Paul pagó al taxista. Empleó unos momentos en calcular con exactitud la propina adecuada. Entraron en la estación. Paul compró los periódicos de la mañana. Habían llegado mucho antes de la salida del tren, como de costumbre. Se sentaron uno junto a otro en el andén; Paul leía el periódico y Dora miraba al otro lado de la vía. El sol brillaba sobre un campo amarillo de mostaza, y había bruma sobre el horizonte bajo y verde, orlado de árboles. Otra vez lucía el sol, pero hacía fresco; las polvorientas ilusiones del final del verano habían cedido su lugar a las bellezas doradas del otoño, más intensas y más patéticamente efímeras.
Dora había pasado el resto del día anterior en la cama. Todos habían sido muy amables con ella; es decir, todos excepto Paul. Pero la preocupación general se había centrado en Catherine. Trasladada de nuevo al Court, Catherine había continuado en un estado de completo aturdimiento durante todo el día. Habían llamado al médico. Tras administrarle sedantes, movió la cabeza, habló de esquizofrenia y mencionó una clínica de Londres. A última hora de la tarde, tras muchos debates e indecisiones, se hicieron los preparativos para que Catherine fuese allí lo más pronto posible.
Paul, en un estado no muy diferente de la esquizofrenia, había dividido sus energías entre el estudio de la campana y los reproches a su mujer. Afortunadamente, para la tranquilidad de Dora, la campana había ocupado la mayor parte de su tiempo; y por la mañana temprano, tras una larga llamada telefónica a alguien del Museo Británico, había decidido ir a Londres en el tren de las diez. Con las prisas, no dio tiempo a hacer las maletas y se decidió que Dora fuese al día siguiente con el equipaje. Paul se llevaba la maleta grande, que contenía sus cuadernos. Dora tendría que arreglárselas con papel de embalar y cuerda, y tomar un taxi desde Paddington si fuese necesario. La campana, la antigua campana, también iba a Londres para que la examinasen los expertos, en un vagón de mercancías.
Dora vio con el rabillo del ojo que había algo sobre Imber en el periódico. No quería verlo. Miró con fijeza al frente, hacia el campo de mostaza. Paul lo leía con avidez.
Al cabo de un rato, dijo:
—Lee esto —y le tendió el periódico.
Dora le lanzó una mirada, sin verlo, durante unos momentos, y después dijo:
—Sí, ya veo.
—No, léelo bien —dijo Paul—. Lee cada una de las palabras.
Sujetó el periódico ante ella.
Dora empezó a leer. El artículo se titulaba Lejos del mundanal ruido, y decía lo siguiente:
«En la historia de las comunidades religiosas, laicas o de otro tipo, pocos días han podido ser tan azarosos como las últimas veinticuatro horas en Imber Court, sede de una comunidad laica anglicana escondida en la soledad de Gloucestershire. El acontecimiento número uno fue el descubrimiento, por parte de dos miembros invitados de la comunidad, de una antigua campana tallada que yacía desde hace muchas siglos en las profundidades del lago ornamental que rodea la casa. La campana, supuestamente, pertenece a la cercana abadía de Imber, convento benedictino anglicano, que por una extraña coincidencia estaba a punto de instalar una campana moderna. Según los rumores, la campana nueva iba a ser “milagrosamente” sustituida por la antigua en una singular ceremonia bautismal a las puertas de la abadía. No obstante, el milagro no se realizó, y los que no participaban del secreto recibieron una sorpresa muy diferente (acontecimiento número dos), al repicar la campana en plena noche y convocarles a una reunión en el bosque, que recordaba más a un aquelarre que a las sobrias actividades de la iglesia anglicana.
»Habían de seguir más sorpresas. El día siguiente, viernes, comenzó con toda ceremonia, sin la presencia de ninguna bruja. Bendita por un obispo mitrado, la campana nueva avanzaba lentamente por la pintoresca calzada que atraviesa el lago de Imber y lleva a las puertas del convento. El acontecimiento número tres tuvo lugar, con dramática brusquedad, en mitad de la calzada. La campana cayó súbitamente al agua y se hundió sin dejar rastro. Las investigaciones posteriores sugieren que fue el sabotaje, y no un accidente, el responsable de esta catástrofe; y las sospechas apuntan hacia uno de los hermanos.
»Pero apenas había dado tiempo a que este misterio se hubiese asentado, cuando sobrevino el acontecimiento, o catástrofe número cuatro. Uno de los hermanos, hermana en esta ocasión, ya que la hermandad acoge a ambos sexos, que iba a cruzar en breve la calzada para tomar el hábito, perdió la razón y se arrojó al lago. Por fortuna fue rescatada, prácticamente ilesa, por la señorita Dora Greenfield, huésped de la abadía, con la ayuda de una monja acuática, que ofreció un espectáculo único al despojarse del hábito y meterse en el agua en ropa interior. La desgraciada aspirante a suicida se encuentra bajo tratamiento médico.
»La hermandad de Imber, creada para permitir a los laicos disfrutar de los beneficios de la vida religiosa mientras aún permanecen en el mundo, existe desde hace menos de un año. Cuando no se halla ocupada en ejercicios espirituales, cultiva una huerta. ¿Porqué esta tragedia? Un portavoz íntimamente ligado a la comunidad mencionó cismas y tensiones emocionales, pero los miembros de la hermandad no parecían muy dispuestos a hacer comentarios y nos aseguraron que la vida en Imber es normalmente pacífica.
»Los hermanos constituyen un cuerpo autogobernado, no sujeto a una autoridad eclesiástica definida. No hacen votos de castidad ni pobreza. ¿Quién los mantiene? Contribuyentes voluntarios. Se distribuirá en breve un llamamiento para recaudar fondos, que irá seguido por un aumento del número de hermanos y hermanas. La comunidad ocupa una encantadora casa del siglo diecisiete en una extensa finca».
—Bien —dijo Paul—. ¿Lo has leído todo?
—Sí —dijo Dora.
—¿Y estás contenta de tu hazaña?
—No mucho.
—¿No mucho? ¿Quieres decir que sólo estás un poco contenta?
—No estoy contenta en absoluto.
—Supongo que te darás cuenta de que probablemente has hecho un daño irreparable a esas excelentes personas.
—Sí.
—¿De quién fue idea? ¿De Gashe o de Spens?
—Mía.
—¿Y sigues diciendo que no tienes nada que ver con lo que le ocurrió a la campana nueva?
—Nada.
—Me pregunto por qué te hago preguntas, si nunca creo lo que me dices.
—¡Oh!, ya basta, Paul —dijo Dora.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que no llegó a derramar.
—No te comprendo —dijo Paul—. Empiezo a pensar si no estarás mentalmente enferma. Quizá deberías consultar con un psiquiatra en Londres.
—No pienso ver a ningún psiquiatra —dijo Dora.
—Lo harás si yo decido que lo hagas —dijo Paul.
El distante ruido del tren vibró en el aire inmóvil. Ambos volvieron la cabeza y miraron las vías. El tren apareció ante su vista, a mucha distancia. Paul se levantó, cogió la maleta y avanzó hacia el borde del andén.
Se produjo una conmoción en el patio de la estación. Dora miró a su alrededor y vio que el Land-Rover acababa de detenerse a la puerta. De él salieron a trompicones Mark Strafford, la señora de Mark, sor Ursula, Catherine y Toby. El tren entró rugiendo en la estación.
Paul se afanaba en la búsqueda de un compartimento vacío de primera clase cerca de la parte delantera, con un asiento junto a la ventanilla y de cara a la locomotora. La señora de Mark llevó apresuradamente a Catherine hacia el andén, seguida por sor Úrsula. Mark y Toby se dirigieron al despacho de billetes. La señora de Mark vio a Dora y guió a Catherine en dirección opuesta. Mark siguió a su mujer y le dio unos billetes. Toby salió, vio a Dora, desvió la mirada, se volvió, la saludó con poco entusiasmo con la mano y después subió al vagón más cercano él solo. Mark y la señora de Mark tardaron un rato en encontrar un vagón apropiado para Catherine. Lo encontraron y la señora de Mark empujó a Catherine dentro y subió ella también. Cerraron la puerta, y sor Úrsula se quedó allí al lado, en el andén, hablando sonriente con ellos, por la ventanilla. Mark regresó a buscar a Toby, descubrió dónde estaba, abrió la puerta un poco y se quedó hablando, con un pie en el estribo.
Tras colocar sus cosas, Paul abrió la ventanilla y se inclinó hacia Dora, con el ceño fruncido. Dijo:
—Nos veremos en Knightsbridge mañana, alrededor de las tres. Te estaré esperando.
—De acuerdo —dijo Dora.
—¿Has entendido todas mis instrucciones para hacer el equipaje?
—Sí.
—Bueno, adiós —dijo Paul—. No voy a representar la farsa de besarte.
—Oh, Paul, no seas tan bruto —dijo Dora. Las lágrimas rodaron por sus mejillas—. Dime algo agradable antes de irte.
Paul le dirigió una mirada fría.
—Esto es —dijo—; quieres que te consuele ahora que tienes problemas. Pero en marzo pasado, cuando regresé a casa y descubrí que me habías dejado, no había nadie para consolarme a mí, ¿verdad? Piénsalo. No, no me sobes. No me siento atraído sexualmente hacia ti en este momento. A veces me preguntó si volveré a estarlo.
—Cierren todas las puertas, por favor —gritó el mozo de estación, que en una ocasión había llegado hasta Paddington.
Mark retrocedió, cerró la puerta y se quedó riendo estrepitosamente de algo que acababa de decirle a Toby.
—Paul, lo siento mucho —dijo Dora.
—¡Eso es absolutamente insuficiente! —dijo Paul—. Te aconsejo que lo pienses seriamente, si es que eres capaz de hacerlo. —Rebuscó en su cartera—. Aquí tienes algo sobre lo que puedes pensar —dijo—. Devuélvemelo en Londres. Siempre lo llevo encima.
Le tendió un sobre. Sonó el silbato. El tren empezó a moverse.
Paul subió inmediatamente la ventanilla y desapareció. Dora se quedó viendo pasar los vagones. Vio a Toby sentado, escondido en su rincón, con la cara contorsionada por la angustia. Al pasar el vagón, Dora le saludó con la mano, pero Toby pretendió no haberla visto. Catherine y la señora de Mark iban en uno de los últimos vagones, y el tren avanzaba deprisa cuando llegaron adonde estaba Dora. La señora de Mark miraba a Catherine. Catherine miró a Dora, con una mirada rápida y seria, como de miope, con los ojos casi cerrados. Después se perdió de vista.
Dora se volvió hacia la puerta. Mark y sor Úrsula acababan de entrar en el vestíbulo. Antes de desaparecer, se volvieron y le sonrieron vagamente, a todas luces incapaces de decidir si debían llamarla para ir con ellos. Salieron y Dora oyó arrancar el motor del Land-Rover. Se puso en marcha perezosamente. Probablemente estaban esperando a que ella saliera.
Dora volvió a sentarse y contempló el campo amarillo de mostaza y el lejano panorama de descoloridos rastrojos y árboles oscuros. Había menos niebla. El motor seguía en marcha. Entonces el ruido aumentó, y oyó las ruedas del Land-Rover arañar la grava del patio cuando Mark lo hizo virar violentamente. Se alejó rugiendo, traspasó la puerta y avanzó carretera abajo.
Dora se levantó y se dispuso a abandonar la estación.
La estación estaba a las afueras del pueblo, en la dirección de Imber. Por los sembrados se extendía una vereda con altos setos descuidados, y el sendero que llevaba a Imber la dejaba un cuarto de milla más adelante. Dora se preguntó si debía cruzar las vías e ir al pueblo. Pero no tenía ningún sentido, puesto que las tabernas aún no estarían abiertas. Se internó en el oscuro túnel de la vereda. El ruido del tren y del coche se había desvanecido. Un murmullo, que debía proceder de un arroyo minúsculo e invisible que había en el foso, acompañaba sus pisadas. Siguió caminando, con las manos en los bolsillos.
Su mano se topó con el sobre que le había dado Paul. Lo sacó, temerosa. Debía de ser algo desagradable. Lo abrió.
Contenía dos cartas breves, ambas escritas por ella. La primera, que según vio, estaba fechada en los primeros días de su compromiso, decía lo siguiente:
«Querido, querido Paul, anoche fue maravilloso y me dolió mucho tener que dejarte. Me quedé despierta, inquieta por ti. No puedo esperar hasta la noche, así que voy a dejar esto en la biblioteca. Es un tormento separarse de ti, y maravilloso pensar que muy, muy pronto estaremos mucho más juntos. Quiero estar contigo siempre, queridísimo Paul. Tuya para toda la vida:
»DORA».
Dora examinó con atención aquella misiva, y a continuación miró la otra, que decía lo siguiente:
«Paul, no puedo continuar. Ha sido espantoso últimamente, y sé que también para ti ha sido espantoso. Así que me marcho, te dejo. No puedo quedarme, y tú conoces las razones. Sé que soy una calamidad, y que es todo culpa mía, pero no puedo soportarlo y no puedo quedarme. Perdona esta nota inconexa. Cuando la leas yo me habré marchado definitivamente. No trates de hacer que vuelva y no te preocupes por las cosas que he dejado. He cogido lo que necesito. Dora.
»P. S.: Volveré a escribirte más adelante, pero no tendré mucho más que decir».
Esta era la nota que había dejado Dora en Knightsbridge el día de su partida. Conmocionada, releyó ambas cartas. Las dobló y siguió andando. De modo que Paul siempre las llevaba en la cartera, y quería que se las devolviese para seguir llevándolas. Peor para él. Dora rompió las cartas en pequeños fragmentos y los esparció por el seto.