Capítulo veinticinco

Desde los acontecimientos de la mañana anterior, Michael había estado ocupado. Había llamado al médico para que viese a Catherine y se había entrevistado con él cuando vino y cuando se marchó y cuando volvió a venir. Había pasado algún tiempo, junto a Margaret Strafford, a la cabecera de la cama de Catherine. Había mantenido una conversación con el obispo y le había despedido con toda la dignidad posible, dadas las circunstancias. Con Peter, había inspeccionado la sección de madera de la calzada y había descubierto que habían serrado dos de los estribos justo por debajo del nivel del agua. Había hecho preparativos por teléfono con una empresa de contratistas, que habían acordado ir inmediatamente a reparar la calzada y rescatar la campana del lago. Se había entrevistado con el capataz, que había llegado con fastidiosa prontitud. Había contestado a unas veinte llamadas telefónicas de representantes de la prensa, y hablado con media docena de reporteros y fotógrafos que se presentaron en el lugar de los hechos. Había visitado a Dora. Había tomado decisiones sobre Catherine.

Cuando Michael no pensaba en algo en concreto, sus pensamientos se dirigían a Catherine. La revelación que se le había ofrecido en la escena junto al lago le había sorprendido tan profundamente que aún era incapaz de captar mentalmente el asunto. Aún estaba embobado, horrorizado, conmocionado, lleno de asombro y lástima. A su pesar, también experimentaba una sensación de asco. Se estremecía al recordar el abrazo de Catherine. Al mismo tiempo se hacía reproches, afligido por no haber adivinado, o tratado de adivinar, lo que realmente pasaba por la mente de Catherine, y porque ahora que, en parte, se había manifestado pudiese hacer tan poco. Trataba de convertir sus pensamientos sobre Catherine en una continua oración.

Que Catherine hubiese estado enamorada de él, era algo fuera del orden de la naturaleza en todos los sentidos. Michael no sabía cómo explicárselo; todas las frases corrientes parecían completamente inadecuadas. Se decía a sí mismo, pero no lo sentía, que no había razón por la que Catherine no pudiese tomarle tanto cariño como cualquier otra persona; también se decía a sí mismo que, aunque el cariño era intempestivo, constituía un privilegio que le hubiese elegido a él. No estaba seguro de si mejoraba o empeoraba las cosas sugerir que, como al parecer Catherine se había vuelto loca, su amor quedaba anulado en cierto sentido.

La situación actual de Catherine daba pie, sin duda, a una profunda angustia. Había pasado parte del día dormida. El resto del tiempo permanecía en la cama sollozando; hablaba a Michael tanto si estaba éste presente como si no, se insultaba a sí misma por diversos crímenes, que nunca llegaron a quedar claros, y deliraba sobre la campana. Nick, a quien habían avisado los Strafford, fue a su habitación poco después de que la llevasen. El médico ya estaba allí, y Nick tuvo que esperar. Cuando le permitieron entrar se sentó, mudo, junto a su hermana y la tomó de la mano, con una mirada de aturdimiento y aflicción en el rostro, sin saber qué decir. Catherine, por su parte, se agarraba casi automáticamente a su mano o a su manga, pero le prestaba poca atención y le dirigía las pocas frases cuerdas que pronunciaba, que se referían a abrir o cerrar la ventana y coger almohadas. Quizá Nick formase una parte demasiado grande de sí misma como para suponer, en ese momento, un apoyo o una amenaza. Pasó gran parte del día con ella; sólo se retiraba cuando se quedaba dormida o cuando aparecía otro visitante, momentos en los que paseaba solo por el jardín cercano a la casa. Parecía profundamente afligido, pero no hablaba con nadie; y en realidad, nadie tenía tiempo, con las prisas y ocupaciones de aquel día desorganizado, para hablar con él. Michael pasó junto a él varias veces, y en la primera ocasión pronunció algunas palabras de pesar. Hablar con Nick le resultaba penoso; Catherine parecía yacer entre ellos como un cadáver. Nick asintió en respuesta a las palabras de Michael y siguió su camino.

Ya estaba avanzada la noche cuando finalmente se hicieron los preparativos para que Catherine fuese a Londres. La señora de Mark iría con ella, y se quedaría en casa de unos amigos que vivían cerca de la clínica, de modo que pudiese verla a diario, si se consideraba deseable. Prometió telefonear a Imber en cuanto hubiese noticias. Cuando se puso de manifiesto que lo mejor para Catherine era que se marchase, Michael experimentó un alivio cobarde. En los momentos actuales quería, por encima de todo, que Catherine se fuera y que la cuidasen en otro lugar. Su presencia le llenaba de temor y de un sentimiento de culpabilidad que era vago y amenazador, plagado de acusaciones aún tácitas.

Tras caer agotado en la cama, pronto descubrió Michael otras preocupaciones que habrían de retrasar su sueño. A la mañana siguiente, Imber aparecería en los titulares de los periódicos. Cualquiera que fuese la forma en que contaran la historia, Michael no albergaba ilusiones acerca de cómo saldría parada la hermandad. Tras aquella catástrofe, sería imposible pedir dinero en el futuro próximo. Michael trataba de evitar pensar en la posibilidad de que no hubiese quedado destruida toda la empresa. El tiempo mostraría lo que podía salvarse, y a Michael no le faltaban esperanzas. Lo que más ocupaba su mente, ahora que había logrado alejar a cierta distancia el pensamiento de Catherine, era el abrumador pensamiento de Nick.

Peter Topglass fue el primero en sospechar que la caída de la campana al lago no había sido por accidente. Llevó a cabo sus propias investigaciones e hizo ver a Michael la forma en que habían forzado los soportes de madera. Michael y Peter no mencionaron su descubrimiento a nadie, pero, al parecer, los reporteros se enteraron de algún modo. Michael se quedó asombrado ante lo que le enseñó Peter. Pero una vez convencido de que no había sido un accidente, supo con certeza quién era el responsable. Incluso, de una forma oscura y con una intuición propia de su actual estado de conmoción, adivinó las motivaciones de Nick. Si Nick deseaba interferir en la vocación de su hermana, probablemente había tenido más éxito de lo que esperaba.

La imagen de Nick, una vez que se presentó ante Michael con toda su amplitud, empezó a devorar su consciencia; y alrededor de las tres de la madrugada, estuvo a punto de levantarse de la cama y dirigirse a la casa de los guardas. Decidió ver a Nick al día siguiente temprano. Con una especie de alivio, que a un nivel más profundo era casi placer, pensó que los desastres de los últimos días habían abierto, por así decirlo, el camino entre Nick y él. En ciertos momentos parecía como si ése hubiese sido su propósito. Ser capaz ahora de ver tan dramáticamente a Nick, como criminal y como una persona afligida, hacía esencial derribar al menos la barrera que existía entre ellos. Al rezar por él, Michael experimentó una vez más la esquiva sensación de que Dios los guardaba a ambos, y guardaba de una forma incomprensible los cabos retorcidos del cariño del uno por el otro. Michael sabía ahora que debía hablar con Nick. En este apuro, debía desempeñar en su totalidad el papel de lo que era, el único amigo de Nick en Imber. Tras tantas cosas espantosas, ningún daño podía salir de aquello, y finalmente se le planteaba la sencilla tarea de hablar franca y abiertamente con Nick. Michael se preguntó con inquietud si esta tarea no se le habría planteado hace tiempo con sólo haber tenido ojos para ver; pero dejó la pregunta sin contestar, y repentinamente seguro, aliviado, contento ante la idea de hablar con Nick al día siguiente, se sumió en un dulce sueño.

La mañana siguiente se abrió con un programa completo de inquietudes y angustias. Michael dejó el envío de Catherine a cargo de los Strafford, ayudados por James, mientras él se ocupaba de llamadas telefónicas subsiguientes, incluyendo una del obispo, que había leído los periódicos de la mañana y estaba ansioso porque Michael redactase una carta a The Times destinada a enmendar ciertos errores. Eran casi las once cuando Michael pudo levantar la cabeza un momento. Cuando pensó que podía escaparse, salió del despacho, bajó los escalones y atravesó la terraza. Nick se había negado a viajar con Catherine. De hecho, no le había presionado Margaret Strafford, quien mantenía la teoría de que Catherine estaba mejor sin su hermano por el momento; pero había anunciado en términos un tanto vagos que la seguiría muy pronto. Michael esperaba encontrarle en la casa de los guardas, probablemente en compañía de una botella de whisky. No podía imaginar que Nick poseyera la resolución ni la capacidad de organización necesarias para marcharse de Imber rápidamente.

Al salir a la terraza y ver lo azul que se había puesto el cielo una vez más y lo cálido y colorista de la luz del sol, experimentó una esperanza y una sensación conmovedora de que todos los horrores por los que habían pasado se disolverían y borrarían. Aún podría cumplirse todo. Y al invadirle esta sensación de esperanza y de providencia curativa, reconoció, sin la menor angustia o recelo, que estaba inextricablemente mezclada con su antiguo amor por Nick y con la pura alegría de encontrarse una vez más en el camino que llevaba hacia él.

—¡Eh, Michael, espere un momento! —dijo Mark Strafford detrás de él.

Michael de detuvo, miró hacia atrás y vio a Mark apoyado en el balcón, por encima de su cabeza.

—James quiere verle —dijo Mark—. Está en su despacho.

Michael se dio la vuelta. No tenía el menor deseo de ver a James en ese momento, pero casi con una reacción automática, dio preferencia a la exigencia de la llamada de James. El otro tema ya le parecía un exceso, una parte, al fin y al cabo, de sus asuntos privados. Volvió a subir los escalones. James le requería. Mientras Michael remontaba la escalera que llevaba al despacho de James, pensó que era muy raro que éste le llamase de ese modo. Por lo general, cuando James quería verle, le buscaba y gritaba lo que tenía que decirle allí donde se encontrase Michael. Llegó a la puerta del despacho, llamó y entró.

La habitación no era grande y prácticamente carecía de muebles. Una mesa desvencijada de roble, muy rayada, constituía la mesa de trabajo de James, con dos sillas de lona de jardín, una a cada lado. Cartas y papeles llenaban varias cajas en el suelo. De la pared detrás de la mesa colgaba un crucifijo. El suelo no estaba pintado ni alfombrado, y en el techo aparecía una red de grietas. El sol, reverberante de otoño mostraba abundante polvo.

Cuando Michael entró, James estaba de pie, detrás de la mesa, y se pasaba una y otra vez las manos por el pelo oscuro y desigual. Michael se sentó frente a él, y James se dejó caer pesadamente en la silla de lona, que crujió y se abombó.

—¿Salió bien Catherine? —dijo Michael.

—Sí —dijo James.

Evitaba encontrarse con los ojos de Michael y jugueteaba con las cosas que había encima de la mesa.

—¿Quería verme, James? —dijo Michael.

Se sentía preocupado y tenía prisa.

—Sí —dijo James. Hizo una pausa y volvió a colocar las cosas en su anterior posición—. Lo siento, Michael —dijo—; esto es muy difícil.

—¿Qué ocurre? —dijo Michael—. Parece disgustado. ¿Ha pasado algo nuevo?

—Bueno, sí y no —dijo James—. Verá, Michael, no puedo ocultar esto, y usted no querría que lo hiciese. Toby me lo ha contado todo.

Michael miró por la ventana. Volvió a experimentar la extraña sensación de déja vu. ¿Dónde había ocurrido esto antes? En el silencio que siguió, el mundo pareció agrietarse suavemente a su alrededor; su aspecto no había cambiado, pero estaba a punto de romperse en pedazos. El desastre no se percibe rápidamente.

—¿Qué le ha contado? —dijo Michael.

—Bueno —dijo James—, ya sabe, lo que ocurrió entre ustedes. Lo siento.

Michael elevó la mirada hacia el crucifijo. Aún no podía cobrar ánimos para mirar a James. Una sosegada sensación de desesperación, que, curiosamente, acompañaba a su sentimiento de ruina total, le mantenía cuerdo y calmado. Dijo:

—Fue muy poco lo que ocurrió.

—Eso es discutible —dijo James.

En la lejanía otoñal se oyó el ruido del disparo de una escopeta. La mente de Michael retornó ofuscada hacia Patchway y las palomas. Aquel mundo real no estaba muy lejos. Se preguntó si tendría sentido darle a James su versión de la historia. Decidió que no. Estarían fuera de lugar las excusas y las explicaciones; y además, no tenía excusa. Dijo:

—De acuerdo. Ha aprendido algo sobre mí. ¿No es así, James?

James dijo:

—Lo siento muchísimo; —revolvió las cosas de la mesa y se detuvo para examinar sus manos.

Michael miró a James. A pesar del aspecto como de celda de la habitación, el bueno de James no estaba hecho para desempeñar el papel de Gran Inquisidor. Casi cualquier otra persona hubiera sacado una pizca de satisfacción o interés de aquella escena. James, no. Al observar su expresión de dolor y tristeza y su nerviosismo, Michael imaginó durante unos momentos cómo debía verle James; la enormidad del crimen y la asquerosa y antinatural tendencia que revelaba. Por supuesto, James tenía razón. Era mucho lo que había ocurrido.

—¿Cuándo le hizo Toby esta confesión? —dijo Michael.

Trató de calmar su mente, de pensar en Toby en lugar de en sí mismo. Pensar en su víctima.

—Anteanoche —dijo James—. Vino a mi habitación un poco después de los once. Había estado paseando bajo la lluvia y estaba terriblemente afligido. Hablamos durante horas. También me contó todo el asunto de la campana, quiero decir, de la otra campana, y cómo lo había planeado con Dora y cómo habían sacado la campana del lago. Pero no llegamos a ese tema hasta la madrugada. Pasamos mucho tiempo hablando de usted.

—Fue usted muy amable —dijo Michael. La desesperación iba ganando terreno—. ¿Qué le dijo a Toby?

—Me puse muy serio con él —dijo James. Le dirigió una mirada directa. Una minúscula llama de hostilidad parpadeó entre los dos y desapareció—. Pienso que se ha comportado de una forma estúpida, incluso en cierto sentido mala, tanto con usted como con Dora, y así se lo dije. Al fin y al cabo, debía sentirse muy mal para tomar esta decisión tan drástica de hacer una confesión. Debo decir que me ha parecido una cosa muy sensata y admirable. Y había que tomarlo con la seriedad que se merece el caso. Cualquier otra cosa hubiera sido insuficiente.

—¿Dónde está Toby ahora? —dijo Michael.

—Le he mandado a casa —dijo James.

Michael se levantó de un salto de la silla. Quería gritar y golpear la mesa. Le dijo sosegadamente a James:

—Es usted un perfecto imbécil. —Se dirigió a la ventana y se quedó mirando al exterior—. ¿Cuándo se marchó?

—Se fue esta mañana —dijo James—. Lo mandé en el primer tren. El coche que iba a llevar a Catherine lo recogió en la casa de los guardas. Lamento no haber podido discutir ayer esto con usted, pero hubo demasiados acontecimientos. Tenía que tomar una decisión. Decidí que sería mejor que no volviera a verlo. Evidentemente, el muchacho pensaba que todo esto era sucio y complicado, ¿entiende? Trató de arreglar las cosas, al menos para sí mismo, contándolo todo. Y pensé que debía marcharse mientras sintiera que había recuperado una especie de inocencia, por así decirlo. Si se hubiera quedado y hablado con usted, hubiera vuelto a caer en el lío; no sé si me entiende.

Michael tamborileó en la ventana. En cierto modo, James tenía razón. Pero su corazón suspiraba por Toby, a quien habían obligado a marchar con todas sus imperfecciones en la cabeza, cargado de culpa, y metido por la solemnidad de James en una maquinaria de pecado y arrepentimiento a la que probablemente no tendría la capacidad suficiente para enfrentarse. Qué típico de James era hacer lo más sencillo y decente, que era al mismo tiempo malditamente obtuso. Al enviar a Toby a casa había grabado el asunto en la mente del muchacho como algo espantoso. Casi cualquier otra forma de dar por terminado el incidente hubiera sido mejor que aquélla. Pero mientras Michael reflexionaba sobre lo mucho que le habría gustado haber acabado aquella tragedia a su modo, no se sentía seguro en absoluto de que aquel método hubiese representado una mejora.

—¿Por qué soy un imbécil? —dijo James.

—No había ninguna necesidad de ser tan terriblemente solemne —dijo Michael—. La verdadera culpa es mía. Al enviar a Toby a su casa le ha hecho sentirse como un criminal y ha convertido esta historia en una enorme catástrofe.

—No veo por qué no puede aceptar él su parte de responsabilidad —dijo James—. Es suficientemente mayor.

Michael desvió la mirada y contempló la otra orilla y la avenida de árboles que desembocaba en la casa de los guardas. Dijo:

—Me pregunto por qué se le ocurriría confesárselo de repente.

—¿Y por qué no? —dijo James—. Estaba muy preocupado. Creo que lo que le hizo decidirse inmediatamente fueron ciertas cosas que dijo Nick Fawley. Al parecer, Nick lo sabía todo, se lo reprochó y le dijo que debía confesarlo abiertamente. Desde mi punto de vista, ésta es la primera cosa sensata que ha hecho Nick desde que llegó.

Michael siguió tamborileando en la ventana. El ligero resplandor del lago le hacía daño en los ojos. Movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás, como para ayudar a su mente a comprender lo que acababa de oír. Estaba demasiado horrorizado para hablar. Así que Nick «lo sabía todo». Su venganza no podía haber sido más perfecta. Haber seducido a Toby hubiera sido vulgar. En su lugar, Nick había obligado a Toby a desempeñar exactamente el mismo papel que había desempeñado Nick trece años antes. Toby había sido, efectivamente, su sustituto. Michael había esperado poder salvar a Nick. Pero Nick simplemente le había destrozado una segunda vez y precisamente de la misma manera.

Michael volvió a la mesa y miró a James, que había vuelto a juguetear con su pelo.

—Bueno, al parecer eso es todo —le dijo a James—. Siento haber parecido enfadado. Le aseguro que considero que la culpa es mía. No tiene sentido discutirlo ahora. Por supuesto, dimitiré, o lo que haya que hacer, y me marcharé de Imber.

James empezó a decir algo, a modo de protesta.

Se oyó un fuerte golpe en la puerta y entró Mark Strafford. Bajo la barba parecía pálido, preocupado y asustado. Dijo:

—Siento irrumpir así. Estaba en el embarcadero y oí un ruido raro que procedía de la casa de los guardas. Creo que era Murphy que aullaba de una forma muy extraña. Quizá ocurra algo allí abajo.

Michael pasó junto a él, empujándolo, y subió las escaleras de tres en tres. Bajó a la terraza, sin apenas tocar el suelo con los pies, y echó a correr por el sendero que llevaba al embarcadero; el pánico le hacía respirar en bocanadas audibles. Oía tras él las pisadas martilleantes de los otros dos. Llegó al embarcadero con mucha ventaja, saltó al bote y soltó amarras él solo. El avance por el lago pareció llevar un tiempo interminable; el bote se bamboleaba y cabeceaba, perezoso, impulsado plenamente por el único remo, y mientras arremetía salvajemente contra el agua, los ojos vidriosos de Michael vieron, resplandecientes como en un cristal, las figuras de James y Mark, que habían quedado tras él en el embarcadero. Llegó a la otra orilla y bajó de un salto; el bote salió despedido inmediatamente, arrastrado vigorosamente hacia la casa.

Michael caminó por la hierba a trompicones, aún jadeante. Ahora oía con claridad los aullidos intermitentes de Murphy. Era un sonido terrible. Siguió corriendo, pero al llegar a los árboles tuvo que aminorar el paso. No podía respirar con normalidad. Se inclinó hacia adelante, atormentado por la angustia, y casi cayó. Tuvo que recorrer las últimas cien yardas con mucha lentitud.

Ya casi había llegado a la casa de los guardas. La puerta estaba abierta. Michael gritó el nombre de Nick. No hubo respuesta. Se detuvo justo en la puerta. Algo yacía en la entrada. Lo miró desde más cerca y vio que era una mano extendida. Traspasó el umbral.

Nick se había pegado un tiro. Se había vaciado la escopeta en la cabeza. Para asegurarse, era evidente que se había colocado el cañón en la boca. No cabía duda de que había terminado el trabajo. Michael volvió la cara y salió. Murphy, que había estado encima del cuerpo, lo siguió, gañendo.

James y Mark se aproximaban por la avenida, a la carrera. Michael les gritó:

—Nick se ha matado.

Mark se detuvo de inmediato y se sentó en la hierba, a un lado de la avenida. James siguió andando. Echó una ojeada en la casa de los guardas y volvió a salir.

—Vayan a llamar a la policía —dijo Michael—. Yo me quedaré aquí.

James dio la vuelta y regresó hacia el lago. Mark se levantó y le siguió.

Michael hizo ademán de entrar en la casa, pero no pudo cobrar ánimos. Se quedó un rato mirando la mano de Nick. Era una mano que conocía bien. Retrocedió y se sentó en la hierba, con la espalda apoyada en la cálida piedra de la pared. Había pensado que la venganza de Nick no podía ser más perfecta. Se había equivocado. Ahora era perfecta. En sus ojos empezaron a formarse lágrimas calientes, y su boca se abrió, temblorosa.

Murphy estaba junto a él, estremecido y gañendo, con los ojos clavados en la cara del hombre. Se acercó a Michael, y Michael lo acarició con dulzura. El paisaje se borró.