vista cuanto antes, Elvira. Métetelo en la cabeza.