VIII
«SI NO RECIBIMOS MUNICIÓN PRONTO,
ESTAMOS PERDIDOS»
Leandro el del puerto, uno de los ganaderos más ricos de la comarca, encontró la cena puesta y a su mujer y a sus hijas sentadas alrededor de la mesa cuando llegó a casa al anochecer. Estaba sudoroso por la caminata que se había dado desde el pueblo, pero seguía sin aflojarse la corbata negra que se había puesto esa mañana sobre la camisa azul con el yugo y las flechas bordados en el bolsillo izquierdo para recibir al gobernador.
—Vaya horas —le dijo secamente su mujer como saludo—. ¿Hasta tan tarde se quedó el gobernador? Las vacas no paran de mugir.
—¡Qué sabrás tú si son horas o no son horas! —respondió secamente mientras miraba con desgana el guiso de patatas que le aguardaba—. El día que nos echen la carretera hasta la puerta de casa seré más puntual. Claro que eso dudo que lo vean nuestros ojos.
Estaba cansado. Había pasado la mañana de pie —«Lo de los zapatos es lo que peor llevo», le había comentado a un amigo— y la tarde deambulando de bar en bar, tomando un café aquí, una copa allá, bebiendo un vino con este e invitando a una cerveza al otro… Todo el mundo le felicitaba.
—¿Has cobrado? —le preguntó su mujer sin aguardar más y sin dulcificar el tono.
—Pues claro. Aquí lo traigo. A ver dónde lo guardas. Tener dinero en casa se ha vuelto peligroso.
La víspera, Leandro había vendido un semental por tres mil pesetas, el precio más alto que se había pagado jamás en la comarca por un toro. El ganado que ya criaba su padre en las praderías que se extendían en torno al caserío, en la parte más agreste del municipio, era apreciado por su porte y calidad. En los años de la República, sus vacas habían conseguido medallas en los certámenes ganaderos que se celebraban por San Antón en la capital.
Leandro no tenía previsto desprenderse del toro, pero los forasteros que se presentaron de improviso en su establo estaban dispuestos a llevárselo como fuera, y ante la astronómica oferta que le hicieron no supo negarse. Cuando el cajero del banco le fue entregando uno a uno los treinta billetes de cien pesetas de la transacción —todos nuevos, sin estrenar— se dijo que nunca había visto tanto dinero junto. Camino de casa, anochecido ya, eufórico por el éxito y alegre por el alcohol, había hecho planes con idea de invertirlo en mejoras para la explotación.
—¿Y no nos has traído nada? —preguntó con voz tímida una de las niñas.
En ese momento sintió que el mundo se le venía encima. Era la primera vez que tenía tres mil pesetas en el bolsillo y, paradójicamente, también era la primera vez que olvidaba comprarles alguna golosina a sus hijas. Apenas fue capaz de balbucear una disculpa.
—Estaba todo cerrado. La gente seguía medio asustada con el terremoto. Pero no os preocupéis que…
La puerta de la calle se abrió de pronto y atronó al golpear con fuerza contra la pared, sofocando las últimas palabras de Leandro. Al instante, dos hombres de aspecto desaliñado y aire amenazador irrumpieron en la cocina, cada uno de ellos con una pistola en la mano.
—¡Que nadie se mueva! —gritó uno.
—A ver, señora, hacia atrás, hasta la trébede. Siéntese ahí y no se menee —ordenó el otro a la mujer. Luego se dirigió a las niñas—: Vosotras lo mismo. Id hacia atrás con vuestra madre. Sentaos ahí y no os mováis. Si os estáis quietas y calladas, no va a pasaros nada.
Leandro se agarró a la mesa, que sintió que giraba en torno suyo como un torbellino, y notó que las piernas le temblaban. Una de las niñas rompió a llorar. La mujer las apretaba contra sí y rezaba temblorosa en voz baja y con los ojos entrecerrados.
—Tú, ven para acá —le dijo el primero de los asaltantes a Leandro al tiempo que lo empujaba hacia el pasillo que daba acceso a la escalera—. Estarás contento, ¿no? —le preguntó, clavándole el cañón de la pistola en el omoplato.
—¿Para qué te has puesto tan guapo, fascista de mierda? —le espetó un tercer hombre que se había quedado de guardia en la puerta y al que aún no alcanzaba a ver—. ¡Hay que joderse cómo se ha vestido el hijoputa este!
—¿Cuánto te pagaron por el toro? ¡No nos intentes engañar, eh! —le preguntó el que le empujaba.
—Tres… mil pesetas.
—¿Tres o cuatro mil? ¡Di la verdad si quieres poder contárselo a la Guardia Civil!
—Tres mil. Os lo juro. Tres mil.
—Pues ese dinero no te corresponde. Ese toro se crio en praderas del pueblo. Así que vamos a requisártelo para gastarlo en la lucha armada del maquis contra la dictadura. ¿Dónde lo tienes? Venga, no perdamos tiempo. La paciencia tiene un límite.
Leandro dudó unos segundos. Pero la cara amenazante de los atracadores y, sobre todo, la negrura del cañón de la pistola que le había visto al de la puerta y la presión del que sentía sobre su espalda le convencieron rápido.
—Aquí —señaló el abultado bolsillo izquierdo de la camisa azul, bajo la protección del yugo y las flechas, entrecruzados en rojo.
Uno de los asaltantes extendió la mano y, sin detenerse a desabotonarlo, arrancó el bolsillo de un tirón, dejando que los billetes se desparramasen por el suelo. En seguida los recogió, los contó con parsimonia, recreándose en el tacto, los guardó y dijo:
—Tres mil, sí. Esto es lo del toro que vendiste. ¿Dónde tienes el resto?
—¿Qué resto?
—Lo que guardas en casa. No nos vas a decir que en casa no tienes dinero guardado.
—No.
—No, ¿eh? Eso vamos a comprobarlo.
Uno de los asaltantes regresó a la cocina y preguntó a la mujer dónde guardaban la matanza.
—Sí. Tú busca algo sólido para comer que yo tengo el estómago en los calcañares —dijo el otro—. A este voy a darle yo hasta que el dinero aparezca o la camisa azul se le vuelva colorada. ¡Andando, sube la escalera y cuidado con los movimientos que haces! Esta que ves se dispara sin preguntar.
En el piso de arriba, Leandro juró una vez más que no tenían dinero guardado. Entonces el asaltante, en un arranque de ira le asestó una sonora bofetada y le increpó:
—Pues si tú no sabes dónde lo tienes, voy a descubrirlo yo.
Le empujó hasta una de las habitaciones y lo encerró por fuera.
—No te muevas de aquí si no quieres morir acribillado, ¿de acuerdo? Piensa lo que hacíais los falangistas con nosotros, cacho cabrón. ¿Cuánto le pagas al hombre ese que tienes para sacar el estiércol de la cuadra? ¿Cuánto? Seguro que una miseria si es que no le liquidas con la comida y sitio en el pajar para dormir… ¡Explotadores de los cojones!
El asaltante se cercioró de que la ventana estaba trancada, aunque sin reparar en que una bisagra se hallaba desprendida; inspeccionó lo que había en el cajón de la mesilla de noche, palpó de arriba abajo el colchón de lana de oveja y, tras un portazo que hizo retumbar la casa, salió nuevamente al pasillo, desde donde gritó a los que se encontraban en la planta baja, uno vigilando fuera y el otro en la despensa llenando las mochilas de comida:
—El pájaro no quiere cantar. Mirad vosotros por ahí dónde guarda el calcetín. Yo buscaré por aquí y si no lo encontramos en diez minutos, habrá que convencerle a hostias. O con perdigones. Como me siga tocando los huevos voy a darle una somanta de palos que no sé si va a ser capaz de levantarse para contarlo.
—¿Has visto cómo va vestido el cabrón? —volvió a preguntar desde la puerta el encargado de vigilar la entrada.
—¡La madre que le parió! —exclamó el otro al tiempo que forcejaba para separar un aparador de la pared en busca de alguna alacena oculta.
Leandro, mientras tanto, intentaba hacerse una composición de lugar. Se sentó en la cama y notó que la habitación giraba a su alrededor. El aire olía a cerrado, los vahos del alcohol se le habían subido a la cabeza y sentía ganas de devolver. Escuchaba las voces de los asaltantes fuera y el ruido de la violencia con que estaban llevando a cabo el registro. Imaginó a la mujer y a las niñas aterrorizadas en la cocina y le entraron ganas de llorar. Pero sobre todo le atormentaba su suerte. «Me matarán, antes de irse me matarán…». Tras unos minutos de abatimiento, se acercó a la ventana para tomar un poco de aire. La habitación daba a un terraplén de diez o doce metros. Era evidente que los asaltantes conocían el terreno, sabían bien dónde le habían encerrado.
La noche estaba despejada y el cielo aparecía repleto de estrellas. Las montañas del otro lado del valle proyectaban sombras que a Leandro le resultaban desconocidas. Vencidas las arcadas, miró con desconsuelo hacia el fondo. Debajo de la ventana, las zarzas habían crecido de manera sorprendente. «Debe de ser —pensó en medio de la confusión— que los orines que arroja Tina cuando vacía las jofainas por las mañanas les sirven de abono».
Con la ventana entreabierta, las voces de los asaltantes le llegaban con mayor nitidez. Escuchó como el que estaba en la puerta preguntaba a los otros si encontraban algo. La respuesta debió de ser negativa, porque en seguida añadió:
—Si queréis subo yo un rato a hacerle compañía al pájaro. Un par de patadas en los huevos con la de Albacete apuntando al pescuezo no hay facha que lo resista.
Leandro sintió que los pelos le tiraban del cuero cabelludo como alambres. Un escalofrío le recorrió la médula espinal desde la nuca hasta la cintura. El estómago se le revolvió al verse de repente metido en un ataúd en el cementerio, esperando la llegada del forense de la capital para hacerle la autopsia como a Eusebia, la Rosarios, y a don Primo con el hisopo en alto rezando un responso por la salvación de su alma, vagando en pena entre las tumbas de los caídos del frente nacional en la guerra. De repente, cuando ya notaba que su cuerpo cedía, que iba a derrumbarse antes de que vinieran a rematarle de un tiro en la sien, sintió un impulso extraño y casi suicida que le hizo reaccionar. Abrió por completo la ventana, se encaramó en el alféizar, sacó primero el pie izquierdo al exterior, luego el derecho, se sentó un instante con las piernas colgando al exterior y saltó al vacío con los ojos cerrados.
Todo fue muy rápido, cuestión apenas de un par de segundos. Sintió pinchazos por todo el cuerpo, pero a cambio de unos rasguños, las zarzas habían amortiguado el golpe. Braceó como pudo para librarse de ellas, avanzó unos pasos pegado a la pared evitando mirar al fondo del terraplén, y en cuanto vio enfrente el tilo que se alzaba en la parte trasera del establo, pegó un salto hacia delante y echó a correr pradera abajo. En ese momento escuchó voces en la casa y en seguida tres o cuatro disparos que le estremecieron.
El encargado de vigilar el exterior había escuchado el golpe del cuerpo de Leandro al caer entre las zarzas, prestó atención y cuando el ruido del forcejeo por librarse de las zarzas le confirmó lo que estaba pasando, alertó a sus compañeros y salió tras él. Los disparos hechos casi a ciegas no intimidaron ya al fugitivo, que conocía los recovecos del accidentado terreno y, protegido por la oscuridad, se puso a cubierto de las balas.
—Hay que marcharse en seguida. Los tiros habrán alertado por ahí. En la noche se oyen más —dijo uno de los asaltantes.
—Esta vez pasará con la suya. Pero este cabrón de mí no se libra —dijo otro, preso de la cólera, mientras se esforzaba en cerrar las hebillas de una mochila que había llenado a rebosar de chorizos, morcillas y trozos de cecina.
—No lo pienses ahora. Fue culpa mía, que me confié demasiado creyendo que la ventana estaba bien trancada y que el hijo de puta no se atrevería a saltar —se lamentó el que le había encerrado. Vámonos ya, antes de que nos corten la retirada, y después hablamos.
—¿Y con estas qué hacemos? —preguntó el que había estado vigilando la entrada, al tiempo que señalaba con un gesto hacia la cocina, donde Tina y sus hijas permanecían abrazadas y muertas de miedo al lado del fogón apagado sin saber muy bien lo que estaba ocurriendo. A los pies de una de las niñas, un charco era el fiel reflejo del terror que las tres estaban sufriendo.
—Déjalas. Vamos a cerrar la puerta por fuera para que no hagan ninguna tontería. Ya se les pasará el susto.
Minutos después, los tres se perdieron en el bosque de castaños que se extendía hacia el otro lado de la colina. Caminaban en silencio, en columna, estimulados por el olor de la comida requisada, pero enfadados por el desenlace de la operación. Uno de ellos apenas tuvo fuerza para comentar:
—Si no recibimos munición pronto, estamos perdidos. No se puede disparar y estar contando las balas… Si la logística no mejora, acabaremos derrotados igual que acabamos derrotados en la guerra.
Media hora más tarde, presa de un gran nerviosismo, jadeante y casi sin poder hablar, Leandro entró desencajado en el cuartel de la Guardia Civil. El puerta, que dormitaba apoyado en el mosquetón, tardó en enterarse de lo que había ocurrido. Inmediatamente dio la voz de alarma y dos guardias, que acababan de llegar de una ronda rutinaria por el pueblo, salieron en dirección al caserío para constatar que ya nada se podía hacer para alcanzar a los guerrilleros. Mientras, el sargento Secundino intentaba poner lo ocurrido en conocimiento de la Comandancia, sirviéndose de los rudimentarios medios de comunicación con que contaba.
Al amanecer comenzaron a llegar al pueblo guardias de otros destacamentos de los alrededores. El teniente jefe de línea de la Guardia Civil en la comarca cursó un radiograma ordenando detener e interrogar a los tratantes de ganado que le habían comprado el toro a Leandro, y varias patrullas se desplegaron por los montes que rodean el valle; las cuevas y cabañas de las inmediaciones del caserío del puerto fueron registradas, y todos los sospechosos de prestar alguna colaboración al maquis, interrogados.
Don Primo, que siempre se enteraba de todo, acudió a primera hora al cuartel para ofrecer sus servicios. Le dijo al sargento que lo que hacía falta era crear un somatén, como en tiempos de los carlistas, y el sargento, que creyó que se trataba de alguna iniciativa litúrgica, le respondió que sí, que era una buena idea, aunque de momento lo más urgente era empezar las rogativas implorando la lluvia antes de que fuese demasiado tarde. Entonces don Primo se le acercó y, con tono de confidencia, le dijo:
—Del lunes no pasa. El obispo, que se condene si quiere… yo no. El pueblo ha sido tomado por los ángeles del mal. La sonrisa diabólica del Maligno se escucha por todas partes. A veces estoy en casa, trabajando en mi modesto taller, y se asoma por el sotechado y se carcajea… Pero no se preocupe, sargento. A ver si sus hombres cogen a esos desalmados y les aplican inmediatamente la Ley de Fugas. Es lo mejor, lo más cristiano, evitarles un juicio. Del resto me encargo yo: Satanás de mí no se ríe, se lo aseguro.
Acto seguido el cura sacó una cruz de madera del bolsillo de la sotana, la besó y volvió a guardarla.
—Voy a tocar para misa, que ya van a ser las siete y media.
—No, no, padre —aclaró el sargento—: Las ocho y media. Va usted atrasado. Anoche a las doce se adelantaron los relojes una hora. ¿No se ha enterado?
—No. No he querido enterarme. Esa es la hora de los hombres, que en un gesto de soberbia inconcebible han adelantado el reloj despreciando los dictados de la naturaleza. Es intolerable que la jerarquía eclesiástica lo haya permitido. Yo no lo haré. La hora de Dios es la hora solar, que ha sido la hora de la Creación. Esta parroquia seguirá manteniendo la hora verdadera. Ya le he advertido al sacristán que el reloj de la torre no se toca.
—Yo no sé… Las órdenes que hemos recibido son muy estrictas —replicó el sargento—. Va a crearse una gran confusión en el pueblo.
—¿Confusión? ¿Acaso cabe más confusión de la que ya hay? Este pueblo está maldito. ¿Y sabe por qué? Porque no hay fe. La gente es soberbia y descreída y carece de piedad. Por eso ha sido escogido por el Maligno para establecerse entre nosotros. Escuche, usted y yo no somos de aquí y podemos hablar en confianza: tendremos que pensar algo para salvar a esta gente.
—Nosotros estamos para eso, don Primo. Este país no puede volver a las andadas. Y mucho me temo que la gente esté empezando a olvidarse de lo que ocurrió… Ya veo yo por ahí a algunos que creen que todo el monte es orégano y empiezan a tomarse libertades que… Bueno, mejor no hablar ahora.
—Algunos y algunas —añadió el párroco—. Me han dicho que la mujer del difunto Aurelio Corredor, uno que fusilaron los rojos cerca del puente, está amancebada con el hijo de los del estanco. Tengo que enterarme mejor. Si es verdad, como me temo, habrá que hacer algo. ¡Qué vergüenza! El chico casi puede ser su hijo, tiene trece años menos que ella… Y ella, viuda de un héroe de la Cruzada y puteando por ahí. Cosas así no se pueden permitir. El Alzamiento se hizo para algo, ¿o no?
—Las mujeres ya se sabe, don Primo, mucho lloriqueo los primeros días y luego… —cortó el sargento, que veía que se le echaba el tiempo encima y tenía que preparar el atestado sobre lo ocurrido en el caserío del puerto.
—Pues por eso hay que estar vigilantes… No podemos permitir que las viudas de los caídos por Dios y por la patria no guarden el decoro, la compostura y el respeto debidos a la memoria de sus esposos. Un día voy a traerle una relación de todas las viudas de la guerra que hay en el pueblo para que la pareja no las pierda de vista. Si alguna se propasa, habrá que ajustarle las cuentas. A la primera, a la del difunto Aurelio. ¡Menuda pécora! De escarmentar a esa me voy a encargar yo cualquier día. Esas escapaditas al atardecer a la orilla del río, esas carreras con las bragas en la mano cuando se acerca alguien, ¡qué indecencia!… Todo eso se le va a acabar.