IV: Retejando con sotana

IV

RETEJANDO CON SOTANA

Cenamos temprano a la luz de una vela cuya cera hacía arabescos alrededor de la palmatoria y cuando ya íbamos a acostarnos, llegó mi tío Arsenio con un jersey enrollado en la cintura y su aire extrovertido y dicharachero, en contraste con las contrariedades que propiciaba la carencia de electricidad. No le esperábamos y yo sentí un gran alivio al verle porque así me libraba de tener que irme a la cama tan temprano. No tenía sueño y la perspectiva de quedarme a oscuras mirando al techo y contando los nudos del contrachapado mientras daba rienda suelta a la imaginación (y con esta a las pesadillas) me atormentaba.

—Esta vela está en las últimas —advirtió mi madre al tiempo que trajinaba en el fregadero— y la vamos a necesitar para acostarnos. Mañana habrá que intentar comprar otra. Hace días no quedaban en la tienda. ¿Por qué no salís a hablar al porche? Tengo un poco de café, ¿os hago unas tazas? Frío no vais a sentir y necesidad de veros las caras no creo que tengáis.

—Mejor, mejor —respondió Arsenio—. Aquí cuando no llueve, graniza —añadió—. Hay que ahorrar cualquier candela que dé luz. A saber hasta cuándo va a prolongarse la avería… Dicen que es seria y cuando Marconi no la ha conseguido reparar, debe de ser verdad. Claro que no faltará quien le eche a él la culpa.

Marconi era el apodo con que se reconocían en el pueblo las habilidades técnicas de Eusebio, el encargado del funcionamiento de la central eléctrica. El viejo tinglado de cables entrelazados por telas de araña que proporcionaba a diario el milagro de unas horas de luz mortecina no tenía secretos para él y sus manos ágiles y aislantes. No tomaba precauciones para manipular los conmutadores y en más de una ocasión su cuerpo flaco y cetrino había soportado descargas mortales de las que, sin embargo, había salido indemne.

«Soy gato de siete vidas. Ya me quisieron mandar a criar malvas los falangistas y no lo consiguieron. Debe de ser que soy duro de pelar», comentaba sin perder nunca la ironía.

Mi padre le apreciaba por partida doble: además de ser un técnico muy útil, autodidacta pero valioso, era un republicano de los de verdad. Habían estado a punto de fusilarlo los nacionales, sin embargo, algunos próceres del franquismo, temerosos de que su ausencia dejase el pueblo a oscuras para los restos, intervinieron a su favor y, en vez de darle un paseo de madrugada seguido de varias ráfagas por los alrededores del cementerio, le pusieron en libertad con la única condición de presentarse todas las mañanas en el cuartel de la Guardia Civil y volver a reparar gratis cualquier avería que se produjese en la iglesia o en la casa rectoral.

—Sólo faltaría eso. Marconi no tiene grandes conocimientos, eso es cierto. Pero si no fuese por él, aquí no lucirían ni los carburos. Cuando él falte, a ver dónde encuentran otro igual. Para cuatro perras que le pagan al pobre… Y él que, muerto de miedo, no se atreve ni a pedir aumento… En fin —mi padre sonrió por vez primera en toda la noche—, Arsenio, lo de llover o granizar no lo dirás en serio, ¿verdad? No sé tú, pero yo ya no me acuerdo de cómo llueve. El día que llueva, si es que vuelve a llover alguna vez, voy a salir a la calle y empaparme hasta los huesos. Si la Biblia tiene algo de cierto, será lo de las siete plagas. Mejor me callo. Mañana, bueno, el domingo, el cura dirá en el sermón que el corte de luz es otro castigo del cielo.

—¿Vas a ir a escucharle? —le interrumpió Arsenio con sorna.

—¿Yo? Sólo si me llevan arrastrado por una yunta de bueyes. El cupo de majaderías que una persona puede soportar estoicamente yo ya hace tiempo que lo tengo cubierto. Estoy del tal don Primo de los…

—Ahora va con el cuento de que anda por ahí el diablo —le cortó mi tío—. Y se queda tan pancho. Seguro que haciéndoles creer a las mojigatas que fue Lucifer, como él lo llama cuando quiere hacer alarde de pedantería, quien entró en la fábrica disfrazado de gato montés y provocó un cortocircuito. Está como un cencerro…

—Pero un cencerro con mala leche y peligroso, muy peligroso… Te manda a la cárcel o más allá de la cárcel por menos de nada —apuntaló mi padre.

—Teníais que haberle visto esta tarde en el tejado de la rectoral con una boina colorada, la sotana atada con una cuerda y retejando… La gente que pasaba se quedaba mirando sin dar crédito.

—¿Quién retejaba?, ¿don Primo? —interrumpió mi madre, asomándose por la puerta de la cocina mientras se secaba las manos en el mandil—. No me lo puedo creer.

—Lo que yo te diga. Con la sotana arremangada hasta la cintura, una boina de requeté para que se le viese bien, y retejando. Parecía un cuervo, todo de negro y la cresta roja. Es un personaje de verdadera zarzuela —añadió mi tío—. Alguien le gritó desde abajo: «Tenga cuidado, don Primo, no vaya a caerse. Esas tejas son muy traicioneras. ¿Por qué no deja que suba un mozo, que tendrá más agilidad?». Y él, sin cortarse ni un pelo, respondió: «Las goteras no se pueden dejar. Además que en este pueblo no hay mozos con fe ni cojones, hablando mal y pronto, cojones para prestar un servicio a Dios».

—¿Y dijo «cojones»? Anda, luego va por ahí reprendiendo y pegándoles gorrazos a los chavales en la catequesis cuando se entera de que han dicho un taco. ¡Menudo ejemplo! —sentenció mi padre—. Lo de la boina roja lo entiendo: no se cansa de repetir que él es falangista y tradicionalista. Como diría, ¿quién fue?, ¿Unamuno?: «Extraño animal de cresta colorada que confesado y comulgado ataca al hombre».

—Oye, Arsenio —volvió a asomar la cabeza mi madre por la puerta—, ¿cómo sabe que hay goteras si ya nadie se acuerda de cuándo cayó la última gota?

—¡Ah! No sé. Le dio por ahí. Está majareta perdido. La gente empieza a tomarle a chirigota. Sólo algunas viejas…

—Majareta pero, insisto, peligroso, no me cansaré de advertirlo —intervino mi padre—. Al fin y al cabo, lleva sotana y eso en los tiempos que corren le da bula para todo. ¿Para qué quiere la pistola que guarda en la sacristía? No pensará ahuyentar al diablo que tanto le obsesiona a tiros, digo yo.

Unos pasos sigilosos rompieron el silencio de la oscuridad. Era el cabo de la Guardia Civil. Le vimos husmear por encima de la tapia antes de llamar con la bocacha del fusil en la cancela. Estaba acompañado de otro guardia más joven, alto y con bigote, cuyo tricornio dibujaba en el vacío una silueta tenebrosa. Los dos llevaban una mochila en bandolera y el arma apuntando al cielo.

—¿Quién es? —preguntó mi padre.

—Guardia Civil —respondió el cabo con voz prepotente—. ¿Quién está en la casa?

—La familia —respondió mi padre sin levantarse de la silla y con tono malhumorado—. ¿Desean algo?

—Hace un rato entró alguien de fuera —insistió el cabo—. ¿Alguien conocido?

—Mi cuñado Arsenio, sí. Está aquí con nosotros.

Instintivamente mi tío se levantó y dio unos pasos hacia la entrada para que le vieran.

—Vale, vale —le frenó el guardia—. ¿Va a pernoctar esta noche en la casa?

—No pensaba —respondió mi tío—. ¿Por qué? ¿Hay algún problema? Acabo de llegar.

—Ninguno, ninguno. Pero haga lo que tenga que hacer rápido y recójase pronto. No es conveniente andar por la calle después de las diez… Hay quien se aprovecha de la oscuridad para delinquir y perturbar el descanso de los demás.

Mi padre, que algunas veces no conseguía frenar sus impulsos, apenas le dejó terminar:

—Lo sabemos, lo sabemos. Buenas noches.

Mi madre, aún sin quitarse el mandil, también se había acercado a la puerta y preguntó:

—¿Qué les pasa a estos hoy? Tengo la impresión de que vinieron siguiendo a Arsenio.

—Pues ¿qué les va a pasar? Lo mismo que ayer y parecido a lo de anteayer. Todas las noches nos hacen un par de visitas con una disculpa u otra. Lo que ocurre es que normalmente no nos enteramos —explicó mi padre—. Deben de creer que…

—Sí, pero estos días están muy revueltos… —le interrumpió mi tío—. Hay noticias que quizá no sabéis. Estáis muy aislados. Anoche asaltaron un caserío al otro lado de la cuesta y se llevaron seis mil pesetas, una escopeta de caza y dos cajas de cartuchos, un par de jamones, tres o cuatro piezas de cecina, unas botellas de vino y varias ristras de chorizos.

—Pero —se apresuró a preguntar mi padre— ¿eran ladrones o…?

Mi tío movió la cabeza sonriente.

—No. No fue un robo. Fue una requisa. Una contribución, involuntaria eso sí, a la lucha democrática.

—¿Y no los habrán cogido, verdad? ¿Se sabe qué partida fue? —preguntó mi padre sin ocultar su ansiedad.

—Por el rastro los iban a coger —respondió Arsenio sonriente—. Son más listos que los guardias de aquí a Roma. Cuatro entraron en la casa y dos se quedaron fuera vigilando. Cuando llegaron los de la Benemérita, ¿dónde estaban ya? Todavía andan buscándolos por los alrededores. Creen que no han podido escapar muy lejos, pero no tienen ni idea.

La noche empezaba a adensarse en una oscuridad tormentosa. Había cesado la brisa vespertina y unos gruesos nubarrones avanzaban desde el oeste amenazadores. De vez en cuando la casa se iluminaba tenuemente con los destellos de relámpagos lejanos. Unas semanas antes, los rayos que descendían con líneas quebradas en el horizonte habrían sido saludados con euforia, pero la gente ya había perdido toda esperanza en que llegasen las lluvias otoñales.

—Hace un calor pegajoso, ¿será para hoy la lluvia? —preguntó mi tío oteando el firmamento.

—No creo —pronosticó mi padre sin inmutarse—. Cuando se prepara tanto, luego no ocurre nada. Son tormentas secas. Todo se queda en salvas. Yo no sé esto cómo va a acabar. La gente se queja con razón.

—No te preocupes, cualquier día de estos empiezan las rogativas y se arregla —dijo mi tío entre sonrisas.

—Ya. Lo que no entiendo es, si esa es la solución, por qué no las hacen de una puñetera vez. Tanto hablar de las rogativas… con lo baratas que salen. El cura, que lo está pero tonto no es, debe de andar esperando a que aparezcan nubes de las de llover de verdad para rezar sobre seguro —apostilló mi padre—. Ahora todo se arregla yendo a misa y rezando, pero la vida cada vez se pone más cuesta arriba. Todo escasea, todo está racionado, todo sube… Los únicos que lo tienen claro son los estraperlistas, que se están forrando. Pero nadie se mueve, eso también es cierto, este país se quedó sin sangre en las venas… La gente sólo tiene reservas cívicas para llorar a sus muertos. Y los curas, erre que erre, anestesiando al pueblo con el objetivo de que rece, tema y calle…

—Al parecer está esperando a que le autoricen… —aclaró mi tío.

—¿El cura? ¿Para hacer rogativas? ¿Quién le tiene que autorizar, el arcipreste? ¿No puede hacerlo él por su cuenta? ¿Tú crees que este cabestro pide permiso para algo? Tengo entendido que en el Obispado están que trinan con él —reveló mi padre.

—Eso dicen, eso dicen. Pero creo que sí, que las rogativas tiene que autorizarlas el obispo. Se curan en salud. Don Primo no se recata de ponerles a caer de un burro. Al parecer ha pedido permiso y no le responden. Todos los días va a la oficina de Correos a ver si le llega la autorización —contó mi tío, que, una vez más, se mostraba como una de las personas mejor informadas de lo que ocurría en el pueblo—. El otro día insultó a Julián porque no había llegado la carta con el permiso. Como si tuviese la culpa el cartero. Luego, alguien con algo de cabeza le dijo que quizá debería ir a hablar con el vicario para que se den un poco de prisa, y se puso como un basilisco. Respondió que él no se gastaba ni una perrona en el coche de línea para ir a hablar con «ese calzonazos». Al parecer el vicario episcopal y él no se pueden ver desde los tiempos del seminario… Cuentan que cuando estudiaban, don Primo y otro de su cuerda lo esperaron un día en una esquina a la hora del paseo con la intención de caparle con un cuchillo que habían sustraído de la cocina. Se escapó por pies.

Yo escuchaba sin intervenir, absorto en mis pensamientos, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, las piernas abrazadas con las dos manos y el mentón sobre las rodillas. Me resultaba extraño escuchar aquella conversación y luego ver el respeto reverencial con que la mayor parte de los vecinos trataba al párroco. No entendía las razones del odio que le profesaban mis padres ni el motivo por el cual yo no podía participar en las actividades del Frente de Juventudes ni ir a misa como los otros niños. Mi madre miraba el reloj de soslayo y me hizo señas de que era hora de acostarse, pero yo hacía como si no me percatase de sus insinuaciones. De vez en cuando sentía que las descargas eléctricas de la tormenta, cada vez más próximas, me estremecían el cuerpo. Los relámpagos iluminaban el horizonte, donde las nubes cobraban aspectos apocalípticos.

—Estas tormentas secas son muy desagradables —comentó Arsenio—. Tu tía Hortensia —añadió dirigiéndose a mí— debe de estar pasándolo fatal. Siempre ha tenido mucho miedo a los rayos y a los truenos. ¿Te acuerdas, Elvira, de cómo corría para casa en cuanto empezaba a tronar cuando éramos chicos? Una vez recuerdo que se refugió debajo de una cama y no había forma de hacerla salir. Cuando papá la sacó, temblaba sin parar. Todo desde aquella vez que entró un rayo por la chimenea de los vecinos, la casa de la curva, y mató a la abuela, a un nieto que estaba asando castañas en la lumbre y un gato que la anciana tenía en el regazo. Era una casa muy vieja y desvencijada. La cocina estaba muy baja, casi empozada, y cuando llovía le rezumaba agua por todas partes. Entonces dijeron que había sido la humedad del suelo la que hizo que el rayo los matase. Yo no había nacido, pero lo oí muchas veces. Hortensia era pequeña, tendría cinco o seis años, ¿verdad, Elvira? Cuenta que la impresionó mucho.

—Sí. Yo no caminaba aún y me lleva cinco años menos dos meses, así que echa cuentas. Unos años después, siendo niña, cada vez que oía el relato de lo ocurrido me entraban escalofríos por la espalda, así que Hortensia, que lo vivió desde el principio, no me extraña nada que se quedara traumatizada.

—Los niños son muy sensibles a esas cosas, a veces no nos damos cuenta, pero… —De pronto mi tío se percató de que estaba yo escuchando y me preguntó tratando de enmendar su incongruencia—: Tú no tienes miedo a los truenos, ¿verdad, Nacho? Ya eres un hombre. ¿Eres miedoso? Me da a mí que no.

—Un poco, un poco —se apresuró a responder mi madre por mí—. Cuando falta la luz, no te creas que sube solo al cuarto, no. Y a veces tiene pesadillas.

—Y Celsa, ¿no te mete miedo?

Empezaba a hacer fresquito y con el relente me había encogido como un ovillo. Escuchando la conversación, me había olvidado de Celsa, cuya imagen desgreñada me perseguía. Pero al recordarla mi tío, volví a evocarla allí mismo, en el jardín, con el rostro ennegrecido, los pelos lacios y sucios cayéndole por debajo del pañuelo por la espalda, la mirada inquisidora y vestida siempre de negro, preguntándome con aquella voz de grulla que tenía: «Tú nunca vas a misa, ¿verdad? Y la primera comunión, ¿no vas a hacer la primera comunión? Porque bautizado sí estás, ¿verdad? Te bautizaron para que tu padre no fuese a la cárcel otra vez, ya me acuerdo».

—No… —recuerdo que acerté a responder, sintiendo que el calor me subía hasta la frente.

Nunca me hacía a la idea de que mi padre había estado preso. ¿Por qué?, me preguntaba sin conseguir una respuesta que mi madre tampoco había querido darme. «No ha hecho nada malo; le detuvieron por ser de la cáscara amarga, como dicen los de derechas de quienes no oyen el parte de las dos y se ponen en pie —trató de explicarme con voz nerviosa, y en seguida cambió de tema—. ¿Dónde has estado que has manchado así la camisa? ¿No habrás vuelto al río a chapotear en el fango?». A veces me alarmaba pensar que mi padre hubiese matado a alguien, a un falangista o a un fraile, a quienes tanto odiaba, y que tuviese las manos manchadas de sangre. Luego, cuando conseguía quitar tan lamentable pensamiento de la cabeza, sentía como una especie de liberación que el recuerdo de Celsa volvía fugaz. Algunas veces, cuando me hablaba en voz baja y tono misterioso en el jardín, sentía la tentación de preguntarle, pero sea por pudor, por miedo a saber la verdad o por dignidad, nunca di el paso adelante y la mayor parte de las veces me alejaba corriendo, dejándola con la palabra en la boca.

—Esa mujer —continuaba hablando mi tío— a mí me produce vomitera. No sé, me da mala espina. Es una bruja. No me gusta nada. Me recuerda a la bruja Pirulí de los cuentos. Siempre con sus misterios, sus historias, sus enjuagues curativos, no sé cómo la mantenéis. Luego va por ahí rajando que no para. Ya digo, no sé cómo la tenéis aquí. Supongo que en la cocina no la dejarás ni entrar, es asquerosa.

—Por compasión más que por otra cosa. Es trabajadora, no te creas, y humanamente digna de lástima. Viuda a sus años, después de haber parido cinco hijos y ahora sola… Nos da mucha lástima, la mujer. Pero algo de bruja sí que tiene, sí. Por lo menos tiene la vocación y la actitud. Le encanta hablar de cosas raras. A veces cuenta que hace brebajes para ahuyentar a los espíritus perversos. Cuando se enrolla con historias de muertos, de visiones fantasmales que la asaltan, de escenas nocturnas en el cementerio o del diablo, me revuelve el estómago. Y no hay manera de hacerla callar. «Que eso son bobadas, Celsa», le digo, y da lo mismo. Le encantan esas cosas, se las cree, las sufre, se regodea en ellas. Con decirte que a veces, me lo contó un día en que venía desencajada, va al cementerio de noche… —contó mi madre, interrumpida por un profundo suspiro de impotencia de mi padre.

—¿A qué? —se interesó Arsenio.

—Yo qué sé. A hablar con los muertos de su familia. Y eso que aquí no tiene a nadie enterrado. Todos los tiene enterrados en su pueblo. Pero dice que su marido la llama y le pide que se acerque al cementerio para estar más cerca y poder hablar. También asegura que su hija Lucila, que murió al nacer o nació muerta, no lo sé muy bien, la regaña porque no la bautizó a tiempo. Cada día te sale con una historia nueva. Una vez me preguntó si yo no hablaba con mi madre y aquel día se me agotó la paciencia: la eché con cajas destempladas. Pero qué quieres que hagamos.

—Yo ya estuve a punto de mandarla al carajo en varias ocasiones y no lo hice seguramente porque coincido poco con ella. Por lo general yo no estoy en casa por las mañanas. Le pagamos poco, eso también es cierto. Elvira le da de comer al mediodía…

—Come muy poco —precisó mi madre—. Yo creo que se mantiene del aire y de la maldad que lleva dentro. Prueba las cosas, lo mismo que hago para nosotros, y casi siempre lo deja en el plato. A veces le doy algo de la huerta para que se lleve, aunque no me extrañaría nada que de aquí vaya a la iglesia a entregárselo al cura. No, me decías de la cocina; no, en casa no quiero que haga nada porque a Joaquín le da asco y a mí también. Es más, no dejo que se acerque a las ollas, no vaya a echarnos cualquier día en el guiso alguno de sus brebajes. Tampoco creo que sepa hacer nada. Para la huerta y el jardín, en cambio, es amañada. Lo hace bien y tiene buena mano para las plantas.

Mi padre sacó una lata redonda con picadura que guardaba como oro en paño en otra lata más grande de dulce de membrillo en la bodega, en el lugar más húmedo de la casa, y se la ofreció a mi tío junto con un librillo de papel marca Zig-Zag.

—Echa uno de esto, a ver qué te parece. No son hojas secas de patata, que conste.

Ambos liaron sus cigarrillos en silencio, con destreza en los dedos y un gesto de fruición anticipada en los rostros. Luego, casi al unísono, los dos pasaron la lengua por la franja de pegamento de la hoja de papel y los encendieron con la misma cerilla que mi madre prendió y les pasó de uno al otro.

—Tampoco me quedan muchas cerillas, no creáis. Y como una nunca sabe si va a encontrar o no… pues hay que administrarlas. Todo es una calamidad en este pueblo.

—En este y en los demás, no vayas a pensar que fuera de aquí atan los perros con longaniza —replicó mi padre—. Por ahí fuera reparten leche en polvo y queso que envían los norteamericanos en las escuelas, pero aquí ni eso. Con este cabrón nadie quiere saber nada. Pero eso sí, le castigan a patadas en el culo, en el nuestro, no en el suyo.

—A veces me planteo a mí mismo —corroboró Arsenio—, ¿volverá España a ser un país normal? La gente, que está harta aunque no lo manifieste, ¿reaccionará algún día como hace en otros lugares de Europa, como hace en Hispanoamérica, como hacía aquí antes? Porque mira que cuando la República, bien que jodían con tal de complicarle las cosas al Gobierno, ¿eh? No sé.

—La gente está asustada. Fue una guerra muy larga, muy dolorosa y ahora, ¿quién guarda fuerzas para nada? Todo el mundo tiene algún muerto en la familia y nadie ignora cómo se las gastan estos: palo y tentetieso al que no esté contento. En otros momentos, la gente en unas circunstancias como estas saldría a la calle, gritaría y armaría la de San Quintín. Pero tal y como vamos, no rechista, traga y aguanta carros y carretas. Hay mucha hambre, mucha miseria y mucha ignorancia. En cambio sobran temores y faltan ánimos. Hemos llegado a una situación tan atípica que las carencias, las injusticias y la necesidad, lejos de constituir una amenaza para el Régimen, facilitan su consolidación. El pueblo no tiene conciencia de pueblo, la ha perdido, y además, le faltan fuerzas hasta para protestar —diagnosticó mi tío en tono enfadado, casi gritando—. Están los del monte salvando la dignidad de los demócratas, pero de ahí no pasan. Pocos, sin medios y mal avenidos además. Carne de cañón con el tiempo.

—Así es —asintió mi padre bajando la voz—. Pero estas cosas no las digas muy alto porque estos cabrones son capaces de estar escuchando en la esquina y de llevarnos detenidos por reunión ilegal. Yo no me fío ni de las paredes. Me siguen teniendo entre ceja y ceja, se les nota. Deben de pensar que tengo relación con alguien, no sé. Prefiero no hablar de ello. —Me miró a mí y añadió—: Y tú, de estas cosas que hablamos en familia no digas ni una palabra a nadie, ¿eh?

Asentí con la cabeza. Mi tío exhaló una bocanada de humo, levantó el cigarrillo que había liado de manera un tanto burda, lo contempló un instante y dijo:

—No está mal esta picadura. ¿Dónde lo conseguiste?

—No es de Vuelta Abajo precisamente, como decía el padre de Elvira, pero tampoco se puede pedir mucho más. Me lo dio mi primo Fernando, que lo cultivó clandestinamente, claro, en una tierra que tiene al otro lado de la chopera, por debajo del camino que sube a la cuesta. Aprovechó una calva en medio de los maizales y, cuando el maíz ya estaba bastante crecido, puso unos cuantos plantones de tabaco y ya ves, se dieron muy bien. Es muy fuerte y un poco amargo, pero peor es nada. Esperemos que no le descubran. El otro día me trajo un manojo de hojas secas y aquí está el resultado. Ya te digo que mejor que las hojas de patata que fuman algunos por ahí sí es.

—Ya lo creo —afirmó mi tío exhibiendo con delectación el cigarrillo a medio consumir—. Confiemos que no le descubran, sí, porque si le cogen, le joden. El monopolio no pasa una. Estas cosas no hay quien las entienda.

—Vaya que si le joden. No se entiende nada, no. Escasea el tabaco, está racionado, no se puede importar… de acuerdo. Puedo llegar a entenderlo, aunque la realidad es que durante la República esto no ocurría. Entonces había libertad y se notaba. Pero insisto, puedo llegar a entenderlo. Lo que no comprendo es que no se permita cultivar más tabaco, que se prohíba cultivarlo como si cultivar en la propia tierra de uno lo que a uno le dé la gana fuese delito…

—Los monopolios. La Tabacalera de los cojones. ¿Cuánta gente chupará del bote con el monopolio de Tabacalera mientras el pueblo se muere hasta de ganas de fumar? —empezó a excitarse mi tío otra vez—. Y todo para que unos cuantos generales o coroneles en la reserva disfruten jubilaciones de ricos como consejeros. Cada vez entiendo mejor a los que se han echado al monte con una espingarda. Nunca creí que iba a acabar haciéndome partidario del maquis, convencido como llegué a estar de que este país no se arreglaba con más tiros y más muertos. Y ahora, cualquier día…

—Tiros ya escuchamos bastantes, desde luego —afirmó mi padre—. ¿Y para qué? Pues para que estemos peor. Pero lo que sí parece evidente es que con bloqueos diplomáticos, con retiradas de embajadores y cofias de este tipo, tampoco se resuelve nada. Por lo menos de momento. Buenos son estos cabrones para admitir imposiciones externas. Ellos no sufren las restricciones. Y así llevamos unos cuantos años sin visos de que esto cambie. Cayó Mussolini, cayó Hitler y este sigue. Le queda Salazar, otro que tal baila.

—Lo que te digo —añadió Arsenio—, aquí no queda más solución que resistir hasta que el cuerpo aguante o echarse al monte.

—Al final lo decidirá la paciencia de cada uno —pronosticó mi padre.

—El problema es la gente que no piensa. Se cree todo lo que le cuentan. A los guerrilleros los ven como enemigos. Nadie habla ya de justicia y de reparto de la riqueza. Sólo se aspira a la limosna. Ahora todo el mundo tiene los ojos puestos en Perón. Cualquier día Dios va a tener celos de Perón y vamos a ver la que arma don Primo. Ya viste el número de Evita, que al parecer era una cabaretera antes de convertirse en primera dama, de acá para allá con la Collares. Parecía que se iba a quedar a vivir.

—Por lo menos, esos mandaron barcos de trigo —le atajó mi padre—. Si no llega a ser por ese trigo…

—Sí. No sé quién los habrá visto ni quién se habrá zampado el pan, pero en fin, de Argentina salieron, no se puede negar. Y hay que agradecérselo, porque lo primero es lo primero.

—Lo malo es que a estos cualquier cosa les vale. La solidaridad de Perón, que es otro fascista pero de diferente calaña, la capitalizan como un éxito propio —puntualizó mi padre—. Franco tiene astucia para sacar partido de lo bueno y de lo malo. Ocurre con los propios emboscados: son gente de buena voluntad, qué duda cabe, y además se están jugando la vida, pero lo único que van a conseguir, mejor dicho, lo único que están logrando es que aumente la represión, que se estimule la desconfianza en los pueblos y que la gente, en lugar de verlos como defensores de sus derechos, los rechace como causantes de sus problemas. La guerrilla no ha conseguido apoyo entre el pueblo, muy poco, y en el actual aislamiento, sus días los tiene contados.

—Sus argumentos se pierden —asintió mi tío—. No llegan a las personas normales. Lanzan octavillas a veces pero casi nadie las lee. La idea que cunde es la que difunde la propaganda oficial; es decir, que son bandoleros, que amenazan la propiedad, que asaltan, secuestran, matan… para vivir sin trabajar a cuenta de los demás. Todo eso que el Régimen intenta hacer ver va cundiendo por ahí. Nadie se cree que lo que pretenden es restablecer la libertad y la democracia. Ocurrió lo mismo antes con los planteamientos de igualdad de los partidos de izquierdas, que lejos de ilusionar a muchos pobres los atemorizaban. No hay ganadero por ahí, por modesto que sea, que no se asuste cuando le hablas de comunismo o socialismo, porque lo que le ha hecho creer la derecha, y cree a pies juntillas, es que sus cuatro vacas o sus veinte ovejas, gracias a las cuales malvive, tendría que repartirlas con el vecino que no tiene ninguna. La propaganda hecha con mala fe es muy dañina, causa verdaderos estragos y más entre personas que mal saben leer ni escribir.

—Por cierto, Arsenio —intervino mi madre, que llevaba un buen rato escuchando sin abrir la boca—, ahora que hablas de los del monte, cuéntame lo que pasó con…

—¿Lo del caserío? Ya, sí. Vine a contároslo y casi se me olvida. Bueno, pues…