V: La noche del terremoto

V

LA NOCHE DEL TERREMOTO

—¡Coño! —exclamó mi padre poniéndose en pie de un salto.

Fue como una alucinación. Los dos chopos de la entrada se doblaron hasta que las copas tocaron en la tapia. El viejo reloj de campana del salón se puso a dar horas sin ton ni son. La lámpara colgada del techo empezó a oscilar de un lado a otro como si se hubiese vuelto loca y el tejado crujió igual que si fuese a estallar en mil pedazos. Escuché un grito desgarrado de mi madre y vi en la oscuridad cómo rodaba por el suelo la silla donde estaba sentado mi padre.

—¿Qué pasó? —escuché que preguntaba alarmado mi tío Arsenio, que saltaba los dos peldaños del porche y corría hacia la cancela de la entrada.

Entonces me di cuenta de que las losas del piso se ondulaban y las ondas que me hacían cosquillas en las piernas intentaban trepar por las paredes de la casa, agitadas por una especie de vendaval nunca visto. Pero viento no hacía. Aquella fuerza insólita que nos agitaba parecía salir de las propias entrañas de la tierra. La tormenta había cesado, ya no destellaban los relámpagos y los nubarrones habían dejado asomar por fin uno de los cuernos de la luna en cuarto menguante. Todo fue muy rápido, pero una rapidez disfrazada de eternidad. El seísmo dio paso a un silencio denso, extraño, sofocante, que impedía respirar bajo el miedo a romperlo.

—Un temblor de tierra; es un temblor de tierra. No asustarse —dijo mi padre después de mirar a un lado y a otro y sin cesar de mover los brazos—. Salgamos a la huerta por si repite. No os pongáis bajo los aleros.

—¡Uf, qué susto! —exclamó mi madre dejando caer los hombros con impotencia—. ¿Repetirá? Suelen repetir, ¿verdad? —Y dirigiéndose a mí, me preguntó—: ¿Te asustaste? ¿Tuviste miedo?

No respondí. Sentía que algo me atenazaba la garganta e impedía que me saliesen las palabras. Me retorcía una mano con la otra y apretaba con las dos anudadas el vientre mientras notaba cómo se me descomponía por instantes. Cada vez que intentaba abrir la boca para respirar sentía una sequedad que me impedía hasta tragar la saliva. Apretaba las nalgas y no me atrevía a andar detrás de ellos por miedo a que la diarrea que me había entrado se volviese incontenible. El farol apagado del porche seguía moviéndose, pero el reloj se había callado y los chopos habían recuperado su verticalidad esbelta y erguida. Sin embargo, yo no conseguía quitarme de la mente aquella imagen repentina en que aparecían curvados como juncos y con las copas arrastrándose por la tierra como si intentasen barrerla.

—Es el primer temblor de tierra que he vivido aquí —comentó mi tío, de pie y con las manos en los bolsillos, sin concederle demasiada importancia—. En La Habana me tocaron varios y de alguno ni siquiera me di cuenta. Era de noche y yo duermo como un lirón. Una vez desalojaron el edificio y yo ni me enteré: seguí durmiendo. A ti también te habrá tocado alguno, ¿verdad, Joaquín?

—Varios —respondió mi padre—. Y alguno con muertos. Recuerdo una vez, hace de esto dieciocho o veinte años, que se sucedieron diez o doce a lo largo de una noche que no acababa nunca. Aquella vez bien pensé que la isla se iba al carajo. Todos estábamos asustados. En Cuba los terremotos son muy frecuentes y peligrosos. La gente en aquella ocasión se pasó la noche entera en vela. Muchos negros, que suelen ser muy miedosos, permanecieron hasta tres días en la calle. Barriadas enteras quedaron destruidas. Fue terrible. Y se cumplió aquello de que a río revuelto, ganancia de pescadores, porque como no había luz y la policía tenía mil cosas de que ocuparse, los ladrones se pusieron las botas.

—Siempre he oído decir que cuando se producen temblores de tierra, se duerme muy mal —observó mi madre—. Debe de ser porque la atmósfera se carga de electricidad, ¿no os parece? Hoy ha estado un día muy raro. Hubo un rato allá en la ermita que creía que me ahogaba. Hacía un bochorno que no era natural.

—Pues yo he dormido una siesta que no se la salta un gitano —replicó mi tío—. No he dormido más porque el despertador, que es mi enemigo de siempre, no me dejó. Por cierto, ¿habrá pasado algo? Se oyen voces por el pueblo, ¿no las escucháis? Fue fuerte, ¿eh?

Habíamos vuelto al porche creo que sin proponérnoslo y mi madre se sentó de nuevo y se puso a juguetear con las agujas de tejer que tenía en una cestita de mimbre con una madeja de lana. Verla tan calmada me tranquilizó un poco, a pesar de que la cabeza seguía dándome vueltas y notaba que tenía las piernas agarrotadas y el vientre descompuesto.

—¿No dices nada, hijo? —me preguntó mi madre—. ¿Te diste cuenta en seguida? Y, en serio, ¿no tuviste miedo? Has sido muy valiente. Se nota que ya eres mayor.

—¡Nooo! —respondí sin convicción—. Cuando me di cuenta, ya había pasado.

Tanto mi padre como mi tío se habían asomado a la carretera a ver qué estaba ocurriendo en el pueblo. La luna había vuelto a ocultarse y la oscuridad era total otra vez. El silencio de la noche seguía alterado a intervalos por voces lejanas entremezcladas con ladridos de perros y algunos ruidos extraños, fruto quizá de mi propia imaginación. Después de unos minutos, parados, los dos hombres echaron a andar carretera adelante.

—No os vayáis muy lejos —les gritó mi madre—. No queremos quedarnos solos.

Salté como impulsado por un resorte y corrí tras ellos en la oscuridad. En seguida se sumó mi madre al grupo. Caminamos en silencio hacia el centro sin encontrarnos con nadie. Las voces lejanas eran cada vez más perceptibles. Las ventanas de las casas se iban iluminando poco a poco con débiles luces de velas, candiles, lámparas de carburo. La brisa había cesado y el calor cada vez se volvía más pegajoso. Cuando nos acercamos a la plaza, lo primero que vimos fue a don Primo sin bonete, con la sotana desabrochada y una linterna en la mano, corriendo con aire fantasmal hacia el cuartel de la Guardia Civil.

—Ya anda por ahí ese —comentó despectivamente mi tío—. Siempre en primera línea de combate.

—Como el Espíritu Santo: en todas partes —dijo mi padre sin alzar la voz.

—La diferencia está en que al Espíritu Santo nadie le ve, hombre —le matizó mi tío en tono irónico—. Y a este le ven desde lejos hasta los miopes. Es un pájaro de mal agüero.

—¿Qué coño se le habrá perdido en el cuartel? —se preguntó mi padre.

—No lo sé. Pero parece que llevaba prisa, porque hasta se olvidó de abotonarse la sotana. Y de coger el sombrero. Resulta extraño verle con la calva al aire —intervino mi madre.

—Se le habrá caído con el temblor de tierra. A veces —comentó el tío Arsenio—, viéndole por ahí con ese aspecto de loco y ese sombrero de picos que se pone, a mí me recuerda a la Inquisición.

—Este para inquisidor no tendría precio. Seguro que sería el alumno más aventajado de Torquemada —ratificó mi padre—. Se pasa la vida hablando de Lucifer, asustando a la gente con historias del infierno, y algo de razón quizá tenga, porque si de verdad existe el demonio, es él quien lo tiene en el cuerpo.

Grupos de vecinos apiñados ante los portales de las casas recién construidas, y ya resquebrajas, de la Obra Sindical del Hogar comentaban lo ocurrido con aire acalorado. Cada persona tenía su propio relato del susto que acababa de sufrir. Tres o cuatro mujeres mayores, con sus moños desenredados, descalzas y en camisón, relataban sin dejarse hablar unas a otras, entre aspavientos y gritos de histeria, el terror que todavía las invadía, la incertidumbre sobre lo que aún podría ocurrir, y el justo castigo que el mal había atraído sobre el pueblo.

—Es el fin del mundo… Ya se lo anticipó la Virgen a los pastorcitos de Fátima —se escuchaba la voz aguda de una de ellas sobresaliendo por encima de los lamentos del resto.

En otro de los corrillos, varios hombres también a medio vestir intercambiaban información sobre el suceso en un ambiente más sosegado. Uno de los obreros que trabajaban para mi padre en las talas se adelantó a saludarnos y nos contó que la Guardia Civil había reclutado a varios hombres para ir a rescatar el ganado de una cuadra que se había hundido cerca de la ermita de la Virgen de la Esperanza.

—Estremecía oír los mugidos de las vacas aprisionadas entre los cascotes. Hace un rato que no se las escucha. Quizá han muerto o las han conseguido sacar, no sé.

—En las laderas de la sierra el temblor fue más fuerte —sentenció Rebustiano, el barrendero, que presumía de conocimientos meteorológicos y gustaba de pronosticar el tiempo—. Debe de ser que al estar la tierra más seca, hizo de palanca y resistió mejor.

Era una lectura un tanto extraña, pero nadie la discutió. El turno de interpretaciones estaba abierto a las tesis más osadas. Además que Rebustiano, a pesar de su humilde ocupación, gozaba de cierto predicamento entre la gente. Cuando pasaba con el carro de la basura, muchos le preguntaban en espera de un pronóstico esperanzador, pero él nunca hacía concesiones a lo que sus interlocutores querían oír.

«¿Lloverá por fin, Rebustiano?». Y él, impertérrito, descansaba su cuerpo encorvado en el palo de la escoba, alzaba la vista al cielo, miraba a un lado y a otro del horizonte, y respondía moviendo la cabeza: «Todavía no. Este año el agua se ha ido muy lejos. Para mí que la pólvora la ha echado para la parte del mar».

En seguida corrió la noticia de que una anciana del barrio de arriba se había desmayado del susto y habían tenido que llamar al médico para que fuese raudo a atenderla. Don Enrique, siempre tan cumplidor con su deber como farmacéutico, no se apartaba de la puerta de la botica por si alguien en medio de la confusión necesitaba alguna cosa. Nos detuvimos a hablar un poco con él y nos contó que la sacudida sísmica, como él describió el temblor de tierra, había derribado un estante de la rebotica, y varias probetas del laboratorio donde estaba haciendo cultivos se habían hecho añicos golpeándose unas con otras.

—¡Qué le vamos a hacer! No todo van a ser ganancias —comentó resignado—. Ahora no puedo hacer nada. Mañana, con luz, habrá que volver a poner orden.

—Pues parecía poca cosa —comentó mi tío dándoselas de entendido—. Claro que dependerá de dónde haya estado el epicentro.

—Sí —asintió el farmacéutico—. Yo estaba leyendo y si no es por mi mujer, casi ni me entero. Las mujeres estas cosas las detectan mejor, sobre todo si tienen la menstruación. No, muy fuerte no fue, no. Pero la gente ya se sabe cómo es. Además que este pueblo se ha vuelto muy… misterioso y alarmista. Las dos cosas. Todo el mundo se pasa el día hablando de cosas raras, de historias del más allá. Antes no era así, ¿verdad? Yo a veces pienso que debe de ser el señor cura el que está metiendo miedo a la gente sin proponérselo, no voy a ser malpensado. En ocasiones les pregunto a algunas mujeres, porque la farmacia es como un confesionario: «Pero ¿por qué te atormentas, mujer? Con todo lo que se vivió aquí durante la guerra, incluso antes de la guerra, ¿qué más puede pasar?». El otro día se lo dije también a don Primo: «La gente anda asustada y temerosa con todo eso que cuentan y que muchos se creen a pies juntillas. Habría que hacer algo, usted que tiene el púlpito, para serenar al pueblo». Así se lo dije, sí, señor. ¿Y saben qué me respondió? Pues: «Para las almas el miedo siempre es beneficioso. A veces los seres humanos, en nuestra condición innata de pecadores, no somos conscientes de que Lucifer, el enemigo de nuestra salvación, siempre nos está vigilando para tentarnos y hacernos caer. El diablo es astuto como él solo y nos engaña con frecuencia, mostrándose bueno y meloso, con promesas que nos impulsan a pecar. Sabe ser seductor por momentos, pero en seguida recupera su verdadera piel negruzca de monstruo y recurre a sus artes malignas para empujarnos al fuego del infierno». Creía que me volvía la cabeza tarumba con su matraca. Le escuché, claro, y ¿qué podía responderle? Como para llevarle la contraria. No es hombre al que le guste que le rebatan. Es de los que consideran que el que no está conmigo está contra mí. Hay gente que escucha estas cosas y no hace caso, las oye como quien oye llover, pero otros las toman muy en serio y los aterroriza. Medio pueblo vive acongojado con sus diatribas, amenazas y premoniciones.

El farmacéutico era un hombre tranquilo, culto y razonable. Casi todo el mundo hablaba bien de él y de su desprendimiento. Nadie le había visto un mal gesto cuando llamaban a las tres de la madrugada a su domicilio para adquirir un específico urgente. No faltaba algún tendero vecino, eso sí, que criticaba su mal ejemplo fiando a los pobres. Sin embargo, él presumía de que nunca en veinte años regentando la farmacia habían dejado de pagarle una deuda. «Hay gente que se retrasa, claro —explicaba a veces en el café—, a ver qué van a hacer si no tienen dinero. Pero siempre acaban cumpliendo. Si no son ellos, alguien lo hace en su lugar: algún familiar que les llega de América, un hijo que encuentra trabajo por ahí fuera. Nunca he dejado morir a nadie por falta de medios, hasta ahí podría llegar, y nunca he dejado de cobrar más tarde o más pronto». Su actitud desprendida y su vis clínica daban mucha tranquilidad a los pacientes, que le consultaban sus dolencias antes incluso de acudir al médico.

En un pueblo los elogios jamás son unánimes y no faltaban personas, pocas pero representativas, que ponían reparos a la generosidad y honradez de don Enrique. «Dice que siempre le pagan las deudas… ¡Claro! Es la única farmacia y nadie está libre de tener que volver. Los maleadores de siempre se miran muy mucho antes de dejarle un pufo». También se rumoreaba de él que, a pesar de haber sido concejal de la CEDA y un seguidor de Gil Robles, durante la guerra había salvado a más de un rojo, alertándole a tiempo de que los falangistas se proponían «pasearle» en la madrugada e, incluso, en alguna ocasión, hasta ocultándole en un cuartucho que tenía lleno de trastos viejos, redomas quemadas por los ácidos, garrafones de agua oxigenada vacíos y cajas de medicamentos caducados, en la parte trasera de la farmacia.

—¡Ay! Gracias a Dios que la encuentro. La vi de lejos y vengo corriendo a decirle que mañana no sé si podré ir a trabajar…

Estaba aturdido, pero intuí la proximidad de Celsa antes de que empezase a hablar con su voz inconfundible de grulla. Aquella mujer irradiaba algo, tal vez su olor pestilente, que me causaba desazón. A diferencia del resto de los vecinos, cuyos rostros no ocultaban la preocupación añadida a sus penurias que acababa de causarles el temblor de tierra, aquella noche Celsa se mostraba radiante en su silueta habitualmente trágica. El pueblo era suyo en los gestos y ademanes que derrochaba. Sólo le faltaba decir que los hechos estaban dándole la razón a don Primo, que el pueblo estaba recibiendo el castigo que se había ganado a pulso y que el fin del mundo se aproximaba.

—No se preocupe, Celsa —la interrumpió mi madre con evidentes pocas ganas de entrar en conversación con ella.

Observé como mi padre se daba la vuelta para no verle la cara. Don Enrique la miró de soslayo, tragó saliva y reculó hacia el interior de la farmacia, donde la llama de un quinqué de alcohol chisporroteaba en sus últimos estertores. Arsenio me puso la mano en el hombro y me dijo:

—Debes de estar muerto de sueño. Yo creo que esto ya está visto todo.

—Es que tengo que ayudar al señor cura a preparar la iglesia para el domingo, ¿sabe? —se empeñaba Celsa en dar explicaciones que nadie deseaba y nadie le exigía—. Me ha pedido don Primo que limpie el altar, que con el terremoto se ha llenado de polvo y restos de pintura del techo. Aparte de la carcoma, que con la sequía acaba con todo. Tenía que ver cómo se están agujereando las tallas del retablo. Hasta las casullas están empezando a agujerarse. ¿No se ha fijado?

—Lo de las casullas no sé. Pero lo de las tallas y las paredes se arregla con una mano de pintura, de pintura buena. Dígale a don Primo, usted que tiene confianza con él, que se gaste unas pesetas, que pinte después de decapar la pintura vieja, y que tiene retablo para otros cincuenta años. Si espera a que venga el arcángel san Gabriel a restaurarlo, igual ya es tarde —la atajó mi tío.

—Eso le dije yo a don Primo. Pero él, que sabe mucho de mecánica, me ha replicado que con pintura no se arregla. Aparte de que ¿quién paga la pintura con lo cara que está? En este pueblo nadie quiere contribuir al mantenimiento de la iglesia. Sólo cuando ve que va a morirse, la gente llama al sacerdote para que acuda a darle la extremaunción. Antes no. Yo creo que todo esto que está ocurriendo es porque en este pueblo se reza poco. Si la gente cumpliese mejor los preceptos y rezase más, como reza en nuestra tierra, la de don Primo y mía, el diablo no andaría por ahí haciendo de las suyas, ya se hubiese largado con el rabo entre las piernas a otra parte. ¡Vaya si se iba rápido!

—Ande, Celsa. Deje al diablo esta noche. Tampoco es cuestión de echarle todas las culpas —dijo mi madre en un intento infructuoso por terminar la conversación.

—¿Que no? Pues mire, usted no va a la iglesia, pero si viene se lo enseño y verá como sí. ¿Sabe qué es lo primero que se han comido las polillas puñeteras? Pues las alas de los ángeles, ángeles buenos, claro, que rodean a Nuestra Señora. En cambio, a los demonios que pisotea el caballo de san Pablo nada. Ni los han tocado. La carne del diablo ni el diablo la quiere.

El farmacéutico, que había vuelto al exterior tras haber recebado el quinqué, escuchaba en silencio, con una mano en el bolsillo del guardapolvos blanco y la otra en la barbilla. Cuando Celsa se alejó trastabillando, comentó:

—Esta mujer cada vez cojea más. Debería caminar menos, pero se ve que tiene algo dentro que no la deja estarse quieta. Es como una ardilla. La ves aquí ahora y dentro de cinco minutos aparece en otro sitio. Seguro que tiene mercurio en las venas. Eso sí, cambia de lugar, pero de tema no. Está envenenada.

Me miró de reojo, observó la atención con que escuchaba la conversación, me puso una mano en la cabeza y, dirigiéndose a mis padres, preguntó:

—Qué tal el niño, siempre tan serio, ¿estudia bien?

—Sí, muy bien —respondió mi madre con orgullo—. No está bien que él lo oiga, pero la maestra dice que es el más aplicado de la clase. Lo malo es que ahora llevan casi dos semanas ya sin escuela y eso es fatal. Intento enseñarle algo en casa, pero no adelanta gran cosa.

—Va con Esther, ¿verdad?

—Sí, con doña Esther. Y ya sabe, está en cama…

—Parece que va mejor —anunció don Enrique—. Hoy han venido con una receta para ella y me ha dicho su sobrina que ya se levanta y que ha empezado a comer. A ver si la mejoría no se tuerce, que a la mujer le cae todo. Yo estuve preocupado. Tenía la velocidad de sedimentación por los suelos. —El farmacéutico se quedó pensativo un instante y cambió de tema—: Por cierto, hay por ahí un poco de andancio entre los niños; conviene estar vigilante.

—¿Tos ferina? —se sobresaltó mi madre.

—No. La tos ferina da cuando da y los niños tienen que pasarla. Tanto la tos ferina como el sarampión y la varicela son enfermedades infantiles que los niños deben pasar para inmunizarse. Es mejor pasarlas de niño, aunque sean muy molestas, que luego de adulto. No, lo que anda un poco es la ictericia, que además es contagiosa, y eso es más serio. Con el hígado no se pueden gastar bromas. La cosa no es alarmante, pero conviene estar atentos. Al primer síntoma, o incluso en caso de duda, se impone llevarlo al médico y hacerle un análisis de orina. Eso lo hago yo. Si se ve que tiene alguna cruz, hay que ponerle un régimen severo y meterlo en la cama. Descanso, mucho descanso y comidas fáciles de digerir. Nada de huevos ni de carne, claro.

Observé que mi madre, que tendía a preocuparse por todo empezando por la salud, cambiaba de color.

—¿Hay algún otro caso por aquí? —preguntó.

—Un par de ellos, me ha dicho el médico. Ninguno en el pueblo. Los dos en aldeas próximas. Es contagioso, desde luego. Por lo que concluyo, el andancio viene de la parte de allá, de occidente. Vamos a ver si no va a mayores, porque entonces habría que cerrar las escuelas. Esta atmósfera tan cargada que tenemos no ayuda a sentirse bien. Aparte de que el agua ha de estar bastante contaminada. Si no llueve pronto, que se limpie la atmósfera, no sé cómo vamos a terminar.

El farmacéutico hizo un gesto de resignación con la comisura de los labios. Mi madre se irguió sobre sí misma sin esforzarse por asentir frente a los nuevos temores que le habían entrado y mi padre se alejó unos pasos del grupo con las manos en los bolsillos y los hombros encorvados. Nos despedimos más con gestos que con palabras, tal y como si de pronto a todos nos hubiese entrado prisa por volver a casa.

—Va siendo hora de retirarse —murmuró Arsenio.

—Hay que retirarse, sí, que mañana toca ponerse el traje de la boda —comentó el farmacéutico con una sonrisa. Y en seguida añadió—: Ya sabéis que viene el gobernador civil y habrá que ir al parque a recibirle de tiros largos. El alcalde, que no cabe en sí de euforia, me ha dicho que es la primera vez que nos visita. No sé qué le trae por aquí. Pero después del temblor de tierra, cosas para contarle y miserias para exponerle tendremos, ¿verdad?

La gente seguía en la calle conversando en grupos, mirando las grietas de algunas paredes, oteando en la oscuridad el peligro de los aleros. Algunas vecinas habían sacado sillas de enea a las aceras e invitaban a los transeúntes conocidos a sentarse a conversar sobre lo ocurrido. En las improvisadas tertulias no se hablaba de otra cosa que no fuese el terremoto y el susto colectivo que había causado. Todos tenían una vivencia personal que contar. Ante la experiencia vivida por cada uno, personas que se venían negando el saludo volvían a hablarse, aunque todavía sin mirarse a los ojos. Sólo los más viejos recordaban algún precedente en el pueblo de temblores de tierra como el que acabábamos de sufrir. Los emigrantes, que sí habían vivido abundantes experiencias sísmicas en América, eran el centro de atención con sus relatos, unas veces pintorescos pero a menudo dramáticos. Al pasar cerca de un grupo de cuatro o cinco hombres, escuché cómo contaba el recuerdo chispeante de uno en Cuba que le había sorprendido en la cama metido en faenas amorosas.

—Estaba dale que te pego con una negra de esas que te devoran a bocados cuando de repente empezó a moverse todo el Malecón… Creí que aquello era el fin del mundo. Teníais que haber visto a la negra correr en pelota picada escaleras abajo —remató con una sonrisilla picaresca secundada con ojos como platos y expresiones morbosas del resto de los contertulios.

Intenté quedarme rezagado para seguir escuchando, pero mi madre, a quien intuí sonrojada, me cogió de la mano y aceleró el paso. Mi padre y mi tío caminaban unos metros por delante en silencio y saludando a los conocidos con gestos y a veces con un escueto buenas noches, «por decir algo», añadía uno de los dos y una vez los dos al unísono. En el cruce, mi tío se detuvo y, señalando la dirección de su casa, que estaba del otro lado, hizo ademán de despedirse:

—Bueno, como a mí estas cosas no me desvelan, me voy a la cama. Mañana será otro día. Que durmáis bien… Que Lucifer no os quite el sueño.

—Yo no sé si conseguiré pegar ojo después del susto —se lamentó mi madre.

En una algarabía de ladridos, unos perros se peleaban a dentelladas entre los escombros de la cooperativa agrícola, incendiada en los primeros meses de la guerra por las tropas nacionales en su avance a sangre y fuego hacia la capital provincial. Arsenio observó unos instantes la refriega y, antes de echar a andar de nuevo rumbo a su casa, dio unos pasos hacia nosotros y en tono sonriente le comentó en voz baja a mi padre, guiñándole un ojo:

—Joaquín, no te olvides de madrugar para ir a vitorear al Pondo al parque.

—Allí nos veremos, sí —respondió mi padre.

—Imagino que tendrás planchada la camisa azul. ¿Ya le has bordado el escudo con las flechas, Elvira?

—Ahora estoy tejiéndole un jersey para cuando llegue el frío, si es que va a volver a hacer frío alguna vez. Y en cuanto termine, le bordo las flechas; ya verás qué monas van a quedar. Seguro que querrás que te borde a ti unas iguales —dijo mi madre con unos destellos de humor que siempre parecía tener reservados para las charlas con su hermano.

—Voy a esperar a ver cómo quedan las de Joaquín y si me gustan, te lo digo —replicó Arsenio—: Así que, ¡hasta mañana! —Y echó a andar en dirección perpendicular a la nuestra.

Pero la despedida todavía no sería la definitiva. Nadie tenía ganas de enfrentarse con la soledad de una casa recién sacudida por fuerzas ocultas y encerrada en la oscuridad de una noche sin electricidad ni luna. Apenas había caminado media docena de pasos, Arsenio se volvió hacia nosotros y, casi a gritos, dijo:

—Oye, Elvira, que nuestra querida hermana cumple nueva década ya… No se te olvidará, ¿verdad? Porque ella es capaz de dejarlo pasar con tal de no reconocer que ya son cuarenta. Bien llevados, pero cuarenta tacos.

—No se me olvida, no. Y a ella menos, claro. El otro día lo estuvimos comentando. Y lo lleva bien, no te creas —respondió mi madre—. Tu hermana siempre ha sido poco presumida. No es como otros de la familia que van por ahí en plan donjuán y se miran a diario el bigote en el espejo, y no quiero señalar…

Arsenio aceptó con buen humor la indirecta. Oyéndoles, todo parecía concluir que el susto había pasado y el miedo a nuevos temblores empezaba a disiparse.

—¡Joder! Ten hermanas para eso, anda. Cualquiera diría que uno es Rodolfo Valentino, y ¿cómo se llama el dominicano ese, el yerno de Trujillo? Porfirio Ruborosa, ¿no es? Lo que pasa es que a vosotras, a tu hermana y a ti, siempre os fastidió que yo, el único hermano, al que deberías mimar, sea el más joven.

—Bueno, lo dicho, play boy, como dicen en el Vedado, de secano, ¡adiós! —cortó mi padre.

Al llegar a casa mi madre encendió el trozo de vela que quedaba en la palmatoria, me cogió de la mano, me llevó al lado del espejo del armario de luna que tenía en su dormitorio, se arrodilló en la alfombra y me ordenó:

—A ver, abre los ojos. Pero ábrelos bien. —Los recorrió con la luz de la vela de izquierda a derecha observando con mucha atención. De vez en cuando se detenía ante algún detalle, y continuamente me repetía—: No los cierres, ábrelos más, un poco más. Así, ahora sin cerrarlos mira a la derecha, y ahora, a la izquierda. Pero no tuerzas el cuello. Eso no vale.

—¿Qué hacéis? —preguntó mi padre, que subía por la escalera desabrochándose la camisa.

—Nada. Estaba mirando si tiene los ojos amarillos… —Y dirigiéndose a mí, preguntó con voz dominada por la ansiedad—: ¿Tú sientes algo? ¿Te duele el lado derecho? ¿Notas que te cansas?

—Pero, mujer —la interrumpió mi padre—, si se siente mal, ya lo dirá. No le sugestiones. Aparte de que, con una vela, ¿crees que vas a poder apreciar algo? Espérate a mañana y lo verás con luz natural, que es la única forma de apreciarlo. Y no te obsesiones. A ver si tú también vas a dejarte contagiar por la paranoia que embarga al pueblo.

—No. A mí que me cuenten cuentos del diablo y sus cabriolas por los tejados, ¿qué quieres que te diga? Me trae al fresco. Pero si el farmacéutico me alerta de que hay una epidemia de ictericia entre los niños, eso ya es otra cosa. A ver —me pidió sin aflojar la mano que me sujetaba el cuello—, saca la lengua. Muy blanca no la tiene, ¿verdad, Joaquín?