II: «Así que no vas a misa, ¿eh?»

II

«ASÍ QUE NO VAS A MISA, ¿EH?»

Don Primo estaba especialmente nervioso aquellos días, unos días de angustia para los feligreses, que aún no se habían repuesto del trauma de la guerra y sin solución de continuidad ya tenían que enfrentarse con el drama de una sequía para la que nadie encontraba precedentes. Como si estuviese sonámbulo, se pasaba las horas yendo de acá para allá por el pueblo, con la sotana raída arrastrándole y el bonete de picos ladeado, ante el asombro de la gente, que le respetaba pero no le comprendía. Era déspota en sus reacciones, y sus concesiones a la ira y desplantes despertaban temor.

Anastasio, el mayordomo de la cofradía del Cristo Yacente, que compartía con él ideas políticas, era el único vecino que le defendía. Y, aun así, con reservas: «Es un pastor de principios fundamentales más que de caridades cotidianas», argumentaba sin lograr que siquiera uno entendiese lo que quería decir.

—Es un esperpento de Valle-Inclán. Está como una chota —sentenció mi padre un atardecer cuando se enteró de que el párroco, a mitad del rosario, se quitó la sobrepelliz y corrió hacia la bolera de Basilio para enfrentarse amenazante a un grupo de mozos que no había interrumpido la partida cuando las campanas convocaron al rezo.

Aquella tarde don Primo seguramente tenía uno de sus frecuentes días malhumorados. «El viento traspone», solía decir mi madre. Cuando pasó por delante de nuestra casa, a la hora de la siesta, leyendo su ración diaria de breviario, apenas nos lanzó una mirada de soslayo y, en contra de su costumbre, no saludó. Mi padre y mi tío estaban sentados en el porche comentando las últimas noticias llegadas de Cuba y al verlo pasar con aire tan displicente, cruzaron una mirada de complicidad intentando ocultar las sonrisas que asomaron en las comisuras de sus labios. Aunque no tenía relación con nadie de nuestra familia, por lo general murmuraba al pasar un premioso «Santas y buenas», aunque sin dejar de mirar al libro. Tenía una voz bronca y de timbre militar que rara vez se esforzaba por dulcificar.

Mi madre nunca sabía qué responderle. «Santas y buenas… a mí nunca me enseñaron cómo se contesta a un saludo tan raro —se lamentaba—. ¿Qué se dice, buenas y santas?». Mi padre, que no tenía ese problema, se reía al escuchar unas preocupaciones tan peregrinas en su opinión. «Yo siempre le respondo con un sonoro y seco “buenas tardes” o “buenos días”, y va que chuta. Muchas veces ni le miro la cara de comadreja que tiene. Hago lo que él, desvío la vista a otra parte».

Pero aquel atardecer, como empecé contando, cruzó la plaza como una exhalación, con el rosario a medio rezar en una mano y una llave inglesa, que ignoro de dónde habría sacado, en la otra. Cuando llegó a la bolera y se encontró con las voces y aplausos de los jugadores, se plantó en jarras frente a ellos, enarboló la llave inglesa con gesto amenazante, y comenzó a vociferar como un poseso.

—¿Para qué tocan las campanas? ¿Podéis responder? ¿Aquí nadie escucha? Todo el mundo se queja de la sequía, todos venís y os lamentáis: «¡Ay, señor cura, qué va a ser de nosotros!». ¿Qué va a ser de vosotros? Os lo voy a decir yo: ¡el infierno! Eso es lo que os espera. La sequía es el castigo que os merecéis por impíos, inmorales y zopencos. Mientras unos rezamos el santo rosario e imploramos la lluvia con fe y piedad, otros estáis aquí, perturbando con vuestros alaridos nuestro recogimiento y divirtiéndoos de manera irresponsable. Vosotros, vosotros con vuestros actos, habéis atraído al pueblo el espíritu del mal. Los héroes que en la reciente cruzada arriesgaron sus vidas para ahuyentar al Maligno alimentado por las hordas rojas estarán contemplando desde el cielo la inutilidad de su sacrificio. Cobardes, habéis traído otra vez al espíritu del mal a perturbar la paz de vuestros hogares. Ya no hay duda: Lucifer habita en este pueblo…

Todos se quedaron en silencio unos interminables segundos hasta que, cabizbajos, uno a uno fueron arrojando las bolas al suelo, y visiblemente atemorizados, fueron abandonando la bolera sin pronunciar una palabra. El relato de lo ocurrido en seguida corrió de boca en boca. Nadie daba crédito al hecho de que don Primo hubiese interrumpido el rosario a mitad de un avemaría para salir a abroncar a los jugadores. Los vecinos cruzaban como sombras de una casa a otra para contarse lo que había ocurrido en la bolera de Basilio. Algunas mujeres, que se habían quedado con el segundo misterio a medias, no paraban de hacerse cruces ante la posibilidad de que el diablo en persona, Lucifer, como le denominaba don Primo cuando se ponía trascendente, merodease por las calles y de noche descendiese por las chimeneas hasta las cocinas. Cuando al día siguiente Celsa vino a trabajar, estaba pálida y parecía un poco ida.

—¿Se siente mal, Celsa? —le preguntó mi madre apartándose de la frente un mechón de pelo que le tapaba los ojos. A diferencia de mi padre y yo, que teníamos el cabello claro, el de mi madre era negro. Arsenio solía bromear diciéndole que había heredado la melena de una gitana. Ella se reía y replicaba que cuando aprendiese a cantar coplas, la confundirían con Juanita Reina.

—Poco bien, poco bien. ¡Ay, Señor! Con todo lo que está pasando, ¿cómo quiere que me sienta? Anoche no conseguí pegar ojo —respondió con voz lastimera Celsa. Luego, bajando mucho el tono, añadió—: No sé si sabe que Lucifer… bueno, Satanás, el diablo…

—Tonterías —interrumpió mi madre sin demasiadas contemplaciones—. No se crea esas cosas, mujer, no sufra. Pues no habrá de tener Lucifer otros asuntos que hacer que venir a este pueblo a complicarle la vida a la gente. Ande, si se siente mal, regrese a casa y acuéstese. Ya hará la faena otro día. Y si no quiere volver a casa tan pronto, vaya a la huerta y haga lo que pueda. Le sentará bien el aire exterior. La salud es lo primero. ¿Quiere un poco de café? Seguro que le sentará bien.

—No, no. Las tripas no me admiten nada. Ya le he dicho que anoche no pude dormir. Para mí que anduvo correteando por el tejado. Feliz de usted que…

No terminó la frase. Agachó la cabeza y se fue al cuarto donde se guardan los aperos. Doña Esther, mi maestra, llevaba una semana enferma y como los niños de mi curso no teníamos clase, yo aprovechaba para dormir una hora más. Escuché la conversación entre Celsa y mi madre mientras hacía los ejercicios de aritmética que me había dejado mi padre antes de salir para el monte. El tono asustado y lastimero de Celsa, que tenía una voz chillona y desagradable, me intrigó en seguida. Y más cuando escuché que hablaba de Lucifer. Hasta ese momento apenas había oído aquel nombre, pero al oírlo con el dramatismo, el énfasis y el temor con que Celsa lo pronunciaba, empezó a temblarme la mano y los rasgos de la caligrafía que entre operación y operación estaba ensayando se transformaron en garabatos imprecisos. ¿Quién había correteado por el tejado de su casucha, el diablo?

Cuando terminé los deberes y salí a la huerta, un estremecimiento me recorrió el cuerpo. Aunque desde que di el estirón el verano anterior ya era tan alto como ella —ya le llegaba al hombro a mi padre, que era uno de los hombres de más talla del pueblo— y estaba seguro de que yo corría mucho más rápido, sobre todo desde que estaba coja, su cercanía me inspiraba miedo. Encontrarme a solas con Celsa solía atemorizarme, pero aquel día el miedo que me provocaba era aún mayor. Cuando estaban mis padres delante ignoraba mi presencia, pero en cuanto me hallaba a solas frente a ella, comenzaba el asedio de sus preguntas y advertencias siniestras. «Así que no vas a misa, ¿eh? ¡Hay que ver lo que son algunas madres dejando que criaturas inocentes se condenen al fuego eterno!». Los escalofríos me impedían salir corriendo, aparte de que Celsa ejercía sobre mí una influencia contradictoria: me repelía su aspecto, su forma de expresarse, su proclividad a infundirme miedos, pero al mismo tiempo su actitud esotérica despertaba en mí una curiosidad que me atraía como si se tratara de un poderoso imán. Tanto que guardaba el secreto más absoluto de las cosas que me decía, incluidas las críticas a mi madre.

Estaba arreglando el alcor de un tamarindo que mi abuelo, ya fallecido, había traído de Cuba en su último viaje. Era un arbusto raquítico y achacoso que la familia, especialmente mi madre, conservaba como un icono de la memoria de su padre. Cuando me vi frente a ella me quedé parado sin saber qué hacer. Aquella mañana tenía el pelo incluso más desgreñado y sucio que de costumbre y la cara pringada de chorretones de sudor que remarcaban aún más los surcos de sus arrugas. Siempre vestía de negro, con muchas prendas encima unas de otras como si quisiera protegerse de un frío imaginario, y llevaba un pañuelo en la cabeza que sólo se quitaba para trabajar. Celsa, al verme allí plantado, levantó los ojos legañosos que tanto me asqueaban y murmuró en tono casi inaudible, seguramente para que mi madre no la oyera: Lucifer, el diablo, anda por el pueblo, ¿no te lo han dicho? Algunos lo llaman Lucifer, otros Belcebú, pero es el diablo, el demonio. Ese sí sabes quién es, ¿verdad? Siempre es el mismo, el que nos tienta hasta arrastrarnos al infierno. Eso sí lo sabes…

—¿Lucí… Lucifer…? —acerté a balbucear con voz temblorosa.

—Sí, el diablo, Satanás. Tiene muchos nombres. Anda por ahí, ocultándose para hacer de las suyas. Lo ha dicho don Primo. Y cuando el señor cura dice una cosa así, es porque es verdad. Anoche se ve que anduvo dando vueltas por algunas calles y nadie consiguió dormir. La gente está asustada. Algunos le sintieron pisar y otros se despertaron en pleno sueño con los pelos de punta sin saber qué les estaba pasando. Yo le he pedido a don Primo un poco de agua bendita y la guardo en un frasco por si se acerca. En cuanto llegue a casa rociaré con ella las ventanas. Pensé en salpicar un poco en el dintel de vuestra puerta, pero si se entera tu madre seguro que me echa, porque, que Dios la perdone, ¡tiene un genio!

Dio unos golpes con la azada en la tierra y, sin levantar la cabeza, exclamó con un profundo suspiro:

—¡Ay, Señor misericordioso, no nos abandones!

Estaba petrificado frente a ella y, al oír su invocación, sentí como un estremecimiento me recorría la espalda y descendía por las piernas hasta los dedos de los pies. No recuerdo cómo conseguí sacar fuerzas de los puños que mantenía agarrotados, pero cuando observé que Celsa se erguía, miraba al cielo con aire de desesperación y dejaba caer la azada para santiguarse, eché a correr para refugiarme en la cocina, donde mi madre trajinaba en la preparación del almuerzo. Tardó unos minutos en percatarse de mi presencia silenciosa, pero algo extraño debió de observar en mi cara porque de pronto me preguntó alarmada:

—¿Qué te pasa, Nacho? ¿Estás enfermo? ¿Te sientes mal?

—¡Nooo…! —respondí sacando fuerzas de un pecho que a duras penas lograba sujetar los latidos desenfrenados de un corazón que amenazaba con reventar en pedazos.

—¿Por qué no te vas a dar una vuelta, eh? Anda, acércate a la escuela y pregunta cómo se encuentra doña Esther. Igual tienen alguna noticia sobre la reanudación de las clases. Si no se cura pronto, tendrán que poner a una sustituta.

En el parque, polvoriento y sembrado de hojas secas que nadie recogía, unos obreros contratados por el ayuntamiento estaban armando una tribuna de madera. Los guardias municipales mantenían acordonada una zona para que los niños no nos acercásemos a entorpecer el trabajo. El barquillero, que hacía su negocio a la hora del recreo, estaba indignado. «Cuando vengan a cobrar los arbitrios…», le escuché rezongar. Pero entonces yo no sabía qué eran los arbitrios. Pedro, el hermano mayor de mi amigo Juan Luis, me dijo que estaban preparando el escenario para recibir al gobernador, a quien se esperaba en visita oficial.

—Es la primera vez que viene y uno de los primeros pueblos de la provincia que visita, ¿sabes? Nos lo ha dicho el delegado del Frente de Juventudes. Va a desfilar mi centuria con estandartes y cornetas. Será la encargada de rendirle honores. Ya hemos empezado a ensayar. A ti no te deja tu padre ser del Frente de Juventudes, ¿verdad? Me lo ha dicho Juan Luis. Pues es una pena. Se pasa bien. Juan Luis ya está con los flechas, ¿no te lo contó? Está aprendiendo a tocar la bandurria para incorporarse a la rondalla. Cualquier día le harán jefe de escuadra.

Noté como me subía el calor hasta la frente y, cuando intenté respirar profundo, para alejar la sensación de temblores que me estaba invadiendo, sentí que el aire se me quedaba atragantado entre las anginas. Unos niños que jugaban a nuestro alrededor a policías y ladrones me empujaron de manera desconsiderada y aproveché para alejarme. Los carpinteros habían interrumpido su trabajo para almorzar y Pedro estaba acercándose al estrado todavía sin concluir.

Mi madre había preparado macarrones con chorizo, uno de mis platos preferidos, pero apenas los probé. Sentía náuseas, me dolía la cabeza y notaba dificultades en la garganta para hablar. Por más que intentaba pensar en otra cosa, seguía dándole vueltas a las palabras de Celsa y en cuanto me acordaba de mis amigos, me embargaba la rabia, una rabia rayana en odio hacia mi padre, por no poder afiliarme al Frente de Juventudes, acudir a un campamento en el verano y por las tardes ir al hogar y aprender a tocar la bandurria, como Juan Luis.

Pasábamos mucho tiempo en la cocina, pues a diario comíamos y cenábamos en ella. La casa era grande, pero había espacios que apenas pisábamos. El comedor, que solía estar húmedo y triste en la penumbra en que permanecía semanas enteras, sólo lo usábamos cuando teníamos invitados. La cocina era amplia y luminosa. El mobiliario era sencillo pero práctico y cómodo. Un aparador que cubría todo el paño de la pared de la derecha para el utillaje, un fogón de leña con la chapa de hierro, una caldera para el agua caliente y, enfrente, un escaño con mesa abatible donde comíamos y a veces mi padre echaba después una breve siesta recostado en los cojines que mi madre esponjaba previamente.

—Te noto pálido desde esta mañana. ¿Tendrás fiebre? A ver, saca la lengua. Algo debió de hacerte daño. ¿Te duele la barriga? Voy a prepararte una taza de manzanilla. ¿Tienes ganas de devolver?

Negué todo con la cabeza mientras daba vueltas a lo que me había dicho Celsa y a la sombra negruzca del diablo, que se había fijado en mi imaginación asomándose a las ventanas para raptar niños y llevarlos entre sus garras al infierno. Pero sobre esos temores, que eran los que verdaderamente me desasosegaban, no me atreví a comentarle nada a mi madre. Había cuestiones sobre las que su ternura se transformaba en explosiones de ira. Intuía además que si se enteraba de lo que me había contado Celsa, no querría volver a verla por casa y ella seguramente se vengaría haciendo saber al demonio que nosotros no íbamos a misa ni rezábamos antes de dormirnos para que viniese por la noche a asustarnos. En cambio sí le hablé de la visita del gobernador.

—En el parque están poniendo un estrado para recibir al gobernador. Van a cubrirlo de ramas y flores.

—¿Flores? —preguntó mi madre con voz de sorpresa—: ¿Y dónde van a buscar flores este año? Como no las pinten… bueno, si se trata del gobernador, sí, las pintarán. —Hizo una pausa mientras colocaba una cazuela en su sitio y, mirándome muy seria, prosiguió—: Por cierto, ¿no te dijeron a qué viene el señor gobernador al pueblo?

—No. Van a desfilar los del Frente de Juventudes. Me lo ha dicho Pedro, el hermano de Juan Luis. Ya se están entrenando. Va a debutar la banda de cornetas y tambores. Y las niñas de la Sección Femenina van a bailar vestidas de aldeanas.

—¡Ah, sí!

—Sí. Irá la gente a recibirle.

El olor de la manzanilla humeante estimulaba las ganas de vomitar que sentía. Me eché hacia atrás en la silla y, mientras intentaba disimular las arcadas, añadí:

—Juan Luis ha entrado en el Frente de Juventudes, de flecha. Todavía no tiene uniforme, pero se lo van a regalar los padres para Reyes. Pedro me ha dicho que es muy bonito. A mí… también me gustaría aprender a desfilar. En el verano irán a un campamento cerca de la plaza y el instructor les enseñará a nadar.

Se quedó clavada en el sitio. El mandil que le colgaba del cuello casi le llegaba al suelo. Me miró unos instantes con la cara enrojecida y los ojos amenazando con saltarle fuera de las órbitas. Cuando rompió a hablar, su voz, habitualmente dulce y pausada, adquirió un tono amenazador como pocas veces le había escuchado.

—Pero ¿qué tonterías estás diciendo? ¿Quién te mete esas cosas en la cabeza? En el Frente de Juventudes, en la Falange, ¡por Dios no le digas nada a tu padre! Menudo disgusto le ibas a dar. Ni a tu padre ni a nadie; no hables de eso con nadie. Nosotros no compartimos esas ideas ni vamos a colaborar con quienes intentan imponerlas. Bastante hacemos con estar callados. No digas a nadie tampoco que yo te he dicho que no, si no quieres que vengan y nos lleven presos a todos, ¿me entiendes? Anda, si no vas a comer, tómate la manzanilla, te cepillas los dientes y vas a jugar un rato con los otros niños si quieres. Cuando vuelvas, leemos un libro juntos. Un día de estos iré a la librería de doña Amelia y te compraré unos nuevos de la colección Pulga que tiene en el escaparate.

Hacía un calor denso y pesado aquella tarde empeñada en mantenerse estival, a pesar de estar bien entrado ya el otoño. La tierra endurecida imposibilitaba que los agricultores realizasen las labores propias de la estación. En los campos agostados no había cosechas para recoger. Los hombres deambulaban por el pueblo sin saber cómo ocupar el tiempo, salvo en mirar a lo alto, intentado escudriñar la entrada de alguna nube por el horizonte. Los rumores más variados, estimulados por la inactividad, el rugir de tripas vacías y la preocupación colectiva que creaba la sequía, corrían de boca en boca. Los últimos especulaban en torno a una cacería que varios furtivos ilustres habían realizado en la reserva el fin de semana con la vista gorda cómplice de las autoridades. Incluso se citaba en voz baja el apellido de un general de gran notoriedad durante la guerra. La gente hablaba, forjaba nuevas versiones de los hechos y los hacía crecer como si se tratase de una bola de nieve, pero sin entrar en el fondo. Algunos hasta justificaban que los generales victoriosos tuviesen licencia para cazar en terrenos prohibidos ante la indignación contenida de mi padre.

—Si los animales van a morirse de sed y hambre, como se están muriendo, mejor que alguien los mate y se los coma antes, ¿no os parece? —sentenció Rebustiano, el barrendero, hombre que a pesar de la modestia de su oficio contaba con cierto predicamento entre los mayores que se paraban en la acera a verle maniobrar con el carrito de la basura, sin que nadie le replicase que las leyes deben ser respetadas por todos sea cual sea su condición.

También corría en voz baja entre partida y partida por los veladores del Café Brasil la noticia de que los guerrilleros y la Guardia Civil habían tenido un enfrentamiento a tiros para la parte del Cantábrico, pero al parecer todos los emboscados, como se les conocía más coloquialmente, habían logrado escapar. Ricardo, el encargado del fielato, se echó para atrás en la silla, contempló un momento con desdén el abanico de cartas que acababan de servirle y, acampanando la voz con el fin de que le escuchase todo el mundo, apuntó su solución para acabar con los grupos de resistentes republicanos que intentaban en los montes desestabilizar al Régimen.

—Esto lo arreglaba yo en una semana metiendo el ejército. Sueltas por el monte unos días a una compañía de la Legión con Millán Astray al mando y el tuerto se los merienda a todos. Fin de la historia, ni atracadores ni hostias en vinagre.

—Habla bien, coño, que no cuesta un carajo y quedas cojonudamente —se oyó una voz aflautada al fondo.

—Venga, venga, jugar y callar de una vez. Si os oye don Primo hablar así, es capaz de venir con la pistola y clausurar el café. Huevos para hacerlo ya sabéis que no le faltan —intentó cortar sin éxito Ricardo.

—¿Tiene pistola el cura? —preguntó en tono extrañado Lalo, el barbero.

—Tiene varias. Ese no se priva de nada. Lo dijo una vez en el sermón —respondió Antonio, el Manco.

—Ya enseñó alguna. El otro día corrió a tiros a unos mozos que estaban jugando a los bolos durante el rosario —recordó exagerando los hechos Julián, el cartero.

—Don Primo estos días tiene bastante con perseguir al diablo. Ayer dijo que anda por el pueblo y hay muchas viejas, y otras no tan viejas, que se lo creen, no vayáis a pensar —comentó Ricardo—. Pero volviendo al asunto, es verdad, hombre: el Gobierno debería hacer algo para acabar con esa gentuza. Hoy atracan aquí, mañana roban allá, otro día asaltan el coche de línea… Dicen que quieren la democracia, mierda de democracia. Ellos lo que quieren es dinero y armas. La política les importa un cojón. Saben que nunca se ha vivido más tranquilo que ahora y que la gente está contenta. Ayer lo estuve comentando con el comandante provincial de la Benemérita, que paró en el fielato, ya sabéis, a llevarse algo del decomiso.

Ricardo dio una calada profunda al cigarro.

—Los guardias están hasta el tricornio —prosiguió—. Tres años de guerra, los rojos que se rinden porque ya no tenían ni una granada para defenderse, y ¿para qué? ¿Para que sigamos sin poder vivir en paz plenamente? ¿Para que esa banda de asesinos siga dándonos sustos cada madrugada? Esto habría que hacérselo saber al Caudillo. Él lo arreglaba rápido. Recordad cómo se las tuvo tiesas a Hitler en Hendaya, y eso que el Führer era duro de pelar.

—A Hitler y a los otros —remató el Manco—. El gallego es bajito, pero los tiene mejor puestos que el caballo de Espartero.

Aquella tarde el sol cayó muy temprano y arrastrado por una brisa inusual el polvo del campo reseco impregnó las calles de una neblina cegadora. Don Primo, que según las malas lenguas perdía el control de sus nervios con el viento, dio dos vueltas a la plaza mirando a un lado y a otro con los ojos desorbitados en espera de que llegara el sacristán. Como se demoraba, se arremangó la sotana hasta la cintura y él mismo trepó por la escalera de madera al desvencijado campanario, asió la cadena de la campana mayor, reservada sólo para repicar en las grandes fiestas, y comenzó a tocar con verdadera rabia hasta que el brazo derecho empezó a resentirse de la vieja artrosis que venía sufriendo. Algunas personas que se empeñaban en taponar las resquebrajaduras de las ventanas se asustaron al oír un estruendo de campanas tan insólito y acudieron a ver qué ocurría. El cura los miró desde lo alto y en unos instantes pasó de la ira a la devoción, combinando un instintivo corte de mangas con la señal de la cruz.

En pocos minutos se llenó la iglesia, sobre todo de mujeres que acudieron corriendo. En las carreras hacia el templo se escucharon comentarios escalofriantes:

—Don Primo está tocando a rebato para ahuyentar al diablo —gritaba una campesina levantando las faldas para impedir que se le enredasen entre los pies.

—Señor, Señor, no nos abandones… Ten piedad, Señor —imploraba otra al tiempo que se ataba la mantilla negra a la garganta.

En el café, sin embargo, nadie se inmutó ante el pánico que el cura acababa de provocar. Antonio, el Manco, mutilado de guerra y usufructuario de una paga que despertaba frecuentes envidias, levantó el muñón que le había quedado de su brazo izquierdo y, señalando la torre de la iglesia, comentó:

—Esta campanona no espanta al diablo ni que cien años repique… Dios, ¡qué mal temple tiene! Ahora no saben fundir. Tiene hoja hasta en el badajo. Este pueblo no volverá a tener unas campanas como las que tenía. ¡Qué cabrones!

—Ya —intervino Ricardo—, el día que se las llevaron, ¿os acordáis?, los rojos sabían lo que se llevaban. Decían que las querían para fundirlas y hacer proyectiles. A cuánta gente de orden no habrán matado con ellos esos hijos de puta.

Don Atilano, el auxiliar de la notaría, como tenía que mantener abierto el despacho hasta las seis, llegó cuando ya estaban completadas todas las partidas. Solía ocurrirle, lo cual le contrariaba de forma muy visible. Oteó las mesas ante la indiferencia de los parroquianos y tras comprobar que todas estaban ocupadas, se acercó a la barra, donde se amontonaban las tazas del café sin lavar, pidió media botella de vino y en seguida emprendió conversación con el único tertuliano que permanecía de pie, Antonio, el Manco.

—¿Un vaso, Antonio? —le invitó.

—Un poco pronto para tintear, ¿no? Pero, en fin, echa un poco. Ya que agua no tenemos… —aceptó—, beberemos vino.

—Acabo de terminar una escritura que me tuvo concentrado toda la tarde y no me he enterado de lo que está pasando. Parece que el pueblo anda algo revolucionado. Antes escuché echar fuego las campanas. ¿Has oído ese cuento del cura de que anda por ahí el diablo, que le han visto saltando de tejado en tejado? —preguntó.

—No se habla de otra cosa. En casa tengo a la abuela muerta de miedo. Sí, lo ha dicho don Primo, al parecer. No sé en qué se fundamentará. Yo creía que estas cosas de demonios, espíritus y apariciones eran historias de viejos para entretenerse en invierno alrededor de la lumbre, pero se ve que siguen dando que hablar —respondió Antonio.

—Historias, historias… ¿Y qué van a ser si no? Yo creo que este cura que tenemos anda un poco majareta, ¿no te parece? Como se le caliente la cabeza… En fin, bien está que haya orden y respeto, que cada vez escasea más a pesar de la derrota de la anarquía, pero salir ahora con estas cosas…

—Ya. Anda, que si yo te contase. El mundo se puso del revés con el siglo y no hay quien lo enderece.

Mi padre, que conservaba con muchas dificultades el negocio de maderas familiar, regresó muy cansado del monte, donde la cuadrilla de obreros que tenía contratada estaba haciendo una tala de robles que, según nos había contado la víspera, estaba resultando más dificultosa de lo que habían previsto. Traía la cara sucia del sudor y el polvo y en la oscuridad del anochecer impresionaba verle.

—Parece que vienes de la mina —le espetó mi madre como saludo.

—Ya —respondió escuetamente.

Me pidió que le ayudara a descalzarse las botas y observé que uno de los pies lo tenía sangrando. No recuerdo si había visto sangre con anterioridad, pero había leído hacía poco un relato en el que un explorador en África moría como consecuencia de un pie gangrenado, y verla manar a pequeños borbotones del dedo gordo de mi padre me impresionó. Aparté la vista y escuché a mi madre exclamar:

—¡Ay, cómo tienes los pies! Espera, espera que te eche un poco de agua oxigenada. Hay que desinfectarlos ahora mismo. ¿Cómo te arreglaste?

—Pues caminando monte arriba. Saltando entre las peñas. Hay que hacer una senda para bajar la madera y estuvimos tu hermano y yo dándole vueltas al bosque para ver por dónde va a resultar más fácil. Por cierto, cuando bajaba pasé cerca de aquella casucha donde vivía Celsa y me pareció que está medio derruida. Ya no vive allí, ¿verdad? Es un sitio muy siniestro.

—No. Ya no —respondió mi madre—. Hace unos meses que la abandonó. Al parecer se estaba cayendo; no sé qué historias de las suyas me contó y se fue a vivir a una casita, también muy sombría, que hay cerca del molino, al otro lado del río. Decía que allí tenía miedo y en eso creo que razón no debía faltarle, porque además de lo sombrío y tétrico que es aquel sitio, como acabas de observar, al día siguiente de marcharse al parecer el tejado se hundió solo.

—Menos mal que no la cogió dentro —dijo mi padre.

—Sí. Ella dice que fue san Ramón quien la libró.

—¿Y por qué san Ramón precisamente? —preguntó mi padre con escaso interés.

—Porque un hijo que se le murió al nacer iba a llamarse Ramón. Ella tira de santos y vírgenes con una variedad asombrosa. Para las cosas buenas siempre tiene a mano un benefactor celestial y para las malas, un culpable infernal de la familia del diablo, de la que habla como si se tratase de la suya propia. El diablo la trae a mal traer. Decía que la visitaba por las noches, que le hacía burla por las ventanas, que no la dejaba dormir. Ya sabes cómo es. Da más miedo oírla a ella que encontrarse con el propio diablo.

—Sí, la verdad es que el día que la cogimos para trabajar aquí no se puede decir que hiciésemos una buena elección, no. Será una persona excelente, pero a mí cada vez me da peor espina —corroboró mi padre.

—Y eso que tú no tienes que aguantarla todas las mañanas. Hay días que se pone insoportable, siempre con sus historias misteriosas, con sus demonios particulares… ¡Cómo le gusta complicarse la existencia a la mujer! Aunque la verdad es que al mismo tiempo me da pena. No tiene a nadie. ¿Adónde va si nosotros prescindimos de ella? Pobre mujer, me digo a veces, todo el mundo tiene derecho a vivir. Pero, sí, reconozco que me pone a menudo enferma de los nervios. Hoy estaba que ni te cuento, con todos esos rumores que ha sembrado el cura sobre el diablo. Ella está convencida de que es cierto que Satanás anda por ahí buscando niños para cogerlos de los pelos y llevárselos por las chimeneas vivos y embadurnados de hollín al infierno.

—Lo que nos faltaba… —murmuró mi padre mientras se envolvía con una gasa el pie herido.

—Habla mucho con don Primo, porque son tal para cual, y don Primo le acaba de calentar la cabeza. Hoy andaba pasando lista a la gente del pueblo para ver en qué casas pernocta Lucifer, como lo llama ahora al diablo en plan finolis. Tanto me hartó que acabé por decirle: «¿Por qué se preocupa tanto, mujer? Olvídese del diablo ya. En una de estas se quedó a vivir en la casa donde vivía usted antes». Eso le dije intentando desdramatizar la cosa. «Porque aquella historia que me contó del tejado que se hundió y no sé cuántas cosas más era muy extraña, ¿no le parece? Ande, tranquilícese y no se crea todo lo que le dicen».

Escuchando a mi madre, con la boca semiabierta y la mirada perdida en el vacío que se adivinaba tras la oscuridad de los cristales de la ventana, sentí que la cocina empezaba a dar vueltas a mi alrededor. Cené algo intentando vencer las arcadas y unos minutos después, lo devolví. Cuando mi padre me llevó a la cama agarrado por la cintura, temblaba como una hoja.