III
«ESTE CURA ME DA MUY MALA ESPINA»
Como era víspera de primer viernes de mes, Celsa llegó un poco más tarde de lo habitual. En realidad nadie le controlaba el horario de trabajo, pero ella era cumplidora y cuando se retrasaba siempre procuraba dar explicaciones. En el porche de entrada se cruzó con mi padre, que todavía cojeaba un poco, y quería pasar por la farmacia antes de subir al monte, para que don Enrique le diera algún desinfectante para el pie. Caminaba un poco encorvado y sin ocultar las molestias.
—Buenos días —saludó secamente.
Mi padre, que no era hombre hablador, siempre evitaba entablar conversación con Celsa. «Una bruja de siete suelas —solía decir de ella—; una bruja, eso es lo que es».
—Buenos días nos dé Dios —respondió la mujer con voz sofocada—. Vengo un poco más tarde porque las vísperas de los primeros viernes de mes ya sabe su mujer que paso antes por la iglesia para arreglar un poco el altar del Sagrado Corazón. Quería haber llevado unas flores pero no las encontré. ¡Todo está seco y reseco! —exclamó con un suspiro. Luego, sin esperar respuesta alguna de mi padre, que se palpaba los bolsillos en busca de la cinta métrica que necesitaría en las cortas, prosiguió—: Porque los primeros viernes, como mañana, siempre comulgo. Es el día del Señor. Su mujer ya lo sabe de otras veces.
—Ya, ya —rezongó mi padre sin mostrar el más mínimo interés al tiempo que echaba a andar hacia la carretera.
—Por la tarde iré a confesar. Estoy haciendo una novena especial de primeros viernes… —se apresuró a añadir Celsa como si les hablase a las golondrinas que revoloteaban en los aleros.
Mi padre ya no la escuchaba ni hizo ademán alguno de mirar hacia atrás cuando rebasó la cancela de hierro entreabierta. Yo estaba asomado a la ventana del piso alto, escuchando la conversación sin que ellos se diesen cuenta de mi presencia. Me había despertado de buen humor, pero cuando reparé en la cojera de mi padre y recordé cómo le sangraba el pie por la noche, me invadió la angustia. La sangre me producía una fuerte desazón. Y en pocos instantes pasaron por mi mente decenas de negros presagios. De pronto me vino a la imaginación un flash de mi padre caminando apoyado en una muleta y comencé a temblar. No quería ver a mi padre impedido, teniendo que moverse con una muleta como el telegrafista, que no apoyaba el pie izquierdo en el suelo, ni como Tonino, el hojalatero, que tenía una pata de palo y las pasaba canutas para subirse a los tejados a arreglar los canalones.
—Cuelgue esa ropa ahí fuera a ver si termina de secarse y con el sol se orea un poco, que huele a tabaco que apesta —escuché que mi madre le encargaba a Celsa a través de la ventana de la cocina, donde trajinaba con los cacharros de la comida.
—Todo se seca menos lo que tendría que secarse rápido —respondió la mujer con la ropa de la colada en los brazos—. Esta maldición que pesa sobre nosotros acabará llevándonos a todos al cementerio en justo castigo por nuestro comportamiento. ¡Ay, Dios, perdónanos, que no sabemos lo que hacemos!
—Ande, Celsa, déjelo ya. No sufra tanto. Vaya y cuélguela ahora que el sol está suave y no la dejará tan áspera. ¡Ah! Procure que no se vea desde la carretera, que hace muy feo. Además, que nadie tiene por qué saber qué prendas interiores usamos. Y, ya le digo, mujer, despreocúpese. No se martirice. ¿Usted qué pecados comete? Como se confiesa a menudo seguro que ya los tiene perdonados y requeteperdonados todos —intentó tranquilizarla sin éxito mi madre.
—¡Ay, señora! El último día que me confesé, la semana pasada, el sacerdote me puso siete rosarios de penitencia, así que algo habré hecho. Nunca me había puesto tanto. Cuando son pecados veniales, sólo pone avemarías.
Y se marchó huerta adentro a tender la ropa. Unos abejorros zumbando entre los árboles rompían el silencio que se hizo en el entorno de la casa. Hacía varias horas que no pasaba un coche por la carretera. Estaba colgando las últimas prendas cuando asomó del otro lado la figura inconfundible de don Primo con su sotana raída y el periódico Ya bajo el brazo. Cosa extraña en él, esa mañana iba descubierto.
—Buenos días nos dé Dios, don Primo —le saludó con gesto radiante Celsa, que se hallaba medio oculta entre las sábanas recién tendidas—. ¡Qué temprano verle por aquí!
—Santos y buenos. ¡Ah, eres tú, Celsa! Bien, bien… Te vi esta mañana arreglando la iglesia. Muy bien. El Señor te lo premiará. Imagino que mañana volverás a comulgar y a seguir con tu novena de primeros viernes, ¿verdad? Ya te deben de faltar pocos. ¿Cuántos llevas?
—Me faltan seis, don Primo. —Contó unos instantes con los dedos y, mostrando la mano abierta, ratificó—: Sí, el de mañana y otros cinco. Termino en abril si Dios me da salud para llegar. ¿Cree usted que lo conseguiré, don Primo?
—¡Claro! —respondió taxativo el cura.
—Y el Maligno, don Primo, ¿sigue amenazando nuestra virtud? Yo tengo mucho miedo —reaccionó la mujer con labios temblorosos.
—Siempre, Celsa, siempre. El Maligno siempre acecha a las almas piadosas. Por eso hay que rezar y no desfallecer. Satanás es capaz de cualquier cosa, pero con la oración no puede. Es el antídoto. Los que asistís a misa y rezáis nada tenéis que temer —la tranquilizó el párroco, lanzando una mirada de elocuente desaprobación hacia la casa.
Don Primo hizo una pausa para que Celsa asimilase su mensaje tranquilizador, levantó la vista un instante hacia la ropa recién colgada, y prosiguió:
—Voy a visitar a doña Esther, la maestra, está malita la pobre. Lleva días sin dar clase.
—¿Tan mal está doña Esther? —se sobresaltó Celsa, cuya aprensión metabolizaba en seguida los males ajenos—. ¿No irá a ponerle la extremaunción?
—No, no. Grave no está todavía. Sólo voy a ver si necesita algún auxilio espiritual que la ayude a sobrellevar el dolor. Hace más de una semana que está en cama y no le encuentran lo que tiene. Temo que deban llevarla al hospital y… del hospital —don Primo movió la cabeza—, ya se sabe, al cementerio basta un saltito.
—¡Ay, Virgen Santa, dónde vamos a ir a parar todos! —se lamentó Celsa sin dejar de sujetar con pinzas de madera las prendas cuyo tamaño más reducido volvía más vulnerables a una esporádica ráfaga de viento.
Entre ellas había algunas prendas interiores nuestras: calzoncillos de mi padre y míos, y bragas y sujetadores de mi madre entremezclados con toallas, paños de cocina y calcetines. Cuando de pronto don Primo se percató, dio un paso atrás, hizo ademán de tapar la visión con las manos, y exclamó:
—¡Celsa!, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo cuelgas esa ropa obscena a la vista de la gente? Es una incitación a la delectación morbosa, al pecado de la carne, al… —No terminó. Sacó un crucifijo del bolsillo de la sotana y lo besó tres veces para alejar de sí los malos pensamientos y, de otros transeúntes, pecaminosas tentaciones.
—Don Primo, yo… —intentó disculparse Celsa—. A mí tampoco me gusta. En nuestra tierra, en la suya y en la mía, estas cosas no ocurren. La ropa interior se seca dentro de casa, al calor de la lumbre. Usted ya sabe que allí estos detalles se miran más. Hay más piedad y más respeto. En este pueblo no hay libertad, hay libertinaje.
—Así es, Celsa, así es. En nuestra tierra, en el Reino de León y en Castilla, porque yo también llevo a mucha honra ser cazurro, y si se creen que me molestan van apañados, pues, como te decía, en nuestra tierra las cosas son diferentes. Aquellos son pueblos sanos. La gente comete pecados, porque el pecado es consustancial al ser humano, que nace con el mal dentro y no siempre resiste las tentaciones diabólicas, pero por lo general son pecados veniales que se perdonan fácilmente con la confesión, el arrepentimiento y la penitencia. Aquí es otra cosa. Estos pueblos del norte están impregnados de vicio. Para mí que es la proximidad del mar. El confesionario es un horror… La gente es mala, mala a rabiar, perversa a menudo. —El párroco hizo una pausa, sacó un paquete de tabaco y el librillo de papel del bolsillo de la sotana y mientras liaba un cigarro con buen arte entre los dedos amarillentos, prosiguió—: Ya lo decían los viejos de cuando yo era pequeño: «Los de por allá arriba, poco fieles y malos cristianos», y estaban en lo cierto. No hay vocaciones, escasea la fe, les da igual vaguear durante la semana y trabajar los días de precepto.
—Tiene razón, don Primo. Lo malo es que vamos a pagar justos por pecadores. Bueno, le dejo que el ama —miró de soslayo hacia la casa— igual me riñe. Ya sabe cómo es; ahí dentro, ni fe, ni oración, ni un mal crucifijo colgado en los dormitorios. Y misas, ya ve, ni el niño va… Le enseñan para el infierno, don Primo. En fin, le diré que esta ropa, a la vista de todos, es un escándalo y lo más llamativo procuraré colgarlo dentro.
—Ocúltalo si no detrás de las sábanas. Todas esas piezas provocadoras, ya me entiendes, las bragas y los sostenes hablando mal y pronto, que no se vean desde la calle. Hay que evitarle a la juventud todo lo que pueda incitar malos pensamientos, aunque en este pueblo dudo que eso sea posible.
—¡Ay, don Primo, si yo le contara! No hay respeto…
—Lo sé, Celsa, lo sé. Y esta familia —bajó la voz y movió las cejas hacia la casa—, de lo peor. Él ya estuvo detenido una temporada por actividades subversivas… Rojo perdido y masón sin logia. Un sujeto peligroso. La Guardia Civil le tiene bajo ojo y cualquier día… —Mientras hablaba se iba acercando al muro y bajando más el tono. Ella también se acercó y siguieron cuchicheando un buen rato. Cuando se despidieron, Celsa elevó de nuevo la voz y le dijo:
—Descuide, don Primo, descuide. Estaré atenta. Y si hay algo que no debe saberse, se lo cuento bajo secreto de confesión.
Don Primo se dio la vuelta, y apenas había caminado cuatro pasos, se giró y preguntó en tono condescendiente:
—Por cierto, Celsa, ¿de qué pueblo del Páramo me has dicho que eres?
—Es muy pequeño, don Primo. No viene en los mapas. En línea recta por el campo me han dicho que está a siete kilómetros del suyo. Es un pueblo muy religioso. Cuando yo era pequeña, todos los otoños salían para el seminario cuatro o cinco niños. Yo también tengo un primo sacerdote, bueno, fraile. Está en un convento en la Rioja. Un santo, don Primo, un santo. Lo suyo es rezar y ayunar… Ni un mal pensamiento…
—¡Ah, ya! Aquella es gente buena, sí. Piadosa, sin maldad, observante. En todas las familias surgen vocaciones. Aquí, en cambio, lo que menos les preocupa es estar bien con Dios y tener su alma a salvo. Sólo piensan en la partida y en la cosecha que han perdido. Ahora, que le están viendo las orejas al lobo, vienen cariacontecidos a lamentarse: «Señor cura, que no llueve, que los campos se agostan, que el maíz se ha malogrado y las patatas no han devuelto ni la siembra, ¿qué hacemos?». ¿Qué hacemos, qué hacemos? Ya no sé cuántos han venido a pedirme que hagamos rogativas. Y yo les digo: «Tú, ¿quién eres que no te conozco? Tú no pisas los domingos y fiestas de guardar por la casa de Dios, ¿verdad?». Pero no creas que se inmutan. Sólo se acuerdan de santa Bárbara cuando truena. Ahora quieren rogativas, pero sólo habrá rogativas cuando yo diga, no porque les pete a ellos.
—Ya —musitó Celsa con aire pensativo. Atropellando un poco las sílabas y bajando de nuevo el tono, preguntó algo que seguramente quería averiguar desde el principio—: Y del diablo, don Primo, ¿qué se sabe? ¿Es verdad lo que dicen, que anda por el pueblo, que salta por los tejados?
—¡Y no ha de andar, Celsa! Con las cosas que están pasando, ¿te extraña? No olvides que el demonio es un ángel perverso que ha caído en la tentación. Cambió las alas de la inocencia por el rabo y los cuernos de la perversión, y en lugar de resplandecer con la belleza y la virtud, se ha vuelto negro y peludo como el pecado. Es malo, astuto y vengativo. En vez de hacer el bien, sólo persigue la maldad. Por lo demás, tiene una capacidad infinita para estar en muchos lugares al mismo tiempo, para aparecer y desaparecer disfrazado con diferentes aspectos, para tentarnos con lisonjas y para empujarnos al precipicio… El diablo no se limita a esperar en el infierno a los pecadores. Se infiltra entre los hombres, ¡claro! Seguro, Celsa, que tú lo has visto más de una vez… y no te has percatado.
—Sí, don Primo. Muchas veces. Y es horrible. Anoche soñé con él, pero como había confesado por la tarde y me cogió en gracia, se ve que no se atrevió a hacerme nada… Pasé mucho miedo. Escuchaba sus pisadas y los escalofríos me recorrían la espalda. Todavía los siento al recordarlo.
—Es inteligente, pero es malo y cruel. Le gusta el fuego, es su arma preferida, y tienta nuestra carne pecadora para luego arrojarla a las llamas y deleitarse viéndola arder y arder sin consumirse por toda la eternidad. Lo mejor, Celsa, para alejarlo, es el crucifijo. Ante la imagen del Crucificado, huye. Deberías llevar uno siempre contigo.
—Sí, don Primo…
Desde el interior de la casa, a través de la ventana abierta de la cocina, se escuchó la voz débil de mi madre.
—Celsa, ¿ha terminado ya?
—Ya voy, ya voy. Estoy hablando con don Primo —respondió la mujer.
—Me marcho, me marcho —se despidió nuevamente el párroco—. Te veré esta tarde en el rosario.
Contemplé a don Primo caminar a buen paso hacia las viviendas de los maestros y a Celsa regresar a casa con el balde de la ropa sujeto por el codo derecho. Parecía feliz después de la larga conversación con el cura. Yo en cambio tenía el cuerpo agarrotado y notaba que la habitación daba vueltas a mi alrededor. Evitando hacer ruido, abrí los cajones de la cómoda con la esperanza de encontrar un crucifijo para echármelo al bolsillo, pero no encontré rastro alguno de objetos religiosos. Enfrascado en la búsqueda no me enteré de la llegada de mi padre, que, siguiendo el consejo del boticario, había renunciado a subir hasta la ladera donde estaban realizando las talas. Fue mi madre quien me sacó del ensimismamiento ordenándome con expresión agriada que bajase a comer.
—La comida está en la mesa, enfriándose por tu culpa —me recriminó viendo cómo me demoraba.
Al bajar la escalera, lejos de dejarme deslizar por el pasamanos como acostumbraba, sentí que las rodillas cedían y necesitaba agarrarme a la pared para mantenerme de pie. Cuando crucé la puerta de la cocina, escuché cómo mi padre le decía a mi madre:
—Estuvo por ahí el cura, ¿verdad?
—Sí, ahí estuvo media hora dándole palique a Celsa. ¡Menuda pareja! Dios los cría y ellos se juntan. Celsa cada vez está más pesada e insoportable con sus historias, sus miedos, sus misterios. A veces me pone enferma oírla. Paso unas ganas de mandarla a hacer puñetas…
—Este cura a mí me da muy mala espina. Aparte de que está mal de la chaveta, de lo cual ya se empieza a dar cuenta la gente, no me parece trigo limpio. Creo que pronuncia unos sermones los domingos contra los rojos, que para él son todos los que no comulgan con el Régimen, que los suscribiría el propio Queipo de Llano. Para él el perdón no existe. Intoxica a la gente, perturba la convivencia, combate la reconciliación… Vamos, me parece a mí.
—Ya. Y tanto. El problema es… —mi madre hizo un gesto casi imperceptible hacia mí que yo capté al vuelo— que además siembra sospechas y malmete a unos con otros. Todo el mundo está pendiente de quién va a misa, de qué niños asisten a la catequesis, de quién hace la primera comunión, de quién se confiesa y quién comulga los domingos. Para muchos, nosotros somos los que no van a misa. Tengo la impresión de que la pesadilla que nos dejó la guerra no va a terminar nunca.
—Este cura ha venido a envenenar mucho el ambiente. ¿De dónde le habrán sacado? Está más preocupado por lo que hace la guerrilla que por la salud espiritual de los feligreses. En todo quiere meter el hocico. Como para fiarse de él en un confesionario. Me han dicho que se pasa los días metido en el cuartel de la Guardia Civil.
—He oído que ha puesto en la sacristía un taller de reparación de radios. ¿Será verdad? Dicen que le gusta mucho la mecánica —comentó mi madre.
—¿De reparación de radios, el cura? ¿Y qué coño sabe él de eso? Como para dejar una radio, con lo caras que son, en sus manos.
—Parece que sí, que hizo un curso por correspondencia. Incluso tiene un título colgado en la pared, entre cuadros de santos y ofrendas de beatas, de una academia que se llama Radio Maymo. Yo no lo he visto, que conste. Al parecer, en el pueblo donde estaba antes ya se dedicaba a esas cosas. Muy mañoso sí dicen que es.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué cosas se oyen! Un cura dedicado a la electrónica, ¡hay que joderse! Pero si no hace mucho aseguraban que esas cosas son pecado. Primero niegan que la Tierra sea redonda y luego, ¡hala, a jugar con las ondas! Seguro que escucha conciertos celestiales por las noches.
Mi padre hizo una breve pausa para probar la sopa y en seguida preguntó:
—¿Y qué hace el reverendo?, ¿trabaja en plan profesional?, ¿le deja el Obispado?, ¿cobra por las reparaciones?
—Sé lo mismo que tú —respondió mi madre—. Una tarde escuché en la carnicería que venían de otros pueblos con radios averiadas para que las reparase. Y me lo confirmó Celsa hace unos días. Me dijo: «Ya no hay que mandar las radios a la capital, don Primo las arregla muy bien».
—Trataría de saber si tenemos aparato de radio en casa. ¡Menuda bruja! No le digas ni una palabra. Cuando se estropee la nuestra ya buscaremos dónde repararla. La llevaré a donde sea, pero el cura que no espere verme por la sacristía ni para cambiarle una lámpara. Como para fiarse. Yo estoy seguro de que además de estar loco es un delator. Me han dicho que la pareja ronda por aquí una noche tras otra. Deben de seguir pensando que mantenemos contacto con elementos de la resistencia. Vigilarán quién entra y quién sale y no me sorprendería que escuchen por las ventanas a ver si captan conversaciones, ni que el día menos pensado entren a registrar.
—Vete a saber. Aunque con esa gente todo es igual, hay que tener cuidado. No facilitarles las cosas. Cada vez que me acuerdo de los meses que estuviste preso, se me abren las carnes. No quiero pensar en volver a las andadas. Esto no cambia ni lleva camino de tener remedio.
Después de comer, mi madre y yo subimos caminando hasta la ermita de la Virgen de la Esperanza. Los últimos tramos de la senda eran empinados y estaban surcados de socavones que obligaban a cruzar continuamente de un lado a otro. Mi madre se cansaba, le costaba respirar y tuvo que sentarse varias veces a la orilla de la vereda. Una familia de gitanos había acampado detrás de la capilla. Tres o cuatro burros famélicos devoraban las hojas de los arbustos que resistían la sequedad en los alrededores. Delante de una de las tiendas, los rescoldos de la lumbre impregnaban el ambiente de un olor repulsivo a comida. Un enjambre de niños, algunos medio desnudos, se acercó con las manos extendidas pidiéndonos limosna. Mi madre, que no llevaba ni una moneda para darles, les sonrió e hizo un ademán inútil por acariciar la cabeza del más pequeño.
—Vosotros ¿no vais a la escuela? —les preguntó. Los dos mayores salieron corriendo y los otros nos siguieron con las manos extendidas y expresiones implorantes. Los adultos del campamento contemplaban la escena a una prudente distancia.
A mi madre, que pasaba la mayor parte del tiempo en casa, le gustaba de vez en cuando hacer pequeñas excursiones por los alrededores del pueblo. Le encantaban los lugares altos desde los que se divisaban panorámicas del río, los campos de cultivo, el casco urbano salpicado de casas destruidas por los cañonazos y, al fondo, la cordillera cuyos picos aparecían por vez primera desnudos de las nieves perpetuas que tradicionalmente exhibían los trescientos sesenta y cinco días del año.
Aquella tarde se asomó de manera casi furtiva a la verja de la capilla, se quedó unos instantes en silencio contemplando el altar, donde lucía una lámpara de aceite entre flores marchitas, y al darse la vuelta me contó que la ermita tenía más de cien años. Había sido construida con el legado de un emigrante que regresó muy enfermo de Cuba a morir en el pueblo. Antes de la guerra, todos los años se celebraba allí una misa, que se pagaba con el dinero sobrante, seguida de procesión, subasta del ramo de pan y romería popular con música, bailes típicos y comida campestre. Durante la República, el ayuntamiento aprovechaba para celebrar el día del árbol. Cada niño plantaba un árbol con su nombre o arreglaba el alcor del que había plantado en ediciones anteriores de la fiesta.
Me sorprendió la locuacidad de mi madre, con frecuencia parca en palabras. Descansamos un rato en el poyo de la capilla. Los niños habían desaparecido sin darnos cuenta. A lo lejos se oían voces de mujer en un idioma extraño que no conseguía entender. Al levantarse, mi madre se sujetó las caderas, y exclamó:
—¡Ay, madre mía! Hace un calor muy pesado, ¿verdad? No tengo fuerzas para nada. Las piernas no me responden.
Se apoyó ligeramente en mi hombro y caminamos unos metros por el bosquecillo de castaños y abedules que una década larga atrás habían repoblado los chicos mayores de la escuela. Habían plantado los árboles al tresbolillo y recordaban una formación paramilitar como la que ensayaban los sábados por la mañana los cadetes del Frente de Juventudes en el patio de las escuelas. Aunque se trataba de especies resistentes, algunos de aquellos árboles empezaban a reflejar también los efectos de la sequía. Aquel pequeño bosque de líneas rectas era un homenaje póstumo a don José, el maestro que a lo largo de casi dos décadas tanto había influido en la formación humanística e incluso ecológica de los jóvenes. Hasta que en los primeros meses de la guerra cayó en desgracia, fue acusado de inculcar ideas subversivas a los niños y asesinado en un recodo del río al amanecer del día de los difuntos.
—¡Fíjate cómo han crecido! Va a convertirse en un bosque precioso. Era una fiesta muy bonita —me fue relatando mi madre—. Venía todo el pueblo. Entonces la gente no estaba tan envenenada como ahora. Nadie te señalaba tanto. Si aquella tradición de plantar un árbol se hubiese mantenido, hoy el pueblo sería un vergel. Pero con la guerra se interrumpió y ahora este Régimen nefasto no quiere saber nada de lo que se hacía antes. Sólo les preocupa que la gente tenga ideas diferentes, les asusta que pensemos, no sólo que expresemos lo que pensamos, y apenas les interesa que vivamos: cuanto más atemorizados, mejor. Pero tú de estas cosas no hables, ¿eh? Ni siquiera con tus amigos.
Realmente no entendía muy bien lo que quería decir con sus críticas al Régimen político que teníamos. Yo veía a la gente ir y venir, entrar y salir de los bares, hacer corrillos a las puertas de las casas, pasear al atardecer por la carretera y alquilar libros de Marcial Lafuente Estefanía en el zaguán donde Ángeles se dejaba la vista cogiendo los puntos corridos de las medias de nailon, que estaban haciendo furor entre las mujeres, y no tenía la sensación de que para todo aquello escasease libertad.
—La gente tiene miedo al diablo —acerté a musitar.
—Eso son tonterías de Celsa —replicó mi madre, cortante, sin dejarme margen para seguir hablando sobre los miedos que empezaban a angustiarme—. Ven, vamos a asomarnos otra vez a la ermita a ver si la han abierto. Creo que algunas tardes la guardesa la abre para que vengan las beatas a encenderle velas a la Virgen.
Pero la verja seguía cerrada con un candado y el fondo estaba en penumbra. Apenas la lucecita de la lámpara dejaba entrever el altar y las ofrendas de los enfermos que acudían a implorar su curación o a cumplir las promesas que la habían propiciado: capas de lana de recién nacidos, hábitos negros, coronas de espinas, brazos y piernas de cera, rosarios de cuentas de madera de olivo traídos de Belén y estampas de las vírgenes, santos y beatos más variados.
Mi madre lo contemplaba en silencio, haciendo pantalla sobre la frente con la mano derecha, y mordiéndose los labios seguramente para contener sus impulsos verbales.
—Y esas cosas —pregunté— ¿las dejan ahí para siempre?
—Sí, claro. Son supercherías de la gente analfabeta que aún cree en milagros. Supongo que, cuando pase mucho tiempo, el cura las tirará a la basura. ¿Qué va a hacer con ellas? No sé, algunas dan hasta asco. Quizá aproveche las que son de cera, que ahora es muy cara, para que hagan velas. La religión, que es una cosa que puede estar bien, los curas la han convertido en algo sórdido, tenebroso… Es la fe del miedo, del infierno, de…
Un escalofrío, que ya empezaba a resultarme familiar, me estremeció, de la cabeza a los pies.
—¿Y la lámpara? —acerté a preguntar para evitar que mi madre siguiese con su diatriba—. ¿Nunca se apaga?
—Llega a consumirse, sí. Pero la vuelven a encender las beatas que vienen de vez en cuando a limpiar. O quizá la guardesa, que es la que tiene la llave. A veces viene el párroco o algún fraile que está de paso y dice misa. Y, por supuesto, el día de la fiesta. Misa sigue habiendo.
—¿Tú nunca fuiste a misa cuando eras niña, mamá? Casi todos los niños van. Algunos se ríen de mí porque no voy. Y me dicen que no me salvaré del infierno.
—No hagas caso —respondió con energía—. Eso es parte del miedo en que se ha convertido la filosofía de la religión cristiana. No creo que Dios esté pasando lista los domingos a ver quién va y quién no va a misa. Muchos además no van por la fe: van para que les vean, para estar a bien con la situación, para que el cura no les tenga bajo ojo o porque tienen pocas cosas que hacer. Yo sí; fui algunas veces. Pocas. Nuestra familia nunca fue devota, ni siquiera creyente. A los niños que te provoquen, tú ni caso. Tienes tu propia personalidad.
Íbamos a retirarnos cuando mi madre me hizo reparar de nuevo en la lámpara cuya llama acababa de agitarse con una suave ráfaga de viento que entraba por el ventanuco del costado izquierdo del ábside.
—El fuego es el elemento más constante en la mitología y en la práctica de las religiones. El cristianismo lo usa para venerar y para atemorizar. El fuego eterno es un mantra permanente para tener a la gente asustada. Esta ermita es bastante nueva, pero no se libra de leyendas y a veces de historias reales que tienen el fuego, esa lámpara que arde las veinticuatro horas en aquella esquina, como protagonista. ¿No oíste contar alguna vez la historia de unos pastores que en una noche de tormenta buscaban unas ovejas descarriadas y, en medio de la oscuridad, vieron de pronto una lucecita que se movía, que desaparecía un instante y luego aparecía en la lejanía para luego desaparecer otra vez y volver a aparecer a pocos metros, entre los silbidos de las ráfagas de viento? Pasaron tanto miedo que uno se desmayó del susto y murió de frío, y el otro quedó trastornado. Tú todavía no habías nacido. Entonces la imaginación de la gente se desbordó. Nadie aceptaba que las luces que corrían no tuviesen un origen sobrenatural. Pero la realidad es que procedía de esta y quizá otras lamparitas similares que con el viento se avivaban y la llama hacía movimientos desconcertantes. Ahora, oyes a Celsa y a saber qué tonterías contará.
Por encima de la ventana, en forma de tronera, unas pinturas desvaídas mostraban escenas extrañas. El diablo disfrazado de monstruo encorvado empujaba con un tridente a un grupo de hombres, mujeres y niños medio desnudos hacia las llamaradas que se extendían por una gran parte de la bóveda. En una esquina, una serpiente enroscada en un árbol ofrecía una manzana a Eva, que se dejaba tentar con una sonrisa siniestra. Al otro lado, el arcángel san Gabriel contemplaba impasible las caras de terror de los pecadores a los que Belcebú empujaba hacia el fuego.
—¿Quién lo pintó, mamá?
—No lo sé. Es una mamarrachada —respondió mi madre con desprecio—. Pero a la gente la impresiona. Hay quien sueña con escenas como estas. A los curas no les gusta que la gente disfrute de la vida, lo suyo es que la vida se convierta en sufrimiento, con razón o sin ella.
Me acarició el pelo un momento y exclamó:
—¡Hala, Nacho! Vámonos ya. Empieza a hacerse tarde. No conviene que se haga de noche. Luego el camino es peligroso. Y hasta puede entrarnos miedo.
Disfrutaba sus caricias, poco frecuentes, pero apenas escuchaba lo que me decía. Estaba contemplando las pinturas con verdadera consternación. Me agarraba a los barrotes de la verja hasta hacerme daño en los dedos, tal vez para impedir que el mareo que notaba me jugase una mala pasada. Sentía una opresión terrible en el pecho y las piernas me temblaban más incluso que la propia llama de la lámpara votiva. La imagen del diablo lanzando destellos por los ojos y pinchando con el tridente a los rezagados me había cortado la respiración y revuelto el intestino. Cuando mi madre consiguió que me despegase de la cancela y la siguiera, noté que mi cuerpo se deshacía en el vacío, igual que un terrón de azúcar se disuelve en el agua caliente.
Llegamos a casa casi de noche y mi padre, que estaba sentado en el porche y no ocultaba el malhumor, nos dijo como saludo que no había luz. Todo el pueblo estaba a oscuras.
—Hay una avería en la fábrica. Esto es la de Dios —se lamentó—. Desde antes de la guerra nadie ha hecho una revisión de la turbina. Al parecer ahora hace falta una pieza que tienen que traer de fuera, si la encuentran. Ni siquiera saben de dónde. Así que hasta mañana, pasado o el lunes, no van a poder hacer nada. Y, entre tanto, a joderse tocan. ¿De dónde venís? ¡Vaya horas para regresar! ¿No tenéis miedo al diablo? Hay mujerucas por ahí que al parecer no salen de casa con los cuentos del cura…
—Hemos subido hasta la ermita. Yo necesitaba probar fuerzas y respirar un poco de oxígeno. Aquí abajo esta sequedad se vuelve angustiosa —respondió mi madre. Y, dirigiéndose a mí, advirtió—: Ya sabes. Dúchate que vamos a cenar pronto y… a la cama en seguida. Hoy no podrás ni leer antes de dormirte. Yo también me quiero acostar pronto, la caminata me ha cansado. —Se volvió hacia mi padre, que permanecía con los codos sobre las rodillas y las manos en las mandíbulas, y añadió—: Sigo sin estar bien. Aquella gripe de la primavera me dejó sin fuerzas y aún no las he recuperado. Me canso por nada.
Volví a sentir miedo al adentrarme por el pasillo oscuro que acababa en el cuarto de aseo. Aunque intentaba pensar otras cosas, inevitablemente me atormentaba imaginarme que solo en la cama, sin sueño y sin luz, acabaría pensando en el diablo, recordando las imágenes de la ermita, y, lo peor, tal vez atrayendo su visita. Y si aparecía, me preguntaba, qué podía hacer: gritar, meterme debajo de las sábanas, echar a correr escaleras abajo, despertar a mis padres… La escena, que no había forma de alejar de la cabeza, me estremeció. El agua fría y la negrura de la noche abreviaron la ducha apenas a unos segundos. Necesitaba liberarme de la opresión del recuerdo y de la tortura de la imaginación. Cuando me asomé al porche, aprecié el paso de una bicicleta sin luz y casi sin hacer ruido por la carretera. Me encaramé a la parte más alta de la tapia y contemplé las sombras fantasmales del pueblo sumido en el silencio y la tristeza. El cielo no mostraba ni una sola estrella y la luna, en las vísperas tan deslumbrante, había desaparecido como por ensalmo.