Capítulo veintiséis

Habían pasado más de cuatro semanas y no quedaba nadie en Imber, salvo Michael y Dora. Eran los últimos días de octubre. Grandes capas de nubes de diversos colores se arrastraban interminables por el cielo, y el sol resplandecía intermitentemente sobre las densas masas de árboles amarillos y cobrizos. Los días eran más fríos, por lo general amanecían con niebla, y flotaba una calina perpetua sobre la superficie del lago.

James y la abadesa habían actuado al unísono y con rapidez. Se había decidido disolver la comunidad. James había regresado al East End de Londres. Los Strafford habían decidido probar suerte en una comunidad de artesanos que formaba parte de un monasterio de Cumberland. Peter Topglass, a instancias y ruegos de Michael, se había unido a un grupo de naturalistas que partía hacia las islas Feroe. Patchway había vuelto, lacónico, a las labores de agricultor en una finca cercana. Michael se quedó para acabar los asuntos de la huerta, y Dora se quedó con él.

Margaret Strafford seguía en Londres con Catherine. Catherine había estado recibiendo un tratamiento de insulina y se encontraba continuamente bajo la influencia de las drogas. Aún no le habían hablado de la muerte de su hermano. Margaret escribió una carta en la que decía que no tenía sentido visitarla de momento. Se pondría en contacto con Michael cuando se produjera una mejoría y cuando fuera a ser bien recibida una visita. Entretanto, Catherine estaba todo lo bien que podía esperarse. Los médicos no habían abandonado la esperanza de una completa recuperación. La insulina la hacía engordar.

Dora, tras dar la impresión durante algún tiempo de que estaba a punto de marcharse, anunció con una dignidad y una resolución que resultaban nuevas que iba a quedarse mientras pudiera ser útil. El gran número de conferencias telefónicas, que iba disminuyendo, no parecía preocuparla. Al principio, todos estaban demasiado disgustados y ansiosos para pensar en sugerir que debía marcharse; después llegó a hacerse imprescindible. Traía y llevaba, iba en bicicleta al pueblo a hacer recados, lavaba y quitaba el polvo y limpiaba sin molestar en la casa. Llegó un momento en que, con la partida gradual de los demás, hacía aún más. Cuando ella y Michael quedaron solos, Dora cocinaba y se ocupaba de las compras, así como de tareas de secretaria durante todo el día. Resultó que sabía escribir a máquina moderadamente bien, y al final se encargaba por completo de la correspondencia de rutina y redactaba cartas a partir de diversas fórmulas sugeridas por Michael.

Estaban solos desde hacía casi dos semanas. Peter fue el último en marcharse; e incluso su partida supuso un alivio para Michael. Con respecto a los demás, su relación con ellos se había hecho irrevocablemente forzada y dolorosa. Mark lo trataba con torpe amabilidad, pero no podía evitar ser curioso y protector. James lo seguía con una mirada tal de compasión desesperada, que Michael se alegró, por el propio James, de que éste se marchase a Londres. Aunque ni James ni Mark conocían los detalles de la historia de Michael, su imaginación se había puesto en movimiento, y Michael había sido incapaz de ocultarles sus violentos accesos de pena durante los días que siguieron a la muerte de Nick. Sus extrañas miradas mostraban que habían sacado sus propias conclusiones y, antes de que se marcharan, su presencia en Imber se había convertido en una tortura para Michael. Por otra parte, el que Dora estuviese allí no le preocupaba en absoluto. Era útil, no sabía nada, no adivinaba nada y no juzgaba.

Dora, una vez tomada la decisión de quedarse, creó su papel con energía, a pesar de lo cual hubo una o dos pequeñas incidencias. El principio de octubre trajo un período de buen tiempo, y Dora anunció que tenía la intención de aprender a nadar. Cuando alguien le dijo que no lo hiciese, ya que nadie tenía tiempo para vigilarla y no debía ir sola, prácticamente ya había aprendido. Resultó ser, una vez metida en ello, una nadadora nata, segura y sin temor al agua. Peter, y después Michael iban de vez en cuando a examinar sus progresos y a darle algún consejo, y antes de que acabase el tiempo cálido, dominaba aquel arte con cierta maestría.

Tras la partida de Margaret, Mark Strafford se ocupaba de cocinar. Pero pronto lo sustituyó Dora, quien compensaba con celo su carencia de talento. Sus esfuerzos eran valorados, y evidentemente, disfrutaba con lo que hacía. No obstante, los días dichosos de Dora llegaron cuando todos los demás se marcharon, momento en que fue reina indiscutible de Imber. Le proporcionaba un placer especial la inutilidad doméstica de Michael, y le dijo que le encantaba cocinar para un hombre que no pensaba que cocinaba mejor que ella. Mantenía la casa razonablemente limpia, y el despacho en orden, e inspeccionaba el jardín en busca de flores de otoño que habían dejado crecer silvestres en rincones olvidados y sin cultivar, y llenaba el vestíbulo y el salón con grandes ramos aljofasados de margaritas otoñales y aromáticos crisantemos que a Michael le traían recuerdos de vacaciones infantiles en Imber.

Fueron desmantelando el lugar gradualmente. Vendieron la granja tal y como estaba a un labrador de las cercanías; se recogió gran parte de la producción y se transportó inmediatamente. Poco a poco fueron desapareciendo los muebles de la casa; algunos fueron devueltos a las personas que los habían prestado con una furgoneta de mudanzas; otros los recogió sor Ursula impetuosamente en una carretilla de mano para llevarlos a la abadía. Habían arreglado la calzada. Habían sacado del lago la campana nueva con una grúa y la habían llevado sin ceremonia a la clausura. Ya la habían erigido en la vieja torre, y anunció su elevación con voz transparente, que oyeron Michael y Dora una mañana mientras desayunaban.

Una extraña paz como de ensueño descendió sobre Imber. La distinción entre un día y otro era difusa. Las comidas se servían a horas estrambóticas, y con frecuencia se prolongaba la sobremesa. Cuando brillaba el sol se abrían las puertas y se sacaba la pesada mesa a la extensión de grava. Las mañanas eran neblinosas, las tardes húmedas y suaves, y el jardín, con sus líneas oscuras de tierra removida, era opresivamente silencioso. Por la noche hacía frío, y el cielo estaba claro e invernal, con premoniciones de helada. Los búhos ululaban más cerca de la casa. Los saltamimbres habían desaparecido. Y al volver ya tarde de la capilla, Michael veía la luz que destellaba en el balcón, y oía al otro lado del agua música de Mozart, que Dora, con un entusiasmo nuevo y repentino por la música clásica, ponía en el gramófono.

Durante aquella época se desarrolló una relación extraña entre Michael y Dora, algo indefinido y melancólico que poseía para Michael cierta tranquilidad y douceur. Quizá era posible porque ambos sabían que quedaba poco tiempo. Entre múltiples temas de reflexión, Michael lograba pensar en el futuro de Dora; y cuando hubo transcurrido algún tiempo, le planteó el tema de si no debía volver a Londres.

Al preguntárselo, Dora se mostró ansiosa por hablar del asunto con él, de modo que lo discutieron. Le dijo que había decidido que no tenía sentido regresar con Paul, al menos por el momento. Sólo sería para volver a escapar. Era inevitable que Paul la tiranizase una vez más, y que ella vacilase entre someterse por temor y oponer resistencia por resentimiento. Tenía claro que todo lo que ocurría era, en su mayor parte, por su culpa, y que no debería haberse casado con Paul. Tal y como estaban las cosas, pensaba que no lograría vivir con Paul hasta que pudiese relacionarse con él, en cierto sentido, como una igual; y no tenía ningunas ganas de tratar de mejorar su situación al convertirse precipitadamente, y en su actual estado de ánimo, en la madre de sus hijos. Sentía la profunda necesidad de vivir y trabajar sola, y ahora se veía capaz de hacerlo y de ser lo que nunca había sido: una persona adulta e independiente. Comunicó a Michael su punto de vista, angustiada y en tono de disculpa; a todas luces, esperaba que él le dijese que debía volver con su marido.

Michael se ocupaba lo mejor que podía del problema de Dora, y no sentía el menor interés por recordarle tajantemente sus deberes de esposa. Comprendía que su opinión actual era quizá heterodoxa, que su visión estaba deformada y su capacidad de juicio trastornada. Pero volvió a reflexionar, y el cuadro parecía igual. Cuando Dora le dijo, con la voz temblorosa de emoción, que «todo lo relacionado con Paul era el beso de la muerte», Michael vio con tristeza y claridad cómo serían las cosas si ella volvía. Paul era digno de lástima; pero era un hombre violento y amedrentador, y aunque era cierto que Dora no debería haberse casado con él, era igualmente cierto que tampoco él debería haberse casado con Dora. Michael se limitó a señalar a Dora que, al fin y al cabo, ella amaba a Paul en cierto sentido, y que el estar casada con él era un hecho muy importante. También era importante que Paul la amara y la necesitara. Cualesquiera que fuesen los planes que hiciese para el futuro inmediato, debía mantener viva la esperanza de volver con Paul más adelante, si él aún lo deseaba. Huir no merecía la pena, a menos que pudiese encontrar un modo de vida digno e independiente, y en el que pudiese obtener la fortaleza necesaria para permitirle relacionarse con Paul como una igual y dejar de temerlo.

Discutieron cuál podría ser aquel modo de vida en los términos más prácticos. Dora le había hablado a Michael, casi divertida, de su experiencia mística en la National Gallery. Michael le sugirió que volviese a pintar; ella asintió, al tiempo que insistía, como sospechaba Michael, en lo escaso de su talento. ¿Y si diese unas clases que le dejasen tiempo libre para asistir a una escuela de pintura? Quizá pudieran concederle de nuevo la beca a la que había renunciado al casarse con Paul. También se planteó el problema de dónde y cómo iba a vivir. Michael le aconsejó que abandonase Londres. Al principio, Dora declaró que la vida fuera de Londres era imposible, pero más adelante comprendió la idea e incluso le resultó excitante. Al llegar la discusión a este punto, llegó una carta providencial de Sally, la amiga de Dora, en la que decía que trabajaba como profesora de pintura en un colegio de Bath, y que se había topado con un piso bastante decente, y que si Dora conocía a alguien en Bath que pudiese ayudarla a encontrar a alguien para compartirlo. Entonces a Dora le resultó evidente que tenía que ir a Bath, y Michael envió varias cartas para ver si podían concederle una beca para acabar sus estudios en aquella ciudad. Se presentó la posibilidad de una pequeñísima beca, junto a varias sugerencias para dar clase en una escuela de enseñanza primaria. Aquello le convenía estupendamente a Dora, y ella y Sally intercambiaron extasiadas llamadas telefónicas.

Al reflexionar sobre ello más adelante, Michael quedó sorprendido ante la eficacia con que había ayudado a Dora a organizar su futuro poco ortodoxo, teniendo en cuenta lo poco que realmente había pensado en aquel asunto. Quizá su total desapego de Dora, y la libertad extraña y rota que le había proporcionado su propio estado de ánimo le permitían actuar en una situación en la que normalmente hubiera dudado o actuado de forma diferente. Se preguntó si sus consejos serían prudentes; quizá ni siquiera el tiempo lo demostraría. Pero creía que ya conocía un poco a Dora. Había hablado mucho sobre sí misma, y Michael vislumbró en las historias que contaba sin amargura sobre su infancia no deseada algunas raíces de su estado actual. Nadie la había animado a reconocer el mínimo valor en sí misma; aún pensaba que era una niña abandonada, socialmente inaceptable, y lo que la hacía modesta también la hacía irresponsable y de poco fiar. Paul, con sus exigencias absolutas y sus desprecios e iras aniquiladores, era la peor pareja que podía haber elegido. Dora no había perdido las esperanzas de volver con Paul, y Michael compartía esas esperanzas, aunque era consciente de que James tenía razón al llamarla coqueta y de que era poco probable que su carrera de crímenes hubiese tocado a su fin.

Por propia iniciativa, Dora sugirió que podía mantener una conversación con la madre Clare. La vio tres veces, y pareció contenta de haberlo hecho, aunque se mostró reservada respecto al tema de las conversaciones. Hablaron, por supuesto, sobre la aventura del lago, momento desde el que Dora había concebido gran admiración por la monja intrépida y anfibia; pero Michael supuso que también habían hablado sobre el futuro de Dora. Le alegró poder sacar la consecuencia de que la abadía no ponía trabas a la rueda de los proyectos que él había elaborado para Dora y que, evidentemente, no le habían dicho de forma tajante que regresara con su marido. Pensaba, también en el caso de Dora, que no tenía mucho sentido forzarla por las buenas a meterse en una maquinaria de pecado y arrepentimiento ajena a su naturaleza. Quizá Dora se arrepentiría a su modo; quizá se salvaría a su modo.

Fue al cabo de cierto tiempo de estar solos cuando Michael empezó a sospechar que Dora estaba un poco enamorada de él. Lo sugería algo en sus miradas, en sus preguntas, en la forma de servirle. A Michael le conmovió, le irritó un poco, pero no le repugnó ni le preocupó en absoluto. Estaba agradecido a Dora porque pensaba que era una persona a quien no podía hacer daño. Había algo sumiso y desesperanzado en su amor que quizá le resultase nuevo a Dora. Michael lo observaba, casi con ternura, y no hacía nada para reducir la distancia entre ellos. Le hacía hablar sobre sí misma, y burlaba calladamente los torpes esfuerzos de Dora por hacerle hablar sobre sí mismo. Por supuesto, la mente carente de suspicacia y sofisticación de Dora no albergaba ninguna idea sobre la homosexualidad de Michael; y aunque éste adivinaba que Dora era una de esas mujeres que tratan a los homosexuales con simpatía e interés, no tenía la menor intención de instruirla al respecto. Un poco más adelante empezó a comprender que ella le creía enamorado de Catherine. Esto era más inquietante. A Michael le angustiaban y fastidiaban las continuas referencias que hacía Dora a Catherine, para sondearlo, y su suposición de que anhelaba que le llamasen a la cabecera de la muchacha. Pero una vez más pensó que era mejor dejarla con aquella ilusión. Así continuaron uno junto al otro; Michael sabía que causaba a Dora cierta infelicidad, pero opinaba que quizá fuese para ella una experiencia nueva y sin duda inofensiva.

A pesar de todo, y quizá en parte debido a ello, Dora maduró y floreció extraordinariamente durante aquellos días. Michael lo apreció especialmente en la última temporada, en que había un poco menos que hacer en el despacho, y a veces la encontraba junto al lago, con el viejo atril de la sala larga como caballete, pintando acuarelas del Court, de las que debió hacer unas tres o cuatro docenas. El tiempo era más frío, y aunque estaba nuboso, hacía sol frecuentemente. En los cuadros de Dora aparecían cielos moteados de gris paloma, amarillos limón rayados, púrpuras amenazantes y verdes límpidos tras el frontón plateado del Court. Michael pensó que Dora había sobrevivido maravillosamente. Se había cebado como una glotona con las catástrofes de Imber, y ellas habían aumentado su sustancia. Debido a todas las cosas espantosas que habían ocurrido, había madurado. Michael contemplaba con una envidia ligeramente despectiva aquella naturaleza simple y robusta, hasta que recordó la última mañana en que estuvo a punto de ir a ver a Nick, y lo mucho que también él se había aprovechado de los desastres hasta el momento en que le hirieron mortalmente.

Un día llegó una carta de Toby. Ya se encontraba instalado en Oxford. Michael leyó su carta con alivio. En términos torpes, Toby se disculpaba por su partida apresurada, y por sus indiscreciones, y confiaba en que no hubieran ocasionado demasiados problemas. Le agradecía a Michael su amabilidad, le decía lo mucho que había significado para él haber estado en Imber, que lamentaba haber leído en los periódicos que todos iban a marcharse, pero que esperaba que todo fuese igual de bien en cualquier otro sitio. Pero lo que principalmente se deducía de la carta de Toby, lo que hizo descansar la mente de Michael, era que para Toby el asunto estaba concluido. No había indicios de culpabilidad atormentada, ni obsesiones angustiadas, ni especulaciones acerca del estado de ánimo de Michael. Felizmente, la plena significación de los acontecimientos le había pasado inadvertida a Toby, y ahora no sentía ninguna curiosidad retrospectiva por ellos. Se encontraba en un mundo nuevo y maravilloso e Imber ya se había convertido en una historia del pasado. Le decía a Michael que tenía una preciosa habitación antigua con artesonados en Corpus. La había decorado con fotografías de la campana medieval que había cogido del Illustrated London News. ¡Su tutor se había quedado enormemente impresionado cuando Toby le contó cómo había descubierto la campana! A propósito, Murphy estaba muy bien, se estaba adaptando estupendamente a vivir con sus padres. ¿No había sido una buena idea de Peter sugerir que se llevase a Murphy? Qué terriblemente triste y sorprendente lo de Nick. Incluso ahora le costaba trabajo creer que fuese cierto. Michael tenía que ir a verle a Corpus si pasaba alguna vez por Oxford y tomar un vaso de jerez con él. Michael sonrió un poco ante la carta, y le alegró. Quizá fuese algún día a ver a Toby, y le diese el placer de dejar que fuese protector con él y que dijese después a sus amigos que aquel era el tipo raro del que les había hablado y que una vez le había tirado los tejos en el lugar donde encontró la campana.

Todos estos pensamientos sobre Dora y Toby revoloteaban intermitentemente en la superficie de la mente de Michael. En lo más profundo, le preocupaban otros asuntos. El dolor que había experimentado al saber que Nick había muerto fue tan enorme que al principio pensó que no podría superarlo. Durante los primeros días sólo le consolaba saber que aún podía matarse. Un dolor semejante no podía continuar. Sólo podía ocuparse de cosas relacionadas con Nick, sólo podía hablar de él, cuando hablaba. Registró la casa de los guardas de punta a punta varias veces, en busca de algo, una carta, un diario que pudiese interpretar como un mensaje dirigido a él. No podía creer que Nick se hubiese marchado sin dejarle una palabra. Pero no encontró nada. La estufa contenía papel chamuscado, quizá los restos de un holocausto final de la correspondencia de Nick, pero se había quemado por completo y era imposible recuperarla. La casa no le reveló nada a Michael al saquear el armario de Nick y las maletas y al registrar los bolsillos de sus chaquetas, desesperado y cegado por las lágrimas que ahora acudían a sus ojos intermitentemente y sin avisar.

Durante aquella época pareció crecer su amor por Nick, de una forma casi demoníaca, hasta adquirir las dimensiones más colosales. Había momentos en que Michael sentía aquel amor como un gran árbol que brotase de él, y le atormentaban extraños sueños de excrecencias cancerosas. Ahora se presentaba continuamente ante sus ojos la imagen de Nick; con frecuencia lo veía tal y como era de muchacho, lo veía en una cancha de tenis, ágil y fuerte y veloz, consciente de la mirada de Michael. A veces se le antojaba que Nick había muerto en la infancia. Acompañaba a estas visiones un doloroso deseo físico, al que seguía un anhelo, tan rotundo que parecía provenir de todos los niveles de su ser, de tener una vez más a Nick en sus brazos.

Michael fue a ver a la abadesa varias veces. Ahora que ya era demasiado tarde, le contó todo. Pero, de momento, no había nada que pudiese hacer por él, y ambos lo sabían. Michael se sentía responsable de la muerte de Nick, tanto como si lo hubiese atropellado deliberadamente con el camión. La abadesa no intentó quitarle aquella responsabilidad; pero tampoco pudo ayudarle a vivir con ella. Michael se marchó, doblado por los dolores del arrepentimiento y el pesar y la dentellada interna de un amor que ahora no poseía ningún medio de expresión. Recordó, ahora que ya era inútil, que la abadesa le había dicho que el camino era siempre hacia delante. Nick había necesitado amor, y él debería haberle dado lo que podía ofrecerle, sin temer su imperfección. Si hubiera tenido más fe, lo habría hecho, sin detenerse a calcular ni los defectos de Nick ni los suyos. Michael también recordó que con Toby había actuado con más audacia, y probablemente había actuado mal. Sin embargo, Toby no había recibido ningún daño grave; además, no había amado a Toby como amaba a Nick, no era responsable de Toby como lo había sido de Nick. Un amor tan grande debía contener alguna semilla de bondad, algo que al menos hubiese podido sujetar a Nick a este mundo, que le hubiese proporcionado una chispa de esperanza. Michael se forzaba, abatido, a recordar las ocasiones en que Nick había recurrido a él desde que llegara a Imber, y que en cada ocasión Michael lo había rechazado. Michael se había ocupado de mantener sus manos limpias, su futuro asegurado, cuando en su lugar debería haber abierto su corazón; debería haber roto, impetuosa y lealmente, y sin atender a razones, la copa de alabastro de costosísimo ungüento.

A medida que pasaba el tiempo, Michael trataba de pensar también en Catherine. Pobre Catherine, en la cama drogada, en Londres, con el terrible despertar que le esperaba. Pensaba en ella con gran lástima; pero no podía arrancar de su mente la aversión que aún le inspiraba su sola idea. Temía la llegada de la carta que le pediría que fuese a verla. Quizá consideraba su existencia, desde el principio, como algo escandaloso. Quizá cuando Nick le habló de ella por primera vez se sintió celoso. Trató de recordar. Se sorprendió repentinamente lleno de pensamientos violentos; deseaba que fuese Catherine quien hubiese muerto en lugar de su hermano, y tenía la extraña fantasía de que, en cierto modo, ella había destruido a Nick. Sin embargo, le daba lástima, y sabía, de una forma fría y triste, que hasta el final de su vida se preocuparía por ella y sería responsable de su bienestar. Nick había desaparecido; pero para perfeccionar su sufrimiento, quedaba Catherine.

Pasó la primera aflicción, y Michael descubrió que seguía viviendo y pensando. Tras haber temido al principio sufrir demasiado, después temió sufrir demasiado poco, o de una forma inadecuada. El corazón humano es arrastrado hacia el consuelo por una poderosa fuerza magnética e incluso la pena se convierte en consuelo al final. Michael se decía que no quería sobrevivir, que no quería cebarse en la muerte de Nick. Él también quería morir. Pero la muerte no es fácil, y la vida puede salir victoriosa simulando la muerte. Buscaba en su mente una forma de pensar en lo que había ocurrido que le dejase finalmente sin refugio ni alivio. No quería olvidar ni un solo momento lo que había ocurrido. Quería utilizar su inteligencia para ello. Recordó las almas de Dante, que permanecían deliberadamente en el fuego purificador. Arrepentimiento: pensar en el pecado sin convertir el pensamiento en consuelo.

Tras la muerte de Nick fue incapaz de rezar durante mucho tiempo. Sentía como si su creencia en Dios se hubiese roto de un solo golpe, o como si hubiese descubierto que nunca había creído. Se absorbía tan completamente, tan desesperadamente, en la idea de Nick, que incluso pensar en Dios parecía una intrusión, un absurdo. Gradualmente fue alcanzando mayor imparcialidad, pero no existía la sensación de que su fe se renovase. Pensaba en la religión como algo lejano, como algo en lo que realmente nunca había penetrado. Recordó vagamente que había tenido emociones, experiencias, esperanzas; pero la verdadera fe en Dios era algo completamente alejado de todo aquello. Al fin lo comprendía, y sintió, casi con frialdad, la lejanía. La pauta que había visto en su vida sólo había existido en su imaginación romántica. En un plano humano no existía ningún antecedente. «Al igual que los cielos son más elevados que la tierra, así mis caminos son más elevados que vuestros caminos, y mis pensamientos más que los vuestros».

Y al sentir con amargura la inexorabilidad de estas palabras, se decía: hay Dios, pero yo no creo en él.

Finalmente, le invadió una especie de calma, como un animal perseguido que se esconde agazapado durante mucho tiempo, hasta que se adormece y alcanza una especie de paz. Los días silenciosos pasaban como en un sueño. Después del trabajo se sentaba con Dora en el refectorio, y bebían innumerables tazas de té, mientras sobre la mesa caían los pétalos de rosas marchitas que difundían un olor dulce y pesado, y hablaban de los proyectos de Dora. Observaba a Dora, que se volvía hacia la vida y la felicidad como una planta fuerte hacia el sol, asimilando todo lo que encontraba en su camino. Y todo el tiempo pensaba en Nick, hasta que llegó a ser como si hablase inacabablemente con él en sus pensamientos, un discurso sin palabras, continuo y suplicante, como una oración.

Muy lentamente recobró la sensación de su propia personalidad. La aniquiladora sensación de culpabilidad total dio paso a un recuerdo más reflexivo y discernidor. Era como si quedase muy poco de su propia persona. No tenía que haber temido crecer con el desastre, aprovecharse de él. Estaba disminuido. La reflexión, que justifica, que fabrica las esperanzas, ahora no podía servirle en ese sentido. Meditó sin exageración sobre lo que él era; sus agravios contra la naturaleza, su elección equivocada. Sin duda, todo aquello se cargaría algún día de nuevo de un amplio significado e intentaría una vez más descifrar la verdad. También algún día volvería a experimentar, reaccionando con su corazón, esa exigencia indefinidamente extensa que un ser humano impone a otro. Sabía esto de una forma abstracta, y se preguntaba si lo haría mejor entonces. Parecía importar muy poco. Nada podía reparar el pasado.

Ningún sentimiento de sus propias necesidades le llevaba a hacer súplicas. Miraba a su alrededor con la calma del hombre destrozado. Pero lo que permanecía de su vida anterior era la misa. Tras las primeras semanas volvió a acudir a ella; cruzaba la calzada por la mañana temprano, en medio de la niebla blanca, pisando cuidadosamente los ladrillos que parecían refulgir bajo sus pies a la luz del sol oculto, en respuesta a la llamada de la campana. La misa permanecía no como algo consolador, ni siquiera edificante, pero sí en cierto modo efectivo. No contenía ninguna garantía de que todo lo que no estaba bien fuese a arreglarse. Sencillamente existía como una especie de realidad pura, distinta del entretejido de sus propios pensamientos. Asistía a ella casi como espectador, y recordaba con asombro la época en que pensaba que algún día él celebraría la misa, y que entonces se le antojaba que aquel día moriría de alegría. Aquel día no llegaría nunca, y aquellas emociones eran viejas y habían muerto. Pero quienquiera que la celebrase, la misa existía, y Michael existía junto a ella. Ahora no hacía ningún movimiento, no extendía la mano. Tendrían que encontrarle y cogerle, o en otro caso no podrían ayudarle. Quizá ya no pudieran ayudarle. Pensó en aquellos a los que había ofendido, y los reunió en torno a él en esta consideración quizá inacabable, quizá sin sentido. Y en la puerta de al lado, por así decirlo, de la carencia total de fe, se le repetía constantemente el grito egotista y desesperado del Dies Irae:

Quaerens me, sedisti lassus,

Redemisti, Crucem passus;

Tantus labor non sit cassus.

Bajaron del taxi. Michael pagó al taxista el trayecto de ida y vuelta y le pidió que esperase para llevar a Dora al Court. Entraron en la estación.

Fue el día anterior por la mañana cuando había llegado la carta que esperaba Michael. La señora de Marck le comunicaba que Catherine se encontraba mucho mejor. De hecho, parecía estar más o menos normal, aunque a esas alturas ya no podía saberse. Naturalmente, debía estar preparado para encontrarla muy cambiada. Aún no había preguntado por su hermano; habían juzgado prudente que fuese Michael quien le hablase de la muerte de Nick. Por tanto, se requería urgentemente su presencia en Londres.

Michael deseaba marcharse inmediatamente. Ya había acabado su trabajo en el Court. Nada le retenía. Pasó el día haciendo las maletas y telefoneó, y tomó las disposiciones necesarias para partir al día siguiente en el primer tren. Dora partía en un tren posterior que la llevaría a Bath con un solo transbordo. Telefoneó a Sally para decirle que la esperase a última hora de la tarde del día siguiente.

Dora, que había guardado con ansiedad la llegada de una carta de la señora de Mark, supo por la excitada agitación de Michael, incluso antes de que éste se lo dijera, que aquella debía ser la carta. Había esperado con tristeza, pero con un sentimiento de inevitabilidad, que acabaran sus días con Michael. Le amaba con una desesperación callada y sin exigencias. Tras tanto dolor y violencia, su misma inaccesibilidad resultaba consoladora. Y no podía animarse a sentir celos de un ser tan extraño y tan desgraciado como Catherine.

No se había arrepentido de su decisión de no volver con Paul. Acogió de buen grado el apoyo de Michael, con inmenso alivio y la sensación de haberse quitado un peso de encima. Escribió largas cartas explicativas a Paul. Paul contestó con testamentos iracundos, ultimátums telegráficos y llamadas telefónicas que siempre acababan bruscamente al colgar de golpe el receptor uno de los dos. Paul, por alguna razón que quizá tuviese algo que ver con Michael, le había evitado a Dora su aparición en persona. Le anunció, con mayor claridad que nunca, su filosofía. No cabían dos posibilidades. Ella era el tipo de mujer hecha para vacilar entre la burla y la sumisión. Ya se había burlado bastante de él. Era hora de que se sometiese. Esto era en realidad lo que quería hacer, y descubría que era aquí donde se encontraba su verdadera felicidad. La independencia era una quimera. Todo lo que ocurriría sería que se vería arrastrada a un nuevo lío amoroso. ¿Y acaso estaba bien, ya que sabía que él la esperaría indefinidamente, que le causara, que causara a ambos, aquellos sufrimientos continuos y sin propósito? Él era consciente de que cuando Dora albergaba una nueva fantasía en su cabeza era fría y despiadada, pero Paul hacía un llamamiento a su sentido común y a los recuerdos que aún le quedasen de lo mucho que ella le había amado. Y a propósito, ¿podía devolverle las dos cartas que le había dado?

A Dora le enternecieron pero no le conmovieron profundamente aquellas comunicaciones. Reflexionó sobre ellas y las contestó con torpes intentos de razonar. También replicó extensamente a una carta de Noel. Noel le pedía perdón por haberla molestado al presentarse en Imber. Ahora comprendía que había sido una imprudencia. Lamentaba, si lo lamentaba ella, que aquel lugar hubiese aparecido con un aspecto tan ridículo en la prensa. Pero ahí estaba, y los hechos hablarían. Su artículo había sido bastante moderado. También lamentaba, siempre sujeto a la misma condición, oír decir que Imber se deshacía. No obstante, también era una buena noticia, puesto que significaba que Dora volvería pronto a Londres, y, ¿cuándo, cuándo se verían? Dora le debía una comida. Al decir que la echaba de menos hablaba en serio. En ese momento la echaba de menos.

Dora contestó que no iba a Londres. Le vería más adelante. De momento, quería estar sola. Sentía nostalgia de la naturalidad de su compañía, pero ya no experimentaba la necesidad febril de escapar al mundo de Noel. Trató de apartar de sus pensamientos a Paul, a Noel, incluso a Michael. No era fácil. Empaquetó sus cosas y recogió los dibujos que había realizado en las últimas semanas. Se fue a la cama agotada. Imaginó, como todas las noches, a Paul sentado a solas en su maravilloso piso de Knightsbridge, junto al teléfono blanco, deseando que ella regresara. Pero su último recuerdo fue que a la mañana siguiente la dejaría Michael, y que cuando volvieran a encontrarse, quizá se hubiera casado con Catherine. Lloró hasta quedarse dormida, pero fueron lágrimas sosegadas y consoladoras.

La mañana estaba neblinosa, como de costumbre. Caminaron por el andén y se sentaron en el banco. La niebla se rizaba en olas lentas y altas por el sendero, y los campos de enfrente eran invisibles. El aire estaba húmedo y frío.

—¿Tiene abrigo de invierno? —dijo Michael.

—No. Bueno, está en Knightsbridge —dijo Dora—. No importa. No soy una persona friolera.

—Pero será mejor que se compre uno —dijo Michael—. No puede pasar todo el invierno con ese impermeable. Permítame que le preste dinero, Dora. No me falta.

—¡No, claro que no! —dijo Dora—. Me las arreglaré muy bien con la beca, ahora que tengo esas clases. Ay, ojalá no se marchase. Pero seguro que con esta niebla su tren llegará con retraso.

—Espero que no lleve demasiado retraso —dijo Michael—. Margaret va a buscarme a Paddington.

Emitió un profundo suspiro.

También Dora suspiró. Dijo:

—¿Ha empaquetado bien mis dibujos?

Le había dado tres bocetos de Imber.

—Están boca abajo, en el fondo de la maleta —dijo Michael—. Me gustan mucho. Los mandaré enmarcar en Londres.

—No merecen la pena —dijo Dora—, pero me alegro de que le gusten. En realidad no sé pintar.

Michael no la contradijo. Se quedaron sentados durante un rato, mirando la niebla y atentos a la llegada del tren. El día estaba cubierto y tranquilo.

—No olvide darle la llave a sor Ursula al marcharse —dijo Michael.

—¿Qué va a pasar con Imber? —dijo Dora—. ¿De quién es? Qué curioso; nunca me lo había preguntado. Parecía como si nos perteneciese a nosotros.

—Bueno, en realidad, es mío —dijo Michael.

—¿Suyo? —dijo Dora al tiempo que se volvía hacia él. Estaba asombrada. Y al instante, su imaginación lo vio cambiado, el jardín radiante de flores, la sala larga engalanada y alfombrada, la casa llena y habitada y cálida, convertida en hogar para Michael y Catherine y para sus hijos. Fue una visión dolorosa.

—Es la antigua casa de mi familia —dijo Michael—, aunque no hemos podido vivir allí durante muchos años. ¿Qué le ocurrirá? Se va a arrendar definitivamente a la abadía.

—¿A la abadía? —dijo Dora—. Emitió un pequeño suspiro de alivio. ¿Y qué harán con él?

—Vivir allí —dijo Michael—. Necesitan mayor espacio desde hace mucho tiempo.

—¿Así que quedará dentro de la clausura, todo, la casa, el lago, todo?

—Sí, supongo que sí.

—¡Es absolutamente terrible! —dijo Dora.

Michael se echó a reír.

—No es más que un cambio de papeles —dijo—. En los viejos tiempos la abadía era una curiosidad en los terrenos del Court. Ahora el Court será una curiosidad en los terrenos de la abadía.

Dora meneó la cabeza. No podía entender cómo Michael soportaba no vivir allí, aunque el lugar se cayera en pedazos. Se oyó el ruido distante del tren que atronaba en la niebla.

—Ay —dijo Dora—, ahí está el tren.

Se levantaron. El tren entró en la estación.

No había mucha gente para tomarlo, y Michael encontró pronto un compartimento vacío. Colocó las maletas y abrió la ventanilla; se asomó y miró a Dora. Ésta parecía a punto de echarse a llorar.

—Vamos, vamos —dijo Michael—, ¡anímese!

—Ya lo sé, soy tonta —dijo Dora—, pero voy a echarle mucho de menos. Me escribirá, ¿verdad?, y me dará su dirección.

—Claro que sí —dijo Michael—. Estaré en Londres hasta enero, y después en Norwich hasta el verano. Pero le haré saber dónde voy a estar.

Había aceptado un trabajo como profesor en una escuela Secondary Modern School para los trimestres de primavera y verano.

—Le escribiré —dijo Dora—. ¿Puedo hacerlo, no?

—Por supuesto —dijo Michael.

—Dele recuerdos a Catherine —dijo Dora—. Espero que esté bien.

—Se los daré —dijo Michael.

Se quedaron mirándose, tratando de pensar en algo que decir. Dora era consciente de la mano de Michael, que estaba en el borde de la ventanilla. Deseaba ardientemente cubrirla con su mano, pero no lo hizo. Se preguntó si se atrevería a besarle cuando partiera el tren.

—Nunca le he agradecido como es debido lo de Bath —dijo—. No hubiera podido arreglármelas sin usted.

—No se preocupe —dijo Michael—. Me alegro mucho de que haya dado resultado. ¡Recuerdos a Sally!

—¡Se los daré! —dijo Dora—. Estoy deseando verme allí, ¿sabe? Nunca he estado en el West Country. Me pregunto qué tal me irá. ¿Qué se bebe allí?

Michael torció el gesto.

—Sidra del West Country —dijo.

—¿No está buena? —dijo Dora.

—Está buena —dijo Michael—, pero es muy fuerte. Si fuera usted, no bebería mucha.

—Voy a telefonear a Sally para que lleve una jarra grande —dijo Dora—, ¡y esta noche beberemos a su salud con sidra del West Country!

Sonó el silbato, y el tren dio una sacudida preliminar. Sonrojándose violentamente, Dora se puso de puntillas, bajó dulcemente la cabeza de Michael y le besó en la mejilla. Él pareció sorprenderse. A su vez la besó en la frente. El tren empezó a moverse, y al momento Michael había desaparecido, saludándola aún con la mano, en la niebla.

Dora sacó el pañuelo y regresó caminando lentamente al taxi. Derramó unas lágrimas, y una dulce tristeza le atravesó el corazón. De todos modos, el beso había salido bien. Subió al taxi y le dijo al taxista que la dejase en la puerta de entrada.

Mientras bajaba por la avenida de árboles iba aclarando la niebla, y el Court se hizo visible frente a ella, sus pilares y su cúpula de cobre claramente recortados y majestuosos a la luz del sol, una radiante luz gris contra el cielo de nubes más oscuras en movimiento, elevada por encima del plano aún brumoso. Sólo las ventanas se le antojaban a Dora un poco oscuras y vacías, como los ojos de alguien que fuese a morir pronto.

Cuando llegó al embarcadero, el bote aún estaba al otro lado, invisible en la niebla. Se acercó a la cuerda y lo sintió venir pesada y perezosamente hacia ella. Apareció ante su vista y llegó golpeando contra el embarcadero. Dora subió y se dispuso a impulsarse a través del agua. Michael le había enseñado a utilizar un solo remo. Entonces se le ocurrió una nueva idea. Guardaban un segundo remo para casos de emergencia en el embarcadero. Dora lo levantó. Ajustó los dos remos en los escálamos, y desató la amarra que unía el bote a ambos lados del embarcadero. Nadie vendría por allí en ese momento.

Subió a la barca y se sentó; probó los remos con cautela. Antes sabía remar. Tras algunos chapoteos, descubrió que aún sabía. Los remos se sumergieron y el bote se alejó lentamente por la superficie del agua. Encantada, Dora respiró tranquila y disfrutó del movimiento deslizante y del silencio del lago brumoso, roto únicamente por el gotear del agua de las paletas. La bruma se doraba. Empezó a aclarar, y vio el Court y los altos muros de la abadía, hacia la cual la llevaba la corriente. Detrás del Court, las nubes estaban en perpetuo movimiento, pero el cielo estaba claro en el cénit y el sol empezó a calentarla. Se quitó las sandalias de un puntapié y dejó arrastrar un pie por el agua, por encima del borde del bote. Ya no le asustaban las profundidades de abajo.

Miró el Court. No pudo evitar alegrarse de que Michael y Catherine no fuesen a vivir allí, ni sus hijos ni los hijos de sus hijos. Todo aquello pronto quedaría dentro de la clausura, y nadie volvería a verlo. Aquellas hierbas verdes, aquella agua espejada, aquellos reflejos reposados de pilares y cúpula desaparecerían para siempre. Era realmente como si —y había cierto alivio en la idea— cuando ella se marchase, Imber fuese a dejar de existir. Pero en aquel momento, que era el último momento, le pertenecía. Ella había sobrevivido.

Metió el pie en el bote y empezó a remar lentamente por el lago. En la torre que se erguía por encima de su cabeza empezó a repicar la campana, llamando a nonas. Apenas la oyó. Para ella, ya repicaba desde otro mundo. Aquella noche le contaría toda la historia a Sally.