VII: «Vivir aquí es vivir en el infierno»

VII

«VIVIR AQUÍ

ES VIVIR EN EL INFIERNO»

Antes de comer y a la plena luz del día, mi madre volvió a mirarme los ojos con atención. Luego fue a la cómoda, buscó en los cajones una blusa amarilla que tenía y me la acercó a la cara para comparar. «No, no parece…», la escuché hablar sola entre dientes.

—¿Tú te sientes bien? —me preguntó de pronto.

—Estos días, al levantarme tenía mareos. Pero ya se me han pasado —dije.

—¿Mareos? ¿Y qué sentías?

—Como si la habitación diese vueltas alrededor —expliqué.

—Vamos a ir al médico a que te vea y, si hace falta, que te hagan un análisis. Así nos quedamos todos más tranquilos.

Don Arturo me hizo desnudar de cintura para arriba y me auscultó con detenimiento. El estetoscopio estaba frío y cada vez que lo apoyaba sobre mi piel, se me ponía carne de gallina.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Ignacio. Pero le llamamos Nacho y a veces, Nachín —se apresuró a responder mi madre por mí.

—Respira hondo, Nacho —me dijo el médico. Y en seguida añadió—: Muy bien, muy bien. Otra vez. Con la boca abierta. Más hondo. Espira ya. Muy bien. Buen niño. Seguro que eres un futbolista excelente.

Luego me miró la lengua y, claro, los ojos. Sacó una linternita del cajón y me enfocó la pupila.

—¿Qué tal estudia? —le preguntó a mi madre mientras me auscultaba.

Todo el mundo preguntaba lo mismo.

—Bien —respondió ella—. Hasta ahora, muy bien. Esperemos que no cambie.

—¿Por qué va a cambiar, mujer? ¿Ya tiene decidido qué va a hacer? Le mandarán a la universidad. Si es buen estudiante, sería una pena que no hiciese una carrera.

—No sé. El padre quiere que estudie Medicina. Pero él no parece muy entusiasmado. Todavía tiene tiempo para pensárselo. Aún es muy pequeño.

—A ti ¿qué te gustaría ser de mayor?, ¿médico?

Yo negué con la cabeza a toda prisa.

—¡Ah, no! ¿Y por qué? Los médicos no mordemos a las personas. Las curamos.

—Es que no quiero hacer autopsias… —respondí con voz temblorosa al tiempo que me imaginaba a la difunta Eusebia, abierta en canal sobre la mesa de piedra que había a la entrada de la capilla del cementerio, mientras el cura y las beatas rezaban los responsos.

—Es muy miedoso —se apresuró a aclarar mi madre—. Le dan mucho miedo los muertos. Un día que pasamos cerca del cementerio no quiso mirar ni a la tapia.

—Pues, hijo, los muertos no hacen nada. Son peores los vivos; ya lo comprobarás de mayor. —El doctor hizo una pausa—. ¿Así que no quieres ser médico para no tener que hacer autopsias, eh? Mira, esta tarde vamos a hacer una. Pero como no te gustan, no te invito a presenciarla. —Y mirando a mi madre, añadió—: La verdad es que no es un espectáculo muy recomendable para nadie, y menos para niños. Yo ya sé que hoy no voy a cenar.

—No, yo una cosa así no quiero verla. ¡Qué horror! Estoy segura de que no comería en dos semanas. No sé cómo tienen valor para clavarle un bisturí a un cadáver… Al fin y al cabo, es un cuerpo humano.

—Ya. A todo se acostumbra uno. Yo hace tiempo que no hago ninguna. Aquí por suerte se dan pocos casos y cuando llega alguna, como ahora, viene un forense de la capital. Ellos están habituados y en un santiamén desguazan un cadáver con la misma normalidad con que tú despiezas un pollo para meterlo a la olla.

Don Arturo se volvió hacia el escritorio, cogió un talonario de recetas y mirándome fijamente, con la estilográfica en la mano, me preguntó:

—¿Sientes algún dolor aparte de esos mareos? Bueno, si en algún momento notas que te duele aquí, encima del cinturón, debajo de esta paletilla, se lo dices a tu madre y venís a verme en seguida. Basta que esté por ahí la epidemia de hepatitis para que extrememos la atención. Pero estás muy bien, así que a seguir estudiando como hasta ahora y a comer todo lo que te pongan, ¿de acuerdo?

—Estos días están sin escuela. A ver si doña Esther se recupera pronto porque si no este curso va a ser un desastre. El padre ya está pensando en mandarlo a clases particulares —comentó mi madre.

—Eso estaría bien. Ya hablaré yo con Joaquín y le recomendaré algún profesor. —Bajando la voz un poco, en tono confidencial, añadió—: Lo de doña Esther… —Movió la cabeza de un lado a otro—. Vamos a ver cómo evoluciona. En una de estas nos da un susto. La mujer tiene mala suerte… Con todo lo que pasó con el suicidio de la hermana, luego en la guerra y ahora que las cosas se le habían arreglado un poco, este problema. Bueno, hay que tener fe. A veces se producen milagros. ¿No van diciendo que anda el diablo por ahí? Pues a ver si nos visita también el ángel de la guarda de vez en cuando y echa una mano a las buenas personas, porque no se ven más que calamidades, ¿verdad? El terremoto ¿os asustó mucho?

—Un poco. Nos cogió levantados y quizá por eso la impresión fue menor.

—Fue suave. Yo acababa de acostarme y tardé en darme cuenta. Lo que ocurre es que hay gente que lo ha dramatizado de una manera terrible. Estas últimas horas no he parado de recetar tranquilizantes, que, la verdad, sirven para bien poco. Luego va don Primo y larga esos sermones que ponen a la gente en vilo… Este cura no parará hasta que nos mande al manicomio a unos cuantos. Hay muchos que están convencidos, pero convencidos de verdad, de que estamos en vísperas del Juicio Universal. Cómo ha alterado ese hombre al pueblo, ¡Dios!

—A nosotros, al margen de que sus creencias no las compartimos, este párroco no nos gusta. Se lo digo en confianza. Sabemos que nos tiene enfilados porque no vamos a misa normalmente, sólo a bodas, funerales y cosas así; pero luego observamos que su comportamiento es igual con todos. Hace unas cosas increíbles. Joaquín está convencido de que no rige bien.

—Hace cosas increíbles y dice cosas peores. Teníais que escucharle los domingos… Todo lo mezcla, lo mismo te echa la bronca porque has llegado tarde que establece una comparación entre la Virgen María y la Pasionaria que te sonroja de vergüenza ajena. Se empeña en mezclar la fe con la política y son cosas distintas. Tiene obsesión con la Pasionaria. El otro día dijo desde el púlpito que es una puta, así como suena; que en Somorrostro, que es el pueblo donde nació, ya de pequeña se iba a la cama con todos los chicos.

—¡Qué barbaridad! —exclamó mi madre—. ¿Qué le habrá hecho a él la Pasionaria?

—Últimamente la tiene tomada con ella. Luego será con otro o con otra. Y no es un hombre ejemplar para nada. Cuando se enfada dice más tacos que un carretero. Y a veces hace cosas temerarias. Como el día, este verano fue, que con la iglesia abarrotada no se le ocurrió más que cerrar la puerta a la hora del sermón para que los retrasados no le interrumpiesen. Con más de treinta grados de calor que hacía, mucha gente las pasó canutas. Hubo varias personas que se desmayaron. Mientras, los que esperaban fuera gritaban y golpeaban la puerta. Fue un escándalo. Yo creo que… —don Arturo hizo el movimiento de un tornillo en la sien con el dedo pulgar derecho—, sí, que bien del todo no rige.

—Eso dice Joaquín. Nosotros tenemos trabajando en casa a una mujer, Celsa, no sé si la conoce, una pobre que vivía allá arriba, en un caserío que hay…

—La conozco, la conozco. Alguna vez la he atendido. Es una mujer bastante extraña, te lo digo en confianza. Siempre me cuenta alguna historia sobrenatural sin pies ni cabeza a la que atribuye sus males y no hay manera de convencerla de que lo suyo no tiene nada que ver ni con el demonio ni con cosas de esas. Es como un alma en pena, siempre lamentando los males ajenos. Luego no hace lo que le mando y de salud cada vez está peor. El día que le revienten las varices de esa pierna que lleva a rastras, no habrá quien le corte la hemorragia. No sé cómo la soportáis.

—Ya. La cogimos cuando yo estuve mala y aunque en seguida vimos que para trabajar en casa no servía, pues a Joaquín le daba asco todo lo que tocaba, nos dio lástima y ahora ¿qué?, ¿le decimos que no vuelva? Nos da pena. Así que ahí la tenemos, haciendo algo en la huerta y echando una mano en algunas labores domésticas. Para eso es apañada, no se crea. —Mi madre hizo una pausa y prosiguió—: Como le decía, la tenemos en casa. Entre tanto, se ha hecho muy compinche de don Primo. Son uña y carne. Son paisanos, incluso creo que eran medio vecinos allá por Castilla. Nacieron en pueblos próximos.

—Pues aviados vamos. Son uña y carne, sí. Ella debe de ser la que a veces le calienta los cascos.

—No sé quién se los calienta a quién. Desde que llegó el cura, no para de hablar del diablo y de anticipar mil males. Antes ya tenía sus cosas, no se lo discuto; sin embargo, últimamente está peor. Cada día más tarada.

—¡Vaya pareja! Bueno, tengo que dejaros. De un momento a otro llegará el forense y después debo acompañarle al cementerio para hacer la autopsia. No es mi cometido, pero siento la obligación de echarle una mano.

Se acercó con nosotros hasta la puerta y, antes de despedirse, me puso la mano en la cabeza y me preguntó:

—Entonces, tú no nos quieres acompañar, ¿verdad? Eres un niño listo.

La amplia sonrisa que me dedicó no evitó que sintiese un estremecimiento por todo el cuerpo. Yo nunca había visto a un muerto y me horrorizaba la idea de que algún día tuviese que ver uno. Tres años atrás, cuando falleció mi abuelo, mi padre me llevó a casa de su primo Fernando y permanecí allí, arropado por sus hijos, hasta que lo enterraron y terminó el desfile de vecinos que se acercaban a dar el pésame en una peregrinación interminable.

—Estás muy bien —dictaminó el médico—. Hecho un jabato estás. Te voy a mandar unas vitaminas y un poco de calcio, que son cosas que en el otoño siempre vienen bien, y ya sabes, a darle con fuerza a la pelota y a prepararte para ser un hombre de provecho.

Cuando llegamos a casa, mi padre estaba leyendo el periódico. Nada más vernos entrar, preguntó extrañado:

—¿Dónde habéis estado? Empezaba a preocuparme.

—En el médico —respondió mi madre—. Le he llevado a don Arturo inquieta ante la epidemia de ictericia que hay. No le ha encontrado nada ni ha visto motivos para analizarle la orina. Me tranquilizó mucho. Es un hombre muy amable. Sólo le ha mandado vitamina C en plan preventivo y Sandocal para los huesos.

—Pero ¿le duele algo?, ¿notaste algo raro?

—Tiene mareos por las mañanas y como la gente no para de hablar, me entró preocupación y decidí sobre la marcha ir a que le echara un vistazo. Si te digo la verdad, fue Celsa la que este mediodía me metió miedo. Entró en la cocina mientras preparaba la comida y empezó con los cuentos de siempre, ya sabes, todos esos fantasmas que ella trae alrededor. ¡Ay, qué mujer! Luego se puso a decirme que este niño tendría… supongo que iba a volver con el cuento de la primera comunión y todo eso… No sé. La corté en seco y…

—A la mierda tenías que haberla mandado, hablando mal y pronto.

—Ya. Ganas no me faltan a veces. Acabo de contarte: entonces se puso con lo de la ictericia, que si un niño de no sé dónde había muerto, que si al de no sé quién lo estaban llevando a la orilla del río porque mirando la corriente del agua se le disipa el amarillo de los ojos… Resumiendo, me puso tan histérica oírla que nada más comer nos fuimos a ver a don Arturo. Mira, ha servido para tranquilizarme. Salí de la consulta como envuelta en una nube.

—Me crucé yo con él hace un momento. Iba hablando muy entretenido con otro señor que debía de ser forastero, porque no le conocía de nada. Por eso sólo nos dijimos «adiós», «adiós».

—Seguramente era el forense que vino de la capital. Lo estaba esperando. Se marchaban nada más terminar con nosotros a hacerle la autopsia a Eusebia. Como te decía, no le encontró nada. Me quedé más tranquila, aunque habrá que estar vigilantes. Las cosas del hígado son muy malas y una ictericia cogida tarde o mal curada puede dejarle secuelas para toda la vida. Habrá que estar atentos. La ictericia es contagiosa, ¿verdad?

—Creo que sí. Habrá que estar atentos, desde luego, pero no hay que obsesionarse. A veces es peor el miedo que se pasa que las propias enfermedades. Con todo lo que fue la guerra, con todas las desgracias que ocasionó, pues ahora da la sensación de que hay más temores que entonces. Todo el mundo tiene miedo a algo, empezando por la Guardia Civil, que lejos de proporcionar tranquilidad a la gente, la asusta. Con esta mentalidad que se está imponiendo, vamos al desastre. No tengo la menor duda. Cualquier día salimos todos corriendo sin saber de qué huimos exactamente.

—No será para tanto, hombre —repuso mi madre con una sonrisa forzada.

—Por cierto —cambió mi padre de tema—, Fidel, el de La Gloria, me ha dicho que le han proporcionado algo de aceite. Tiene miedo de que le descubran haciendo estraperlo, claro, y no quiere que trascienda más allá del ámbito de los familiares y amigos de confianza.

—A buen precio será…

—Sí, me imagino. Ponte en lo peor. Según están las cosas, valdrá una fortuna. Ni yo le pregunté ni él me dijo. Me advirtió, eso sí, que no entraras por la confitería y que no hablaras del asunto si hay alguien delante. Para él es un compromiso. Incluso comentó que lo mejor sería que mandases al niño a buscarlo. Como somos parientes, dice que nos puede proporcionar hasta dos litros.

—¿Y tú crees que es mejor mandar al niño?

—Pues no lo sé tampoco. Igual disimula más. Si lleva una bolsa con las botellas dentro, tal vez la gente se fije menos.

—¿Hay que llevar las botellas vacías?

—Sí, claro. Él lo tiene en un bidón.

—¿Y el dinero? ¿Cuánto le doy? ¿Tienes tú?

—Tengo cincuenta pesetas. Será suficiente, digo yo. A cinco duros el litro, ya está bien. Un día de estos voy a dedicarme yo al estraperlo.

—Lo que te faltaba, sí. Le daremos las cincuenta pesetas y a ver si llega. Si falta ya se lo pago yo mañana. Con él no hay problema. Sobrar, no le va a sobrar nada, ya verás. La semana pasada me dijeron que en la capital estaban vendiendo el aceite de oliva traído de matute de Andalucía a setenta y setenta y cinco el litro. Al parecer la gente lo compra por la epidemia de ictericia para dárselo a los niños. La grasa de cerdo y la mantequilla son lo peor que hay para el hígado. Lo mismo que los huevos, claro.

—A veces me dan ganas de cogeros a los dos y largarnos a Cuba de nuevo o a donde sea —reflexionó mi padre en voz alta—. Vivir aquí es vivir en el infierno. Cuando no es una cosa, es otra. Esto del racionamiento y el estraperlo es inconcebible a mitad como estamos ya del siglo XX. El otro día me dijo tu hermano que estaba pensando hacer un viaje a Castilla y traer un saco de harina de trigo en la bicicleta. Yo le dije que estaba loco, pero hay gente por ahí que lo hace. Traes ochenta o cien kilos y tienes para hacer pan casero una temporada.

—¿Y si le cogen? A ti no se te ocurrirá meterte en un lío de esos, ¿verdad? Es una temeridad. Hay que decirle a Arsenio que no se le ocurra. Ese hombre sólo piensa en meterse en follones. Ya nos arreglaremos con el racionamiento como podamos. Lo importante es que tengamos salud y no nos veamos obligados a hacer una dieta, porque entonces sí que estaríamos perdidos.

La tarde se había quedado gris y tristona, a tono con el tañer de las campanas anunciando el entierro de Eusebia para el día siguiente. Camino de la confitería La Gloria coincidí con algunas personas, mujeres en su mayor parte, que salían de sus casas para ir a rezar el rosario. Las viejas ya llevaban la mantilla en la cabeza. Casi no hablaban entre sí, mientras andaban de forma resuelta y con cierto aire colectivo de preocupación.

Escuché como una vieja le preguntaba a otra si ya habrían terminado de hacer la autopsia y si habrían encontrado algo. Conversaban en voz muy baja pero me acerqué y pude oír casi todo lo que decían:

—¡Qué van a encontrar! Todo son paripés. Harán como que la abren y volverán a coserla. En una de estas ni se molestan.

—Pobre Eusebia, con lo piadosa que era. ¡Cómo vamos a echarla de menos en la iglesia!

—Tienes razón. Y la muerte que ha tenido… Con los rosarios que ella habrá rezado.

—Para mí que… están pasando cosas muy raras en el pueblo, ¿no te parece? El señor cura dice que es el Maligno que intenta apartarnos del bien, y yo creo que tiene razón. La muerte de Eusebia no es normal, para mí que es un aviso. Nunca había estado enferma.

—¡Alabado sea el Señor! —replicó la otra al tiempo que aceleraba el paso y me miraba de reojo.

Fidel, el confitero, tendría cerca de sesenta años. Era un hombre alto, gordo y con cara de bonachón que apenas salía del obrador. Mi padre, pariente suyo, solía gastarle bromas: «Claro, como te inflas a comer pasteles y no tienes que sudar cortando madera, así luces de bien. Otros, saltando de bosque en bosque y almorzando tortillas frías y con poca grasa, damos pena reducidos a los puros huesos». Cada vez que iba a la confitería acompañando a mi padre o a mi madre, se desvivía en atenciones hacia mí. Le gustaban mucho los niños y nunca se hartaba de decir que no haberlos tenido era la mayor frustración de su vida. «Vaya hijo más guapo que tenéis», solía decirles a mis padres, y eso los llenaba de orgullo. Les preguntaba, por no ser menos, si estudiaba bien y en seguida me daba un puñado de caramelos, un cartuchito de uvas pasas o unas barritas de regaliz. Aquella tarde estaba acodado en el mostrador con el periódico abierto y la vista perdida en una página abigarrada de texto.

—Estos diarios de ahora no traen nada. Yo creo que ya ni la fecha ni el precio son ciertos. Lo compré por ver si publicaba algo del terremoto de anteanoche y no trae nada. Si hubiese sido en la Conchinchina o ahí para allá, donde los japoneses, seguro que le dedicaba una página entera. A nosotros nadie nos hace caso.

Hablaba sólo sin percatarse de mi presencia. De pronto levantó la cabeza, me vio plantado en medio del salón con la bolsa de esparto en la mano, y exclamó con su habitual sonrisa:

—¡Ah!, ¿eres tú? Te manda tu madre a por un recado, ¿verdad? Si te para alguien y te pregunta de dónde vienes, no digas nada, ¡eh! Pasa para dentro. A ver, dame las botellas. ¿Cuántas botellas traes, dos? Muy bien. Espera un momento que te las llene ahora que no hay clientes y luego, procurando que no te vea nadie, sales por la puerta del obrador. No pases por delante de la iglesia que ahora están todas las beatas dándole a la sinhueso por ahí y si ven el «contrabando», para qué quieres más. Ellas que sigan con sus rezos y sus miedos y tú, a lo tuyo, a lo tuyo, ¿no te parece? Ese cura que tenemos va a volver loco a medio pueblo.

No esperó respuesta. Hablaba con los brazos en jarras y de vez en cuando se estiraba para mirar por un ventanuco que se abría encima del mostrador hacia la plaza de la iglesia. Cuando comprobó que no se acercaba nadie, se adentró en el cuarto del fondo, oscuro como la boca de un lobo y lleno de trastos amontonados de cualquier forma. No encendió la luz. Casi tanteando, puso las botellas encima de unas cajas, colocó un embudo negro y mugriento en el bocal de una y fue llenando poco a poco de un garrafón panzudo que levantó del suelo en peso. Luego, sin bajar el garrafón, cambió el embudo a la otra, la llenó igualmente con un chorro suave y constante, y en seguida dejó caer el pesado garrafón al suelo.

—¡Joder con los que dicen que el aceite no pesa! —comentó—. Bueno, pues aquí las tienes. Te las corcho y cuidado con que no se te caigan. Se te rompen por el camino y a tu madre le da un soponcio. Con lo que cuesta conseguirlo. Esto viene de Jaén, de más allá de Despeñaperros, así que fíjate el mundo que ha corrido ya. De oliva puro, sin mezclas de mejunjes…

—Tenga —le dije, tendiéndole el billete

—¿Traes el dinero? —se sorprendió—. Ya me lo pagaría tu padre, hombre. Somos familia, hay confianza. Bueno, como lo traes justo, te lo cogeré. Dile a tu madre que el precio es por ser para vosotros. A otros se lo estoy cobrando diez reales más caro. Y aun así no compensa. En realidad, estas cosas no te dan más que preocupaciones y disgustos. Lo tienes en casa y no duermes tranquilo temiendo siempre que aparezcan los de Abastos a hacer un registro. Anteanoche, cuando el terremoto, acababa de dormirme y, según me desperté, lo primero que pensé es que eran ellos aporreando la puerta.

En la calle empezaba a anochecer. Fidel se asomó y me gritó:

—Ven, ven un momento. Con los nervios se me olvidaba: ¿quieres comer un pastel? Parece que no te gustan mucho, según dijo una vez tu madre. Entonces, toma, te doy unos higos secos; es más de hombres. Los pasteles les gustan más a las niñas, sobre todo los de crema. Ya verás qué buenos están estos higos. Oye, si alguien nota que llevas botellas y te pregunta algo le dices que es moscatel, que se lo ha mandado el médico como reconstituyente a tu madre.

Cuando al fin salí, la oscuridad era casi total. Se había restablecido la electricidad, pero el barrio que se extendía por la trasera de la confitería apenas tenía iluminación pública y la mayor parte de las casas esperaban hasta el último momento a encender las luces para ahorrar. No se veía a nadie por la calle y, consciente de la clandestinidad del encargo que me habían hecho mis padres, me alegré.

Ya estaba llegando a casa y empezaba a sentir el orgullo de haberlo conseguido, cuando me encontré casi de bruces con Celsa, que salía de una calleja lateral.

—¿De dónde vienes? ¿Has ido al rosario hoy? —me preguntó.

—No. Estuve por ahí haciendo unos recados —respondí con desgana.

—No habrás ido al cementerio a ver cómo hacían la autopsia a Eusebia, ¿verdad? Me han dicho que aquello estaba lleno de niños que querían ver cosas que no se deben ver. Hasta que el enterrador los echó amenazándolos con el pico de cavar las tumbas. Está visto que en este pueblo no hay respeto por nada ni por nadie. Y la culpa ¿sabes quién la tiene? Gente como tu padre y tu madre que dan mal ejemplo: no van a misa ni respetan la religión. Y no digo que sean malos, no, conmigo bien que se portan. Pero se creen más listos que los demás, desconfían de la existencia de Dios, no cumplen con los preceptos, se ponen siempre del lado de Satanás y luego pasa lo que pasa. Tendrías que haber escuchado a don Primo esta tarde.

De poco me sirvió asentir y acelerar la marcha. Celsa había cambiado de rumbo y me seguía cojeando a pocos pasos sin dejar de darme la murga. Oyéndola hablar, notaba que el corazón se me escapaba del pecho y por más que procuraba avivar el paso para perderla de vista no había manera de despegarme de su sombra. Hubo un momento en que estuve a punto de encararme con ella y decirle que me dejara en paz de una vez, que el diablo no existía y que don Primo era un farsante que no hacía otra cosa que meter miedo a la gente. Pero algo en mi interior me frenaba la lengua y me levantaba calentura. De pronto tropecé en un leño que estaba atravesado en la cuneta y a punto estuve de dar al traste con las botellas de aceite. Para mis adentros maldecía a aquella mujer, el eco de cuyas palabras me despertaba sobresaltado muchas noches. No obstante, lejos de manifestarlo y en un impulso inexplicable de curiosidad morbosa, me detuve un segundo y le pregunté:

—¿Usted ha visto alguna vez al diablo?

—¡Yo! Vaya que si le he visto. Y cuando lo recuerdo, siento que el calor me sube por el cuerpo, la garganta se me reseca hasta dejarme sin habla y los pelos se me ponen de punta como si una mano invisible, fría igual que un carámbano, tirase de ellos, queriendo arrastrarme a saber dónde.

—Y… ¿cómo era? —acerté a preguntar, muerto también yo de miedo.

—¡Ay, Dios mío! Muy feo, negruzco, peludo… Ahora no te lo puedo explicar. De noche no, que me muero al recordarlo. Uno de estos días, por la mañana, cuando no nos vea tu madre, te lo cuento todo. Te lo prometo. Te lo contaré a ti solo. Pero no le digas nada a nadie, tienes que jurármelo, ¿eh? Mientras, si ves algo sospechoso, si oyes algún ruido extraño en el tejado, te santiguas porque eso le espanta. Ruge desesperado y echa a correr. También le ahuyenta el agua bendita. Deberías tener un frasco al lado de la cama.

—Bueno —respondí ya con la mano en la cancela que cerraba la entrada de mi casa.