Bexley era un lugar bastante adinerado. La mansión del gobernador de Ohio estaba sólo dos calles más allá de la mía y por todas partes abundaban los caserones señoriales.

Nosotros, en cambio, ocupábamos una pequeña vivienda de ladrillo situada en un extremo de la ciudad, a tres casas de las vías del tren. A mí me acomplejaba que mi familia tuviera mucho menos dinero que las de mis amigos.

Mi padre era muy trabajador, ¡nunca paraba! Tanto él como mamá querían que viviéramos en un barrio bonito e hicieron todo lo posible para que nunca nos faltara de nada. Sin embargo, a mi hermano y a mí, a pesar de todo, nos costaba bastante adaptarnos a una ciudad tan rica, pues no podíamos conducir cochazos ni ir vestidos a la última, como los demás.

Algunas veces llegué a sentirme como un pulpo en un garaje. Por ejemplo, cuando iba al instituto me enamoré perdidamente de una chica que se llamaba Lynne (se puede decir que fue mi primera novia). Me gustaba tanto que cada vez que hablaba con ella me ponía rojo como un tomate. ¡Sentía que se me encendían las mejillas! Me daba mucha vergüenza sonrojarme de aquel modo, pero lo cierto es que no podía evitarlo.

Los padres de Lynne tenían bastante dinero, vivían en una casa de estilo ranchero que parecía abarcar un montón de manzanas. Cuando cumplió los dieciséis años le regalaron un Thunderbird rosa, el coche que en el instituto nos parecía más guay.

Imaginad, pues, lo ridículo que me sentía yendo a buscar a Lynne un sábado por la noche en el pequeño y destartalado Ford de mi padre. Lo más seguro es que a ella no le importara nada. Pero a mí esa situación me hacía sentir todavía más intimidado e incómodo de lo normal. De sólo pensarlo, me pongo rojo otra vez.

Creo que sentirme de esa forma cuando era pequeño contribuyó a que me hiciera escritor, pues siempre estaba apartado de la multitud, estudiando a la gente. Me convertí en un observador de todo lo que ocurría, y eso forma parte del oficio de escritor.

Otra característica de los escritores es que escriben novelas. Y eso fue lo que hice, aunque no por pura iniciativa mía, ya que en cierto modo empecé a escribir gracias a mi hermano Bill. Veréis, ya era demasiado mayorcito para aceptar y ser el ayudante del Capitán Grashus, así que en vez de rebelarse contra mis padres, lo hizo contra mí; cosa que me dio mucha rabia, claro. Un día de octubre hasta se negó a pasar el rastrillo por el jardín, parecía que a partir de aquel momento ¡tendría que ser yo quien rastrillara el césped!

Fue entonces cuando comencé a escribir mi primera novela seria, aunque de seria no tenía nada. Se trataba de una comedia para adultos sobre animales^ titulada Lovable Bear (Adorable oso).

Mamá apoyaba totalmente mis sueños, deseaba que yo alcanzara todos mis objetivos, y yo quería ser escritor, y no tener que ayudar en el jardín, así que cuando tocaba pintar el garaje o sacar la nieve con la pala le tocaba a cualquiera que no fuera yo, por ejemplo a Bill, pues yo protestaba y me quejaba diciendo: «Ahora no puedo pasar el rastrillo. ¡Estoy ocupado con la novela!» La verdad es que no paraba de escribir; se había convertido en una verdadera obsesión.

Cuando iba al colegio también leía mucho, sobre todo libros de ciencia ficción. Fue por aquel entonces cuando descubrí ese género. Me encantaba viajar al futuro o a otros mundos de la mano de autores como Isaac Asimov, Ray Bradbury y Robert Sheckley.

Robert Sheckley escribió un libro llamado Mindswap, que trataba de una agencia de viajes que ofrecía hacer vacaciones del propio cuerpo. Para ello, transferían la mente de las personas al cuerpo de un alienígena de otro planeta, y viceversa: era una buena manera de hacer turismo por otro mundo. Al cabo de dos semanas, la agencia deshacía el intercambio.

Me acordé de ese libro cuando comencé a escribir los Pesadillas porque se me ocurrió hacer algo similar: se trataba de un relato acerca de un chico al que no le gusta la vida que lleva, por lo que va a una agencia para que transfieran su mente a otro cuerpo; pero el caso es que se produce un fallo —una abeja se cuela en la máquina— y la mente del chico queda atrapada en el cuerpo del insecto. El libro se llama Mutación fatal y, como veis, la idea la saqué de aquel libro que leí a los diez u once años.

Como no podía conseguir todos los libros de ciencia ficción que quería, semana tras semana me pegaba a la televisión para ver En los límites de la realidad. Aquellas historias cortas de Rod Serling me engancharon de inmediato con sus argumentos extraños y sobrenaturales.

Serling presentaba cada una de las historias advirtiéndonos que estábamos a punto de dejarnos atrapar por «… una tierra de nadie entre la luz y la sombra, entre la ciencia y la superstición». Ponía una voz fantasmagórica… Lo cierto es que me encantaba aquel programa. Todavía me gusta verlo cuando lo reponen por televisión, y más de una vez me he encontrado rememorando los momentos más espeluznantes mientras pienso en un nuevo libro de Pesadillas o de La Calle del Terror.

La mayoría de las historias de ciencia ficción terminan con un giro inesperado totalmente imprevisible para el lector. Pues bien, ésa era una de las cosas que más me gustaba de la serie: y yo siempre intentaba adivinar qué iba a ocurrir al final.

De pequeño me gustaban tanto los finales sorprendentes que cuando comencé a escribir libros de terror tuve ese aspecto muy presente y decidí terminar todos mis libros de ese modo. Más tarde pensé que todavía sería más divertido conseguir sorprender al lector al final de cada capítulo.

El último año de instituto tuve una muy buena oportunidad de demostrar mi talento como escritor: me puse manos a la obra y creé lo que yo consideraba la sátira más divertida que se había escrito en todos los cursos de graduación del centro. Lo llamé: Programas de televisión que nos han distraído y alejado de los estudios durante los años de instituto.

El narrador presentaba al locutor, y éste a su vez presentaba a un personaje: «Con ustedes esta noche, un comentarista que es tan honrado como largo es el día: ¡Benedict Arnold!» Parte de la sátira consistía en parodiar un programa de televisión en el que la gente demostraba sus prodigiosas habilidades:

NARRADOR: Otro tipo de programa televisivo que gozaba de gran popularidad era el de los Boy Scouts, en el que aparecían jóvenes talentos ejecutando extrañas actividades ante una masiva audiencia de telespectadores.

Algunas veces, a estos hábiles jóvenes les acompañaba la suerte después de aparecer en el programa. Hubo algunos que hasta fueron capaces de volver a casa y conseguir un trabajo normal.

Mi parodia tuvo un éxito arrollador. ¡Se tronchaban de risa conmigo! ¡Yo los había hecho reír!

Aquella tarde mis compañeros estallaban en carcajadas una y otra vez, desternillados de risa ante mis ocurrencias, de camino hacia nuestra pizzería favorita: Rubinos. Aquel local era nuestro lugar de reunión habitual, allí era donde quedábamos los fines de semana con los amigos y donde nos citábamos con las chicas. Por ejemplo, al salir de clase nos quedábamos un rato jugando en el patio y luego íbamos a tomar una pizza; cuando salíamos, o íbamos al cine y luego a tomar una pizza, o bien a un concierto y luego a la pizzería. Aquella noche el plan consistió en morirse de risa con la sátira y luego ir a la pizzería.

Cuando miro hacia el pasado me doy cuenta de que la única constante en los años de instituto fueron las pizzas. He viajado por todo el mundo, pero os aseguro que en Columbia se siguen sirviendo las mejores.

Faltaban sólo unos días para terminar el instituto y la vida me sonreía.

Entonces, un día al llegar a casa me cambió el humor de repente: había un sobre dirigido a mí procedente de la Universidad Estatal de Ohio. ¿Habrían aceptado mi solicitud? ¿O me habrían rechazado? ¿Me negarían la entrada por no haber estudiado latín? ¿Por ser incapaz de tirarme a una piscina? ¿Por sólo saber escribir a máquina con un dedo? ¿Por haber dedicado todo mi tiempo a la confección de revistas en vez de a estudiar?