He sentido unos labios
como si nieve oscura, cerca del corazón
su frío, donde el miedo ha labrado
sus escamas tremendas. He notado unos brazos
tiritando en la duda, el puñal de estar solo,
acribillado,
roto: tanta vida ahí tirada.
La noche acentuada de sirenas volátiles en la edad
del amor: alta canción de amor
que ahora disuena ronca, entre inclemencias
grávidas. Tiempo deshabitado, como
para querer morir.
Madre, tú que nos diste, danos,
de esta luz en penumbra, esa mirada al fondo,
sobre las cosas hondas. Haz que sea posible
otra mañana nueva, con su verdad al viento, ya
sin amputación. Tú que alargas tus brazos
para negar la muerte
en el momento justo: tú
que extendías tu mano —el calor
de tu mano— en la acera remota
para poder cruzar.