XIV
«¿VAS A VENIR A LAS ROGATIVAS?»
Amaneció con el cielo encapotado y cargado de nubarrones. Cuando estábamos desayunando, escuchamos lejanos algunos truenos sordos. Mi madre incluso acertó a ver un par de relámpagos por el norte que animaron el semblante sombrío con que se había levantado mi padre. Por la ventana observé cómo unas urracas picoteaban en la tierra reseca que había cavado Celsa. Mi padre encendió un cigarrillo y expelió el humo con cierta parsimonia:
—A ver si llueve de una vez y esto cambia algo —fue lo primero y casi lo único que dijo. Terminó de beberse el café con leche en silencio, se levantó como un sonámbulo y fue en busca de las botas que usaba para ir al bosque. Cuando se estaba calzando, me preguntó—: ¿Sabemos algo de doña Esther? ¿Vas a seguir otra semana sin clase?
En ese momento empezaron a tañer las campanas de la iglesia. El toque de difuntos se prolongó más que de ordinario. La mujer que cada mañana nos traía la leche llamó a la puerta con los nudillos. Mi madre se sobresaltó al oírlo. Al tiempo que depositaba el cántaro en la mesa del porche, comentó:
—Es por Eusebia. Por fin van a darle cristiana sepultura. Ya era hora, la pobre. Bueno estará aquel cadáver. Dicen que huele que apesta en los alrededores del cementerio. Los guardias que llevaron anoche al emboscado que mataron por allá arriba tuvieron que taparse la nariz con el capote al acercarse.
—¡Pobre mujer! —exclamó mi madre sin querer entrar demasiado en la conversación.
—He venido más tarde porque la Guardia Civil ha prohibido salir de casa antes de las siete. Cuando mi marido fue a ordeñar, las vacas ya estaban desesperadas. Se enteró de lo de anoche, ¿verdad?
—¿Qué pasó anoche? —se interesó mi madre presa de la inquietud—. ¿Más todavía?
—Bueno, todo lo del atracador al que mataron. Lo llevaron al cementerio de madrugada y lo dejaron junto al cadáver de Eusebia sin taparlo ni nada. Está el señor cura indignado. Dice que ya les ha dicho que él no le entierra, que un hombre así no puede recibir sepultura cristiana… Y tiene razón, a ver quién quiere descansar a su lado. Es un malhechor. Murió sin confesar sus pecados. No recibió la extremaunción siquiera.
—¿Ya saben quién es? —volvió a preguntar mi madre.
—¡Qué va! No llevaba documentación y no era de por aquí. Iba muy sucio además, con la barba de meses y el pelo sin cortar, así que, cómo van a saber quién era. El juez quería que fuese la gente a verlo, porque puede haber alguien que le conozca e identifique, pero la Guardia Civil ha dicho que no, que no hace falta. Que le entierren sin caja ni nada.
Celsa llegó muy excitada. Eran casi las once y media y se excusó ante mi madre por el retraso:
—Tiene que perdonarme. Ya le había dicho que debía ir al entierro de Eusebia, y… más me habría valido quedarme en casa. Nunca lo pasé tan mal. Hasta miedo daba el olor a cadáver. Toda la gente con pañuelos en la nariz, don Primo con una cara de aquí al suelo, ni familiares ni nada. Pobre Eusebia, ni siquiera un entierro como Dios manda tuvo la pobre. Todos estábamos deseando salir corriendo.
—Esperaron mucho para enterrarla —comentó mi madre con desgana—. ¿Cuántos días hace que murió? ¿Lo menos tres?
—Cuatro, cuatro. Fíjese que uno de los hombres que cargaron con el ataúd asegura que tenía un gusano así de gordo —Celsa mostró el dedo meñique— pegado a la chaqueta. ¡Qué asco! Él se lo sacudió como si tal cosa, pero para mí que había salido de dentro. ¿Sabe usted cómo olía? Tengo el estómago revuelto para un mes. Ahora, cuando venía, sentía arcadas. No vomité de milagro.
—¿Quiere tomar un café? —le dijo mi madre.
—¡Ay, no! Si lo tomo ahora, lo devuelvo. Voy a trabajar un rato en el jardín a ver si me despejo un poco. Después le pido un vaso de agua.
—¿Todavía tienen allí al hombre que mataron ayer los guardias? —preguntó mi madre sin dominar su curiosidad.
—Sí, mujer. Y no saben qué hacer con él. Por eso yo creo que estaba tan enfadado el señor cura. Había dicho que él no le daba la extremaunción ni le enterraba en el camposanto y van y se lo llevan allí… Fíjese que lo dejaron toda la noche al lado de Eusebia, ¿se da cuenta de la vergonzonería? Menos mal que la pobre Eusebia ya estaba metida en el ataúd.
—¿Le vio usted?
—No, no dejaban. Sólo lo vieron de refilón los mozos que entraron en el cuarto de los muertos a sacar la caja de Eusebia. Lo tienen envuelto en una sábana, pero alguno levantó y miró. Dicen que está muy sucio, que da asco. ¿Cómo va a estar? Si andaba por el monte, durmiendo en cuevas, sin agua para lavarse, ya me dirá. Y qué fechorías no habrá estado haciendo…
—¿Se sabe cómo lo mataron?
—A tiros. Yo había ido a la fuente y oí los disparos, ¿usted no? ¡Hay que ver cómo impresionan los tiros! Pero no sé mucho más, no dan detalles, la gente habla… Ya sabe.
—¿Habla? ¿Y qué dice?
—Nada especial. Para mí que todo esto viene de más arriba… de lo más alto. Hoy está para llover. ¿No le parece una casualidad que el día que empiezan las rogativas de pronto empiece a tronar y amenace la lluvia? Pues así todo. Es muy raro lo que está pasando.
—Bueno, mujer —cortó mi madre—, no empiece. Ya lloverá. Hay sequía y un día se abrirán las nubes y empezará a jarrear. Entonces nos quejaremos y pediremos que vuelva el sol. Usted tiene mal aspecto. Si se siente mal, váyase a casa y descanse.
—No, no. Estoy mejor aquí.
—Tengo un poco de harina que nos regalaron e iba a probar a hacer pan con ella. ¿Usted sabe cómo se hace?
—Yo nunca lo hice, pero vi a mi madre hacerlo muchas veces. Hay que amasarla con agua y sal y echarle la levadura. Luego se deja que suba y se mete en el horno. Pero aquí no tiene horno, ¿cómo se va a arreglar?
—Con el de la cocina, ya veré.
Yo nunca había visto harina de trigo. Por lo menos nunca había visto tanta. Ayudé a mi madre a abrir el saco y saqué con una paleta la cantidad que quería amasar. Estaba muy seca y el polvo que se levantó al revolverla acabó poniéndome como un molinero. Como no tenía experiencia y se guiaba sólo por las instrucciones verbales que le habían dado, mi madre en seguida se armó un lío. Cuando ya tenía la masa a medio hacer, concluyó que había puesto poca cantidad de harina y mucha agua, pero decidió seguir adelante:
—Vamos a ver qué sale —me dijo—. Será mejor irla administrando poco a poco. ¡Con lo que le costó a tu tío traerla! —Al recordarlo, las lágrimas le anegaron los ojos—. ¡Ah! ¿Te acuerdas de que hoy es el cumpleaños de tu tía? Esta tarde vamos a ir a felicitarla. Si sale el pan, el primero se lo llevamos a ella. Le hará gracia.
Me cansé rápido de mirar y decidí ir a la escuela a ver cómo iba lo de las clases. Algunos compañeros estaban encantados con las inesperadas vacaciones que disfrutábamos, pero yo no. Me aburría pasar todo el día sin hacer nada. El ambiente en casa, con mi madre enferma y con toda la presión que teníamos que sobrellevar, me resultaba insoportable. Me hubiese gustado ir a pasar unos días a casa de mi tía Hortensia, con quien me llevaba muy bien, pero mi padre se opuso. No quería que mi madre se quedara sola. Era evidente que su salud, cada día que pasaba más precaria, le preocupaba. Cuando hablaban entre ellos sobre su delgadez, sus temblores y sus mareos, yo sentía cómo la angustia me invadía todo el cuerpo. Por las noches hacía esfuerzos para no pensar en el temor que a veces me asaltaba: su muerte y su entierro.
Encontré la escuela más sucia y destartalada que unos días atrás. Otro de los maestros había ido a la capital a examinarse de oposiciones y sólo había clase en dos de las cuatro aulas. En realidad, nada más que tenían clase los párvulos. Una de las mujeres encargadas de la limpieza me dijo que estaban esperando a que la Delegación Provincial nombrara a un interino para suplir a doña Esther hasta que se pusiera bien.
—Aunque —movió la cabeza— para mí que doña Esther… —Se santiguó y comenzó a barrer de nuevo con más bríos.
Corrí hasta la plaza a ver si veía a algún amigo para jugar un rato, pero la encontré vacía. En el cuartel de la Guardia Civil la actividad era frenética. Habían llegado más guardias de fuera, entre ellos algunos oficiales y suboficiales a quienes se distinguía por las estrellas y galones que llevaban en la hombrera, y el puerta, uno de los guardias más veteranos del pueblo, no hacía más que dar taconazos y repetir «a sus órdenes» cada vez que entraba o salía uno de sus superiores. Me preguntaba dónde estaban los chicos cuando me encontré con Julio, el hijo de Basilio el de la bolera, que venía de Correos con un paquete en la mano.
—¿Vas a venir a las rogativas esta tarde? —me preguntó por fin.
Me encogí de hombros. La verdad es que me despertaban curiosidad sin saber en qué consistirían y pensé que si regresaba a tiempo de la visita a mi tía, intentaría acercarme para ver cómo eran. No me hacía idea. La puerta de la iglesia se hallaba semiabierta y cuando me asomé tímidamente, observé que dentro estaban trasteando sin demasiado respeto por el silencio que exigen los lugares sagrados. Dos o tres hombres habían bajado la imagen de san Isidro Labrador y la estaban ajustando a unas andas. Don Primo iba de acá para allá con el bonete de picos supervisándolo todo y dando instrucciones sin parar. La iglesia estaba en penumbra, apenas lucía en el altar una lamparita de aceite, y su aspecto me resultó especialmente tétrico. Una de las pinturas murales del fondo mostraba al dragón infernal amenazado por san Jorge y la escena me hizo recordar a Julita, la hija del zapatero, teniendo que vivir con el diablo en las entrañas.
Cuando volví a casa, mi madre ya había puesto el pan a cocer y cada pocos minutos abría el horno y contemplaba con desilusión los escasos progresos que se observaban. Quizá porque había puesto la levadura a destiempo o tal vez porque estaba estropeada, lo cierto es que la masa no se había inflado prácticamente nada y el pan redondo que había intentado hacer había quedado reducido a una torta aplastada, un poco descolorida y un tanto deforme.
Celsa había terminado de recoger las hojas que el viento siempre acumulaba al lado del muro y se disponía a hacer una hoguera para quemarlas. Me quedé mirándola un rato, en espera de que encendiese el fuego, y cuando se dio cuenta de mi presencia, me dijo:
—Hoy me acordé de ti en el cementerio… Tan mayor ya y sin hacer la primera comunión. ¿Has estudiado la doctrina?
—Algo, en la escuela. E Historia Sagrada también.
—La Historia Sagrada no sirve. Lo importante es la doctrina. Cuando te mueres, lo primero que san Pedro te pregunta es si sabes la doctrina, si has confesado y comulgado, si te has arrepentido… Y si no, al infierno de cabeza. Para siempre. Hay que estar preparado para la muerte. Al ver el ataúd de Eusebia esta mañana, e imaginar cómo los gusanos acababan con ella hasta dejarla en los huesos, me dio mucha pena por ti.
Había parado de trabajar y se apoyaba en la escoba de brezo igual que las brujas que aparecían dibujadas en los libros de cuentos. Miró a un lado y a otro, observó a través de la ventana a mi madre que se movía por la cocina y me hizo señas de que me acercase. Me dio miedo, en un momento entreví los gusanos que se habían escapado del féretro de Eusebia corriendo por su cuello arrugado y refugiándose bajo sus greñas, pero a pesar de todo, di unos pasos adelante. Cuando me tuvo a su alcance, metió la mano en la faltriquera y sacó un librito de color pardo, sobado por el uso y minúsculo por el tamaño. En la portada aparecía el ángel de la guarda con sus grandes alas desplegadas y los brazos en cruz cobijando debajo a una pareja de niños: él con un cuaderno de música abierto frente a sus ojos asustados, y ella con las manos unidas en actitud orante.
—Toma. Tienes que aprendértelo de memoria. Que nadie te lo vea. Todos los niños tienen que saberlo si quieren ir al cielo. Luego que lo sepas, ya puedes hacer la primera comunión. Y si tus padres no te dejan hacerla, no importa. Ya he hablado yo con don Primo, y si quieres, él te confiesa y te da de comulgar a escondidas. Mientras, no te dejes tentar por el diablo, que para mí que te tiene el ojo echado.
—¡A mííí! —acerté a balbucear, presa del escalofrío que me recorría la espalda de arriba abajo.
—El diablo es malo, perverso, pero listo, muy listo. Y sabe quién está en pecado. A las personas que van a misa, que cumplen los mandamientos, que están limpias de malos pensamientos, obras y deseos, las tienta, pero mucho menos. Si un día se te aparece, no te sorprendas. Lo que tienes que hacer es santiguarte inmediatamente y, ante la señal de la cruz, huye. ¿Sabes santiguarte?
—Cre… creo que sí —respondí con voz apenas audible.
—Pues tienes que hacerlo todas las noches antes de dormirte para que no te asalte en sueños. Y persignarte, ¿también sabes?
Moví la cabeza en señal de duda.
—Es más completo. Pero también es sencillo. Te voy a enseñar un día de estos. Santiguarte me has dicho que sí sabes, ¿verdad? Bueno, pues de momento con eso es suficiente. Cuando te acuestes, cuando te levantes, cuando salgas de casa, cuando pases por delante de una iglesia, santíguate. Y ya sabes, si notas que el demonio está cerca, si sientes que te tienta, hazlo de forma que te vea. Entonces verás como empieza a rugir igual que una fiera, a revolverse como una bestia herida y a echar espuma por la boca y chispas por los ojos, lo mismo que si le hubiesen prendido fuego en la cabeza, pero eso dura sólo un momento porque en seguida huye sabiéndose derrotado. Yo siempre que le he visto he pasado mucho miedo, pero como me santigüé en seguida, no me hizo nada. Lo que pasa es que nunca olvidaré aquellos momentos…
—Mucha gente cree que el diablo no existe. Mi padre, que estudió la carrera de Comercio y vivió muchos años en Cuba, siempre dice que eso son cuentos de viejas.
—¡Ay, hijo! Las cosas que hay que oír. —Me acarició la barbilla y se fue con la escoba a la otra esquina del jardín.
Eché una primera ojeada al librito, aunque en realidad ya lo conocía de vérselo a los compañeros de clase cuando salían de la catequesis que les preparaba para la primera comunión. Junto al dibujo del ángel de la guarda y los niños cobijados entre sus brazos extendidos, en la portada decía: «Catecismo de la Doctrina Cristiana. P. Astete». Pasé las páginas casi como un autómata, sin detenerme en las preguntas y respuestas sobre «la doctrina cristiana», «las indulgencias», «las virtudes cardinales», «las obras de misericordia»… hasta que acabé fijándome en el epígrafe «Los enemigos del alma, de qué hemos de huir».
«El primero es el demonio —decía el catecismo, y a continuación se preguntaba—: ¿Quién es el demonio?», para responder inmediatamente: «Es un ángel que habiendo criado Dios en el cielo, por haberse rebelado contra Su Majestad, con otros muchos, le precipitó en los infiernos con los compañeros de su maldad, que llamamos demonios».
Celsa ya no me miraba. Seguía trabajando sin levantar los ojos del suelo. Sentí un fuerte retortijón de tripas y volví a acordarme de Julita, la hija del zapatero. Los nubarrones habían vuelto a cubrir el cielo amenazando una vez más con una tormenta que no acababa de llegar. Cuando iba hacia el cuarto de baño, por la puerta trasera de la casa, probé a santiguarme dos o tres veces. No quería pensar lo que haría si de golpe y porrazo me encontraba cara a cara con el diablo…