Dedico seis o siete días a la semana a esbozar primero y escribir después los libros de terror. Aunque trabajo muchísimo, no todo el mérito es mío. Tengo muy buenos editores que me ayudan un montón con La calle del Terror y Pesadillas.
Susan Lurie y Heather Alexander son las dos editoras de Pesadillas. Vigilan atentamente que ninguna entrega sea peor que las anteriores. Me advierten si una historia me ha salido demasiado cruda, o si, por el contrario, no lo es lo suficiente. ¡Incluso me dicen cuándo una historia no puede ni siquiera considerarse como tal!
Cuando escribí el primer borrador de Noche en la torre del terror, los dos protagonistas —Eddie y Sue— no paraban de correr en toda la novela. Corrían por toda la torre, huían a toda velocidad del verdugo, volaban del presente al pasado…
Tanto Susan como Heather opinaron que sería mejor que Eddie y Sue pararan de vez en cuando para recuperar el aliento; les parecía bastante aburrido que los protagonistas se pasaran todo el rato corriendo. Tuve que reescribir la mayor parte del libro, pero en la versión final los protagonistas sólo corren durante la mitad de la historia: ¡toda una mejoría!
Otro ejemplo: Terror en la biblioteca transcurre en una escalofriante sala de consulta en la que la empleada es un ser monstruoso. En la primera versión del libro, el monstruo se comía a los niños que entraban en la biblioteca.
Susan y Heather consideraron que un ser que come niños resultaba demasiado agresivo para un Pesadillas, así que decidí que en lugar de eso tuviera un tarro con tortugas y caracoles en la mesa, y que cuando tuviera hambre, abriera el tarro y se comiera una tortuga o un caracol. La verdad es que yo encuentro todavía más asqueroso comerse tortugas o caracoles que niños, ¡el sonido al masticar esos animalitos es mucho más repugnante!
No me gusta nada revisar lo que he escrito; supongo que nos pasa a todos los escritores. Yo siempre estoy impaciente por empezar la siguiente novela y me fastidia mucho volver atrás para corregirla. Suerte que cuento con la ayuda de editores tan competentes como los de Parachute Press, Scholastic y Pocket Books. Logran que salga lo mejor de mí (y me avisan si el protagonista en tres libros seguidos se llama Chuck). También tengo que dar las gracias a Bill Schmidt, el dibujante de las portadas de La Calle del Terror, y a Tim Jacobs, quien se ocupa cada mes de las divertidas portadas de Pesadillas.
La idea de hacer un programa de televisión a partir de la colección Pesadillas surgió de las cartas de los propios lectores. Desde que comencé a publicar los libros, empezaron a llegar cartas de chavales que querían ver en televisión las historias de Pesadillas.
Ahora me encanta ver a mis personajes y sus locas historias en la tele todas las semanas. Veo el programa siempre, incluso cuando repiten los capítulos.
El primer libro de Pesadillas en ser llevado a la pantalla fue La máscara maldita. El relato está inspirado en un hecho real: Un Halloween mi hijo Matt se probó una máscara de Frankenstein de goma, de esas ajustadas, y luego no se la podía sacar. Estiró y estiró, pero la máscara no se despegaba.
Supongo que tendría que haberlo ayudado, pero en vez de eso corrí a mi escritorio a apuntar la idea, convencido de que sería un buen argumento para un libro.
En la serie de televisión el papel de Carly Beth, la chica que se pone la horripilante máscara maldita lo interpreta la maravillosa Kathryn Long. Kathryn es una actriz muy profesional, que trabajó de firme para conseguir que todas las escenas resultaran convincentes.
Al principio de la película, unos chicos que se burlan de Carly Beth, le dan un bocadillo a la hora de comer con un gusano dentro. Carly Beth no se da cuenta, así que le da un gran mordisco al emparedado y se come el gusano.
Teníamos previsto usar un gusano de plástico para la escena, pero Kathryn se negó, insistiendo en que pusiéramos uno de verdad, o de lo contrario no saldría bien. Así que metimos dentro del bocadillo un gusano auténtico. Carly mordió, masticó y se tragó el bicho.
¿Os parece asqueroso? Pues lo peor fue que tuvimos que rodar la escena ¡doce veces! Gajes del oficio, ¿no os parece?
En aquella época tenía tiempo de visitar colegios y aparecer por librerías; pero ahora me resulta mucho más difícil apartarme del teclado, aunque de vez en cuando aún me las arreglo para reunirme con mis lectores en alguna tienda. En la actualidad, hay mucha diferencia con aquel día de 1978 en que sólo apareció un niño.
Hace poco volví a mi ciudad natal, Columbia, para firmar autógrafos en una librería. Había tanto tráfico que el taxista tuvo que dejarme a un par de manzanas de distancia de la tienda. Al principio creí que la calle estaba bloqueada a causa de algún accidente, pero enseguida comprendí que el problema consistía en la gran cantidad de gente que venía a verme. ¡Acababa de provocar mi primer atasco!
Hace poco tuve una experiencia más aterradora que todos mis libros juntos. Los hechos ocurrieron cerca de Washington, en un centro comercial donde se celebraba una feria del libro llamada «Leer es importante», a la que me habían invitado para que firmara autógrafos durante dos horas.
Los organizadores calcularon que vendrían unas setecientas personas, pero el recinto se llenó hasta los topes con más de cinco mil. Tuvieron que parar las escaleras mecánicas para que nadie resultara aplastado, contratar guardias de seguridad y avisar a la policía local. Yo estaba mudo de asombro. Era escalofriante observar aquella masa de gente que venía a verme. Por desgracia era del todo imposible atender a tantas personas en sólo dos horas, así que decidí subirme a una silla y grité por un megáfono: «¡Gracias por venir, pero no puedo atenderos a todos!, ¡volved otro día, por favor!»
Necesité protección policial para entrar en el centro comercial y también para salir. De verdad que pensé que iba a organizarse algún disturbio. Aquello fue aterrador de verdad, pero también muy emocionante.
Ahora bien, la mayoría de las veces, firmar autógrafos no resulta tan movido, aunque siempre pasan cosas divertidas.
El año pasado fui a una librería de Dallas (Tejas) en la que un chico de unos nueve años se me acercó tímidamente. Su madre que estaba detrás de él, lo empujó hacia mí con suavidad.
—Va —le animó la mujer—, pídele al señor Stine que te firme el libro.
El chico miró hacia arriba. Llevaba en las manos un ejemplar gastadísimo de Sangre de Monstruo.
—¿Es usted de verdad R. L. Stine? —me preguntó.
—Lo soy —le aseguré—. Y tú, ¿cómo te llamas?
Me lo dijo. Nos dimos la mano y le pregunté si quería que le firmara el libro. Él asintió y me tendió Sangre de Monstruo, así que escribí una pequeña dedicatoria y la firmé. El chico me dio las gracias, cogió el libro y contempló mi firma con fruición.
Cuando se iban, miró a su madre con una luminosa sonrisa y dijo:
—Soy la persona más feliz del mundo.
Aquella sonrisa y la fascinación me emocionaron. ¡Pensar que mis relatos podían significar tanto para alguien! Se me llenaron los ojos de lágrimas. Tuve que volver la cara y respirar hondo. Momentos así hacen que valga la pena trabajar tanto.
A estas alturas sólo me queda un deseo: poder responder a la pregunta que más me hacen los lectores. ¿Sabéis cuál es?