VI: «¿Nunca has visto al diablo, verdad?»

VI

«¿NUNCA HAS VISTO AL DIABLO, VERDAD?»

Fue una noche interminable, sumida en un silencio espeso y cargado de presagios angustiosos. Me desperté varias veces sobresaltado con el recuerdo del terremoto; daba vueltas en la cama, unas veces agobiado por el calor y otras tiritando de frío. Algo dentro de la cabeza golpeaba y el estruendo me producía la sensación de haber sido trasladado a otro mundo. Llegué a preguntarme si habría muerto y estaría volando entre nubes hacia el incierto futuro de la eternidad que mis padres desdeñaban pero el resto de la gente tanto temía. De vez en cuando, me sobresaltaba el miedo al diablo entrando por la ventana con sus cuernos para engancharme en su tridente y llevarme al infierno. Yo luchaba por desasirme de aquellos pinchos hasta que, agotado y jadeante, caí en el sopor de la resignación ante mi desgraciada suerte. Fue una pesadilla pavorosa.

Cuando me desperté, la cabeza me rechinaba y los dolores neurálgicos me obstruían la vista. Iba a decírselo a mi madre, cuando me crucé con ella en el pasillo, pero me reprimí, sabedor de que la asustaría aún más en la creencia de que me habían contagiado la ictericia. Temía además que se empeñase en llevarme al médico y yo no quería: era consciente de que mis males no se iban a curar con medicamentos. Es más, tenía la certeza de que mis problemas personales no estaban bajo mi piel, procedían del entorno, me agitaban la imaginación y carcomían mi conciencia.

—¿Has dormido? ¿Estás bien? —me preguntó mi madre mientras me levantaba la barbilla y me observaba los ojos a la luz de la ventana.

—Sí —contesté escuetamente. Luego, para suavizar la respuesta, añadí—: He pasado mucho calor. Me sobraba ropa.

A pesar de lo que nos había anticipado, Celsa vino a trabajar igual que siempre. Incluso llegó más temprano que otros días. Todavía no habíamos empezado a desayunar cuando la oímos hablar sola en el porche.

—¡Vaya! Podía haberse tomado el día libre como nos anunció anoche —lamentó mi madre dirigiéndose a nosotros. Luego, ya casi gritando para que lo oyese ella, le preguntó—: Celsa, ¿no tenía que hacer no sé qué en la iglesia esta mañana? Vaya a hacerlo si quiere, no se preocupe. Mientras no llueva, todo lo que haga en la tierra es inútil.

—Sí, tenía que arreglar el altar. Pero para poder limpiarlo debe estar el señor cura presente. Yo no puedo tocar el ara —respondió con un escobón entre las manos—. Y don Primo hasta la tarde no puede: tiene que recibir al gobernador y rezar un responso por los mártires de la Cruzada. Me dijo que son los buenos de la guerra, los que murieron por la fe y el orden. Van a poner una placa con sus nombres en la fachada de la iglesia. Además, quiere hablar con el gobernador para lo de las rogativas.

—Ya —refunfuñó mi madre sin querer oír más. Era evidente que las argumentaciones de Celsa la ponían de mal humor—. Bueno, pues vaya trabajando algo con las plantas. Procure no hacer ruido porque estoy con jaqueca y voy a acostarme un rato hasta que haga efecto la aspirina que acabo de tomar.

—Eso es por el terremoto. Dicen que los temblores de tierra dan dolor de cabeza, mareos y náuseas. Anoche casi nadie durmió en el pueblo. También es mala suerte que el señor gobernador vaya a encontrar a la gente tan alicaída. Yo, si le digo la verdad, ni me acosté… Miraba al techo y me imaginaba que se hundía… conmigo debajo. Como para dormirse… —seguía hablando sin percatarse de que mi madre se tapaba los oídos para no escucharla.

Apenas eran las nueve, la bruma de la noche se había disipado por completo, y el sol ya lucía con toda su fuerza. Los campos agostados y las hojas amarillas de los árboles mostraban un día más los efectos de la pertinaz sequía. Aurelio, probablemente el alumno más travieso de la clase, le preguntó un día a doña Esther por qué la sequía era pertinaz y, por más que la maestra se empeñó en explicárnoslo, yo no me aclaré demasiado.

«En realidad es un tópico, una redundancia —concluyó la maestra, visiblemente incómoda ante su falta de argumentos—: Decir pertinaz sequía viene a ser como decir prado verde. Los prados siempre son verdes».

Pero el ejemplo en aquellos meses no servía. Los prados habían dejado de ser verdes. Y cuando Aurelio se lo recordó, entre las risas de todos nosotros, doña Esther se puso furiosa. Yo creo que fue porque se acordó de aquella vez, en el curso anterior, cuando al terminar de explicarnos el Diluvio Universal, otro niño le preguntó con la mayor ingenuidad por qué se habían ahogado las truchas y los barbos. Y ella, cogida por sorpresa ante la general hilaridad de la clase, no supo qué responder.

Esperé a que mi madre se acostase y luego salí al jardincillo que separaba la casa de la huerta. Celsa estaba podando los rosales y, como solía hacer a menudo, hablando sola.

—¡Ay, Virgen Santa, Virgen Santa! —exclamaba—. Qué va a ser de nosotros… Si no autorizan las rogativas pronto, acabaremos muriéndonos todos de sed. ¡Señora, no dejes que el final nos coja en pecado!

Aquellos lamentos, que parecían surgir del fondo de la tierra, me escalofriaron, pero, lejos de huir, quedé agarrado al suelo con la vista clavada en ella, como si su aspecto repelente tuviese un imán que me sujetaba los ojos e impedía que pudiese mirar a otra parte. Cuando se volvió hacia mí y la vi tragar saliva antes de dirigirme la palabra, la piel se me erizó por todo el cuerpo. Verla a veces me producía el mismo efecto que enfrentarme con una serpiente pitón. Nunca había visto una, pero, gracias a los relatos de sus tiempos en América que tantas veces escuché a mi abuelo, conocía bien la sensación que causaba su proximidad. Celsa, además, me había contado que si metías en un tarro de agua un cabello de mujer en días de menstruación, pasadas tres semanas se convertía en una serpiente y en cuanto podía se escapaba para esconderse entre la maleza en espera de que alguien pasase cerca para picarlo.

Aquella mañana, el pañuelo negro que solía llevar en la cabeza se había soltado y los mechones de pelo entrecano que le cubrían las arrugas del cuello me dieron la sensación de un nido de serpientes recién nacidas, retorciéndose deseosas de desperdigarse por las inmediaciones de la casa y listas para trepar hiedra arriba hasta los dormitorios. Muchas personas consideraban que Celsa era una bruja. No faltaban quienes aseguraban que en su choza hacía sesiones de espiritismo. Era, sí, la mejor imagen de la protagonista de los cuentos de brujas que mi madre me leía cuando era pequeño. Enarbolando la podadera, dio un paso hacia mí, me clavó sus ojos de ofidio y, sin apartar aquella mirada aviesa que tenía, me preguntó con tono inquisitorial:

—¿Por qué no vas a misa? —No era la primera vez que me planteaba la pregunta, pero en esta ocasión lo hacía con mayor agresividad—: ¿Sabes que los que no van a misa van al infierno? Vas a acordarte mucho de lo que están haciendo tus padres.

Todo empezó de repente a dar vueltas a mi alrededor. Los rayos hirientes del sol se filtraban entre los chopos del otro lado de la carretera lanzando destellos de fuego. Sentí en las piernas el cosquilleo de decenas de crías de serpiente que se enroscaban en las pantorrillas y me sacudían la piel con sus colas diminutas. Celsa agarró el escobón que estaba apoyado en una espaldera y yo, confundido en el mareo, perdido en el delirio sin fiebre, vi como se montaba en él y asida al palo remontaba vuelo sobre la tapia hasta perderse en el horizonte. Fue su voz, unos segundos eternos más tarde, la que me hizo volver de nuevo a la realidad.

—Nacho, tú nunca has visto al diablo, ¿verdad? Ya verás, ya verás cuando lo veas cómo te tiemblan las piernas… Peor que cuando te encuentras con el lobo de frente.

Me sentí angustiado por las náuseas y el mareo. La tierra daba vueltas a mi alrededor. Veía los árboles con las copas hacia abajo. Corrí al interior de la casa, subí la escalera a trompicones, me encerré en el cuarto de baño y mientras intentaba vomitar noté que una diarrea incontenible me invadía las piernas en medio de un olor nauseabundo. Encogido, sin atreverme a mover un músculo, tiritando de escalofríos e incapaz de articular palabra, permanecí allí un buen rato; ni siquiera me arriesgué a pensar sobre las mil extrañas ideas que me atormentaban. Instintivamente me quité los pantalones embarrados al tiempo que sopesaba la posibilidad de arrojarme al vacío desde la ventana entreabierta. Hasta que escuché a mi madre llamarme extrañada desde la cocina, no me atreví a salir.

—¿Qué te ocurre? —me preguntó nada más verme—. Estás muy pálido. ¿Te duele algo? —Se me cerraban los ojos y sentía la boca reseca. Mi madre me agarró de la mano, tiró de mí hacia el porche y, allí, a plena luz, me levantó los párpados una y otra vez, temerosa de descubrir la sombra amarillenta de la ictericia—. Si sientes algún dolor aquí, al lado derecho, debajo de esta paletilla, dímelo en seguida, ¿eh? Y ahora vente para la cocina y túmbate en el escaño un rato… Estás muy nervioso.

Acostado boca arriba, contaba los nudillos de las maderas del techo para no pensar en otras cosas. Mi madre trajinaba con los cacharros, abría y cerraba el grifo, que cada día respondía con un chorro más débil, y de vez en cuando miraba a través de los cristales a la huerta, donde Celsa aporcaba unas patatas que en la sequedad se resistían a crecer más de un palmo. Sin dejar de trabajar, y casi sin mirarme, me preguntó de pronto:

—Has estado hablando con Celsa, ¿verdad? Pues no hables con ella. Cuando ella esté por ahí, tú te vas a otro lado. ¡Qué mujer! Te pasa lo que a mí: cada vez que hablas con ella, a saber qué historias te contará, te cambia la cara; te descompones. Hace tiempo que te lo vengo notando. A ver si doña Esther se pone buena y vuelves a clase. No se te ocurra tomar nada ni comer nada que te dé, ¿eh? Es una bruja. Seguro que hace pócimas y conjuros.

Notaba muchas dificultades para hablar y no me atreví a preguntarle qué eran los conjuros. Daba por hecho que se trataba de algo tenebroso. Me levanté con pereza, alcancé la enciclopedia que tenía en el alféizar de la ventana y me puse a repasar la última lección de geografía que nos había explicado doña Esther. La geografía me gustaba; me hacía soñar con países desconocidos, con viajes que me alejarían de la presión del pueblo, con volcanes humeantes y selvas habitadas por leones rugientes, jirafas altivas, cebras pintarrajeadas y tigres de mirada destellante. La lección trataba de África, el continente novísimo, exótico y poblado de tribus salvajes que aún no habían descubierto el fuego.

—«En términos generales —leí en voz alta para apartar otros pensamientos—, podríamos decir que África es una extensa meseta de unos seiscientos metros de elevación y en la cual la erosión ha ocasionado dos depresiones…».

Era una descripción un tanto extraña. Y por más que lo intentaba, no conseguía concentrarme. Cogí el diccionario que me había traído mi padre de la ciudad para mi cumpleaños y busqué la palabra «diablo»: «m. Espíritu del mal. Nombre general de los ángeles arrojados al abismo y de cada uno de ellos». Me sorprendió que fuesen varios. La voz de mi madre, con el tono autoritario que prodigaba algunas veces, me sacó de aquel ensimismamiento:

—Vete a comprar el periódico a ver si trae algo del terremoto de anoche, anda. No sea que cuando pase tu padre a recogerlo ya no quede. Coge dinero del estuche que está en el cajón de la cómoda y si llegaron, compra dos velas.

Eran poco más de las once, lucía el sol y el parque ofrecía una animación inusitada. Medio pueblo había acudido, respondiendo al bando del alcalde, a darle la bienvenida al gobernador y jefe provincial del Movimiento. En la tribuna, recubierta con una bandera roja y negra de la Falange que las mujeres de la Sección Femenina habían confeccionado la víspera, destacaba un micrófono de pie enmarcado en el yugo y las flechas talladas en madera de nogal por el sacristán. Los altavoces colgados de los árboles renqueaban música marcial de un disco aportado por la Delegación de Ex Combatientes. La falta de energía eléctrica había sido sustituida para el acto por un grupo electrógeno traído en un camión del Ejército unos minutos antes de que llegase la caravana que acompañaba al gobernador.

—¿Y qué le pasa a la central? ¿Un bombazo de los del monte? —preguntó con desdén uno de los técnicos—. Ya se han cargado varias por ahí. Tienen algún manitas que sabe dónde colocar la dinamita.

Los paisanos que aguardaban en primera fila se miraron con gestos de duda. Don Primo, con sotana nueva y boina roja, se movía impaciente entre las autoridades locales —todas con camisa azul y corbata negra— con el hisopo en una mano y un libro litúrgico en la otra. De vez en cuando se paraba, se quedaba pensativo unos instantes y antes de echar a andar de nuevo comprobaba que tenía correctamente marcada la página que se proponía recitar en el momento de la bendición.

Un murmullo colectivo precedió la llegada del ilustre visitante. El gobernador se presentó con tres cuartos de hora de retraso, pero no se molestó en disculparse. Llevaba botas altas y correaje que le marcaba una barriga prominente encima de la camisa azul con el yugo y las flechas bordados en rojo sobre el bolsillo izquierdo. Sonreía con sobriedad bajo el bigotito estilizado y de vez en cuando se arreglaba el pelo, peinado hacia atrás, como si temiese que una ráfaga de viento inexistente le jugase la mala pasada de levantarlo. Tanto el alcalde como los concejales, delegados y representantes sindicales saludaron brazo en alto antes de tenderle la mano con firmeza. Los taconazos y los reiterados «¡a tus órdenes!», resonaban estremecedores entre la multitud silenciosa que se había congregado en torno a la tribuna. Olvidando que tenía que recoger el periódico y comprar las velas, yo contemplaba la escena encaramado a una de las verjas que cercaban el parque, y me entraron ganas de llorar de envidia cuando de pronto los miembros de la centuria Roncesvalles del Frente de Juventudes entraron en el recinto precedidos de la banda de tambores y cornetas de los cadetes, que entonaban Montañas nevadas. Muchos de ellos eran compañeros míos de clase, y viéndolos con aquel porte y arrogancia me invadió una verdadera sensación de furia contra mis padres, que me tenían prohibido participar en cualquier actividad promovida por cualquier organización relacionada con los falangistas.

Eduardo, el Aguilucho, que se ganó el apodo por su aspecto desgarbado y su nariz ganchuda, desfilaba en cabeza portando el banderín de la centuria y marcando el paso con una marcialidad y una precisión asombrosas. A la altura de la tribuna, el jefe de la centuria, Carlos, el nieto del carnicero, ordenó alto, se dio media vuelta y tras un rotundo aunque prolongado «¡fiiirrrmesss!», giró sobre sus pies ciento ochenta grados, quedó frente al gobernador, que también se había erguido sobre la vertical de sus botas de media caña, levantó el brazo a la altura de la frente, y gritó:

—¡A tus órdenes, camarada! Sin novedad en la centuria.

Inmediatamente después la banda municipal, muy mermada y carente de acoples, interpretó el himno nacional, que todos los presentes escucharon en actitud respetuosa, y don Primo rezó un responso por los mártires de la Cruzada, cuya memoria sería perpetuada en una lápida de mármol violeta que roció con agua bendita. El presidente de la Diputación, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano, abrió el turno de oradores y tras un balance exhaustivo de las obras realizadas en la provincia, anunció con gran énfasis la inmediata aprobación de un presupuesto próximo a las ciento cincuenta mil pesetas para la reconstrucción de un puente en los alrededores que, dijo textualmente, «las hordas marxistas, en su huida destructora y criminal, habían dejado inservible para el paso de ganado y vehículos».

Ante esta promesa, los asistentes rompieron en aplausos entre comentarios a media voz de reconocimiento y satisfacción.

—¡Viva Franco! —gritó enfervorizado don Primo al tiempo que levantaba el brazo derecho y dejaba caer el hisopo al suelo.

—¡¡¡Viva!!! —corearon decenas de voces al unísono.

El gobernador sonreía con aire de suficiencia. El alcalde llevaba su discurso escrito en unas cuartillas y al intentar saltarse los párrafos en los que demandaba la reconstrucción del puente e improvisar otros agradeciendo la promesa de acometerla, entremezcló las hojas y, presa del nerviosismo, el propio gobernador tuvo que acudir en su ayuda para reordenarlas y que pudiera concluir el discurso de bienvenida entre sonrisas disimuladas y maliciosas de algunos de los presentes, felices ante el ridículo que estaba haciendo. El alcalde no gozaba de especiales simpatías. La gente le apodaba «el Braguetazo» porque se había casado con una de las mozas más feas y más ricas del pueblo, lo cual le permitía vivir sin pegar un palo al agua. De vez en cuando, aparecía por el almacén de su suegro, pero nunca se le había visto ayudar a descargar un camión de materiales.

—Hemos superado tiempos difíciles impuestos por la anarquía republicana y la barbarie roja —empezó diciendo el gobernador con voz tronante— y estamos ahora en el comienzo de una nueva era de paz y prosperidad que volverá a convertir a España en una nación grande y poderosa. La presencia de nuestro invicto Caudillo al frente de los destinos de la patria nos garantiza el futuro de una España fiel a sus valores tradicionales, una España portadora de valores eternos en la que nunca más habrá de faltar el pan y la justicia por los que hemos luchado y vencido. Tenéis problemas, lo sé; acabamos de escuchárselo al alcalde; algunos me los anticipó también vuestro diligente y piadoso párroco, pero ¿quién no tiene problemas? Tenemos problemas, pero tenemos también capacidad para resolverlos y voluntad de hacerlo. Bastará para ello con que trabajemos unidos en la comunión de ideas y principios del Movimiento Nacional que encabeza nuestro generalísimo, Franco.

Antes de abandonar el pueblo, el gobernador visitó el desconchado ayuntamiento, todavía con algunos impactos de la artillería republicana en la fachada, y el lugar, a la entrada de la iglesia, donde don Primo y el alcalde habían acordado levantar una cruz de piedra y colocar la lápida con los nombres de los caídos del bando nacional en la guerra civil. Las autoridades locales intentaban retener al gobernador y sus acompañantes. Pero el gobernador miraba el reloj a hurtadillas y en determinado momento se volvió hacia el coche que le aguardaba con el banderín descubierto y se subió casi sin despedirse. Ya con la puerta cerrada, bajó la ventanilla, hizo una seña al párroco y le dijo:

—Descuide, páter, en cuanto hable con el señor obispo le diré lo de las rogativas. No creo que haya problemas. Discúlpele mientras tanto, porque bastante tiene reorganizando la diócesis e intentando poner en pie tantas iglesias y conventos como ha encontrado reducidos a escombros y cenizas. Ya le diré que usted es un cura de los de verdad, buen cristiano y buen español… Descuide.

Sonrojado, don Primo se cuadró, golpeó los tacones y respondió:

—Gracias, gobernador. Y entre falangistas: a tus órdenes, camarada.

Con una sonrisa de oreja a oreja, el gobernador hizo ademán de levantar el brazo. El alcalde y las jerarquías locales que rodeaban el coche respondieron con los marciales taconazos propios del momento. La visita parecía predestinada a convertirse en el acontecimiento del año, pero en seguida cayó en el olvido. Los comentarios fueron de cierto desdén. «Muy buenas palabras, pero seguimos sin luz», escuché decir a unas mujeres. La gente continuaba bajo la impresión del temblor de tierra de la víspera y casi no se hablaba de otra cosa. Muchos tenían miedo de que repitiera a la misma hora y se aprestaban a aguardar a cielo raso, en algún descampado de las afueras.

Cuando a la luz del día pudieron reparar mejor, algunos vecinos habían descubierto en las paredes de sus casas grietas originadas por el seísmo. La propia iglesia mostraba una resquebrajadura al lado de la puerta de la sacristía que don Primo interpretó, y así lo anunció al final del rosario vespertino, como un aviso de la Providencia contra la acogida que se le estaba prestando al espíritu del mal en el pueblo. Para él nada de lo que ocurría era casual. Con quien se sentía bien el diablo era con los pecadores. Era una pena, anunció al grupo de beatas temblorosas que le acompañaron en el rezo, que el gobernador no se hubiese quedado más tiempo, porque habría aprovechado para informarle con mayor detalle de muchas cosas que en la capital ni se imaginaban.

Aún no había noticia de la muerte de Eusebia, más conocida por el apodo de «doña Rosarios», una anciana que vivía sola en una casucha rodeada de árboles comunales en los confines del pueblo, cerca del viejo molino. Unos pescadores furtivos que colocaban trampas para las lampreas en la presa oyeron los gemidos del perro y cuando vieron las ventanas cerradas y los ojos llorosos del can, presintieron que había ocurrido algo grave.

—Me impresionó el animal —contaba uno de los pescadores en el café—: Reflejaba el dolor en el aire alicaído. A veces los perros tienen más sentido y expresan mejor el afecto que las personas.

Los primeros rumores culparon veladamente a los guerrilleros de haberla asesinado. Algunos vecinos especularon sin pruebas con la posibilidad de que la hubiesen matado por negarse a darles alojamiento o comida. Mi padre, que acababa de llegar cansado del aserradero y se encontró sin agua para darse una ducha, fue el primero que acertó con lo ocurrido:

—Es probable que se haya muerto del susto que le causó el temblor de tierra —comentó—. Por aquella parte, la más baja, fue por donde más se hizo sentir. Para una mujer de esa edad, sola, sin tener a nadie con quien compartir el miedo, debió de ser muy duro. Menos mal que después de todo lo que rezó la mujer, estará en el cielo tan tranquila.

—No creo que el terremoto la haya cogido en pecado, no —apostilló mi madre—. Los rosarios y letanías que habrá rezado esa mujer en la vida…

Hallaron el cadáver en la cocina, recostado en una mecedora y sin señal alguna de violencia. Los que ayudaron a levantarlo contaron que incluso mostraba el rictus sonriente que solía prodigar en vida. Pero aun así, a pesar de no haber indicios sospechosos de asesinato o suicidio, el juez ordenó que se le practicase la autopsia. Y fue entonces cuando empezaron a acumularse los problemas. Había que avisar a la capital para que viniese un forense y eso podía llevar dos o tres días de espera. Mientras tanto, el carpintero alegó que no tenía tablas con las medidas adecuadas y si no le daban potencia suficiente a la corriente eléctrica —que había empezado a funcionar con menor voltaje— para poder usar la cepilladura, no podría construir el ataúd.

Después de una mañana de discusiones en el ayuntamiento, el cadáver, envuelto en una sábana blanca y con una estampa de la Virgen de los Desamparados sobre el pecho, fue trasladado a la morgue del cementerio en el carro del panadero, tirado por un burro al que unas amigas de la difunta habían cubierto de negro las orejas en señal de duelo y respeto. Mi padre, que no era persona de chascarrillos, lo contó durante la cena sin evitar una sonrisa en la descripción de tan pintoresca imagen.

—Tú te ríes, pero, entre una cosa y otra, a ver quién es el guapo que duerme esta noche —le echó en cara mi madre—. Aparte de que no seré yo quien pruebe el pan que mañana repartan en ese carro y con ese burro. ¿A quién se le ocurre?

—Pues no sé a quién se le habrá ocurrido. Al alcalde, seguramente, que es una acémila. Espero que vaya gente al cementerio a velar a la muerta. No van a dejar al cadáver pudrirse a la intemperie. Es un ser humano.

—Y mejor que los demás —dijo mi madre—. Tenía sus cosas, pero nunca hizo mal alguno. Lo suyo era rezar y rezar, aunque no creo que haya hecho daño a nadie. A lo de ir a velarla vamos a ver quién se apunta. No tenía familia ni amigos y, donde vivía, ni vecinos. Si no llega a ser por los pescadores, podrían haber pasado semanas sin que nos enterásemos de que había muerto. ¡Qué triste no tener a nadie que te acompañe en los momentos finales!

—Ya —sentenció mi padre con su habitual frialdad y pragmatismo—. Será un problema mantener un cadáver en descomposición días y días con el calor que hace y lo insana que está la atmósfera. Yo creo que deberían enterrarla sin más. Pero, en fin, seguro que el cura ya habrá encontrado alguna explicación sobrenatural para lo ocurrido.

—Me contaron que daba no sé qué ver el envoltorio que hicieron aprisa y corriendo con el cadáver para echarlo en el carro… Así que, a ver cómo lo tienen en el cementerio. Aquello es un cuartucho infecto.

—Y… ¿no puede resucitar? —pregunté balbuciente—. La Historia Sagrada dice que todos los muertos van a resucitar para el Juicio Final.

—¿Cómo va a resucitar? No, hijo, no: los muertos no resucitan. Eso son cuentos. Claro que no te sorprendas si mañana sale alguien diciendo que la vio vestida de blanco y revoloteando por las copas de los árboles. La gente es muy fantasiosa y según está de alterado el pueblo con estas cosas que están pasando, todo es posible. Pero tú ya eres mayor y no debes hacer caso de las tonterías de las beatas.

—Esas cosas ni las creas ni pienses en ellas —insistió mi madre—. Luego te entra miedo y te cuesta dormirte. Son como las historias de Caperucita y el lobo.

Tras un breve silencio, dirigiéndose a mi padre, añadió:

—Este niño cada vez es más sensible. Todo le da miedo. Y para colmo de males, Celsa le mete en la cabeza temores religiosos e historias del diablo, de espíritus y de fantasmas que le impresionan. —Y mirándome a mí—: Tú no hagas caso. Cuando Celsa te venga con esas, te das media vuelta y te alejas. Si tienes alguna duda, me la consultas y yo te la aclaro. ¿Verdad que lo harás? Celsa es una bruja que se inventa cuentos para meter miedo. Si la escuchas y haces caso, luego duermes mal y sueñas en voz alta.

Pero aquella noche no dormí ni mal ni bien: permanecí en vela horas y horas. Estaba encogido en la cama, tiritando a pesar del calor, atemorizado por tantas imaginaciones como me venían a la mente y sin atreverme a dar la vuelta para no descubrir al diablo, al que intuía fisgando por la ventana. Cada vez que, vencido por el cansancio, conseguía prender el sueño, me asaltaba la imagen del cadáver de Eusebia corriendo por la calle, envuelta en una sábana blanca, en busca de la iglesia, con todos los perros del pueblo ladrando detrás y la gente, encerrada en las casas, asustada y gritando de miedo.

Otras veces veía a Celsa, cojeando y con los pelos desgreñados, huyendo despavorida de una aparición del diablo e intentando encontrar a don Primo para confesar un mal pensamiento. Los ruidos de la noche me sobresaltaban y en el ambiente notaba ráfagas de viento caliente que traían el olor a cadaverina desde el lejano cementerio. En un momento me puse a pensar en la autopsia que iban a hacerle a la difunta y, estremecido por la idea, me prometí que, se pusiera como se pusiese mi padre —que nunca ocultaba su deseo imperativo de que estudiase Medicina—, yo nunca sería médico. Si acaso, boticario. Los farmacéuticos recetaban a ojo y no tenían que andar acuchillando cadáveres…

Aquella idea me tranquilizó un poco, pero no tanto como para conseguir dormirme. Acababan de filtrarse por la contraventana los primeros rayos de luz, cuando las campanas comenzaron a tañer con el toque lúgubre y prolongado de los difuntos.