IX
«¿A QUÉ VA USTED TANTO AL MONTE?»
La noticia del atraco al caserío de Leandro el del puerto corrió como reguero de pólvora por el pueblo y a media mañana adquiría ya tintes épicos. Los detalles iban cambiando de una versión a otra, cobrando cada vez mayor dramatismo, y al final nadie sabía ya con exactitud lo que había pasado. Con la excitación que se creó, el cura olvidó que tenía que oficiar un funeral por el alma de Eusebia, que seguía de cuerpo presente aguardando sepultura en el cementerio, y dijo una misa ordinaria con sermón político incluido.
—Las circunstancias nos obligan a estar vigilantes —aseguró— y a no cejar en nuestra firme determinación de derrotar para siempre al enemigo, que es negro como el betún, pero ahora se disfraza de rojo como el pimentón. El enemigo es el mal que se encarna de múltiples formas, a veces con la faz conocida del demonio, con rabo, cuernos y un tridente para empujar a las almas pecadoras al fuego eterno. Pero en ocasiones se reviste de formas distintas, a veces incluso entra en el cuerpo de otras personas, se adueña de su voluntad sin que esa persona se dé cuenta, y entonces es cuando el diablo es peor, cuando demuestra su maldad.
Las doce o quince beatas que habían madrugado para ir a misa escuchaban temblorosas las palabras del párroco, que poco a poco iban cobrando el tono de un sermón de misa mayor. Don Primo, que intentaba administrar sus silencios, hizo una pausa, se quedó pensativo un instante con el índice en la ceja, y bajando la voz, prosiguió:
—Anoche, unos desalmados enviados por Lucifer asaltaron la vivienda de Tina y Leandro, dos feligreses ejemplares de esta parroquia. La buena convivencia familiar que siempre implica para las familias cristianas la reunión en torno a la mesa de la cena se vio alterada de repente con la irrupción de los atracadores. El resto pueden imaginárselo ustedes, el miedo de la familia, el terror de aquella madre y aquellas niñas que ya nunca conseguirán librarse de las secuelas del miedo, la angustia del padre encerrado en espera de su ejecución y el robo, a mano armada, de sus ahorros y sus alimentos para el invierno… El peligro se cierne sobre la paz de nuestros hogares y la suerte de nuestras almas.
Las mujeres salieron de la iglesia atemorizadas. En la plaza habían aparcado varios camiones de la Guardia Civil y dos docenas de guardias llegados de fuera aguardaban instrucciones en una formación bastante relajada. Todos ellos estaban sin afeitar y con aspecto de no haber dormido desde hacía muchas horas. El alcalde abandonó el cuartel y al despedirse le dijo al capitán que había llegado al frente de la fuerza encargada de esclarecer lo ocurrido:
—Ya le digo, el mejor sitio para que se alojen es la escuela. Además, una de las maestras está enferma y parte de los niños no tienen clases. Si algo necesitan, no duden en decírmelo, estaré toda la mañana en el ayuntamiento. Me tiene a sus órdenes, mi capitán.
El capitán impartió algunas instrucciones a un cabo primero y uno de los camiones, con cuatro o cinco guardias a bordo, se puso en marcha en dirección a la escuela. En poco más de dos horas desalojaron las aulas de la planta baja, amontonaron las mesas, pupitres, armarios y encerados a la entrada y en su lugar las llenaron con camarotes de campaña, fardos con mantas, largas filas de botas, mochilas equipadas con raciones de campaña, armeros repletos de mosquetones y cajas de munición.
Una vecina de mi tío Arsenio vino a casa, pasados unos minutos de las nueve, intrigada porque la Guardia Civil había ido a visitarle —«No sé para qué le querrían», dijo— y no le había encontrado. Al parecer estuvieron preguntando a los vecinos más próximos dónde podría estar, cuándo le habían visto por última vez, si había dormido en casa y si había tenido visitas de desconocidos. Pero nadie había podido darles razón alguna.
Mi padre y mi madre intercambiaron una rápida mirada en la que adiviné la inquietud que les acababa de invadir. Noté que a mi madre casi se le cayó un paño de cocina que tenía entre las manos y que apretaba mucho los dientes para evitar que empezaran a castañetearle.
—No te preocupes —dijo mi padre a la vecina, aparentando toda la naturalidad de la que era capaz—. Habrá ido a ver cómo van las talas que estamos haciendo. Arsenio es de los que madrugan. Ya le encontrarán si quieren. Y si no, en cuanto regrese, le diremos que se pase por el cuartel a ver qué…
Casi no terminó la frase. La pareja de la Guardia Civil asomó sus tricornios charolados por encima de la tapia y uno de ellos, el más alto, gritó dirigiéndose a mi padre:
—Venimos a hablar con usted. Salga.
Mi padre giró sobre sus talones, frenó en el aire un intento de dar una patada de rabia en el suelo, encogió los hombros y bajó los dos peldaños del porche de un salto. Al abrir la verja del jardín casi se dio de bruces con uno de los guardias, que hacía ademán de entrar.
—Quédese, quédese. Podemos hablar aquí. Estamos haciendo unas diligencias y necesitamos saber qué hizo usted anoche.
—Nada. Dormir —respondió mi padre con aplomo—. Desde las ocho en que llegué de trabajar, no me moví de casa.
—¿Dónde estuvo usted durante la tarde?
—Durante todo el día… En el monte, en el Collado del Acebal controlando la tala de madera que estamos haciendo allí. Puede usted comprobarlo, pregunte a los obreros.
—¿En qué monte?
Mi padre les explicó con detalle por dónde caía aquel lugar, muy típico para excursiones en el verano. Uno de los guardias tomaba nota con un lápiz mal tajado en una libreta mugrienta con forro de hule negro, y el otro hacía las preguntas con sequedad, tono de desconfianza y expresión inalterable de mala leche. Yo miraba desde la puerta, con el cuerpo dentro de la casa y la cara asomando a la calle. La vecina de Arsenio se marchó discretamente sin despedirse y mi madre, que se había retirado a la cocina, contemplaba la escena desde la ventana sin atreverse a sacar la cabeza al exterior.
—¿A qué va usted tanto al monte?
—Es mi trabajo —respondió mi padre—. Me dedico a la madera desde que era pequeño. Ya lo hacían mi padre y mi abuelo.
—¿Tiene autorización para hacer talas?
—¡Claro! ¿Quiere verla?
El guardia negó con la cabeza.
—¿Dónde está su cuñado Arsenio? —prosiguió con el interrogatorio.
—Pues ahora mismo no lo sé. Estará en casa, quizá. O tal vez en alguna de las cortas… Además de cuñados, somos socios.
—No, en casa no está. Y nadie le ha visto desde hace dos días —replicó con tono malhumorado el guardia.
—Ayer creo que estaba por ahí. Hoy habrá ido a inspeccionar alguna de las talas que tenemos en ejecución. O como es fin de semana, quizá esté visitando a una novieta que tiene por ahí, la verdad es que no sé en qué pueblo vive. Creo que allá por la montaña adentro. Si es así, quizá no vuelva hasta la hora de cenar.
—¿Con qué gente se ven ustedes en el monte? ¿Hablaron allí con algún forastero estos días? ¿Vieron algún movimiento de forajidos en la zona?
Mi padre se encogió de hombros.
—Forastero no. Hablamos… pues depende: con los obreros, a veces con los dueños de los bosques… con gente que pasa. Con pastores. ¿Hay algo de malo en que uno hable con los demás?
El guardia que realizaba el interrogatorio no respondió a la pregunta un tanto impertinente de mi padre. Se notaba que no deseaba entablar conversación al margen del interrogatorio oficial.
—Le repito la pregunta de otra forma: ¿vieron a alguien extraño por el monte estos días?
—Que yo recuerde, no. Por ahí todos nos conocemos. Algún pastor si acaso o los vecinos de los caseríos de los alrededores cuando pasan camino de las fincas.
—Pues a partir de ahora, si ve por allí a alguna persona desconocida o en actitud sospechosa debe comunicarlo inmediatamente al cuartel. Queda advertido. Será su responsabilidad olvidarse de hacerlo.
El otro guardia cerró la libreta con cierta parsimonia, la guardó en la mochila que llevaba en bandolera y dijo:
—De momento es suficiente. Si el comandante del puesto lo estima beneficioso para la investigación, le llamaremos más tarde para que vaya al cuartel a formalizar su testimonio. Así que no se aleje de la casa en todo el día.
—Debo subir a pagar a la gente que tengo trabajando. Es su día de cobro.
—Que bajen ellos a cobrar o que esperen a la semana que viene. Usted de aquí no se mueva. Y en cuanto hable con su cuñado, dígale que se presente en el cuartel. Si no lo hace en las próximas horas, lo tendremos que declarar prófugo y se dictará una orden de búsqueda y captura.
Al rato supimos que el médico había tenido que subir al caserío del puerto a ver a Tina, que con el miedo se había trastornado y no cejaba de desvariar, y que a Leandro sería preciso escayolarle de cintura para arriba porque al caer entre las zarzas se había astillado un par de costillas. Celsa apareció a media mañana. Llegaba, como siempre, arrastrando una pierna, jadeante y con el pelo cada vez más desgreñado. Pero en esta ocasión parecía presa de una agitación especial.
—He venido para avisarla —le dijo a mi madre a modo de saludo—. Andan buscando a su hermano. Creen que fue él quien les dio los informes a los del monte para el atraco del puerto. Don Primo me ha dicho que menuda pieza que está hecho y que de sus actividades clandestinas el pueblo no sospecha de la misa la media. No le tendrán escondido aquí, ¿verdad? Don Primo sospecha que lo tienen ustedes oculto. Me preguntó si yo había visto algo y le dije que no. Piensa que su marido tiene muchos lugares para esconder a alguien.
Mi madre a duras penas consiguió ocultar su indignación. En una pausa de Celsa, se dio la vuelta y subió corriendo escaleras arriba a refugiarse en su dormitorio a llorar. Cuando observó que mi padre se encontraba en casa y que el ambiente no estaba para mucho diálogo, la mujer trasteó un rato por la huerta, simulando que arreglaba alguna planta, y se marchó sin despedirse.
—¡Qué bruja, cómo disfruta trayendo malas nuevas! Enferma me pone —exclamó mi madre con las manos en jarras a punto de derrumbarse.
Mi padre me dijo que saliera a dar una vuelta y que no hablase con nadie de mi tío. Se notaba que quería alejarme para charlar a solas con mi madre. Antes fui a orinar al cuarto de baño y escuché con el oído pegado a la puerta. Aunque hablaban en voz baja, alguna cosa deduje.
—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntaba mi madre con voz implorante.
—Vamos a ver —respondió mi padre—. Hay que serenarse y evitar perder la calma.
—¿Y si te detienen?
—Con eso hay que contar, aunque no sé qué decirte. Yo creí que iban a llevarme detenido hace un rato. Pero el problema gordo es tu hermano.
—¡Ay, no me lo recuerdes!
—¿Cuánto tiempo dijo Arsenio que echarían en la expedición? —preguntó mi padre.
—Ya no me acuerdo. Me hago un lío. Querían ir y venir de noche, y sin luz en las bicicletas. Así que fíjate. Marcharon anteayer: dándoseles todo bien, hasta esta noche no regresan.
—Hay que pensar una forma de avisarle en cuanto vuelvan. Será mejor que se presente, pero que tenga una explicación preparada para su ausencia.
—El vendrá aquí. En cuanto llegue, pasa a contarnos cómo le ha ido. Eso si no le cogen antes, claro.
—¿Crees que le dejarán venir? Desde su casa hasta aquí, le echan el guante. No faltarán chivatos por ahí que en cuanto le vean pierdan el culo yendo al cuartel a dar el parte. Habría que avisar a Hortensia.
—Pero ¿tú crees que debe esconderse de nuevo? No sé si querrá. No te olvides que ya estuvo escondido cuando la guerra cerca de seis meses. Y recuerdo muy bien el día que salió. Lo primero que dijo fue: «En otra así no me meto. Prefiero morir antes que volver a pasarme días y días metido en un agujero».
—Y lo entiendo. ¿Qué me vas a decir a mí? Es muy duro pasarte las horas sin ver el sol, sin hablar con nadie, temiendo que en cualquier momento aparezcan… Pero el problema está en que ahora… Bueno, llega, se presenta ¿y qué explica? Le preguntarán dónde estuvo. ¿Y qué dice? ¿Qué ha ido a Tierra de Campos a…? ¿A qué? A hacer estraperlo. Es salir de Málaga para meterse en Malagón.
—Claro —escuché decir a mi madre, con voz de abatimiento—. Está cogido por todas partes. Mira que se lo dije: «Arsenio, no te metas en más líos. Van sin documentación, te tienen entre ceja y ceja, y si te cogen, verás». Aparte de que lo que pretenden hacer es muy peligroso. Bajar un saco de harina en la bicicleta por esas carreteras de curvas… Son cosas que no merecen tanto riesgo. Lo que ocurre es que ya sabes cómo es: es cabezota y le gusta meterse en líos. Esperemos que no le haya pasado nada.
—Tranquila, mujer —dijo mi padre tras una pausa—. Vamos a ver cómo salimos de esta. Ahora lo importante es no perder la calma. Y ante la gente, cara normal, como si no pasara nada.
—Hortensia sí le puede esconder por allí.
—Irán a registrar también, ¿qué te crees? Ya has oído a Celsa. Pero sí, por allí hay muchos sitios bastante seguros. Además, que si van a registrar hoy, y en una de estas ya han ido, no lo van a encontrar porque no está. Habría que avisar a Hortensia de alguna manera para que no despierte sospechas.
—Yo no me siento con fuerzas para ir hasta Colazo. Cuesta arriba me canso que no veas.
—Y yo no debo moverme de por aquí. Ya escuchaste al guardia. ¡Qué hijos de puta! Vamos a avisarla que venga. Mandaré al aguador de las talas.
El resto del día mi padre y mi madre casi no volvieron a hablar. Cualquiera que les hubiese visto pensaría que estaban reñidos. Mi madre ni siquiera preparó nada para almorzar. Cuando se dio cuenta de que eran las dos, se sobresaltó:
—Se me fue el santo al cielo… ¿Queréis comer ya?
—Por mí, paso —dijo mi padre—. Sólo tengo sed.
Para mí, preparó una tortilla francesa y de postre un vaso de leche. Cuando estaba comiendo la tortilla, mi padre comentó:
—Los huevos son muy malos para el hígado. Es lo primero que quitan los médicos para curar la ictericia. No le des demasiados por si acaso.
A mi madre aquella observación le aumentó aún más las preocupaciones sobre mi salud. Se acercó a mí igual que había hecho la antevíspera, me hizo aproximarme a la ventana, me levantó los párpados y estuvo un rato mirando a la luz a ver si las retinas se habían puesto amarillas.
La tarde se hizo interminable. Un cuervo negruzco y con aire de mal agüero se pasó hora y media graznando en lo alto de un álamo al otro lado de la carretera. En el pueblo la gente estaba asustada al ver a tantos guardias civiles armados hasta los dientes deambulando por las calles. Algunos se hablaban a voces y se movían a carreras como si persiguieran a algún fugitivo imaginario. Los rumores desatados se contradecían unos a otros.
—Tienen el pueblo tomado —decía la gente y razón no faltaba.
Al atardecer, el enterrador bajó a ver a don Primo, que se había pasado el día yendo de la iglesia al cuartel, del cuartel al ayuntamiento y del ayuntamiento a la iglesia, para recordarle que Eusebia estaba todavía sin enterrar y que el cadáver cada vez olía peor. Pero don Primo le echó con un bufido.
—Hoy no estoy para enterrar a nadie. Bastantes problemas tiene la parroquia como para que me distraiga con una cosa así. Ahora lo importante es que el cadáver esté tapado y que las moscas no puedan comérselo.
Más tarde se ve que recapacitó, se subió al campanario, se puso la boina colorada de sus tiempos de capellán de un tercio de requetés que usaba para retejar y él mismo se puso un rato a tocar a difunto. La gente ya se había olvidado de que había en el pueblo un cadáver de cuerpo presente y se preguntaba quién habría muerto. Luego bajó a rezar el rosario y al final de las letanías anunció que el lunes, Dios mediante, empezarían las rogativas.
—Vamos a hacer algo grandioso. Iluminaremos la iglesia con todas las velas que podamos, la ornamentaremos con flores y colchas, y sacaremos a todos los santos en procesión, cada día uno. A lo largo de nueve días recorreremos todas las calles y callejas del pueblo. Perseguiremos a Lucifer hasta en el más apartado rincón donde se oculte y para ello la cruz de Cristo irá siempre en cabeza de la procesión. Llevaremos cada tarde un caldero de agua bendita, que es lo que más aterra al demonio, y bendeciremos todos los rincones.
No pudo terminar la frase. Julita, la hija del zapatero, que escuchaba babeante y temblorosa al párroco desde uno de los bancos delanteros, hizo un movimiento extraño y sin que su madre tuviese tiempo a reaccionar, se cayó de bruces contra el reclinatorio. La madre dio un grito y todos los asistentes se agolparon a auxiliarla.
Julita, que acababa de cumplir quince años, había sufrido la meningitis de pequeña, en plena guerra, y aunque la había atendido con mucho interés el médico militar del hospital de campaña republicano de las afueras, no había quedado bien. Mantenía dificultades para hablar, coordinaba mal sus ideas, la cara se le había ido deformando y tenía el hombro izquierdo más caído que el derecho de modo que la cabeza se le inclinaba de ese lado.
—Dale aire, dejar que se airee —recomendaban las mujeres.
La muchacha se había quedado como muerta en el suelo, mal tendida sobre el reclinatorio, con el brazo aprisionado entre las tablas del delantero. El pulso, comprobó la partera Dolores, le latía con fuerza, lo cual era buena señal, pero respiraba con dificultad.
—Hay que sacarla afuera. Al fresco ya veréis como se recupera en seguida. Aquí está el ambiente muy cargado.
Eulogia, la madre, lloraba. Don Primo, todavía con la sobrepelliz blanca que se ponía para el rezo, se acercó y al agacharse para cogerla por la cabeza y sacarla al exterior, la joven dio un grito que retumbó durante varios segundos en la bóveda del templo. Luego empezó a retorcerse y a patalear al tiempo que lanzaba gemidos desesperados y la boca se le llenaba de espuma. Cada vez que alguien intentaba tocarla, se retorcía y pateaba el banco con un frenesí jamás visto por nadie. Los presentes, asustados, no salían de su asombro. Algunas mujeres recularon hasta la puerta y pidieron a gritos auxilio a dos guardias que cruzaban por la plaza. Unos minutos después, la iglesia se había llenado de curiosos. Don Primo, que se había quedado sin saber qué hacer, se abalanzó a la pila del agua bendita, cogió el hisopo y lo vació cual lluvia fina en la cara congestionada y salpicada de espumarajos de la muchacha, mientras musitaba unos latinajos que nadie entendió. Con el agua, la joven dio un gritó, se retorció como presa del dolor hasta quedar boca abajo, sufrió tres o cuarto espasmos seguidos y después de unos segundos de intensos jadeos, empezó a mostrar síntomas de recuperación.
Don Primo, que seguía con el hisopo en la mano y la mirada perdida en el artesonado, asistía a la escena en silencio, y sin decir una palabra se retiró pensativo a la sacristía. Ya calmada, dos mujeres ayudaron a Julita a levantarse y casi en volandas, porque aún le costaba apoyar los pies en el suelo, la sacaron a la calle, donde el ambiente evocaba de nuevo la imagen de la guerra. Detrás salió el resto de la gente. Nadie hablaba. Todo el mundo parecía triste y preocupado.
—Ya le ha dado más veces, pero nunca tan fuerte —comentó Eulogia cuando se le pasó el tembleque a su hija.
Pero nadie la escuchó o si la escucharon no le hicieron caso. Antes de despedirse, la mujer del juez le dijo que debería llevarla a un especialista y ella le respondió que ya había ido varias veces, que le habían dicho que eran ataques epilépticos y que no tenían cura. Tampoco esta vez sus palabras encontraron eco; en realidad, ninguna de las beatas las escuchó. Todas estaban convencidas de que lo que habían presenciado tenía que tratarse a la fuerza de algo sobrenatural. Julita reflejaba el comportamiento de los endemoniados.
—Ella sola no podía hacer lo que hacía… ¡Has visto qué fuerza! Daba miedo —se escuchaba entre los comentarios.
—Para mí que algo o alguien desde dentro del cuerpo le insuflaba fuerza y rabia. No era ella la que gritaba. Era una voz diferente, aterradora.
Mientras, don Primo se había encerrado en su despacho y preparaba un informe urgente sobre lo ocurrido. «Si bien es verdad que en las últimas semanas había dado pruebas abundantes de su presencia en el pueblo, esta noche el demonio se ha adueñado del cuerpo de una joven feligresa y, en pleno rezo del santo rosario, en la propia iglesia de Nuestro Señor, ante la presencia de numerosos fieles, se manifestó con todas las malas artes de que es capaz. Sólo el agua bendita le hizo alejarse del vientre de la infeliz, pero quizá no por demasiado tiempo», decía el escrito que a la mañana siguiente saldría por correo certificado y urgente rumbo al Obispado.
Yo estaba jugando al fútbol con otros niños y me enteré de lo ocurrido cuando ya regresaba a casa. Luisito, el de la fontanería, escuchó lo que su madre le relataba a su abuela y cuando me vio pasar salió asustado a contármelo con voz trémula:
—¿Ya te has enterado? La hija tonta del zapatero tiene al diablo dentro… Lo vieron todas las mujeres que fueron al rosario. Lo expulsó cuando la rociaron con agua bendita.
Sentí que se me ponía carne de gallina y el pelo húmedo se me encrespaba. Estaba sudando tras correr detrás de la pelota, pero las palabras temblorosas de Luisito me helaron el cuerpo.
—¿Y cómo era? ¿Le vieron?
—Mi madre dice que gritaba como nunca había oído gritar a ningún animal salvaje y que echaba espuma por la boca. Hasta que el cura no la roció con agua bendita, no se fue. Mi abuela dice que el pueblo está endemoniado y mi madre tiene ganas de devolver y se siente muy mal. Yo tengo miedo.
—Ya.
—Voy a ver si me entero de algo más. Pero a mí no me lo quieren contar todo. Me ha dicho mi madre que estas son cosas muy serias y sólo pueden saberlas los mayores. Ya sabes que el cura va diciendo que el diablo anda por el pueblo… ¿Tú no tienes miedo?
Me encogí de hombros sin fuerzas para articular una palabra. Sentía la lengua trabada, que la cabeza me daba vueltas y que la vista se me nublaba entre lucecitas de colores que chispeaban entre las pestañas.
Cuando llegué a casa mi padre había salido y mi madre estaba sentada en la tumbona desvencijada del porche donde mi abuelo había pasado sus últimos días. Nada más verme llegar intuyó que algo raro me pasaba y empezó a hacerme preguntas inquisitivas que yo sólo respondía con monosílabos. Tuve que cargarme de fuerza para contarle lo que había ocurrido en la iglesia.
—Lo que faltaba —respondió—. Que ahora aparezca una endemoniada. No te creas esas cosas. Seguro que el diablo tiene más que hacer que todo eso. Si no lo ha preparado el cura, no andará muy lejos.
Hizo una breve pausa, se levantó de la tumbona y, camino de la cocina, añadió:
—Sería un ataque. Esa niña ya ha sufrido más. Quedó mal de la meningitis que padeció de pequeña y siempre ha hecho cosas muy raras la pobre. Además, que con todo lo que está pasando aquí, vamos a acabar volviéndonos locos todos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre como saludo al entrar y verla tan contrariada.
—¿Sabes algo? —preguntó a su vez mi madre con ansiedad.
—Nada especial. Pero ¿qué ha pasado que os veo tan excitados?
—¿Qué va a pasar? —respondió mi madre—. Las cosas de este cura chalado que tenemos. Al parecer le dio un patatús en el rosario a la hija del zapatero, la que tuvo meningitis, y ahora vienen con el cuento de que está endemoniada… Y lo malo es que la gente se lo cree.
—Pues ya tenemos historia para largo. Cualquier día además de guardias civiles esto se llenará de exorcistas. Lo que nos faltaba para animar el manicomio. ¡Hay que joderse! Y mientras, según me han dicho, el cadáver de la Rosarios sigue sin enterrar porque al cura se le pasó…
—Pero cuenta tú: ¿has sabido algo?
—No. En casa del otro los esperan para hoy, quizá ya en la madrugada. Saben lo mismo que nosotros. La vuelta pensaban hacerla de noche, aprovechando la oscuridad.
—Que no les pase nada, por Dios. ¿Le dejaste recado?
—Sí. Le dejé una nota. Como se las dejaba otras veces.
—Ya.