XIII
TOQUE DE QUEDA
Poco a poco la plaza se había ido llenando de curiosos. Toda la atención estaba en el cuartel de la Guardia Civil, adonde habían acudido el párroco, el alcalde y don Gustavo, el juez de paz, nada más escuchar los tiros. La gente no se atrevía ni a preguntar siquiera qué había ocurrido. Quien más quien menos se imaginaba algo grave. Los hombres se interrogaban con la mirada y las mujeres, que aguardaban al cura para rezar el rosario, cuchicheaban en voz baja en torno a las más variadas especulaciones.
—Pues que parece que la pareja se ha enfrentado a dos por allá arriba y… —comentaba Lalo, el barbero, que justo estaba afeitando y cortando el pelo al juez cuando le avisaron de que tenía que ir a levantar unos cadáveres.
—¿La pareja o la contrapartida? —preguntó Antonio, el Manco, que siempre quería matizar las cosas.
—¡La pareja, hombre, la pareja! Qué coño la contrapartida… Por aquí no anda. Ahora salieron con el cuento de crear un somatén, pero habrá que ver lo que hacen. Aquí no veo yo a nadie con ganas de irse a dormir por las noches al monte ahora que vamos para el invierno, y de paso a ver si se encuentra con una bala perdida —dijo el del fielato.
—La contrapartida sí que anda, sí. Y más que va a andar, Ricardo. Están infiltrando policías, guardias de paisano y excombatientes entre los emboscados. Nunca sabes si se trata de unos u otros. Es la mejor forma de acabar con ellos y de quienes les prestan apoyo. Ahora mismo, esta comarca está siendo la más batida de toda España. Lo dijo el teniente el otro día.
—Esta y otras. Anteayer apiolaron a tres o cuatro en Granada. Me lo contó el juez mientras le daba el jabón. Que, por cierto, ¡tiene una barba el tío! —comentó Lalo.
La conversación en uno de los corrillos empezaba a animarse cuando don Primo abandonó el cuartel en solitario y se dirigió a la iglesia con gesto adusto.
—Santas y buenas —saludó al pasar ante el grupo en el que estaban Antonio, Ricardo y Lalo.
—¿Qué pasa, señor cura? Parece que hay problemas —aventuró Ricardo.
—¡Qué va a pasar! Lo que tenía que pasar es lo que está pasando. La pareja interceptó a una cuadrilla de atracadores que al parecer se hallaban escondidos en un establo abandonado, esperando seguramente para hacer esta noche alguna fechoría, se liaron a tiros y… un muerto.
—¿De los emboscados o de la Benemérita? —se interesó Antonio, el Manco.
—De los atracadores, de los atracadores, gracias a Dios. Los dos guardias resultaron ilesos.
—Pero ¿no eran dos los muertos? —preguntó el barbero.
—Es uno, uno sólo. Los otros huyeron por el monte —aclaró el cura.
—Y ahora ¿qué van a hacer? —se interesó Ricardo aprovechando la buena disposición del párroco para contar lo que sabía.
—El sargento está esperando instrucciones. Desde el terremoto de la otra noche, el teléfono anda mal y ha tardado mucho en comunicar con la Comandancia. Pero ya está en camino el capitán jefe de línea con varios números y en cuanto lleguen subirán todos, con el juez y demás, para levantar el cadáver.
—¿Usted no va a ir?
—Si el fallecido fuese un guardia, claro, ya estaría allí para darle los últimos auxilios. Pero tratándose como se trata de un facineroso, marxista y ateo que lo más probable es que haya apostatado, yo allí no pinto nada. Los auxilios espirituales están destinados a quienes viven y mueren en la fe de Cristo. Nada más. Se lo acabo de decir al señor juez, que me preguntó lo mismo y lo ha entendido. Estos individuos sin moral ni conciencia que se han echado al monte con el único fin de subvertir el orden conseguido por la Cruzada de Liberación sólo se merecen ir al infierno sin dar ningún rodeo. Allí, metidos hasta la cintura en las calderas de Pedro Botero, purgarán sus penas y sabrán lo que es bueno.
Vio a las mujeres que se agolpaban a la entrada de la iglesia y les hizo gestos con los brazos para que fueran entrando.
—Vamos, vamos. No os quedéis a la puerta. Y encended sólo las luces del fondo, que se gasta mucha corriente. Nueve pesetas he pagado este mes de electricidad. El único pueblo donde tiene que ser el párroco quien pague la electricidad de la iglesia es este. Aquí la gente se desentiende. Así pasa lo que pasa.
Ante la llegada de dos vehículos de la Guardia Civil, un coche conducido por un cabo en el que viajaba el capitán jefe de línea y un teniente médico, y detrás, una furgoneta con seis guardias armados con fusiles máuser, subfusiles de repetición y granadas de mano, los curiosos se replegaron hacia el rellano de acceso al ayuntamiento. La actitud de los guardias en una situación así no solía caracterizarse precisamente por la amabilidad y las buenas maneras.
El sargento recibió al capitán con un taconazo que retumbó en toda la plaza. El capitán miró alrededor con aire de desaprobación y, antes de adentrarse en el cuartel, dijo en voz alta para que todo el mundo se enterase:
—Esta gente aquí no hace falta. Lo primero que vamos a hacer es decretar el toque de queda. A las nueve, que cierren los establecimientos públicos y todo el mundo a su casa. A ver, un escribiente que prepare un bando con la orden y si hay alguacil, que la lea de inmediato para que luego nadie se llame a engaño.
—Sí, mi capitán. A sus órdenes.
Pasado un cuarto de hora, se asomó a la puerta el sargento Secundino con un papel en la mano y le preguntó al alcalde, que se había incorporado a uno de los corrillos que continuaban en la plaza, cómo se podía difundir su contenido con urgencia. Como el ayuntamiento no tenía alguacil ni había costumbre de leer bandos por las calles, el alcalde sugirió llamar al hogar del Frente de Juventudes para que viniese un corneta de la banda de cadetes a dar el toque de atención.
—¿Qué tengo que tocar? —preguntó el chico, aturdido como se había quedado al ver a tantos guardias y tanto despliegue de vehículos.
—¡Tararíííí…! —dijo el capitán—. ¡Tararíííí…! Tres o cuatro veces. Con eso basta.
Luego, con voz cavernosa, el sargento leyó una orden de la autoridad militar por la que se decretaba el toque de queda para esa noche y las siguientes hasta nuevo aviso. Nadie que no estuviese provisto del correspondiente salvoconducto debía hallarse en la calle entre las ocho de la tarde y las siete de la mañana. La nota fue colocada en el tablón de avisos del ayuntamiento y las copias, hechas con papel carbón, en la puerta de la iglesia, en el espejo frontal del Café Brasil y en una de las columnas de la tribuna montada para recibir al gobernador, que aún no se había desmontado.
—Así que ya lo sabéis… —dijo el sargento cuando terminó de grapar la última copia.
—¿Hablamos de la hora de la iglesia o de la del pueblo, mi sargento? —preguntó Rebustiano, el barrendero, que acababa de incorporarse a uno de los corrillos.
El sargento levantó la cabeza y, mirándole retador a los ojos, le preguntó:
—¿Va con guasa la pregunta, por casualidad? Estamos hablando de hora civil. Para la autoridad no hay otra —dio media vuelta y dirigiéndose al capitán, que mostraba cara de asombro ante tan extraño diálogo, añadió—: Cuando quiera, mi capitán. Vamos a darnos prisa y aprovechar que habrá un rato de luna clara.
El capitán, el alcalde, el teniente médico, don Arturo, el juez y el sargento echaron a andar rumbo a las praderías donde hacía más de tres horas que se habían escuchado cinco disparos secos, fríos, mortales, y el cadáver de un hombre esperaba bañado en su propia sangre. Casi sin despedirse, apenas con el clásico «hasta mañana», la gente fue abandonando la plaza. Los bares, casi sin clientes esa tarde, cerraron sus puertas mucho antes de que comenzara el toque de queda. En pocos minutos el pueblo se quedó en semipenumbra, silencioso y triste igual que si sobre sus habitantes hubiese caído una maldición.
Todavía no eran las ocho cuando llegó mi padre a casa. No parecía con ganas de hablar, pero tras contarnos que el pueblo había vuelto a llenarse de guardias y que se había decretado el toque de queda, mi madre empezó a hacerle todo tipo de preguntas, algunas un tanto enigmáticas para mí, y poco a poco fue desvelando todo lo que sabía, que no era mucho, esa es la verdad.
—Ahora dicen que sólo es un muerto. Antes dijeron que dos. Pero vete a saber. También han dicho que hubo un cruce de disparos y eso no es verdad. Yo todos los que escuché eran iguales, del mismo tipo de arma y, además, sonaron seguidos. Disparos de un fusil de repetición. No fue un cruce de disparos, porque eso siempre se nota. Todos los que lo escucharon, que fue medio pueblo, coinciden. El que más y el que menos en este país sabe de tiros, por desgracia. La guerra nos educó mucho el oído para distinguir entre un fusil y una carabina. Deben de creer que somos tontos.
—¿Y son de la guerrilla?
—Eso aseguran. Dicen que estaban escondidos en una cuadra de ganado abandonada… Sólo falta que ahora vengan a echarme a mí la culpa porque pasé por allí cerca esta mañana.
—No, por Dios. ¿Estuviste tú por allí? —se alarmó mi madre.
—Bueno, en el lugar donde dicen que estaban, no. Pero cerca sí, claro. El robledal que vamos a cortar estos días está del otro lado del barranco. Aunque convenía más talar la chopera que le compré al molinero el mes pasado, cambié los planes después de lo de Arsenio. Desde allí es más fácil acercarse y parece más normal que lo haga si fuese necesario, que en algún momento lo será.
—¿Cómo estará Arsenio? No habrá sido él, ¿verdad? —preguntó mi madre sin ocultar la angustia que le encogía la garganta.
—No digas tonterías… No. Él de día no sale del refugio. Además, que por ahí ¿qué iba a hacer? Es más, estos primeros días no va a moverse de donde está, me lo ha dicho.
—Está una tan asustada con todas estas cosas que llegué a temer que lo hubiesen descubierto y le aplicaran la Ley de Fugas…
—No, mujer. Eso son tonterías. Hortensia nos habría avisado. Ya se sabría.
Mi padre me miró con preocupación. Era la primera vez que hablaban abiertamente de Arsenio delante de mí.
—No te habrá preguntado nadie por tu tío, ¿verdad, Nacho?
Negué con la cabeza y no pude impedir que los colores me subieran a la cara.
—Si alguien te pregunta —prosiguió mi padre—, tú responde que no sabes nada, que se marchó de viaje hace una semana y que aún no ha vuelto. Si te insisten, diles que a lo mejor se volvió a La Habana.
—Sí —respondí secamente—. Pero nadie me pregunta. Yo no hablo con nadie.
—Por si acaso. Y cuidado con lo que dices delante de Celsa. Esa mujer no es de fiar. Yo creo que todo lo que oye va y se lo cuenta al cura. Y el cura, a la Guardia Civil, claro.
Después de cenar, mi padre subió al dormitorio a buscar tabaco y se quedó asomado a la ventana mirando a la sierra. La luna había desaparecido por completo y la oscuridad se había adueñado de la comarca. A lo lejos, a media ladera, se veían luces de linterna moviéndose de un lado para otro y, de vez en cuando, se oían las voces de los guardias y los ladridos de los perros. En el pueblo reinaba el silencio más absoluto.
—Anda, ve a acostarte —me dijo mi madre.
Pero yo tenía miedo y no quería separarme de ellos. Mi padre seguía abstraído, con las palmas de las manos apoyadas en el alféizar de la ventana y la mirada perdida en el horizonte, pensando en sus cosas. Estaba preocupado, eso era evidente, aunque hacía esfuerzos por aparecer tranquilo ante nosotros. Mi madre, en cambio, no ocultaba la tensión que estaba sufriendo. Se sentaba en la cama a ratos y a ratos se asomaba también a la ventana intentando auscultar en la oscuridad la identidad del muerto. El temor a que fuese su hermano seguía rondando por su cabeza.
—Ya bajan. Apaga la luz y no hagáis ruido —ordenó mi padre.
En seguida vimos cómo los puntos de luz de las linternas se movían cuesta abajo. Tres o cuatro lucecitas se desplazaban juntas, al mismo ritmo, lo cual hizo concluir a mi padre que bajaban al muerto en unas angarillas.
—¿Adónde lo llevarán? —preguntó mi madre.
—Imagino que al cementerio, no sé —respondió mi padre.
—Está allí aún el cadáver de Eusebia sin enterrar. No van a dejarlos juntos. La capillita aquella es muy pequeña para los dos…
—¡Puff…! No se van a pelear. No sé, mujer.
Al adentrarse en la hondonada, desaparecieron de nuestra vista. Pero un cuarto de hora después, escuchamos ruido de pasos y conversaciones, y en seguida asomaron por el camino que desembocaba cerca de nuestra casa el capitán de la Guardia Civil, el teniente médico, el alcalde, el juez y, detrás, el oficial del Juzgado y varios guardias, caminando a buen paso. Nosotros contuvimos la respiración intentando captar algo de sus conversaciones.
—Si no hay identificación, se le entierra con la anotación de identidad desconocida y, a otra cosa —le decía el capitán al juez en tono autoritario y malhumorado.
El juez asentía en silencio. Como era bajito y gordo, tenía que echar carreras de vez en cuando para seguir al capitán, que caminaba a paso marcial, con grandes zancadas, y hablaba mirando al suelo.
—El problema será dónde se le entierra —comentó al cabo de un rato.
—En el cementerio, dónde coño se le va a enterrar —replicó el capitán.
—Es que aquí no hay cementerio civil. Y en el eclesiástico no creo que quiera enterrarlo el párroco. El difunto probablemente era masón. Ya le escuchó usted esta tarde. ¡Bueno es don Primo para estas cosas!
—Claro, claro. Y tiene razón. Tienen ustedes un cura como Dios manda, sí, señor. Lo malo es que como él quedan muy pocos. En fin, tendremos que ver eso… No sé. —Luego de una breve pausa, prosiguió—: ¡Alcalde!, ¿cómo es que no hay cementerio civil en el pueblo?
Pasaban en ese momento debajo de nuestra ventana y podíamos escuchar la conversación sin perder detalle. El alcalde, que caminaba detrás, aceleró el paso para ponerse a la altura del capitán y, al acercarse, tropezó con el juez, que cada vez tenía que hacer más esfuerzos para no quedarse rezagado, y a punto estuvo de derribarlo.
—Nunca hemos tenido, mi capitán. Ya sabe, aquí antes nunca pasaba nada.
—¿Y dónde está el cementerio civil más próximo? En algún municipio de los alrededores tendrán, digo yo.
—Pues no sabría decirle, mi capitán.
—Otra solución sería —dijo el capitán— improvisar uno. ¿Hay posibilidad de cercar unos metros de terreno al lado del cementerio cristiano? Con poco sería suficiente. Veinte metros cuadrados y cuatro piedras cercándolo para que no se metan animales a hozar por allí es suficiente. Total, para enterrar a un indocumentado…
—Podemos verlo mañana —sugirió el alcalde cuando el grupo daba vuelta ya al recodo de nuestro jardín.
—Esta casa —señaló el capitán— tiene buena planta.
—Pues es de uno de la cáscara amarga. Una familia acomodada, de los más ricos del pueblo, y votantes del Frente Popular. Y haciendo buenos negocios con la madera. No se crea que reparten los beneficios con los obreros, no. Son socialistas de esos que quieren repartir con los que tienen más, no con los que tienen menos. Si acaso con sus compinches del monte. Los tenemos vigilados como es lógico.
Detrás, en el grupo de guardias, aún escuchamos al oficial del Juzgado comentar…
—Pues a mí no se me quita de la cabeza que a ese hombre le tenía yo visto… A mí las caras no se me despistan tan fácilmente.