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Qué rápido, rapidísimo, a toda velocidad

vamos pasando, niños, adolescentes, aún jóvenes

—treinta y tantos— nos vemos silueteados

en los espejos nocturnos. Hemos bebido algo, quizá

demasiado —un poco—. Es un discurso inconexo

pero coherente, este de la ciudad. La amamos con ruido y furia,

confusa, abierta, encendida —la amamos

y duele el tiempo—. Amamos sus luces agrias

por Gran Vía, cuando la noche proclama

sus mil razones como una

sola multiluciérnaga. A ritmo de hip-hop, todo este viento

removiendo los años. Ángeles publicitarios,

cines abolidos, tiendas: alucinógenas,

vanas,

tercas promesas de eternidad. Vamos cayendo, calle

abajo, arriba. Rueda

la maquinaria pesada, el gran rugido del hombre,

el labio sordo, el chillido

amarillo; seres como transgénicos,

mujeres de alabastro gimiendo por la resurrección

de la carne vemos, portales, parques en ruinas…

Y a esos monarcas de la oscuridad.

Mapa de la memoria

evanescente, recuperada, la ciudad que inventamos,

al recorrerla, nosotros: recorremos sus calles

de excremento y de oro, merodeadores

sin freno, en un taxi escindido. La noche nos proyecta en

su pantalla de sombras. Sentados a la barra profusa

de cualquier bar —mayores ya—, tú y yo, todavía pulsando

la noche que araña aún. Hacinamiento de fechas,

ciudad de cemento y lodo. Mar

de hormigón y de acero —mar

seco, asfáltico—; mar

de cristales furtivos, qué rápido, qué

velozmente van los días, pasan coches: van pasando

la noche altiva y el taxi

del que ahora mismo volvemos

de cuando entonces

----------------------------nosotros.