XII
TIROS EN LA HORA DE LA SIESTA
El ruidoso reloj de campana del comedor heredado del abuelo dio las dos, y mi padre, que había entrado por el trastero e intentaba quitarse las botas, preguntó a qué hora íbamos a comer. Nada más escucharle, Celsa —que era consciente de que no la soportaba— se despidió por gestos de mi madre y se marchó cojeando pero a buen paso carretera adelante. A todos nos sorprendió verla caminar tan rápido, contorsionándose sobre su pierna deformada.
—¿Ya se fue esa bruja? —preguntó mi padre en su forcejeo con las botas—. Cuando quiere está renca, pero cuando le peta corre como si la persiguiese el diablo que tanto la angustia, desde luego.
—¡Ay, sí! ¡Qué harta me tiene! Siempre con la misma cantinela. ¿Qué tal te ha ido? —dijo mi madre.
—Algo habrá estado fisgando. Ahora irá a contarle lo que ha visto o escuchado al cura. Tenerla a ella en casa es como tener al zorro dentro del gallinero.
—¡Qué se le va a hacer! No vamos a echarla ahora… Primero, porque da pena. Y después, porque…
—Ya —respondió mi padre—. Vengo muerto. Si tienes algo para comer a punto, tomo un bocado. Si no, me voy derecho a la cama. A ver si consigo dormir una siesta y se me pasa este dolor de cabeza.
—¿Qué tal? ¿Fuiste por allí? —se interesó mi madre sin ocultar su preocupación.
Mi padre me miró de soslayo y me dijo:
—Hazme un favor, anda. Vete al trastero, coge las botas que acabo de quitarme, y sácalas al sol. Si se quedan allí van a dejar mal olor. Y después, mira si encuentras un poco de tabaco que me olvidé en la mesilla de noche. En toda la mañana ni fumar un cigarrillo he podido.
—¿Y…? —vi que preguntaba mi madre abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas.
—Bien. Está en un buen sitio…
—Le has visto.
—Sí. Le he encontrado animado. Quiere irse. Dice que así no se puede aguantar, y tiene razón.
—¿A Cuba?
—¡Cómo va a ir a Cuba! Allí está peor que aquí. A México mejor. O a Venezuela. Quedé en que vamos a dejar pasar unos días, a ver si esto se calma un poco, y en el primer barco que se pueda… a correr. Aquí ya se sabe. Si aparece, a la trena otros pocos años. No tiene forma de justificar su ausencia. O lo condenan por colaborar con banda armada o por contrabando.
—¿Está dónde la otra vez? No, no me digas dónde está. Pobre. Me da una pena. Todo el día a oscuras, sin poder estirar las piernas. Yo me moriría de miedo.
—No, en la cueva no. Yo creo que ahora el sitio es más seguro y algo más cómodo. Sobre todo porque resulta más fácil escapar en caso de peligro.
—¿Ha ido por allí la Guardia Civil? ¿Qué te ha contado Hortensia?
—Pasaron alguna vez, pero al parecer lo hacen con cierta frecuencia. Hasta ahora ni ella ni José Manuel han observado nada anormal, y es curioso porque a ellos no les han preguntado nada. El que no puede decir lo mismo soy yo. Esta mañana me encontré a la pareja en el monte. Mejor dicho, me encontraron ellos a mí. Seguramente me andaban siguiendo. Lo que pasa es que en ese momento estaba marcando madera, y les presté una atención mínima, apenas les respondí al saludo, así que en cuanto vieron que no podían sacarme nada de interés, se fueron cuesta abajo. Cuando observé que se habían alejado, aproveché para acercarme a Colazo con la disculpa, si averiguan, de hablar con un paisano que quiere vender unos nogales. Todas las precauciones que se adopten son pocas, ya sabes.
—¿No te habrán seguido…?
—¡No! Los he estado siguiendo yo a ellos. Aunque no hacía sol, el brillo del tricornio los delataba. Cada vez me resulta más absurdo verles con un sombrero tan ridículo. Además, como todo está seco, el verde del uniforme destaca muchísimo. Por otra parte, es una suerte que sean de fuera. No conocen ni el terreno ni a la gente. Se mueven por ahí como si estuvieran en otro país.
—¿Tiene comida? —volvió a interesarse mi madre.
—Le lleva todas las noches tu sobrino. Hortensia no dejará que se muera de hambre, ¡qué va! Ya sabes cómo es tu hermana. Arsenio me ha dicho que está esperando el primer pan que hagas con la harina que te dejó.
—¡Ay! Tengo masa fermentando. Se me olvidó preguntarle a Celsa cómo se hace. Ella es de la tierra del trigo, así que sabrá hacerlo.
—¡Estás loca! —exclamó mi padre—. Ni se te ocurra. Lo irá contando por ahí. A ver cómo explicas después que tienes un saco de harina en la despensa. Parece que es fácil. Mi abuela lo hacía cuando yo era pequeño y bien bueno que estaba. Lo que ocurre es que no nos dejaban comerlo caliente porque los viejos decían que era malo. Manías que se les metían en la cabeza. Yo creo que el mal estaba en que caliente entraba mejor y se comía más.
—Pero ¿te acuerdas de cómo se hacía?
—Lo amasaba, le echaba levadura y lo metía en el horno cuando estaba bien caldeado. Yo creo que eso era todo. El problema es que aquí no tenemos horno grande, de barro.
—También habrá que echarle sal.
—Sí. Claro. Y calentar bien el horno, ya te digo.
—Tiene que ser en el horno de la cocina. No hay otro.
—Desde luego. No sé. Prueba a ver qué sale. Mejor que los chuscos esos del racionamiento, hechos con salvado, va a estar. Ya verás.
Aunque al principio hablaban muy bajito, yo había escuchado toda la conversación y no tuve dudas, claro, de que hablaban de mi tío. En toda la casa se respiraba un ambiente indescriptible de tristeza y preocupación. Las contraventanas del comedor estaban echadas y el olor de los medicamentos que mi madre tenía en la mesilla de noche resultaba más ostensible. Oí unas pisadas en el porche y cuando entreabrí la puerta, me asusté ante la presencia de un mendigo sucio y harapiento que se aprestaba a llamar.
—Ave María Purísima —dijo.
—Sin pecado concebida —le respondí desde la ventana, recordando la expresión que nos había enseñado doña Esther, y bajé deslizándome por el pasamanos de la escalera a avisar a mi madre.
Recordé que mi abuelo siempre nos decía que nunca permitiésemos que un mendigo se alejara de nuestra casa sin una limosna. Fue mi padre el que salió a atenderle, rebuscando en el monedero mientras caminaba hacia la puerta. El hombre cogió las monedas e imploró algo de comer.
—¿No me podrían dar algo que llevarme a la boca? Un plato de algo caliente, aunque sea agua hervida con sal… En los últimos días sólo he comido un poco de pan duro con tocino rancio. Antes siempre que venía a este pueblo era la difunta Eusebia la que me ofrecía algo caliente y no se imaginan cómo me reconfortaba. Pero hoy me he enterado de que la pobre ha muerto. Voy a echarla mucho de menos. Era una santa mujer.
—Espere un momento, hombre. Sospecho que no ha venido en el mejor día. Tengo la impresión de que mi mujer no ha cocinado. Pero siéntese ahí —le señaló el poyo de piedra que había al lado de los escalones de acceso a la casa— que voy a ver qué puedo ofrecerle.
Ya en la cocina, se dirigió a mi madre:
—¡Pobre hombre! Mira a ver qué puedes darle. Dice que no ha comido nada caliente desde hace no sé cuántos días —se compadeció—. ¿Quedó algo de la cena de anoche que puedas calentarle?
—No tengo nada. Pensaba hacer unas tortillas para nosotros. No le voy a hacer una tortilla a él… Creo que me quedan cuatro o cinco huevos. Tú verás.
—Prepárale uno para él con algo que puedas ponerle. No sé. Que no nos veamos nunca así.
—¿Quién es? ¿Ya vino más veces? —preguntó mi madre.
—Sí… Ya lo he visto yo por ahí. Barbudo, alto, muy sucio siempre. Un desgraciado. Si no estuviese tan sucio y oliese tan mal, le mandaba pasar y que comiera con nosotros. Pero la verdad es que…
—No, por Dios. Que coma fuera. A mí me da miedo esa gente.
—¡Naaa…! ¿Qué va a hacer de malo? Los que dan miedo no son los que se echan un saco a la espalda y salen a pedir limosna. Son peores los que están… en las sacristías y en los despachos de los bancos.
Desde la ventana entreabierta vi cómo el hombre devoraba en pocos segundos la tortilla con torreznos que mi madre le había preparado. Luego sacó un mendrugo de pan del saco que tenía a su lado y lo impregnó con la grasa que quedaba hasta dejar el plato completamente limpio.
—Llévale un vaso de agua —me ordenó mi padre—. Seguro que tiene sed. El hombre es tan prudente que ni la pide.
Pero yo no me atreví. Ignoro si en aquel momento me frenó el miedo o me acobardó la vergüenza. Moví la cabeza y salí corriendo hacia el comedor. Cogí un libro de lecturas cívicas —Así quiero ser, el niño del nuevo Estado— y me puse a leer con desgana. La imagen del mendigo, sus barbas desgreñadas y su pelo revuelto, me había encogido el corazón. Oí a mi padre hablar con él del tiempo y en seguida al mendigo despedirse con un «Dios se lo pague».
Nosotros casi no comimos. Mi madre, que había sacado fuerzas no sé bien de dónde, improvisó una sopa de fideos y una tortilla de patata que apenas probamos.
—¿Quieres café? —le preguntó a mi padre.
—No, que igual me quita el sueño. Voy a acostarme un par de horas a ver si consigo descansar. Quizá venga por ahí el encargado de la tala de arriba para ver un poco el trabajo de los próximos días, pero si ves que estoy dormido procura entretenerle un rato o que regrese después de las cinco. Para esa hora ya me habré despertado, espero. ¿Tú no vas a salir?
—¿Adónde voy a ir? Mañana si me siento con fuerzas iré a ver a Hortensia, que es su cumpleaños, aunque con todo lo que está pasando no debe de hallarse con el mejor humor para celebrarlo.
—Te conviene salir y distraerte. Y si no mejoras con estas medicinas que te ha mandado don Arturo, yo creo que deberíamos ir a que te vea un especialista.
Mi madre no respondió. Agachó la cabeza y se puso a trajinar en la cocina. Aunque no le gustaba el trabajo doméstico, nunca dejaba los platos sin fregar para más tarde.
—Bueno, me acuesto un rato —anunció mi padre—. Si ves que no me levanto en un par de horas, despiértame tú. Si quieres, al atardecer damos un paseo y nos oxigenamos un poco.
Como ya se había ido el mendigo, salí a leer al porche mientras mi madre colocaba en su sitio los cacharros, limpiaba la mesa y doblaba el mantel. Había un silencio total. A los pocos minutos pasó la pareja de la Guardia Civil camino del bosque que se extendía colina arriba, del lado izquierdo de nuestra casa, hacia el sureste. Los gruesos capotes verdes y las abultadas mochilas de piel que llevaban en bandolera eran muestras bastante evidentes de que iban a pasar la noche al raso. Uno de ellos me miró con desgana por encima de la tapia, pero no me dijo nada. El otro se detuvo un instante para encender un cigarrillo con un mechero de pastor. Echó una prolongada bocanada de humo y en seguida aceleró el paso hasta colocarse de nuevo a la altura de su compañero. ¿Por qué —me quedé pensando— siempre se ponían a fumar cuando pasaban por delante de nuestra casa? Recordé que un día me dijo Arsenio que como tenían prohibido fumar cuando estaban de servicio, lo hacían cuando ya no les podía sorprender in fraganti algún jefe. «¡Menudo es el sargento Secundino de los cojones! —había comentado mi tío—. Les trae a hostia limpia». Sin embargo, yo recordaba haber visto al propio sargento fumando un farias en el café.
Dejé en seguida Así quiero ser y retomé a Julio Verne. La vuelta al mundo en ochenta días, que había comenzado la víspera, me tenía enganchado desde la primera página. Hasta que de repente me sobresaltó el recuerdo de lo que había dicho Celsa del diablo. La idea de tropezarme con el demonio en algún lugar empezó a atormentarme otra vez. Me imaginé lo que sería encontrarse con aquel monstruo en la oscuridad de la noche, viendo sobresalir sus cuernos de su faz tenebrosa, y sentí que los músculos se me agarrotaban. Cuando reaccioné, intenté concentrarme de nuevo en el libro, pero no lo conseguía. Al cabo de un rato, se me ocurrió recurrir al diccionario y sus definiciones.
Algunas veces, cuando mi madre no me veía, buscaba el significado de las palabras que los niños teníamos prohibido emplear y que los mayores solían utilizar en voz baja cuando estábamos delante. La única vez que mi madre había estado a punto de darme una cachetada fue un día que solté un «¡coño!» delante de ella y de mi tía Hortensia sin darme cuenta. En el diccionario que me había comprado mi padre en su último viaje a la capital encontré el significado de «puta» y «joder» y cuando se lo conté a los amigos de clase, todos lo celebraron con risotadas, bromas, guiños y gestos obscenos. La semana anterior, Pedro, el hermano de Juan Luis, mayor que nosotros, me había encargado que mirara el significado de la palabra «condón», y cuando lo encontré llegué incluso a copiárselo en un papel. Pero como no teníamos clase y no conseguía verle para dárselo, acabé rompiéndolo en pedacitos, no fuese que mi madre me lo descubriera al revisar los pantalones.
Cuando me puse a buscar la palabra «diablo», me temblaban las manos. Leí: «m. Espíritu del mal. Nombre general de los ángeles arrojados al abismo y de cada uno de ellos». Luego venían otras acepciones. No explicaba nada acerca del aspecto del diablo, de sus costumbres ni de sus hábitos. Tampoco la palabra «demonio» aclaraba mucho más: «m. Diablo, mit. Genio o ser sobrenatural». «Endemoniado», en cambio, sí me pareció más convincente: «adj. Poseído del demonio», y por supuesto, «endemoniar»: «tr. Introducir los demonios en el cuerpo de una persona». Pensé en Julita, la hija mayor del zapatero. ¿Cómo se podría vivir con el diablo dentro del cuerpo, sintiendo que se revuelve en tu barriga y te rasca las vísceras con sus largas pezuñas?
Estuve dándole vueltas un rato durante el cual fueron desfilando por mi mente muchas de las cosas que estaban pasando a mi alrededor. Me vino a la cabeza el cadáver putrefacto de Eusebia en la morgue del cementerio, esperando a que las estrictas normas de la iglesia permitiesen darle sepultura; la silueta del mendigo que nos había visitado hacía un rato; el recuerdo de mi tío Arsenio escondido en alguna cueva o cuadra abandonada cerca de la finca de tía Hortensia; la espuma que echaba por la boca Julita cuando las mujeres más fuertes, incapaces de impedir que las patease en el vientre, la sacaron de la iglesia; don Primo amenazando con la destrucción divina del pueblo; y Celsa y su obsesión, el diablo, que parecían novios.
Intenté volver al libro, aunque una vez más sin éxito. No había forma de concentrarme. Me atormentaban las imágenes del miedo colectivo en que poco a poco nos habíamos ido sumergiendo todos los habitantes del pueblo. Recordé el anuncio de las rogativas que había hecho el párroco y sentí una sensación de alivio y de esperanza. Mi padre había comentado en cierta ocasión que la sequía prolongada que sufríamos estaba desquiciando a la gente. «La lluvia limpia el ambiente. Cada vez cuesta más respirar y, sin darnos cuenta, nos vamos asfixiando poco a poco», recordaba haberle oído. Entonces ya me angustió la idea de morir por falta de oxígeno. Y ahora, al pensar en ello, sentía que me faltaba el aire y que la respiración, por muchos esfuerzos que hacía para henchir los pulmones, se quedaba a mitad de camino.
Abstraído como estaba en mis temores, apenas me sobresaltaron unos golpes sordos que se oyeron en la lejanía del bosque. Primero se escuchó uno, seco, y luego cuatro o cinco más. Mi madre, que estaba cosiendo en el comedor, se asomó a la ventana un instante y como no vio nada anormal, volvió a ponerse con la labor. Debían de ser poco más de las cuatro, pero ya estaba cayendo la luz. El silencio era casi absoluto aquel atardecer dominical. No se veía a nadie por la calle. Daba la sensación de que todos los habitantes del pueblo nos habíamos puesto de acuerdo para no salir de casa y, así, ahorrar aire puro. Tampoco me percaté de que mi padre se había despertado y bajaba corriendo por la escalera.
—¿Habéis escuchado lo mismo que yo? Creo que han sido disparos de fusil por allá… —dijo, señalando la sierra.
—También a mí me lo pareció, sí —respondió mi madre—. No sé qué puede haber sido. Esta no es época de caza, ¿verdad? ¿Habrán sido los guardias?
—La Guardia Civil pasó hace un rato —intervine—. Fueron hacia allí.
—Habrán disparado a algún animal —comentó mi madre—. Les encanta enredar y de paso… atemorizan a la gente. Qué le vamos a hacer.
—Con tal de que no haya sido a algún animal de dos patas… —se lamentó mi padre con el ceño fruncido. Se sentó en una silla y se quedó pensativo. A los pocos minutos prosiguió—: Vamos a ver cómo acaba todo esto. La tensión se masca.
—¿Cómo va a acabar? Ya han pasado bastantes cosas, ¿no crees? Se irá arreglando todo. Hay que tener confianza. ¿No te has dormido? —preguntó mi madre.
—Un poco. Pero debió de ser un sueño muy ligero, porque los disparos me sobresaltaron. Y se oían lejos. Vosotros los habéis escuchado también, ¿verdad?
—Yo, regular. Los oí, pero no pensé que fuesen tiros al aire —dije—. Podrían ser voladores.
—Confiemos en que hayan sido tiros al aire. A veces los guardias practican disparando a botellas. La verdad es que no han tenido respuesta. Pero vete a saber. Ya nos enteraremos. Igual fue alguno de esos guardias jóvenes que andan por ahí sin saber que llevan un arma en las manos y en cuanto ven una mosca volar se ponen nerviosos. Da no sé qué verlos, casi imberbes y creyéndose ya autoridades —comentó mi padre.
El suave viento del sur que había estado soplando al mediodía había alejado los nubarrones grises que cubrían el cielo durante la mañana y caldeado el ambiente con un calor denso y sofocante. Mi padre bostezó sin disimulo, se estiró los brazos hacia arriba en ademán simbólico de alcanzar la bombilla que pendía del techo y preguntó:
—¿Están planchadas las camisas de manga corta? Voy a dar una vuelta. A ver qué nueva desgracia nos ha traído el día. Intentaré enterarme de qué coño es eso del somatén. No deben de tener suficiente con las contrapartidas.
Mi madre le señaló un montón de ropa que había sobre una silla. Estaba tejiendo y se la veía triste y preocupada. Había adelgazado mucho últimamente y no parecía que los reconstituyentes que tomaba cada mañana con una yema de huevo cruda, que tragaba entre náuseas y gestos de asco, le estuvieran produciendo algún efecto.
Salí al porche y observé a un perro lobo de color canela que corría monte abajo con el rabo entre las patas. Luego escuché voces ininteligibles en la lejanía. Unos minutos después alcancé a ver también a un pastor con el zurrón a la espalda y la garrota en la mano, que bajaba hacia el pueblo a la carrera, saltando entre los riscos. Cuando ya estaba cerca de nuestra casa, se cruzó con una mujer que llevaba un cesto de mimbre en la cabeza y, sin detenerse, le dijo con voz entrecortada:
—Han… han matado a unos emboscados en las cabañas de Rioseco. Voy a avisar al cuartel.
—¡Papá, mamá! —Entré corriendo a la casa—. Los tiros eran de verdad. Han matado a unos hombres —les dije.
Mi madre se levantó sobresaltada. Mi padre se asomó a la calle justo cuando pasaba por delante de la casa el pastor. Al vernos detuvo un poco la carrera y repitió jadeante:
—Mataron a unos emboscados. Estaban escondidos allá arriba, donde las cabañas de Rioseco. Yo andaba cerca con las ovejas, pero no había visto nada de nada. Los guardias me gritaron que bajara a avisar al cuartel y me advirtieron que no dijera nada a nadie más. Una tontería, porque se va a saber.
Mi padre no hizo comentario alguno. Movió la cabeza y se quedó pensativo mirando al bosque donde él había estado apenas hacía tres horas. Una luna de cuernos menguantes empezaba a asomar por encima de los picachos de la cordillera que se extendía al sur. El atardecer prematuro llegaba cargado de presagios que yo no sabía cómo interpretar. Pasado un rato, ya con las primeras estrellas parpadeando en el firmamento, volvieron a escucharse voces ininteligibles unos instantes, y en seguida se hizo de nuevo el silencio; un silencio que, no sé por qué, venía ya desde por la mañana imponiéndole al ambiente una sensación general de tragedia.
—¿No habrá…? —empezó a preguntar mi madre.
—No, por favor —respondió mi padre—. ¿Estás loca? A estas horas no sale y por esa cuesta, mucho menos. Es muy extraño que por ahí anduviese nadie que no quisiera ser visto. Y menos al atardecer, que es cuando van los pastores a encerrar el ganado… Si no han matado a algún infeliz que andaba por allí tan tranquilo… —Movió la frente para ahuyentar los malos pensamientos—. En fin, no voy a empezar a pensar mal.
Entonces mi padre me puso la mano en la cabeza y me atrajo hacia él en una muestra de afecto bastante infrecuente. Yo me apreté contra sus piernas y, consciente de que disfrutaba de su protección, sentí ganas de llorar de felicidad. No sabía lo que me pasaba. En pocos minutos cruzaron por mi mente muchas ideas extrañas. Recordé las palabras de Celsa y de pronto sentí como si un latido de esperanza me animase por dentro. «Y si ha sido el diablo —pensé—. ¿Habrán matado al diablo?». La idea me entusiasmó. Luego me puse a pensar en profundidad sobre el asunto y comprendí, no sé por qué, que mi ilusión carecía de fundamento. El diablo debía de ser demasiado astuto como para ponerse a tiro de los guardias.
No tenía muchos conocimientos religiosos, pero hasta donde sabía, después de escuchar a Celsa tantas veces, el diablo se metía dentro de las personas, pero nunca adquiría forma de ser humano. Lo que adquiría a menudo, eso sí, era forma de animal, con rabo y cuernos, que caminaba con dos patas, y los guardias contra quien habían disparado era contra unos hombres, seguramente del maquis. Tal vez los que habían atracado en el caserío del puerto.
Las campanas de la iglesia llamando al rosario me sacaron de mi ensimismamiento. Mi madre estaba en el piso de arriba. Mi padre había echado a andar solo carretera abajo, hacia la plaza.
—Voy a acercarme al café. A ver si me entero de algo. No salgáis de casa, vuelvo en seguida.