XI
«LA TIENE TOMADA CON PASIONARIA»
Cuando la gente salió de misa, el sol se había ocultado y el cielo volvía a cubrirse de nubarrones plomizos. A pesar de lo avanzado de la estación otoñal, hacía un calor denso y pesado. Los feligreses abandonaron el templo en silencio y con la preocupación y la tristeza reflejadas en sus rostros. Algunas mujeres, que parecían tener más prisa que el resto de los asistentes, se alejaron con paso rápido, sin hacer comentarios y sin levantar la vista del suelo en cuanto bajaron los escalones de la entrada.
Los hombres, con las manos en los bolsillos, pensativos y cabizbajos, fueron haciendo corrillos en la plaza. Al lado del cuartel, varios guardias cargaban un camión con los fardos de víveres y las cajas de municiones que habían traído pocas horas antes. Tres o cuatro perros famélicos merodeaban a la búsqueda de los restos del rancho depositados en dos grandes bidones de hojalata.
—¿Se marchan ya los picoletos? —preguntó alguien con desgana.
—Eso parece —respondió otro sin mucha convicción.
—Si llegan a escuchar al cura, se quedan para siempre. ¡Hay que joderse, las cosas que ha dicho! —exclamó don Atilano y luego añadió, frotándose las manos igual que si hiciera frío—: Pero ¿qué hacemos aquí? ¿Vamos a tomar algo? Agua tal vez no, pero vino quedará, supongo.
—Vamos —decidió Ricardo.
El Café Brasil estaba desierto cuando entró el grupo en tropel. El periódico, desparramado sobre el mostrador, se regodeaba en la primera página con la nueva crisis política que se había abierto en Italia. El editorial arremetía contra la partitocracia que amenazaba con llevar a Europa a un nuevo desastre.
—Con Mussolini esto no ocurría —enfatizó Ricardo mientras señalaba los titulares de la información—. Los italianos van a enterarse de lo que era el Duce.
—Más de cuatro deben de estar añorándolo, no te creas. Menos mal que les dejó unas carreteras del carajo. Porque estos de ahora serán todo lo democristianos que se quiera, pero mientras discuten cómo se reparten el poder y el presupuesto sin ponerse de acuerdo, a ver quién coño va a hacer las cosas. A ellos no les queda tiempo.
Felisa, la dueña del café, esperaba con las manos en jarras los pedidos. Alguno pidió un blanco; Antonio, el Manco, una compuesta; tres o cuatro, café con leche y don Atilano, sometido a un severo régimen, un vaso de agua anisada.
—Si aún queda —matizó en tono ingenioso.
—Pues no se crea, don Atilano —respondió Felisa al comentario del oficial de la notaría, al tiempo que maniobraba con la vieja y humeante cafetera Faema, cuya instalación, tanta curiosidad había despertado en el pueblo una docena de años atrás—; no se crea. Vamos a ver si da presión el agua y fuerza la electricidad para que funcione esta cacharra.
—Ya va a llover pronto —tranquilizó don Ramón—. Mañana empiezan las rogativas y en unos días tenemos que salir a la calle en piragua. Ya habéis oído a don Primo.
—Hoy se despachó a gusto el tío… ¡Qué bárbaro! —comentó Antonio, el Manco—. La tiene tomada con la Pasionaria. ¿Qué le habrá hecho?
—¿Otra vez se metió con la Pasionaria? —se interesó Felisa, envuelta en una nube de vaho—. Menos mal que mientras la insulta a ella, que no le escucha, se olvida de nosotros.
—Otra vez volvió a llamarla puta. Dijo que en plena guerra le ponía los cuernos al marido con no sé qué gerifalte soviético, un lenguaje…
—¿Desde el púlpito? Así, como suena, con las cuatro letras… —se interesó asombrada Felisa.
—Bueno, esa palabra no es para usarla en la iglesia, desde luego, pero razón no le falta. Que pregunten a la gente de Somorrostro… ¡Menuda pécora estaba hecha! —intentó minimizar el incidente el maestro.
—Yo creo que se le calentó la lengua más de lo normal, don Ramón —intervino de nuevo el Manco—. El sermón lo escuchan niños.
—Son cosas de don Primo. Acabaremos acostumbrándonos. Lo importante es que empiecen las rogativas y que llueva de una vez. En cuanto caiga un buen chaparrón, el vecindario se serenará y el pueblo volverá a la normalidad. ¡Llevamos una racha! Por cierto, que esa pobre mujer sigue sin enterrar allá arriba. Estará buena con el calor que hace —trató de cambiar de tema el maestro.
—Huele a cadaverina a un kilómetro a la redonda —dijo el Manco.
—Mañana a las nueve y media le darán sepultura. Me lo dijo el enterrador, que ya no sabe qué hacer para amortiguar el olor. Es tan bestia que hasta pensó en echarle cal viva al cadáver. Cuando me lo contó anoche no pude evitar decirle que está loco —contó Ricardo.
Felisa colocó las tazas con el café humeante sobre el mostrador y fue echando chorritos de leche en cada una a gusto de cada cliente. La conversación empezaba a decaer de nuevo, así que aprovechó para preguntar:
—Los guardias se van, ¿verdad? ¡Qué pena! Estos días su presencia se notó en la caja. Dicen que ganan poco, pero beber, beben bastante.
—Ya. ¿Qué van a hacer? Fuera de casa tantos días, pues a gastarse los viáticos. A ver… Ahora parece que van para la parte esa del valle del Pas donde han atracado de nuevo —comentó el Manco.
—¿Los mismos de… Leandro?
—Creen que la misma cuadrilla, sí. Pero vete a saber. Como no cambien de táctica rápido, van a cogerlos por el rabo. Lo que han hecho aquí estos días es un paripé sin sentido de la estrategia ni de nada. Primero llegan tarde; cuando se presentan, ¿dónde están ya los emboscados? —explicó Antonio, que había llegado a cabo primera cuando cayó herido—. Y después, que estos no conocen el terreno y los otros sí.
—Pero ¿se van todos? —preguntó don Atilano.
—No, no. Se quedan seis de momento. Quieren incluso poner un destacamento en el puerto para controlar el paso interprovincial. Además, que andan queriendo crear un somatén del pueblo para defenderlo y perseguir a los maquis que se acerquen.
—¿Y eso qué es? —se interesó Felisa con la botella de vino blanco en una mano y el vaso en la otra.
—Pues unas patrullas de vecinos que vigilen y protejan… mayormente por las noches. Patrullan para que los atracadores no se acerquen al pueblo y si ven a alguien sospechoso o descubren a alguno buscado por la Guardia Civil, le echan el alto.
—¿Y si no se entrega?
—¡Pues disparan! Al parecer ayer fueron tres falangistas al cuartel a ofrecerse al capitán y les ha dicho que sí, que se pongan a las órdenes del sargento y que adelante. Van a darles armas. De momento ya les han entregado botas, correaje y toda la pesca.
—¡Eso está bien! Si hace falta, yo me apunto a patrullar por las noches. Siempre he dicho que lo del maquis se arregla echándole huevos. Metes aquí un tercio de la Legión con órdenes de aplicar la Ley de Fugas a todo lo que se mueva y no se acerca un cabrón de esos por el pueblo hasta el siglo que viene —sentenció Ricardo.
Cuatro o cinco mujeres aguardaban a la puerta de la sacristía a que don Primo se quitase las vestimentas litúrgicas con el propósito de pedirle instrucciones para las rogativas. El sacerdote, que parecía más taciturno que de ordinario, plegó con cuidado la casulla, guardó el cáliz en un pequeño armario con la puerta policromada y después contó con suma atención las monedas del cepillo de las ánimas. Primero las colocó en montoncitos según su valor y luego cuadró la suma entre movimientos de cabeza desaprobatorios.
—Este pueblo… —comentó al reunirse con las mujeres—. Todo lo que está pasando es el justo castigo por la falta de fe que existe. Aquí la iglesia es la última de las obligaciones de la gente, cuando tenía que ser la primera. A la iglesia sólo se acude para pedir y hasta para exigir. Pero nadie repara en que la iglesia y el culto tienen necesidades. En buena hora este obispo cab…, perdón, el señor obispo de la diócesis, se fijó en mí para regirla. En fin, yo ya se lo he dicho bien claro al vicario: no soy ni culpable ni me siento responsable de lo que aquí está ocurriendo. Yo no he atraído a las fuerzas del mal sobre el pueblo ni he sido quien invitó al diablo a venirse a convivir con el vecindario. Lo tengo decidido: un año más y me largo. Ya le he dicho al vicario que me mande de capellán militar a donde sea, a Sidi Ifni si hace falta. Ya tengo ganas de tratar con gente seria, y sólo los militares lo son.
Tras la perorata, don Primo dio instrucciones detalladas para las rogativas. Cada día de los nueve previstos estaría dedicado a un santo, salvo el último, en que las plegarias serían elevadas a la Virgen de los Desamparados.
—Haremos una procesión con Nuestra Señora por todo el pueblo y rezaremos el rosario a la orilla del río mirando todos al cielo. Si para entonces ya ha llovido, cosa bastante probable, lo haremos en acción de gracias por los bienes recibidos. Mañana empezaremos con san Isidro Labrador, que es el patrono de los agricultores y, para estas cosas, el más influyente. El martes continuaremos con san Antón Abad, quien no permitirá que el ganado se muera. Los animales, aunque no tienen alma, no tienen por qué sufrir el castigo que merecemos los hombres. Y las mujeres, que buenas sois también vosotras.
—¿Se podrá comulgar? —preguntó con voz casi inaudible una de las beatas.
—¿Comulgar? En una rogativa… ¡No! ¿Cómo se te ocurre pensar una cosa así? ¡Uf! ¡Dios mío, qué cruz! Te das cuenta, Señor, de lo que te he dicho tantas veces… En este pueblo no hay ni fe, ni esperanza, ni caridad, ni nada. La gente no sabe lo que es la religión. No, mujer, no. En las rogativas no hay sacrificio ni consagración. Por lo tanto, no se comulga. La comunión se da por la mañana, en la celebración de la Eucaristía. Estas cosas hay que saberlas. ¿Acaso no celebrasteis rogativas otras veces? ¿Qué hacía vuestro párroco cuando al igual que ahora ahogaba la sequía? ¿Qué hacía? ¿Se quedaba tan tranquilo, con los brazos cruzados? ¿Esperaba a que la lluvia cayese sola? Ya me gustaría a mí saber qué es lo que explicaba en sus sermones y qué es lo que enseñaba en la catequesis a los niños para que la parroquia esté como está.
Celsa, que cada vez arrastraba más la pierna derecha, escuchó las palabras del cura en silencio y con gestos frecuentes de incomodidad después de una espera tan larga a pie firme. Nada más despedirse vino a nuestra casa con la disculpa de pedirle a mi madre autorización para cortar unas ramas de aligustre y unos manojos de crisantemos para adornar con ellos el altar. Nuestra medio huerta medio jardín era el único espacio donde la vegetación se mantenía verde y aún asomaban algunas flores.
—Dice don Primo —le explicó a mi madre— que a las tinieblas hay que vencerlas con oraciones y flores. El señor cura aseguró que si la gente se lo propone, si todos nos unimos, Satanás abandonará el pueblo con el rabo entre las piernas y el cielo volverá a derramar agua. ¿Sabe lo que ha dicho también? Pues que después de la guerra fueron muchos los pueblos que se convirtieron y el diablo cada vez tiene menos sitios adonde ir. Lo echan de todas partes y está rabioso. Por eso pasan todas las cosas que están pasando, ¿no cree usted? Yo pienso que tiene razón. Don Primo es un sacerdote muy leído.
—Bueno, mujer —respondió mi madre con desgana—; no será para tanto. Llévese las flores que necesite, pero no se atormente usted con estas cosas. A lo mejor, si dejasen al diablo en paz una temporada, él mismo se alejaba por aburrimiento, ¿no cree? Están todo el día tan preocupadas por él que debe de sentirse encantado entre ustedes. A mí no me ha molestado nada.
—¡Ay, señora! Si usted supiese. Usted nunca ha visto al diablo en persona, ¿verdad? ¡Cómo se nota que no lo ha visto! Nunca más hablaría como habla. A mí cada vez que lo recuerdo se me pone la carne de gallina. Ya no se me despintará jamás. Los que nunca se han tropezado con él no son conscientes de nada de lo que está pasando. Pero los que lo hemos visto sentimos su proximidad en el acto. Por donde yo vivo merodea mucho, se ve que como es un lugar solitario se mueve a sus anchas, y cuando se acerca a la casa, ¿quiere creerme que lo noto? Se me eriza la piel, me entra un repelús de arriba abajo que me deja helada y… a veces me digo: «Ya está por ahí». Algunas noches me despierto de repente temblorosa, con escalofríos, y me digo: «Ahí anda», y es, se lo digo de verdad, como si me arrastrasen por los pelos. Hasta que me persigno y empiezo a rezar, no se aleja. En cuanto oye una oración, se va, eso es cierto. Pero hay veces que es tal el terror que me entra, es tal la fuerza con que me atenaza la garganta, que soy incapaz de musitar una oración o extender la mano para coger el rosario que tengo en la mesilla de noche.
Yo estaba en el comedor intentando resolver unos problemas aritméticos que me había puesto mi padre la víspera y escuchaba consternado el relato. Sólo oírla contarlo me puso a temblar. Había prendido la hebra y no la soltaba. Mi madre intentó despedirla en dos o tres ocasiones, pero ella seguía imparable en su perorata, con sus recuerdos, sus miedos y sus traumas. Unas golondrinas revoloteaban cerca de la ventana donde mi madre había puesto a fermentar la masa para la primera hogaza de pan que intentaba elaborar con la harina traída por su hermano.
—Todavía no han enterrado a Eusebia, ¿verdad? —preguntó mi madre por cambiar de tema—. ¿Qué esperan?
—¡Huy, todavía no! Mañana, a las nueve y media. Pobre mujer. Lo que estará pasando allí sola, sintiendo cómo los gusanos la comen a una, porque, aunque una esté muerta, alguna cosa debe sentirse, ¿no le parece? Mordiscos no darán, pero cosquilleo sí que harán. ¡Ay, Dios! Anoche no soñé con otra cosa. Hoy van a ir a echar zotal… para el olor, ¿sabe? Pensaba yo anoche, ¿y si va el diablo y hace cualquier cosa con el cadáver? Pero se lo comenté a don Primo y me ha dicho que no hay peligro, porque lo que está allí sólo es el cuerpo. El alma ya se ha ido volando a la vida eterna. Y a Lucifer el cuerpo de las personas después de muerto ya no le interesa. Él lo que busca es el alma de los vivos para ganársela para el infierno, el cuerpo lo deja a los gusanos, menos los huesos, claro.
—¿Va a ir mañana al entierro? —le preguntó mi madre con desgana.
—Sí, si Dios quiere. Iba a decirle que vendré un poco tarde a trabajar, si no le importa.
—No, venga cuando pueda. Llévele si quiere unos crisantemos y déjelos sobre la tumba. O écheselos dentro, después de que hayan bajado la caja. ¿Le han hecho ataúd por fin? ¡Pobre mujer!
—Ya. Morir tan sola, y así… Dios nos libre. —Celsa se santiguó instintivamente e hizo ademán de marcharse. Pero en seguida se dio la vuelta de nuevo y dijo—: ¿Sabe que los falangistas van a organizar un somatén? Vamos a ver si entre una cosa y otra, con las rogativas, el somatén y el exorcismo que don Primo quiere que le hagan a la hija del zapatero, las cosas empiezan a arreglarse, ¿no le parece? Es que, ¡madre mía!, lo complicado que está todo.
—¿Van a hacer un exorcismo?
—Eso quiere don Primo. Él está convencido, y yo también, qué quiere que le diga, de que esa chica está endemoniada. De otra forma no se explican las cosas que le ocurren. Tenía que haberla visto el otro día en la iglesia. El señor cura ya envió un informe al Obispado y está esperando a que le contesten. Si están de acuerdo, tendrá que venir el exorcista diocesano a hacerlo. Don Primo eso no lo puede hacer, no está autorizado. Creo que es algo horrible. Yo no lo quiero ver, ya se lo he dicho al señor cura. ¿Se imagina usted presenciar el sufrimiento de una persona poseída y ver cómo el demonio sale de su cuerpo pataleando de rabia? En una de estas que se tira a una encima… vaya a saber de lo que es capaz cuando está enfurecido. Dicen que es muy doloroso y no me extraña. Además, se imagina lo que debe de ser el tener que vivir después con la sensación de haber llevado al diablo dentro de las entrañas. Yo preferiría morirme, se lo aseguro. Que Dios nos libre de una cosa así. ¿Usted no tiene miedo?
—A esas cosas yo nunca les di mucho crédito, Celsa. En mi familia siempre hemos vivido muy alejados de esas creencias. Cada uno se educó de una manera y… No sé. Seguramente cuenta también la influencia cubana y el ambiente en que nos criamos. En una ciudad grande, como La Habana, donde tanto Joaquín como yo pasamos una parte de nuestra pubertad y juventud, estas cosas se ven de otra forma. La gente es diferente.
—¿Allí no son cristianos?
—Sí, sí. Mucho. Bueno, hay de todo. Lo que ocurre es que estas cosas del demonio y el infierno que a usted tanto la atemorizan yo nunca las he vivido tan de cerca. En Cuba los negros en los barrios pobres sí suelen ser bastante dados a las supercherías, pero el resto de la población se preocupa menos. El que quiere va a misa y al que no, le dejan en paz.
—Perdone —replicó enfurecida—, pero estas cosas no son supercherías. Que el diablo existe no me lo va a discutir. Yo lo he visto y más de una vez con estos ojos que se ha de tragar la tierra. En fin, allá cada cuál con su vida. Lo que le digo es que en una casa así, sin un crucifijo en las paredes que la proteja, yo no viviría ni amarrada. Y con un niño, además, aún menos. No olvide que los niños son el ojito derecho de Lucifer. Sabe que son débiles y son los primeros a los que tienta.