XIX: «Tiene que acompañarnos al cuartel»

XIX

«TIENE QUE ACOMPAÑARNOS

AL CUARTEL»

Dos días y medio después de mi encuentro con Lucifer, los rumores sobre mi estado continuaban desatados en el pueblo. Había quien opinaba que era un merecido castigo divino por nuestro alejamiento de la parroquia y no faltaban los que atribuían lo ocurrido a razones más humanas pero menos confesables. La versión más extendida acusaba a mi padre con medias palabras de haberme utilizado insensatamente como correo entre mi tío Arsenio y el maquis.

El martes por la tarde, al final de las rogativas, don Primo rezó un padrenuestro por «las almas descarriadas que, influidas por el espíritu del mal que anida entre nosotros, están azuzando el fuego del odio para hacer retornar a España al ateísmo y la anarquía, aun a costa de poner en riesgo la vida y la inocencia de sus propios hijos». Mi tía, que estaba muy nerviosa desde que se enteró de que algo grave me había ocurrido cuando regresaba de felicitarla, se indignó al saberlo y anunció a quien quiso escucharla que al día siguiente pasaría a ver al cura para decirle cuatro cosas por embustero y maledicente.

Mi padre se quedó unas horas en la capital para proseguir con sus asuntos y el viaje de regreso lo hicimos mi madre y yo el jueves en el autobús de línea. Era un viejo cascarón amarillento, lleno de abolladuras y con los asientos de madera desvencijados. Arrancaba con un fuerte estrépito y en las cuestas el motor rugía como si se estuviese desarmando.

Aunque ya me había soltado la lengua un poco más, apenas hablé una palabra en todo el trayecto. Influyó también que mi madre, que no había desayunado para no devolver, se mareó nada más salir de la ciudad y tampoco tenía ganas de conversación. Se pasó el viaje con los codos apoyados en las rodillas, la mano derecha soportando el mentón, y la vista clavada en el suelo. Yo en cambio miraba por la ventanilla el discurrir de un paisaje anodino en el que apenas fijaba la atención. La idea de regresar al pueblo me desagradaba. Primero, porque tendría que soportar muchas preguntas a las que no pensaba responder: evitaría darle a nadie la satisfacción de reírse de mí por el hecho de que hubiese visto al diablo. Y segundo, porque había muchas cosas que intuía iban a avivarme unos recuerdos que deseaba olvidar cuanto antes.

Mi tía Hortensia, que nos estaba esperando desde hacía un buen rato, me abrazó con fuerza y me besuqueó hasta cansarse. Llevaba el pelo recogido en un moño

—Pero ¿qué le ha pasado a mi niño querido? —repetía.

En seguida apareció Celsa, que llegó corriendo del jardín con una azada en la mano. También intentó besarme, pero a mí sus greñas y su cara llena de surcos me daban mucho asco, así que di la vuelta sin demasiado disimulo y me fui al comedor. No quería hablar con ella y me prometí que eludiría encontrármela y, sobre todo, quedarnos a solas.

Iba a buscar el libro de Julio Verne cuya lectura tenía a medias cuando algo, al principio una sombra, me produjo una sacudida en todo el cuerpo que me dejó frío. En un instante, la cabeza de ciervo colocada en la pared del fondo, un viejo trofeo cinegético de mi abuelo que mi madre conservaba con orgullo, me hizo evocar nuevamente las imágenes del diablo que con tanto esfuerzo estaba empezando a alejar de mi mente. Corrí escaleras arriba, me tumbé en la cama y cuando mi madre y mi tía llegaron, estaba temblando como una hoja de aliso agitada por el viento.

Luego mi tía, excelente cocinera, preparó algo para comer que, sentados a la mesa, los tres rechazamos casi sin probarlo. Mi madre, que seguía con náuseas, aunque no predicaba con el ejemplo intentaba que yo tomase algo, pero a mí la presencia de una diabólica cabeza con grandes cuernos en la habitación de al lado me atormentaba la mente y me estremecía el cuerpo de los pies a la cabeza. A pesar de las reiteradas advertencias de mi madre para que, siguiendo la prescripción médica, no me hiciera preguntas, mi tía era incapaz de dominar su curiosidad e insistía una vez y otra tratando de averiguar qué había ocurrido aquella noche.

—Pero con lo contento y bien que estabas… ¿Tuviste miedo, cielo? ¿Viste a alguien que te asustó? ¿Te salió al paso algún animal? —repetía, entre caricias y besos.

Nada más levantarnos de la mesa, salí al jardín con el deseo de quedarme solo y poder ordenar un poco las ideas y pensamientos que me bailaban en la cabeza. Además, notaba a mi madre ansiosa por hablar a solas con mi tía y tener información directa del estado de Arsenio.

—Deberías esperar a que venga Joaquín —le había dicho—. Tiene las cosas medio arregladas y así ya tú le cuentas a él. Pero que no os vea nadie…

Cada vez que en mi familia surgía una conversación «delicada», como solía calificarlas mi padre, y se procuraba mi alejamiento, mi curiosidad crecía y, aunque sabía que eso no se debía hacer, ponía el oído para enterarme. Creo que hasta había desarrollado una sensibilidad especial para escuchar lo que se hablaba en voz baja y para entender lo que se expresaba en clave o a través de sobrentendidos. En esta ocasión, sin embargo, todo me daba igual. La apatía se había adueñado de mi voluntad y, aunque me asustaba pensar en la muerte, sentía deseos de morirme. Encontré el jardín aún más agostado que antes de irme a la capital. Reinaba un extraño silencio entre las plantas ornamentales y las mortecinas hortalizas y verduras que se alternaban con ellas. Celsa había logrado una mezcla de jardín y huerta poco frecuente, pero muy práctico en una época de escasez y racionamiento como la que sufríamos.

Cuando me paraba a pensar, encontraba absurdos tantos padecimientos como había que sufrir en este mundo. ¡Qué absurdo resultaba vivir! Si intentaba racionalizar las cosas que estaba viviendo, no conseguía explicación alguna para esa pugna entre Dios y el diablo que nos tenía atrapados en el medio sin poder hacer nada para librarnos.

—Vas a ponerte bien, ya verás…

La voz a menudo misteriosa y siempre enigmática de Celsa me sobresaltó. Estaba apoyado en la tapia del jardín, mirando con desinterés la chopera que se extendía al otro lado del río, y sus palabras como surgidas del fondo de la tierra me asustaron. Volví la vista atrás y allí estaba, apoyada en la azada, convertida en la imagen viva de una bruja de cuento infantil. Se había puesto un pañuelo negro en la cabeza y llevaba un crucifijo colgado de una cadena al cuello, por encima del vestido. La encontré más sucia y repelente que nunca. En un instante pensé en alejarme, pero algo me retuvo. Aquella mujer tenía una fuerza especial que anulaba mis músculos. Por más que me prometía apartarme de ella, en su presencia siempre me fallaban los reflejos y acababa cediendo al misterio de sus fuerzas ocultas, quedándome inmóvil.

—Si supieras rezar, te pondrías bien en seguida. El Señor nunca abandona a los que se acuerdan de Él y le alaban. Por las noches, cuando te quedes solo, reza las oraciones que vienen en el catecismo y verás como duermes mejor —me dijo—. ¡Ah! He hablado con don Primo. Me ha dicho que él reza por ti, porque piensa que en el fondo eres un buen chico y no tienes la culpa de lo que hace tu familia. Don Primo no quiere que te condenes. Dentro de unos días van a venir unos sacerdotes de fuera a buscar niños con vocación para el seminario y me ha dicho que tú serías un buen seminarista.

Escuchaba en silencio, petrificado en el suelo, sin abrir la boca. Sentí nostalgia del sanatorio, donde no conocía a nadie ni nadie me conocía a mí, y me entraron unas ganas locas de irme. ¿Adónde? No sé ni creo haberlo sabido. Tal vez a ninguna parte conocida. Estaba harto del pueblo y de la opresión social que sufríamos. Empecé a contemplar la posibilidad de huir para perderlo todo de vista cuanto antes. Recordé que mi padre había emigrado a Cuba con diecisiete años, mi tío con diecinueve y mi abuelo con trece. ¿Por qué no podía intentarlo yo? Celsa arreglaba las espalderas de unos tomates medio mustios que había plantado en la primavera a la sombra del cobertizo de los aperos y, casi sin mirarme, .me espetó:

—¿No te gustaría ir al seminario?

En aquel momento apenas valoré la trascendencia de la pregunta. Enfrascado en mis elucubraciones, con la mente cansada y el cuerpo dolorido, opté por guardar silencio. Hablar era lo que más me costaba. Administraba las palabras con la avaricia de un usurero, lo cual me ayudaba a disimular la tartamudez que, como secuela del susto, me había quedado. Miré a Celsa sin verla, me encogí de hombros, ladeé la cabeza y me encaminé hacia la casa, donde mi tía me hizo sentar a su lado, me echó la mano por encima de los hombros, me atrajo hacia su regazo, me preguntó algo muy frecuente en ella —qué iba a ser de mayor— y me prometió un regalo sorpresa para mi cumpleaños, todavía algo lejano.

Empezaba a declinar la tarde y escuchamos la primera llamada de las campanas de la iglesia para las rogativas. Mi tía hizo ademán de levantarse.

—Os dejo. Se está haciendo tarde y no me gusta andar de noche por esos caminos.

—¡Qué prisa tienes, mujer! —dijo mi madre.

Iba a salir, como siempre cargada con un paraguas, que hacía meses que no se había abierto, y un par de bolsas con las que las dos hermanas ejercían un trasiego permanente de comida, cacharros, labores, aceite y café de estraperlo, verduras de la huerta y a veces las revistas y periódicos que nos llegaban de Cuba —El Diario de la Marina, Bohemia, Carteles…— y que mi padre ya había leído. Iba a salir, decía, cuando llegó mi padre. Había vuelto en el autobús de la tarde y mostraba un aspecto aún más cansado que la víspera. Preguntó cómo estábamos tanto mi madre como yo y le dijo a mi tía:

—Te acompaño un poco, te ayudo un rato con las bolsas y me cuentas.

Cogió una bolsa en cada mano, ante las protestas de mi tía, que se sentía con fuerzas para llevar las dos, y echaron a andar. Presentí que quería ponerla al tanto de los planes que había estado haciendo para embarcar de forma clandestina a mi tío Arsenio en un buque de carga con destino a Venezuela y desde allí a La Habana. Cuando regresó a casa, apenas un cuarto de hora más tarde, se encontró con una pareja de la Guardia Civil que había venido a buscarle.

—Tiene que acompañarnos al cuartel —le espetaron como saludo.

—¿Ahora mismo? —preguntó mi padre—. ¿Y se puede saber para qué? ¿He hecho algo?

—Eso se lo explicará el sargento si lo considera oportuno. Debe ir ahora, sí. Con nosotros. Ya hace tres días que tendría que haber acudido usted voluntariamente. El sargento ya iba a cursar una orden de búsqueda y captura a través de la Comandancia.

Mi madre, que escuchaba con angustia, cayó en la cuenta de que con el susto de lo mío no se había acordado de informarle que habían estado a citarle antes de que partieran hacia la clínica conmigo.

—Ha sido culpa mía; me olvidé. No le di el recado —le dijo en tono suplicante al guardia de mayor edad, que era el que se mostraba más exigente.

—Señora, yo no sé si la culpa es suya o de su marido, de quien no es es mía. Y las órdenes son muy precisas. Tiene que comparecer inmediatamente en el cuartel y ahora debe hacerlo en condición de detenido. Así que no perdamos más tiempo.

El más joven de los dos guardias sujetó con la mano el fusil que llevaba al hombro, rodeó a mi padre por detrás y se colocó del otro lado para que viese que, por si hubiese dudas, iba en condición de detenido.

—¡Venga! ¡Vamos! —ordenó el más viejo.

Mi madre y yo entramos en la cocina. Aún no habían dado la luz y la oscuridad acentuaba más si cabe la sensación de angustia que nos invadía. Nos sentamos uno frente a otro, ella encorvada sobre sus rodillas y llorando desconsoladamente, y yo temblando y absorto en mis miedos. Me consideraba depositario de un gran secreto: lo que ocurría era obra del diablo, que controlaba las fuerzas del mal. El problema estaba en que, en mi familia, salvo un poco quizá mi tía, nadie se lo quería creer. Yo era el único que tenía pruebas de la existencia del diablo: lo había visto, lo había sentido al lado, lo había escuchado rugir y aún retumbaban en mis oídos sus bramidos. Pero no consideraba prudente decirlo: creerían que eran alucinaciones, se reirían de mí, me considerarían un monstruo, la gente me señalaría con el dedo y se apartaría de mi proximidad, igual que hacían con Julita, la hija del zapatero, la endemoniada.

De vez en cuando mi madre salía al porche y escudriñaba en la oscuridad a ver si le veía regresar, pero pasaron las horas y mi padre no volvía. Sobre las nueve me hizo acostar. Cuando ya estaba en la cama, me besó, me acarició la nariz y me dijo:

—Seguro que le tienen encerrado para que hable. Pero tu padre no les dirá nada. Es más hombre que todos ellos. Aunque le torturen, no le sacarán nada. Anda, duérmete. Yo voy a esperarle levantada para darle algo de cenar cuando vuelva. Menudo día que ha tenido el pobre.

Me desperté varias veces inquieto por la suerte que estaba corriendo mi padre. La idea de que le pegasen no me cabía en la cabeza. En determinado momento me sobresaltó el temor a que le fusilaran, como contaban que hacían durante la guerra. Alguna vez había oído que los nacionales fusilaban a los prisioneros al amanecer y me entró auténtico pavor. Me levanté medio sonámbulo y dando tumbos por la escalera bajé a la cocina. Mi madre seguía allí, en la silla. Cuando me vio entrar se sobresaltó, me sentó en sus rodillas y así, abrazados, compartimos miedos y angustias durante un buen rato, hasta que vimos cómo empezaba a amanecer y cómo, una mañana más, las nubes emigraban hacia el oeste sin descargar sobre el pueblo la lluvia que tanto se hacía desear.

Hacia las ocho, mi madre no aguantó más. Se restregó los ojos, se estiró un poco el pelo que llevaba suelto, se puso unos zapatos y partió al cuartel.

—Quédate tú; no te muevas de aquí. Yo vengo en seguida.

Nada más perderla de vista desde la ventana, busqué el catecismo que me había regalado Celsa y me puse a estudiarlo como si estuviese en la catequesis. Me adentré en las definiciones del misterio de la Santísima Trinidad y, aunque no entendía nada, pronto memoricé preguntas y respuestas:

P.: La Santísima Trinidad, ¿quién es?

R.: Es el mismo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

P.: ¿El Padre es Dios?

R.: Sí, Padre.

Recordé la oración al Sagrado Corazón de Jesús que había en la mesilla de noche de la clínica y empecé a repetirla una y otra vez con el ruego de que a mi padre no lo fusilaran ni lo torturaran. Hubo un instante que en la duermevela creí verle tratando de huir por la plaza con los guardias detrás disparándole por la espalda, y se me escapó un grito de terror. Alejé en seguida aquella imagen horrible de mi cabeza y me agarré al catecismo con desesperación. Entonces caí en la cuenta de que sólo rezando evitaba los recuerdos y los pensamientos que continuamente me atormentaban. Celsa tenía razón.

Mi madre regresó pronto. En el cuartel no habían querido informarla de nada e incluso la habían tratado con desconsideración. El centinela que estaba en la puerta le impidió entrar a ver al sargento y a lo más que llegó, ante su insistencia, fue a decirle que estaban «dos compañeros trabajando con él». Mi madre no entendió muy bien lo de «trabajando con él», pero se lo imaginó y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no romper a llorar delante del guardia. Lejos de deprimirse, sin embargo, fue la indignación la que se adueñó de ella.

—Esos tíos no son personas, son bestias. El tricornio los convierte en alimañas —me dijo como saludo—. Pero algún día cambiarán las cosas. Es imposible que tanta maldad no tenga castigo. Si no es en esta vida, confiemos que en la otra reciban su merecido.

Era la primera vez que mi madre aludía a otra vida después de la muerte, con la posibilidad incluso de un castigo para los que actuaron mal en esta. ¿Sería verdad que en los momentos difíciles muchas personas adquieren o recobran la fe? Me quedé dándole vueltas a las palabras de mi madre y terminé imaginando que nos convertíamos y empezábamos a ir todos a misa los domingos como hacían la inmensa mayoría de las familias que conocía. Hasta contemplé, dejando a la imaginación desbordarse, la posibilidad de ir al seminario y hacerme cura. Allí, pensé, el diablo no se atrevería a entrar.

La noticia de que habían detenido a mi padre se convirtió rápidamente en la comidilla del pueblo. Las especulaciones empezaban a desorbitarse. La tesis más extendida y más indignante era que mi enfermedad había sido una manera de distraer la atención de otras cuestiones más inconfesables, como nuestra implicación con la guerrilla enfrentada al Régimen. La desaparición de Arsenio, sobre la que también circulaban mil versiones, se hallaba en el centro de todos los chismorreos. Algunos afirmaban que estaba con el maquis, otros decían que había huido a Francia y no faltaban los que aseguraban, rogando secreto, que era uno de los tres terroristas que, según el periódico, habían sido abatidos hacía unos días en Granada. A media mañana corrió el rumor de que mi padre iba a ser trasladado a la prisión militar para ser sometido a un consejo de guerra en la capital.

Sin embargo, poco después del mediodía fue puesto en libertad. El propio sargento se acercó al calabozo donde le tenían encerrado y le dijo que podía marcharse, aunque, eso sí, hasta nueva orden debería pasar todos los días por el cuartel y firmar en una ficha de control de sospechosos. Obviamente, no podía alejarse del pueblo sin autorización, tenía que informar a diario de sus movimientos y debía evitar el contacto con forasteros.

—Se cansaron de interrogarme… Eran dos y se turnaban para hacerlo —nos contó mientras comía una sopa y una tortilla que mi madre le preparó aprisa y corriendo—. Eran de fuera y además estaban vestidos de paisano. Yo nunca los había visto por el pueblo. Supongo que serán de la brigada de información, no sé.

—¿Y te pegaron? —preguntó mi madre.

—Me dieron algunos empujones y en algún momento me amenazaron. Uno de ellos no dejaba de juguetear con una pistola que tenía sobre la mesa mientras me interrogaba. Le daba vueltas sin parar y cuando el cañón me apuntaba, a veces se reía a carcajadas. A mí, claro, no me hacía ninguna gracia. En fin, preguntaron mucho sobre Arsenio, sobre el viaje, sobre lo de… —mi padre me lanzó una mirada de reojo—, sobre todo. No sé qué pensarán que somos. Habrá que extremar más aún las precauciones. Yo creo que me han soltado porque estiman que así, vigilando lo que hago, pueden descubrir alguna cosa. Están obsesionados con Arsenio. Hay que resolver ese problema pronto.

Se levantó, llenó un vaso de agua, se lo bebió de un trago, y exclamó:

—Mira, sabes lo que digo, ¡qué les den por el culo! Que se queden con el país de una puta vez y que lo conviertan en una cartuja, en una cárcel o, mejor, en un cementerio que llegue de aquí a Tarifa, ¡coño!

—Anda, acaba de comer y serénate —le intentó tranquilizar mi madre—. Luego te acuestas un rato, descansas y mañana será otro día.

—Acostarme, acostarme. —Respiró hondo—. No puedo, mejor dicho, no debo. Tengo el trabajo abandonado. Están los obreros solos en la corta. Todavía no cobraron la última semana y no sé lo que están haciendo. Voy a darme una vuelta por allí y, si me dejan, ya dormiré por la noche.

Me cogió de la barbilla y mirándonos a ambos, comentó:

—Lo más importante es que los dos os pongáis bien. Lo demás se irá arreglando.