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De todas las ciudades que conocí y que amé,
de todas las ciudades
que, con golpes difusos, azotaron
mis huesos, Madrid tiene ese gesto
de herida adolescente, al caer
de la tarde. La Madrid tuya y mía, la que agita
las horas, con su urgencia extendida, la Madrid sumergida
en piscinas nocturnas.
La ciudad hecha a impulsos, a empujones, de tiempo
tuyo, mío —nosotros—, la ciudad
destripada, la arteriada de pasos
subterráneos, que llevan,
que conducen a ti. La que gime en la noche
afortunadamente. La ciudad despeinada
por sus muchas antenas, sus fachadas dolidas
y sus áticos lentos (en las gasolineras
lejanas, esos besos caídos…). Estos somos nosotros,
esa atmósfera espesa
de edificios. Pasamos
y es la vida que pasa, y es el tiempo que tiembla
aquí mismo, en ti misma,
en tus calles ardidas, en la palpitación
de tu sangre, junto a esa soledad
de los días sin nombre.
Estás hecha a mi imagen
imperfecta, confusa, pero tú
permaneces, ahí erguida, y nosotros
somos éstos que siguen, que
chirrían, que pasan… Madrid, no invoco
tu nombre en vano.