Casi rompo el sobre en dos en mis prisas por abrir la carta. Desdoblé la única hoja que contenía aquel sobre y la leí por encima. ¡Bien, había entrado! ¡Me habían aceptado en la universidad!
La Universidad Estatal de Ohio estaba a un tiro de piedra en autobús, así que podía seguir viviendo en casa, lo que resultaba más económico, y seguir disfrutando de las comidas que hacía mi madre, que estaban buenísimas.
Enseguida me di cuenta de que la vida universitaria no tiene nada que ver con la del instituto, donde te pasas todo el día encerrado entre las cuatro paredes y sólo te mueves de vez en cuando para cambiar de aula. En cambio en la universidad, tienes unas cuantas clases y luego te queda el resto del día libre para hacer lo que te apetezca. Algunos estudiantes aprovechaban el tiempo libre para trabajar a media jornada, otros para estudiar.
Yo, en cambio, invertí todo mi tiempo en la oficina de redacción de la revista Sandial, pues constituía la principal razón por la que quise ir a la Universidad de Ohio. Ya en el instituto soñaba con poder escribir en ella.
James Thurber, escritor y humorista del importante periódico New Yorker, escribió en sus años universitarios para el Sundial. Thurber llegó a ser uno de los humoristas más importantes de Estados Unidos y yo me moría de ganas de seguir sus pasos.
En la década de los años treinta Milton Caniff también contribuyó con sus ilustraciones en el Sundial. Caniff es famoso por ser el creador de las viñetas de Steve Canyon, unas tiras cómicas de aventuras que publicaban muchos periódicos.
Para mí, formar parte del personal del Sundial era un verdadero sueño. Al final de mi primer año de universidad, pedí un puesto de editor en la revista. El consejo de la revista, formado en su mayoría por cautos catedráticos, era el que se encargaba de este tipo de decisiones, así que su presidente me sometió a un interrogatorio exhaustivo. Les enseñé algunos de mis trabajos y como me pareció que estaban sopesando mi capacidad para crear problemas, fingí ser inofensivo. Se ve que se lo tragaron porque me dieron el puesto.
Hacía varios años que las ventas de la revista se habían estancado, por lo que mi misión sería confeccionar una revista mensual con la que los estudiantes se murieran de risa. ¿Que cuánto iban a pagar por morirse de risa? ¡Sólo venticinco centavos, una miseria!
Para conseguir nuestro objetivo nos reíamos de todo bicho viviente en el campus. Los decanos —que en aquellos tiempos se encargaban de que se cumplieran las normas de conducta dentro de la facultad— eran nuestro blanco favorito.
Y es que en aquella época todo eran prohibiciones. Una de ellas se reseña al toque de queda de las residencias de estudiantes femeninas. Los días entre semana las chicas debían estar en sus habitaciones a las diez y media de la noche a más tardar y el sábado las dejaban hasta la una. En algunas ocasiones especiales, como cuando habían pasado el fin de semana fuera, podían retrasarse ¡hasta las dos de la mañana! En cambio, los chicos no tenían límite de hora: si querían podían pasarse toda la noche de fiesta. Os parece injusto, ¿verdad? Lo era.
Sundial siempre hacía chistes sobre el tema de las horas; presentábamos a la decana de las chicas como la mujer más anticuada del mundo, descripción absolutamente fiel a la realidad, así que tampoco nos pasábamos mucho.
Intentábamos hacer reír a la gente, pero me gustaría pensar que también contribuimos con nuestro grano de arena a provocar los cambios que se produjeron en la década de los años sesenta porque, poco tiempo después de arremeter con nuestros chistes, el toque de queda desapareció.
Fui editor de la revista durante tres años. Utilicé el apodo de Bob el Jovial porque quería contar con un personaje fijo, que apareciera en todos los números de la revista. De hecho me gustaba pensar en mí como un personaje chistoso que nunca para de decir barbaridades. En cada número de la revista publicábamos dibujos, entrevistas inventadas y anuncios publicitarios falsos. Como muchos de nuestros lectores eran hombres, siempre publicábamos fotografías de la chica del mes. Primero elegíamos a una estudiante guapa y luego un fotógrafo profesional la fotografiaba en distintas zonas del campus, como por ejemplo en el famoso campo de fútbol en forma de herradura.
En una ocasión, decidimos hacer una jugarreta a nuestros lectores. En vez de publicar la fotografía de una estudiante de verdad, escogimos una foto de promoción de una joven actriz de Hollywood con ganas de triunfar e incluso le inventamos un nombre, Pamela Winters (mi hermana también se llama Pamela), y lo cierto es que era preciosa.
En la entrevista se incluía una oferta irresistible: «Si queréis verla todavía más de cerca… su número de teléfono es…» Y a continuación poníamos un número de teléfono que, claro está, no era el de Pamela sino el de la oficina del rectorado de estudiantes, la versión universitaria del consejo escolar del instituto.
Aquel día batimos el récord de ventas: ¡vendimos nada menos que ocho mil ejemplares! Y todo gracias a las fotos de Pamela Winters. El teléfono de la oficina del rectorado no paraba de sonar, día y noche.
Tras unos cuantos días de agobio debido a las 11amadas telefónicas, los estudiantes decidieron devolvernos el golpe. Una de las estudiantes fingió ser la señorita Winters y propuso a todos y cada uno de los chicos que la visitaran un día, y acto seguido les daba la dirección de mi casa. El siguiente paso fue reconducir todas las llamadas al teléfono de mi hogar. A mis padres el asunto no les hizo ninguna gracia. En cambio, mi hermana Pamela estaba encantada.
Años después usé esa misma situación en uno de mis libros de Pesadillas llamado Calling all Creeps (Llamada a los bichos raros) en el que el mismo tipo de broma tiene consecuencias explosivas y un chico recibe una llamada telefónica increíblemente extraña.
La verdad es que, en aquella época, disfrutaba muchísimo gastando bromas. Por eso mismo, el último año de universidad me presenté a presidente del rectorado de estudiantes, aunque las normas dejaban bien claro que sólo se podía elegir a estudiantes de primero.
En el periódico de los estudiantes declaré lo siguiente: «Ya el curso pasado nadie esperó cosa alguna del rectorado de estudiantes, así que como termino la carrera este mismo año y no voy a estar por aquí el curso que viene, creo que estoy mucho más capacitado que los demás candidatos para ofrecer a mis compañeros todo lo que esperan: nada de nada». Y en mis pancartas electorales rezaba el siguiente eslogan: «Elige a un payaso por presidente: Bob el Jovial».
Hicimos que dos de los que trabajaban en el Sundial se disfrazaran de payasos y fueran al campus. ¿Con qué misión? Lo único que tenían que hacer era recordar a los estudiantes que todos los candidatos que se presentaban eran unos payasos, pero que sólo Bob el Jovial era lo bastante payaso como para admitirlo sin tapujos.
Nuestra campaña publicitaria incluía anuncios en los periódicos del tipo:
Por el bien de la comunidad Bob el Jovial no piensa hablar hoy por la noche en la residencia femenina de estudiantes Gamma Delta.
¡Que lo paséis bien!
A pesar de haber llevado a cabo una campaña extremadamente creativa, no gané las elecciones. De los 8.727 votos escrutados, obtuve 1.163; lo que no está nada mal si se tiene en cuenta que no figuraba entre los candidatos oficiales. La universidad no quiso aceptar mi candidatura porque decían que no era seria. ¿Qué tipo de democracia es ésa?
Os preguntaréis cómo supe entonces cuánta gente me había votado. Pues muy fácil: resulta que mis partidarios escribían mi nombre en la papeleta. Por otra parte, esto explica el porqué de nuestro fracaso electoral: muchos de mis partidarios no llevaban nada para escribir encima. Y algunos de ellos ni siquiera sabían hacerlo.
En algunas ocasiones el Lantern, el periódico de los estudiantes, insinuaba que yo no sabía escribir. También tomaron por costumbre hacer una crítica de cada uno de los números de Sundial: a veces incluso nos ponían verdes, sin contemplaciones.
Por fortuna también había estudiantes que salían en nuestra defensa y escribían cartas al director del periódico para apoyarnos. Ahí va esta carta como ejemplo:
Apreciado Director:
Le escribo con motivo de la columna publicada en su periódico, el pasado miércoles, donde se atacaba a Sundial y a Bob Stine el Jovial.
La revista Sundial mejora en calidad día a día y Bob el Jovial es un hombre de ingenio y talento infinitos.
Que conste aquí que habría escrito lo mismo si mi hermano no me hubiera obligado a redactar la carta.
H. WILLIAM STINE
Todavía mantengo el contacto con algunos compañeros de instituto y tengo varios amigos de la época del Sundial, entre ellos Joe Arthur. Imaginaos lo amigos que somos, que le pedí que me ayudara a hacer este libro.
Joe es el tipo más divertido que he conocido en mi vida. Está especializado en regalar por Navidad los objetos más horribles y del peor gusto de todo el universo. Cada año en diciembre, se me ponen los pelos de punta ante la perspectiva de tener que abrir el regalo de Joe, pues sé que va a ser algo espantoso.
Cuando nació Matt, mi hijo, a Joe no se le ocurrió otra cosa que mandarnos un equipo de lanzamiento de pesos como regalo de nacimiento. ¡Pesaba un montón! Le costó casi cien dólares enviarlo y el pobre cartero apenas podía con el paquete. Ahora bien, debo admitir que resultó un regalo muy original, a nadie más se le ocurrió regalarle eso a Matt.
Pero ahora os voy a hablar del peor de los regalos que Joe le ha hecho a Matt. Unas Navidades, cuando Matt tenía siete u ocho años, Joe le mandó un walkie-talkie, ¡sólo uno! Matt estaba hecho una fiera. ¿Os imagináis algo más inútil que un solo walkie-talkie? A saber en qué estaría pensando Joe…
Cuando Joe y yo íbamos al colegio, hablábamos cada día por teléfono, después de cenar. Comenzábamos a reírnos de cualquier cosa y no parábamos hasta que teníamos que colgar, aunque no recuerdo qué nos hacía tanta gracia. Ahora, ya mayores, nos llamamos unas tres veces por semana. Todavía seguimos riéndonos mucho y sigo sin saber por qué. Supongo que los amigos están para eso.
Me licencié en la Universidad Estatal de Ohio en junio de 1965. Y, de repente, tuve que enfrentarme a lo que llaman el «mundo real».
Lo que sí tenía claro era que me quería ir a Nueva York. Era mi único sueño. Las maletas ya estaban hechas: Bill se había encargado de todo. Supongo que no veía el momento de deshacerse de mí.
Pero me hacía falta dinero. Tenía algo ahorrado en el banco de lo que había ganado con el Sundial pero con eso no tenía ni para empezar. Así que, antes de poder hacer mi sueño realidad necesitaba conseguir un poco de liquidez.
Entonces, decidí atracar un banco.