I: Una familia bajo sospecha

I

UNA FAMILIA BAJO SOSPECHA

El día que vi al diablo, mi tía Hortensia cumplía cuarenta años. Lo recuerdo todo muy bien, a pesar de que ya ha transcurrido bastante tiempo, mucho. El país aún se hallaba traumatizado por los recuerdos de la guerra civil. Aunque en el pueblo —una localidad cantábrica desparramada por un valle perdido entre montañas a ochenta kilómetros de la capital provincial— casi ninguno de sus cerca de cuatrocientos habitantes había visto una corrida de toros, la muerte de Manolete en el ruedo de Linares estaba en el centro de todas las conversaciones. Quien más quien menos necesitaba argumentos nuevos para olvidar los males recién pasados y las angustias que proporcionaba el presente.

En los lugares más visibles de la plaza y las calles céntricas, los restos de los carteles con el «¡Vota sí!» recordaban el referéndum que unas semanas atrás había convertido a España en un Estado católico, social y representativo, entelequia que mi padre abreviaba en voz baja con la expresión más coloquial de «dictadura por cojones».

Sin embargo, la gran preocupación era el hambre que rondaba por muchos hogares: los precios se habían puesto por las nubes, que últimamente no aparecían por el horizonte. A la escasez de alimentos de fuera de la comarca —azúcar, aceite, pan o café, cuyo suministro controlaba el Gobierno con mano férrea y manejaban los estraperlistas entre quienes podían pagar sus precios sobrevalorados— había venido a sumarse una sequía pertinaz, como solían calificarla los más viejos, que mantenía resquebrajadas las tierras, extenuadas las fuentes, secos los regatos, agostados los cultivos y exhaustas las ubres del ganado.

—Señor, ¿por qué nos castigas tanto? —escuché cómo preguntaba una anciana postrada frente a una de las estaciones del vía crucis, antes de persignarse asustada por ser capaz de una pregunta tan irreverente.

Acababa de estar en España Evita Perón, a quien el Caudillo y su esposa habían recibido con grandes honores y mayor parafernalia, y muchas personas proclives a la esperanza la contemplaban ilusionadas y convencidas de que muy pronto llegarían más barcos con trigo y carne de Argentina y entonces terminaría o al menos se suavizaría el racionamiento. Por algo la Corporación Municipal —integrada por cuatro falangistas, dos miembros de la adoración nocturna y un teniente legionario retirado— había nombrado a tan ilustre dama hija adoptiva de la localidad.

Algunos vecinos se emocionaban al escuchar las noticias en la radio del Café Brasil. Cuando el himno nacional anticipaba el comienzo del parte de las dos y media, muchos se ponían en pie y lo honraban en posición de firmes. Incluso los había que saludaban brazo en alto, canturreaban la letra que le había puesto José María Pemán, y daban un taconazo cuando concluían los marciales acordes. A mí me chocaban aquellos excesos de euforia que en mi familia nadie compartía, aunque todos procuraban disimularlo.

—Lo que hace falta es que el Caimán se vaya de una puta vez o que los aliados le echen a patadas y nos dejen vivir en paz —solía decir mi padre, bajando la voz para que yo no oyera, cuando hablaba de política con mi madre, mi tío o alguno de los pocos amigos en quienes confiaba—. Los alemanes —argumentaba— se han librado de Hitler y los italianos, de Mussolini, ¿qué coño habremos hecho los españoles para seguir cargando con este sátrapa de siete suelas?

Al general Francisco Franco nunca le citaba por su nombre, ni mucho menos le llamaba Caudillo, un apelativo que le producía urticaria. Se hallaba de moda entonces una guaracha cuyo estribillo repetía «se va el caimán; se va para Barranquilla, se va el caimán», y como estaba deseando perder de vista al dictador, mi padre siempre se refería a él como el Caimán. Las emisoras extranjeras en onda corta que escuchaba de madrugada, a oscuras y a veces envuelto en una manta, aseguraban un día tras otro que faltaba muy poco para el regreso a la democracia y, aunque oírlo le alegraba, era realista y no terminaba de creérselo.

—A este cabrón no le echamos ni con agua hirviendo —comentaba a menudo con desánimo. Aunque había recibido buena educación desde pequeño, la propensión a decir tacos nunca la había perdido.

—No es él solo, Joaquín. Para mí que peor aún que Franco, que inspira y estimula la represión, es la camarilla que le rodea —le replicó un día mi tío Arsenio—, los que ejecutan y se ensañan. El Régimen lo constituye una caterva de esbirros que se solazan matando, torturando y persiguiendo.

Arsenio era el hermano menor de mi madre. Tenía unos treinta años y estaba soltero. Vivía solo en una casita próxima al puente y pasaba mucho tiempo con nosotros. Siempre había sido el mimado de la familia. Tanto mi madre como mi tía Hortensia, la mayor de los tres, le adoraban. Con mi padre, con quien compartía la explotación de un modesto negocio maderero herencia de mi abuelo —cuyos orígenes se remontaban a medio siglo atrás en la provincia cubana de Pinar del Río—, también se entendía a las mil maravillas.

—Todos de la misma calaña. Una banda de asesinos meapilas —asintió mi padre—. Y él, el jefe, el más siniestro. La cantidad de muertes que no lleva el hijo de puta en la conciencia… Mucho va a tener que hacerse perdonar si es que hay algo en el otro barrio. Que le paseen, que le paseen los obispos bajo palio…

Con los vecinos y amigos de partida, casi todos de derechas, apenas hablaba de política. Cuando surgía algún tema de conversación con el que discrepaba, improvisaba una disculpa y se levantaba. «Cualquier cosa que digas te puede traer disgustos —solía lamentarse—. El pueblo está lleno de chivatos. Hay farolas a las que sólo les falta estar cubiertas con un tricornio». Sólo con Arsenio o con algún otro allegado comentaba las noticias que escuchaba en la radio y criticaba la represión que sufríamos. Rara vez hablaba de las semanas que había pasado en la cárcel tras la desmovilización republicana —«Hay cosas que es mejor olvidarlas rápido», acostumbraba a decir— y cuando lo hacía, aún se le nublaban los ojos y se le atragantaba la voz por el recuerdo de la angustia y el miedo que había vivido cuando, en los amaneceres, escuchaba desde la celda al oficial de la prisión recitar la lista de los que tocaba ejecutar esa mañana.

Quizá por ese motivo mi padre era un hombre hogareño. Apenas bebía alcohol y no solía implicarse en los dimes y diretes locales. Sabía que tenía bastantes enemigos en el pueblo, unos por razones políticas —las fuerzas vivas le tenían bajo control por sus ideas republicanas— y otros, algunos vecinos, por acusarle de que se aprovechaba de ser el único maderero de la comarca para pagar precios abusivamente bajos. No tenían en cuenta, como repetía mi padre sin el menor éxito, los costes que suponía sacar la madera hasta la carretera y llevarla hasta las cuencas mineras donde era demandada. Tampoco puede decirse que mi padre fuese un hombre arisco, pero la realidad es que no hacía grandes esfuerzos por integrarse en la vida social del pueblo. Su vida transcurría entre el trabajo y el hogar, donde pasaba las horas haciendo cuentas, leyendo o escuchando las emisiones en onda corta de la radio.

—Juntos, sí, pero no revueltos —comentaba—. El pueblo es un nido de comadres. Hay que evitar mezclarse en los cotilleos. Hasta parece que hay quienes se reúnen a hacer conjuros en casa de Celsa.

—No me extrañaría nada —respondió mi madre—. A veces la veo y me digo: si hay brujas de verdad, Celsa es una de ellas.

Recuerdo que un escalofrío recorrió mi espalda de arriba abajo al escuchar aquella sospecha. La tarde se había vuelto gris y plomiza. El ambiente parecía cargado de electricidad estática. Mi padre se asomó a la ventana, oteó el cielo y comentó:

—Está feo pero no llueve, no. Ya estuvo así otras veces y, al final, para hacer más calor. —Hizo una pausa y añadió—: Voy a dar una vuelta por el Brasil para que no crean que me escondo o… que me dedico a conspirar. Cada vez que me echa la vista encima el sargento me taladra con la mirada. Seguro que tiene órdenes de mantenerme bajo vigilancia.

Como no era hombre de cartas —aunque a veces se apuntaba a una partida al subastado—, le horrorizaba el estruendo de las fichas del dominó sobre los veladores y casi no bebía alcohol, confraternizar en los bares con sus coetáneos le resultaba difícil y a menudo cansado. Era buen conversador, pero las precauciones le coartaban cuando surgían debates sobre cuestiones políticas, religiosas o sociales. Por lo tanto, y a pesar de que el deporte no le interesaba gran cosa —«¡Menudo anestésico encontró el Régimen!», le escuché exclamar una vez—, en la barra del bar ejercitaba sus dotes para la polémica, que solía evitar discutiendo de fútbol y, cuando se corría el Tour, de ciclismo.

—¿Has escuchado lo que dijo Bernardo Ruiz? —le preguntó un día a Arsenio en la sobremesa—. Es cojonudo. Le preguntaron al regresar a Valencia qué tal le había ido y respondió: «Bien, muy bien. Quedé el tercero y engordé dos kilos». Ante la sorpresa del periodista, que no se podía creer que nadie engordase pedaleando doscientos kilómetros diarios, explicó: «¡Cómo no iba a engordar si nos daban medio pollo diario a cada corredor para comer!». ¡El hambre que pasará el hombre el resto del año!

Aunque ya hacía mucho que estaba asentado en España, todavía mostraba interés por la marcha de la liga cubana de béisbol. Sólo en los últimos meses parecía tenerlo por la situación de las competiciones de fútbol en España.

—Antes a ti no te gustaba el fútbol, Joaquín —le dijo un día su primo Fernando.

—Ya. Pero he tenido que aficionarme casi a la fuerza. A los que nos gusta hablar, y sobre todo a los que nos gusta hablar de lo que no nos gusta o, mejor dicho, a los que nos gusta hablar de lo que no se puede hablar, discutir de fútbol nos evita muchos disgustos —le respondió con uno de los juegos de palabras que tanto le gustaban—. Empiezo a ser un aficionado curioso, porque no soy hincha de ningún equipo. Si tuviese que inclinarme por alguno, quizá por el Bilbao… No sé, quizá es el más auténtico.

Otro tema inocuo que daba mucho de sí en aquellas primeras semanas de octubre era la meteorología. El tiempo ofrecía un aspecto otoñal típico, aunque más seco y enfurruñado que lo habitual. Los días se habían acortado muy rápido y en los atardeceres empezaba a refrescar. Llevaba más de seis meses sin llover. Un sol recalcitrante pugnaba cada amanecer por traspasar los nubarrones negros que de vez en cuando brindaban el señuelo esperanzador de la lluvia hasta acabar imponiéndose. Los agricultores, la mayor parte de los vecinos, contemplaban las tierras cuarteadas con impotencia y desesperación.

—Nunca, nunca se vio una sequía como esta —aseguraba don Enrique, el viejo farmacéutico, verdadero archivo viviente del pueblo después de cincuenta años largos de observar cada mañana y cada anochecer el horizonte montañoso que se divisaba desde la ventana de su rebotica—. Por lo menos yo no lo recuerdo.

La sequía había consumido el maíz antes de que se formasen las mazorcas, había secado las vainas de las judías sin dejar que se desarrollasen las legumbres dentro y había impedido que las patatas florecieran y los demás tubérculos creciesen. La fruta se caía de los árboles consumida por la falta de agua y las hortalizas se iban achicando y dejándose comer por la voracidad de los insectos convertidos en una verdadera plaga.

—No sé qué va a ser de nosotros este invierno. Las ratas nos comerán por los pies mientras dormimos si Dios nuestro Señor no se apiada de sus siervos —se lamentaba en tono desesperado Celsa, asomando la cabeza por encima de la pared cuando algún transeúnte le hacía algún comentario a modo de saludo sobre la tierra polvorienta que removía con una azada. Nunca desaprovechaba una oportunidad de pegar la hebra con alguien—. Yo creo que esto es una maldición divina por todo lo que pasó en la guerra. Para mí que es el diablo en persona que anda por ahí rematando el mal que no terminaron de hacer los rojos.

Celsa se cubría unos pelos lacios y sucios con un pañuelo negro que se ataba bajo la barbilla. Tendría cincuenta años, pero aparentaba ochenta. Había nacido en el Páramo, lo cual le había valido el apodo ya olvidado de Cazurra, y venido al pueblo con su marido, tejero de profesión, y cinco hijos hacía un par de décadas largas. Sin embargo, quedó viuda pronto y después de su marido la tuberculosis se llevó también, uno tras otro, a tres de ellos. Vivía sola en una cabaña medio derruida en la ladera de la colina que se alzaba hacia el este. Venía cada mañana a nuestra casa a ayudar a mi madre en las labores domésticas y después cuidaba la huerta y arreglaba los restos que quedaban de un jardín venido a menos ante la carencia del riego.

Mi madre no andaba bien de salud, por mucho que intentase disimularlo, y mi padre no quería que trabajase tanto. Todo el peso de la casa recaía sobre ella: preparar la comida, fregar los platos, lavar, planchar, barrer… Algunas veces, cuando no tenía clase, yo procuraba ayudarla a secar la loza y a baldear el porche y a hacer las camas. También solía ser el encargado de ir a buscar el pan o a realizar algunas compras de emergencia, como sal, azúcar y cerillas. En la tienda ya me conocían y, algunas veces, el dueño, un hombre gordo de movimientos lentos y gesto malhumorado, me obsequiaba con un caramelo o con un par de higos pasos que devoraba sin decirle nada a mi madre para que no argumentase que me quitaban el apetito.

—Me recuerdas mucho a tu abuelo Luis, el padre de tu madre —me decía el tendero con un gesto de cordialidad poco frecuente en él—. Tienes sus mismas facciones. Tú no le has conocido, ¿verdad?

La conversación ante el mostrador concluía ahí. Siempre había mujeres esperando prestas a interferir con frases y gestos de impaciencia. A las personas mayores nunca les gustaba que un niño se interfiriese en su tiempo.

Un día mi padre le planteó a mi madre la conveniencia de contratar a alguien para ayudarla.

—Te estás agotando —le dijo—. No puedes seguir así. Es mucho trabajo para una persona sola. Además, la huerta necesita unos cuidados que ni tú ni yo podemos proporcionarle.

En aquella conversación fue donde surgió la idea de ofrecerle empleo a Celsa, que se ganaba la vida trabajando al jornal unas veces en casas particulares, ayudando en las faenes domésticas, y otras en las fincas agrícolas, colaborando en la recolección de las patatas, frutas y cereales. Tenía fama de cotilla y misteriosa, pero también de trabajadora y, lo que quizá era más valorado por quienes la habían tenido a su servicio, de honrada. Mis padres sopesaron los pros y contras y finalmente fue mi padre quien tomó la decisión de ofrecerle trabajo cinco horas diarias. Inicialmente fue un alivio para mi madre, que la recibió con gran amabilidad. Pero la ayuda de Celsa acabó en seguida convirtiéndosele en un problema. La compasión que sentía hacia ella le impedía dar rienda suelta a los prejuicios que sus actitudes le provocaban.

—Esa mujer no me gusta —la escuché comentar un día con su hermana mayor, mi tía Hortensia, que vivía en Colazo, un caserío a media hora escasa del pueblo, y había venido a visitarnos—. Tiene algo en la mirada que me da miedo. Además, siempre está hablando de cosas raras y misteriosas y en cuanto la dejas a solas se pone a fisgar por todas partes. Un día la sorprendí derramando gotas de agua de un frasquito que traía en la faltriquera sobre la radio de Joaquín. Para mí que era agua bendita.

—Tampoco a mí, no sé cómo la tienes en casa, Elvira. Se pasa la vida por el pueblo echando maldiciones, invocando espíritus… No puedo con ella —corroboró mi tía.

—Encima, limpia fatal —continuó mi madre—. La pones a barrer y, en cuanto te descuidas, empuja la basura debajo de las camas.

—Si te he de decir la verdad, a mí me da un poco de asco, siempre tan desgreñada y tan sucia. Yo no comería en los platos que ella fregara. Con esos pelos y esas arrugas parece una bruja tal cual —sentenció Hortensia.

—¡Ay, sí! Tú lo has dicho. Tiene aspecto de bruja y, para mí, lo es. La gente cuenta cosas que a mí me abren las carnes. No sé, yo, en cuanto se marcha Joaquín, la mando a trabajar a la huerta. No la dejo ni fregar los platos ni acercarse a la comida. Tengo miedo de que nos eche cualquier cosa en la sopa. Un día me contó que para la anemia era bueno el caldo de lagartijas. ¿Te imaginas? Estuve sin tomar caldo un mes. La huerta se le da mejor, aunque ahora, con la tierra tan dura como está, poco puede hacer la mujer —añadió mi madre.

Mi padre, mi madre y yo, que era hijo único y aún no había cumplido los nueve años, vivíamos en una de las casas más grandes y sólidas del pueblo. Mi abuelo la había mandado construir a finales del siglo XIX con el dinero que envió de Cuba, donde dirigía un aserradero, cuando intuyó que la independencia de la isla era inminente. Mi casa estaba al final del camino del mercado, flanqueada por la carretera y el río, de un lado, y las estribaciones de la sierra, justo donde empezaba a cerrarse el valle, del otro. Antes de la sequía era un paraje frondoso, con todo tipo de árboles y arbustos que le daban desde la lejanía un cierto aire boscoso.

La pared de piedra, de metro y medio de altura, que rodeaba la huerta, estaba rematada por un enredado de hiedras que nos mantenía bastante protegidos de las miradas de los curiosos que pasaban por la carretera. La fachada y la puerta principal se hallaban orientadas al sureste y delante había un porche, protegido por un seto de aligustres y geranios, en el que hacíamos una gran parte de la vida durante los meses de buen tiempo. La huerta era llana y repleta de árboles frutales y arbustos ornamentales plantados por mi abuelo que eran la envidia del pueblo. Como nos encontrábamos cerca del río, a veces Celsa y yo regábamos las plantas con calderos de agua que arrastrábamos con mucho cuidado para que no se derramase ni una gota. La sequía, que ya constituía una verdadera obsesión popular, en nuestra huerta apenas se hacía notar.

Como el miércoles por la tarde no había clase, don Ramón, el maestro de los mayores, recordó en la tertulia del Café Brasil la leyenda de las siete plagas bíblicas, que como bíblicas él daba por ciertas, y ante la consternación de los otros parroquianos, algunos de los cuales habían interrumpido las partidas para escucharle, pronosticó con voz acampanada que la sequía era de origen celestial y, por lo tanto, iba a durar siete años. Como según sus cálculos ya llevábamos casi tres —bien es verdad que sin caer una gota sólo seis meses—, aún le quedaban otros cuatro.

—¿Podremos aguantar? —se preguntó en tono apesadumbrado—. Las fuentes ya están secas y el río es un hilillo de agua deshidratada que se agota. —La erudición a menudo pedante del maestro siempre impresionaba a sus contertulios. Nadie se detuvo a considerar la condición deshidratada del agua—. ¿Podremos aguantar si nos falta el líquido elemento? —insistió en la pregunta—: He ahí la cuestión —concluyó paseando la vista en actitud interrogativa por los ojos asustados de cada uno de los presentes.

—Tampoco será para tanto, don Ramón… Nunca llovió que no escampara —rompió el tenso silencio Ricardo el del Fielato, el recaudador de los arbitrios municipales, sin duda el más odiado y mimado de los funcionarios públicos.

—Para ti no, que te las das muy felices creyendo que el sueldo del ayuntamiento lo tienes seguro —le respondió don Ramón sin dejarle argumentar su rechazo del pesimismo—. Pero ya me contarás este invierno con qué te va a pagar el ayuntamiento si no ingresa una peseta en sus arcas. Cuando digo el ayuntamiento, digo el Estado, que bastante tiene con tapar los agujeros que dejó la República.

El maestro carraspeó forzadamente, quizá regodeándose en el previsible final de su respuesta.

—Aparte de que, sí, es cierto, nunca llovió que no escampara, nos ha jodido mayo. Incluso cuando cayó el diluvio universal, dejó de llover después de cuarenta días y cuarenta noches. Pero… —prosiguió con sorna— nuestro problema no es que deje o no deje de llover; el problema es que no llueve, o ¿es que no te has enterado, todo el día auscultando por el ventanuco del Fielato a las mujeres que pasan no vayan a llevar una botella de aceite en el refajo? No, el problema es el contrario: que no llueve y que podemos seguir así, dando boqueadas, cuatro años más. Porque de eso también hay testimonios en las Sagradas Escrituras.

Don Ramón hizo una nueva pausa para tomar aliento y remató:

—Claro que a ti seguro que las Sagradas Escrituras te resbalan. Hay que leer el Antiguo Testamento. Todo está ahí. La cabeza tiene que servir para algo más que para perchero de la boina.

Nadie en el Brasil encontraba una explicación científica para lo que estaba ocurriendo en las entrañas de la atmósfera. Algunos se aferraban a buscar la justificación en la larga y cruel guerra civil que todos tenían tan reciente en sus memorias. Las secuelas humanas y físicas de la contienda se mantenían vivas en cada familia, muchas aun reflejadas en los símbolos del luto, y en cada rincón del pueblo. La búsqueda de la chatarra que habían sembrado los bombardeos era una de las actividades más lucrativas que quedaban, aunque no dejaba de ser peligrosa. Hacía dos meses escasos, la explosión de una granada cerca del caserío donde vivía mi tía Hortensia había dejado tuerto a un joven y manco a su padre.

—Esto de andar revolviendo donde no se debe se va a terminar —amenazaba el sargento Secundino, en funciones de comandante del puesto de la Guardia Civil—. Ocurre lo mismo con los furtivos que se pasan de listos aprovechando que los jabalíes bajan a abrevar a los pocos charcos que quedan en el cauce del río. Hay por ahí alguno, y sé de quién estoy hablando con nombre y apellidos, que aprovecha también que el río apenas baja caudal para buscar la cena debajo de las piedras. Y ya se lo he dicho a las parejas que salen de patrulla: en cuanto noten, y eso lo detecta fácil la nariz, que en alguna cocina por ahí están friendo pescado, a por la cocinera y a por el pescador… De la Benemérita no se ríe nadie.

Pero los siete guardias que componían la dotación del cuartel tenían poco tiempo para ocuparse de otras cosas que no fuese recoger información, vigilar movimientos sospechosos y estar listos para responder con las armas a los ataques que últimamente había repetido el maquis, la guerrilla que luchaba contra el Régimen del general Franco, en la comarca. Bueno, maquis lo llamaba mi padre cuando hablaba con personas de confianza y aun así siempre lo hacía bajando el tono. El alcalde consideraba maldita la palabra, la Guardia Civil la consideraba prohibida y la gente del pueblo, que no estaba por desobedecer a nadie que reflejase autoridad, a los rebeldes armados los llamaba despectivamente atracadores, los del monte y emboscados.

La Guardia Civil, que tenía a mi familia bajo sospecha permanente, merodeaba a menudo por los alrededores de la casa, sobre todo por las noches, y algunas veces incluso llamaba a la puerta alegando que corríamos peligro y preguntaba sin ningún género de discreción si había alguna persona ajena dentro y si habíamos visto merodear a algún extraño por las inmediaciones.

—No, a nadie —respondía mi padre expeliendo con fuerza el aire por la nariz—. Tampoco estamos todo el día asomados a las ventanas fisgando quién va o quién viene. Por las tardes suele pasar el párroco por la carretera leyendo el breviario. Pero no creo que sea por don Primo por quien se interesan. ¿Buscan a alguien que haya hecho algo malo, a algún delincuente? —les preguntaba sin perder la compostura.

—De eso quizá sepa usted más que nosotros, señor Joaquín; usted se mueve mucho por el bosque —le respondió un día en tono insidioso uno de los guardias mientras anotaba algo en una libreta con cubiertas de hule negro que llevaba en la mochila.

Estas conversaciones, tan correctas en la forma como inquietantes en el fondo, a mi padre siempre le irritaban y dejaban intranquilo. Se le notaba sobre todo a la hora de comer porque se sentaba a la mesa sin apetito y olvidaba el plato a medias. Luego invariablemente cambiaba de lugar la radio, con una potente banda de onda corta, que conservaba como oro en paño para poder escuchar las emisiones en español de las emisoras extranjeras cuando los militares fracasaban en su intento permanente por interferirías. Algunas noches en que la audición se hacía difícil y el dial era un concierto de pitidos entremezclados con los zumbidos atmosféricos, se tapaba con una manta para no perderse detalle, pero cuidando que el ruido no pudiera oírse desde la calle. Así se enteraba de muchas cosas que ocurrían en España y que la censura obligaba a ignorar, cuando no a tergiversar, a los dos periódicos regionales que se editaban en la capital.

—Esto no es prensa ni es nada —le dijo un día a mi tío Arsenio, que había venido en bicicleta temprano de mañana a contarle que aquella noche una partida del maquis había rodeado el pueblo de al lado, asaltado el cuartel, maniatado a los guardias y requisado cuatro mosquetones, tres pistolas, varias cajas de munición y un número indeterminado de bombas de mano—. Es una noticia cojonuda, pero verás como mañana los periódicos no dicen ni una palabra. Nos contarán, eso sí, que el gobernador civil y, claro, jefe provincial del Movimiento, fue aclamado cuando acudió a inaugurar un abrevadero para las vacas en alguna recóndita aldea de la provincia. Estoy deseando recibir una nueva remesa del Diario de la Marina para enterarme de algo, si es que no se los quedan por el camino.

En casa seguíamos suscritos al Diario de la Marina y a las revistas ilustradas cubanas Bohemia y Carteles. Como venían en barco, llegaban con varias semanas e incluso meses de retraso, lo cual no era obstáculo para que tanto mi madre como mi padre las recibiesen con verdadero alborozo. Mi padre se dedicaba a la compra, tala y venta de madera, el negocio familiar que ya había ejercido en Cuba, y el día que al llegar del campo se encontraba el montón de publicaciones sobre la mesa, automáticamente se le iluminaba el carácter. Ansioso como estaba por hojearlo todo aquella noche, antes de concentrarse en algunos artículos o informaciones concretas, cenaba entre página y página y apenas nos dirigía la palabra como no fuese para comentar entre dientes, y más bien consigo mismo, algún titular que acababa de leer.

Julián, el cartero, solía quejarse del peso que adquiría la valija cuando llegaba una remesa de prensa así, y mi padre, para calmarlo y tenerlo contento, le regalaba de vez en cuando un puñado de tabaco en rama del que Fernando, su primo, un exemigrante como él, cultivaba clandestinamente en unas tierras ocultas en el calvero de la chopera que se mantenía aún frondosa al otro lado del río. Julián tenía fama de vago, de protestón y de cotilla.

—Hasta los carteros se creen autoridades en este país, carajo —se lamentaba mi padre—. Desde que ese meapilas cabrón ganó la guerra y se cargó a media humanidad, al que le ponen una gorra de plato sobre los ojos ya se cree general. ¡Hay que joderse!

Mi madre soportaba mal su tendencia a decir tacos y Celsa, cuando le escuchaba alguno, se daba media vuelta y se santiguaba con discreción. Era evidente que no se caían bien. Cuando mi padre rezongaba contra la situación política en su proximidad, Celsa, que presumía de haber votado siempre a las derechas e incluso de haber asistido a un mitin de Gil Robles cuando servía en la casa de un ortopédico de la ciudad, agachaba la vista, frenaba una sonrisa suspicaz entre las comisuras de los labios y simulaba trabajar más rápido. Una vez que mi padre hizo algún comentario despectivo sobre los curas en general, cosa bastante frecuente, o tal vez sobre el párroco, don Primo, en particular, observé cómo se metió la mano en un bolsillo con discreción, sacó arrebujado en el puño un rosario, lo besó a escondidas y murmuró unas palabras ininteligibles mientras lo guardaba con el mismo disimulo.

Su actitud siempre era misteriosa, desconfiada y propensa a dramatizar la tragedia.

—¿Nunca vas a misa, Nacho? —recuerdo que me preguntó en cierta ocasión sin mirarme a la cara ni dejar de remover la tierra polvorienta donde se habían consumido unas docenas de cebollas. Tras un breve silencio, con el que comprobó que no quería contestarle, insistió—: ¿Te han dicho alguna vez que los niños que no van a misa acaban en el infierno? Tú no sabes lo que es el infierno, ¿verdad? Pues cuando lo descubras, va a ser tarde. Porque el infierno es donde queman a los que no rezan, a los que no frecuentan la iglesia, a los que no confiesan ni comulgan y a los que viven en malas compañías, negando a Dios nuestro Señor como el diablo lo negó tantas veces. ¿Sabes rezar? ¿Ni siquiera te enseñaron el padre nuestro? ¡¡¡Nooo! ¡Ay, Virgen Santísima! —Dio tres golpes con la azada y, como si despertase de un mal sueño, levantó la cabeza y sentenció—: Tu madre no tiene sentido. Es buena, pero no tiene sentido. Y lo vas a pagar tú. Cualquier día de estos viene el diablo, te asusta con su rabo y sus cuernos, de forma que te quedas paralizado como si te hubiese caído un rayo en la frente, te coge de los pelos tiesos como escarpias que se te habrán quedado del miedo y te saca por la chimenea todo tiznado de hollín.

Aquellas palabras me dejaron rígido sin esperar a que apareciese el diablo. Quería escapar, pero una fuerza extraña sujetaba mis pies al suelo. Salí corriendo hacia la casa, subí los escalones de dos en dos y me refugié en mi habitación hasta que escuché la voz de mi madre ordenándome que bajase a almorzar. Sentía el estómago revuelto, comí sin apetito y unos minutos más tarde lo devolví todo. Al atardecer pasé delante de la iglesia y vi a más gente que de ordinario entrando al rosario. El primer impulso que sentí fue alejarme, pero, tras dudarlo unos instantes, me acerqué con recelo a la puerta entreabierta. El templo estaba en semipenumbra. Observé un rato lo que estaba ocurriendo en las proximidades del altar mayor, intentando que la vista se abriese paso en las sombras, y escuché los rezos. «Apiádate de nosotros, Señor, y envíanos la gracia de nuestra salvación…», imploraban las beatas arrodilladas ante la mirada desafiante de don Primo, quien según circulaba por el pueblo estaba sopesando la conveniencia de promover una novena de rogativas para implorar la lluvia.

—¿Qué haces ahí obstruyendo la entrada? ¿Por qué no entras y te arrodillas como los demás? —me preguntó en tono malhumorado una mujeruca a la que apenas conocía, empujándome con la mano para que avanzase pasillo adelante.

Sólo cuando extendió el brazo para mojar los dedos en agua bendita conseguí zafarme. En la plaza tres o cuatro hombres de tez cetrina y ademanes cansados hacían corro al lado del tejo centenario del que don Ramón nos hablaba con tanta veneración. Merodeé un rato sin éxito a la búsqueda de algún amigo para jugar a la pelota. Cuando los feligreses abandonaron el templo, empezaba a anochecer y escuché a uno de los hombres del corro comentar cómo habían menguado ya los días. Una de las últimas personas en salir fue Celsa, que renqueaba un poco de la pierna derecha. No se había quitado el velo y llevaba sobre los hombros una toquilla negra que debía de estar asfixiándola de calor. La observé sintiendo los latidos del corazón, que pugnaba por salirme del pecho. Ya en la calle, se volvió hacia el portón del templo, se santiguó por última vez y se perdió por el callejón lateral, mientras dejaba a su paso una estela fantasmal que amenazaba con ahogarme.

Solo, debilitado por la vomitona del mediodía, sintiendo los latidos del corazón desbocado en las sienes, no podía quitármela de la mente. Notaba que me golpeaban en la cabeza sus admoniciones de la mañana. Todavía no habían encendido el escaso alumbrado público. El ayuntamiento había ordenado restringir el uso de la poca energía que generaba la precaria centralita que abastecía de electricidad al pueblo. Camino de casa, la oscuridad que se iba cerrando por minutos acrecentaba en mi imaginación atemorizada los miedos sobrenaturales que estaban empezando a torturarme.

Aquella noche tardé mucho en dormirme.