Era broma. Olvidaos de lo de atracar un banco, encontré algo mucho más peligroso: me puse a trabajar como profesor sustituto.
Por muy aterradoras que parezcan algunas de las escenas de mis libros, no hay nada más escalofriante que tener que enfrentarse cada mañana a una clase de estudiantes que no te conocen.
Todo el mundo sabe las tonterías que llegan a hacer los alumnos cuando llega un sustituto: es el desmadre más absoluto; siempre hay algún listillo que te dice que se llama Armando Jaleo, y alguna niña que pretende llamarse Dolores Fuertes o algo parecido. Hay niños que se cambian de sitio y otros que ni siquiera vienen a clase.
¡Aquello daba más miedo que el más peligroso de los paseos por La Calle del Terror!
Al cabo de unos meses me asignaron las clases de historia. Lo más difícil de todo era conseguir que se interesaran por la asignatura, ya que a la mayoría de ellos no les gustaba. La verdad es que en la universidad yo había estudiado lengua y, sinceramente, la historia me traía bastante sin cuidado. Sin embargo, puesto que estaba allí y era el profesor de historia, lo hice lo mejor que pude.
Uno de los trucos que utilicé fue el siguiente: les hice prometer a mis alumnos que si se portaban bien de lunes a jueves, sin quejarse demasiado, el viernes lo dedicaríamos a lectura libre, es decir, que podrían leer en clase cualquier cosa, incluso tebeos.
Hice hincapié en lo de los cómics porque ya sabéis que a mí me encantan, así que pensé que a los alumnos seguramente también les gustaría leerlos. Además, había muchas probabilidades de que trajeran alguno que yo no hubiera leído todavía.
Así pues, lo de los tebeos funcionó durante varias semanas. El día de lectura era muy divertido: yo me sentaba con mis alumnos y leía los cómics con ellos. Nos lo íbamos pasando y a veces los leíamos en voz alta. En todo el colegio yo era el único profesor que hacía tamañas locuras.
Hasta que un viernes, el director, uno de esos hombres severos y estrictos a más no poder, que provocan miedo en todo el mundo, decidió venir a observar mi clase. Cuando entró, yo estaba hojeando el último número de Spiderman. ¡Glups!
La mayoría de los chicos estaban enfrascados en la lectura, pero no todos: unos cuantos se dedicaban a hacer el tonto en una punta de la clase. De hecho, a veces me parecía que en aquellas clases todos lo hacíamos. Aunque lo cierto es que, básicamente, no podíamos hacer otra cosa, pues éramos un poco bobos.
Yo me puse nervioso, esperando que el director antitonterías hablara. Él echó una ojeada a la clase, luego me miró a mí y arrugó la frente. Acto seguido se dio la vuelta y se marchó. Nunca pronunció una palabra sobre la clase, ni una sola vez. Jamás me acusó de estar haciéndolo fatal, pero tampoco me nombró profesor del año, claro.
A pesar de todo, guardo buenos recuerdos de aquel año como profesor. Creo que fue el trabajo más duro que he hecho en mi vida. No sé si mis alumnos aprenderían mucho aquel año; sin embargo, lo que es yo, aprendí un montón.
Mientras ejercí de profesor tuve la oportunidad de observar a los niños en su salsa, de escuchar lo que decían y cómo lo hacían. Creo que las conversaciones entre los personajes de los libros de Pesadillas y de La Calle del Terror deben mucho de su autenticidad al año que pasé dando clase. Aprendí que es muy importante para un escritor escuchar cómo habla la gente. Algunas veces, al comenzar un nuevo libro, me imagino a mis alumnos e intento reproducir sus actos y sus sentimientos.
En fin, creo que fue una experiencia bastante enriquecedora, y de paso me sirvió para ponerme al día sobre las últimas novedades del mundo del cómic.
Muchas de las tardes que no tenía ocupadas en preparar la lección del día siguiente, las invertía en una de mis más tempranas pasiones: la radio. Entonces creé al Capitán Todo.
El Capitán Todo era una comedia radiofónica de dos minutos de duración que trataba de un superhéroe que podía transformarse en cualquier cosa, ya fuera animal, vegetal o mineral. Lo único que nunca se transformaba eran sus gafas de montura de concha.
Si el Capitán Todo se convertía en lobo, era un lobo con gafas y si alguien dudaba sobre cuál de las lechugas era de verdad y cuál el Capitán transformado, lo único que tenía que hacer era buscar unas gafas.
Mis amigos y yo esperábamos vender nuestra creación a las emisoras de radio de todo el país. Yo era el encargado de escribir los guiones y dos famosos locutores de radio de Columbia, Bill Hamilton y Fritz Peerenboom, ponían las voces. Trabajábamos hasta altas horas de la noche en un estudio de grabación que quedaba en un barrio conflictivo del centro de la ciudad.
La verdad es que aquel sitio daba un poco de miedo. Allí se había cometido un crimen bastante siniestro: justo en la oficina del piso de arriba, exactamente encima de nuestro estudio, habían apuñalado a un hombre.
Tampoco el Capitán Todo salió vivo de aquel edificio. Enviamos cintas de muestra, con cuatro capítulos de la comedia, a emisoras de radio de todo el país pero la respuesta siempre fue la misma: nada de nada para el Capitán Todo.
El año que estuve de profesor me apreté bien el cinturón y logré ahorrar un poco de dinero. En junio me pareció que disponía de lo suficiente en mi cuenta como para pagarme un mes de alquiler en Nueva York. Cuando llegué allí tuve que enfrentarme al problema de encontrar un sitio donde vivir y un trabajo. Pero era un poco como la paradoja del huevo y la gallina: no podía pagar un alquiler si no tenía trabajo; y no podía buscar trabajo si no tenía un sitio donde vivir.
No os vais a creer cuál fue mi primer trabajo en Nueva York. Bueno, y para qué contaros del primer piso donde viví, resultaba todavía más increíble que el trabajo.