Cuando llegó Dora había acabado la primera parte de la ceremonia, y la procesión estaba a punto de empezar. Eran alrededor de las siete y veinte. Había cesado la lluvia y el sol brillaba por entre una delgada cortina de nubes blancas, difundiendo una suave luz dorada y fría. Una neblina blanca se rizaba sobre la superficie del lago y ocultaba el agua, apenas visible la parte superior de la calzada por encima de ella.
Dora había dormido. Después que la señora de Mark la hubo llevado apresuradamente al Court, había caído en la cama y se había quedado inconsciente al instante. Se despertó alrededor de las siete y recordó inmediatamente la procesión. Se puso a escuchar y oyó el distante sonido de la música. Las cosas debían haber empezado ya. No se veía a Paul. Se vistió a toda prisa, sin saber muy bien por qué consideraba tan importante estar presente. Sus recuerdos de la noche anterior eran confusos y terribles, como los recuerdos de un borracho. Recordó su deslumbramiento ante la luz de las linternas y haber visto la campana, que aún oscilaba, revelada a la luz de sus rayos. La había rodeado mucha gente, la habían empujado, la habían interrogado. Alguien le había puesto un abrigo por los hombros. Paul también estaba allí, pero no le había dicho nada; estaba demasiado extasiado ante la campana. No había regresado a su dormitorio, así que Dora supuso que aún estaría en el granero. Habían dividido la vigilia nocturna entre los miembros de la comunidad.
Dora se sentía rígida, como vacía y agotada en su desdicha, y tenía un hambre indecible. En el aire flotaba un olor a catástrofe. Se puso la ropa más abrigada de que disponía y salió al rellano en el que, desde una ventana que daba a la fachada de la casa, disfrutaría de una buena panorámica del acto. Una escena asombrosa la esperaba. Delante de la casa había varios cientos de personas, todas en completo silencio. Ocupaban la terraza, se aglomeraban en los escalones y se alineaban en varias filas en el sendero que llevaba a la calzada. Guardaban ese silencio expectante que se hace durante las ceremonias, cuando han cesado momentáneamente la música o las palabras. Estaban allí de madrugada, silenciosos, proporcionaban a la escena esa sensación dramática que está siempre presente cuando se reúnen muchas personas en una ceremonia al aire libre. Todos miraban hacia la campana.
El obispo, vestido con todos sus ornamentos, con mitra y báculo, se encontraba frente a la campana, que aún estaba en su lugar, en la terraza. Tras él, cierto número de niñas, con flautas dulces en las manos, trataban de dejar paso a cierto número de niños, que llevaban sobrepellices, y a quienes el padre Bob Joyce empujaba hacia delante. El obispo estaba de pie, con evidente paciencia, como un hombre bonachón a quien han interrumpido, y sin darse la vuelta mientras proseguía la silenciosa refriega. Como se descubrió más adelante, el obispo no sabía nada de los sucesos de la noche anterior. Bien tapado con la almohada, no le había despertado el alboroto, ni nadie se había animado a contarle, tan de mañana, una historia tan inverosímil.
Los niños ya habían logrado expulsar a las niñas, que estaban desperdigadas por las márgenes de la multitud y dirigían angustiadas miradas a su profesor. La situación de los bailarines de Morris era aún menos envidiable. Habían avanzado a empujones a la cola del coro, convencidos de que aquel era su momento. Provistos de caballitos de balancín, bufón con sombrero de copa, y violinista, armados con palos y pañuelos, las piernas adornadas con campanillas y cintas, resultaban llamativos y estaban avergonzados, aún no liberados y triunfantes por la música y el baile. Les habían dicho que empezasen a bailar poco antes de que la procesión se iniciase, y que la acompañasen bailando por la calzada. Pero no se había previsto aquella gran multitud, y era evidente que no había sitio para bailar en la terraza, ni podía dejarse un espacio libre sin pedir a varias señoras mayores que se habían apretujado contra la barandilla que saltaran por encima de ella a la hierba. El bufón empujó al coro de muchachos para consultar con el padre Bob. El padre Bob sonrió y asintió, y el violinista, que se encontraba detrás y en un estado de frenesí al comprender que todo el mundo le estaba esperando, empezó inmediatamente a tocar la Marcha de los Monjes. Algunos bailarines intentaron iniciar el baile mientras que otros chistaban. El padre Bob frunció el ceño y movió la cabeza negativamente, y la música del violín fue debilitándose hasta callarse. El bufón se abrió paso dificultosamente hacia atrás y dio unas instrucciones a sus hombres, a todas luces desalentadoras. El padre Bob dio un golpecito en el hombro al obispo, que parecía más paciente que nunca, y el obispo empezó a hablar.
Dora no oía lo que decía. Desesperadamente ansiosa por no quedar al margen, bajó corriendo la escalera y salió al balcón, que ya estaba totalmente abarrotado de espectadores. Se abrió camino a empujones por los escalones y logró encontrar un sitio desde el que podía ver. El obispo había dejado de hablar, y la campana empezaba a moverse muy lentamente. Empujaban la carretilla por delante y la controlaban por detrás dos parejas de trabajadores, los hombres que habían traído la campana y a quienes se permitiría la entrada en la abadía para colocarla. Tiraban solemnemente de unas cuerdas que a la señora de Mark se le había ocurrido blanquear a última hora con jalbegue. La campana empezó a avanzar por la terraza hacia la pendiente que desembocaba en la calzada. Inmediatamente detrás de la campana marchaban Michael y Catherine, seguidos por el obispo, y a continuación el coro. Detrás, destacándose aquí y allá entre la multitud, iban los miembros de la hermandad, todos ellos, según observó Dora, sumamente ojerosos. Tras ellos iban los malhumorados bailarines, andando, sin bailar; sus campanillas repicaban y los pañuelos ondeaban. A continuación, la banda de flautas dulces con su profesora. Tras ella, las guías, y a continuación, los Boy Scouts. La cola de la procesión estaba formada por uno o dos dignatarios secundarios de la iglesia del pueblo, que pensaban que tenían la obligación de desfilar, y por los miembros de la multitud que preferían el privilegio de formar parte de la procesión a la emoción de verla. Mientras avanzaba, la gente trepaba a la barandilla o subía dificultosamente los escalones para tomar fotografías, precipitándose sobre los que bajaban a toda velocidad, o saltaban de la terraza para coger buenos sitios en la pendiente o en la orilla del lago, con el fin de ver la siguiente fase del acto.
Dora se quedó donde estaba. Desde allí veía bien, especialmente ahora que el balcón se había quedado vacío. Miró la terraza, aún llena de gente que circulaba de un lado a otro, y vio que Noel se había encaramado a uno de los leones de piedra al pie de la escalera y estaba tomando una fotografía. Una vez hecha, saltó y echó a correr por un lateral de la procesión. Las guías, que habían formado cerca de las puertas del patio del establo, se abrían paso con una energía que hacía honor a las características cuasi militares de su organización, y a esas alturas resultaba difícil distinguir la procesión de la multitud que la rodeaba. Noel levantó los ojos y vio a Dora. Sonrió alegremente. Agitó el estuche de la cámara rítmicamente y batió palmas; Dora fijó sus ojos en aquella pantomima. Entonces cayó en la cuenta de que, naturalmente, Noel se refería a la noche anterior. Debía haber estado allí; y eso era lo que pensaba del asunto. Dora sonrió con amargura y agitó débilmente la mano. Noel señalaba el lago. No iba a perder la oportunidad de tomar otra fotografía. Dora negó con la cabeza, y Noel arremetió contra la muchedumbre. Le vio dejar atrás a las guías y colocarse a la cabeza de la procesión, que se acercaba a la calzada, con la cabeza y los hombros por encima de los demás. El sol empezaba a rasgar su velo blanco y en la hierba aparecieron largas sombras que se escabullían. El coro inició un canto. En el extremo de la calzada Dora vio que las grandes puertas de la abadía se abrían lentamente.
Se había quedado sola en el balcón. La mayor parte de la multitud se encontraba en las riberas del lago, a ambos lados de la calzada. Lenta y pausadamente, la campana ascendió la suave pendiente que se extendía entre la ribera y la calzada y apareció de lleno ante su vista. El sol brillaba; doraba su dosel blanco y las vestiduras blancas del obispo. El viento, que era menos borrascoso, rizaba las cintas de satén y agitaba las pálidas flores con que estaba colmada la carretilla. El obispo caminaba rígidamente, con la cabeza un poco inclinada, apoyado en el báculo. Las sobrepellices blancas de los chicos del coro revoloteaban a su alrededor, y ellos elevaban con aire de importancia sus partituras. La campana se encontraba ya en la calzada; se movía con mayor lentitud debido a la ligera irregularidad de las piedras. Las otras figuras la seguían. La neblina reposaba sobre el agua. Llegaba aún hasta la parte superior de la calzada, de modo que la procesión, mientras se desplegaba hacia el lago, parecía caminar en el aire. Dora se inclinó hacia delante para ver mejor.
El coro empezó a cantar. Se reservaba la música más ambiciosa para el punto culminante, a la puerta de la abadía. Entretanto, los deseos del padre Bob habían sido superados por el sentimiento de los lugareños:
Que nuestra campana se yerga en alto,
Que cumpla su misión diaria,
A medio camino entre la tierra y el cielo.
Como las aves cantan los maitines
Para alabanza del Dios de la Naturaleza,
Esta su más noble música
Al Dios de la Gracia día a día elevará.
Y cuando las sombras de la tarde suavicen
Coro y cruz y torre y naves,
Mezclará su llamada a vísperas
Con la sonrisa del día que acaba.
Continuó el canto. Los bailarines, caminando precavidamente de dos en dos, habían abandonado la orilla, y les seguían las niñas, con aspecto de tener mucho frío con sus vestidos de satén blanco. La campana avanzaba con verdadera lentitud y casi había llegado al medio de la calzada, donde se encontraba el trozo de madera en conmemoración de las valientes monjas del siglo XVI. La mirada de Dora vagó por la multitud. No veía a Noel. Descubrió a Patchway, que se había negado a participar en la procesión y aparecía retraído detrás de la multitud, en un lugar en el que, evidentemente, no podía ver. Entonces empezó a ocurrir algo. Dora echó de nuevo una rápida ojeada al centro de la escena. Se oyó un profundo suspiro. El canto de los chicos desfalleció. La campana se había detenido en el entarimado de madera del centro de la calzada, y los trabajadores parecían pelear a su alrededor. El obispo había hecho señas al coro para que retrocediese. La procesión había quedado inmóvil. La música cesó desordenadamente; y después, en el murmullo que siguió, se oyó un estrepitoso chirrido. Al parecer, la campana se ladeaba ligeramente. La multitud dejó escapar un zumbido de excitación. Los soportes de madera cedieron lentamente, la superficie de madera se combó, la carretilla se inclinó, y la campana, tras estar colocada durante unos momentos en un ángulo casi inverosímil, se precipitó de costado en el lago, arrastrando con ella la carretilla.
Ocurrió con tanta rapidez que Dora apenas podía dar crédito a sus ojos. Allí estaba la procesión, que aún se extendía al sol por la calzada. Allí estaba el agujero combado en el centro, en uno de cuyos extremos habían quedado aislados dos trabajadores. Se oía el agua invisible que borboteaba y se agitaba. La multitud dejó escapar un grito, entre el gemido y el clamor. Aquellos que habían venido a presenciar un espectáculo habían sido recompensados con creces.
Dora bajó corriendo los escalones y se dirigió al lago. El padre Bob Joyce empujaba la procesión fuera de la calzada, en tanto que en el extremo de la orilla, docenas de personas trataban de abrirse camino. Alguien había caído al agua; Dora no podía ver quién. Se oyeron gritos, y uno de los chicos del coro se puso a llorar. El obispo, deslumbrante a la luz del sol, aún se encontraba en el lugar en que había estado la campana; miraba el agua y hablaba con uno de los trabajadores. La niebla iba aclarando, y se veía el lago aún agitado bajo los estribos de madera, sembrado de un círculo de flores blancas. Por encima de la superficie no eran visibles ni la campana ni la carretilla. Varias personas habían empujado al obispo para saltar al otro lado del agujero y examinar el escenario desde el otro extremo. Las puertas de la abadía se cerraban discretamente una vez más.
Dora ya se encontraba muy cerca del lago, en el lado derecho de la calzada. Sentía un profundo horror mezclado con excitación ante lo que había ocurrido. En parte, se sentía como si fuese responsable de aquella nueva catástrofe, y en parte, como si su magnitud hiciese su propia aventura perdonable por comparación. Llegó a la cola de la muchedumbre, a la espera de una oportunidad para disfrutar de una panorámica más cercana. En ese momento alguien pasó junto a ella y la empujó bruscamente. Dora dijo después que, de no haber sido por aquel violento empellón, no hubiera prestado atención ni se hubiera asombrado. Se volvió para ver quién era aquella persona tan grosera y descubrió que era Catherine. Tras pasar a su lado y salir a terreno abierto, Catherine echó a andar por el sendero que discurría junto al lago y que llevaba hacia el bosque. Dora volvió la mirada atrás para ver el espectáculo de la calzada. Después se dio la vuelta para observar pensativa a Catherine, que ya se encontraba a cierta distancia y caminaba de prisa. Nadie prestó atención a su partida.
A decir verdad, era muy raro que Catherine empujase a la gente; y tampoco era normal lo que Dora había visto en la cara de Catherine. Era natural que estuviese disgustada; pero tenía una expresión desmesuradamente extraña y aturdida. Dora vaciló. Estaba rodeada de gente, pero no había nadie a la vista a quien ella conociese. Tras unos momentos empezó a abrirse camino por la pradera y siguió el sendero que había tomado Catherine, sin perderla de vista. Catherine apretó el paso y se internó en el bosque. Dora echó a correr. Sin duda, Catherine tenía un aspecto muy raro. Aunque no era asunto de Dora. A pesar de todo, estaba angustiada, y quería asegurarse de que todo iba bien.
Una vez en el bosque, intentó alcanzarla. El sendero estaba profusamente cubierto de ramas que la tormenta había derribado. Se veía a Catherine delante, tropezando. Cayó pesadamente, y cuando se levantó, Dora estaba casi a su lado. Dora gritó:
—Catherine, espéreme. ¿Se encuentra bien?
Catherine llevaba un vestido de tenis pasado de moda, cubierto ahora con las manchas de suciedad de la caída. Lo sacudió y empezó a andar más despacio, ignorando a Dora. Parecía llorar. Dora, incapaz de andar a su altura por aquel estrecho sendero, la seguía, tirándole del brazo y preguntándole si se encontraba bien.
Tras unos momentos, Catherine se desprendió del brazo de Dora, se detuvo, se dio media vuelta y dijo:
—Estoy bien sola.
En su cara había una extraña mirada fija.
—Lo siento mucho —dijo Dora, sin saber si debía dejarla o no.
—Ha sido por mí, ¿entiende? —dijo Catherine—. Usted no lo sabía, ¿verdad? Ha sido una señal.
Echó a andar de nuevo.
Dora, al ver su cara, pensó: Catherine se ha vuelto loca. Esta fue la idea que se le había ocurrido inmediatamente cuando la empujara con tanto ímpetu, pero le resultaba demasiado fantástica para aceptarla. Catherine parecía normal el día anterior. Sin duda la gente no se vuelve loca de repente. Dora, que no tenía ninguna experiencia con locos, se quedó helada de temor y espanto, mientras la figura blanca de Catherine desaparecía por el sendero.
Cuando se hubo desvanecido entre los árboles, la primera reacción instintiva de Dora fue regresar apresuradamente al Court en busca de ayuda. Pero después decidió que era más importante perseguir a Catherine y convencerla de que volviera. En aquellas condiciones podía perderse por el bosque, y no la encontrarían. A Dora también le movía un deseo de no parecer ridícula ni crear más complicaciones. Al fin y al cabo, podía equivocarse con respecto a Catherine, y provocar una falsa alarma cuando todo el mundo tenía que pensar en tantas otras cosas sería una lata. Se apresuró y en seguida vio delante de ella el vestido blanco de Catherine.
Dora cayó en la cuenta de que pronto se encontrarían en las cercanías del granero y que Paul aún podía estar allí. Esto le dio ánimos y siguió corriendo, gritando una vez más el nombre de Catherine. Catherine no prestó atención, y cuando Dora la alcanzó por segunda vez, parecía murmurar algo para sus adentros. Al mirar aquella cara sonrojada y ausente, a Dora no le cupo duda de que su reacción instintiva había sido acertada. Agarró el vestido de Catherine y al mismo tiempo empezó a llamar a Paul a gritos. Salieron al espacio abierto que se extendía junto a la rampa; Catherine se apresuraba y Dora la sujetaba y gritaba. No hubo respuesta desde el granero. Paul debía de haber salido. Como se descubrió más tarde, había vuelto al Court por el sendero de cemento a telefonear a un colega de Londres. Dora y Catherine estaban solas en el bosque.
Dora dejó de gritar y le dijo a Catherine:
—Vuelva a casa, por favor.
Catherine, sin volverse para mirarla, empujó a Dora de su lado y dijo con voz clara:
—Por el amor de Dios, déjeme en paz.
Dora, que empezaba a estar un poco indignada y también asustada, dijo:
—Mire, Catherine, no sea tonta. Venga conmigo.
Catherine se volvió hacia ella, con una sonrisa burlona que recordaba las sonrisas crueles e inmarcesibles de su hermano. Le dijo a Dora:
—Dios ha extendido su mano. Un vestido blanco no puede ocultar un corazón malvado. No voy a atravesar esa puerta. Adiós.
Habían dejado atrás la rampa y llegado a un lugar en que el sendero discurría muy cerca de la orilla, bordeado junto al lago por altos juncos. Una zona de barro y hierbajos verdes se extendía entre la ribera y el agua clara. Catherine se separó de Dora y empezó a internarse en el lago.
Se movía con tanta rapidez, al atravesar la barrera de juncos, que Dora se quedó mirando el lugar por el que había desaparecido de la vista. Por detrás de los juncos se oyó un estruendoso chapoteo. Dora dejó escapar un grito y la siguió. Se internó sin vacilación en la maleza y dio otro grito al sentir que el suelo cedía bajo sus pies. Se hundió en el barro casi hasta las rodillas. Catherine había logrado avanzar otros dos pasos y estaba lejos. Casi con deliberación, como una tímida bañista, se sumió en el revoltijo viscoso de hierbajos y agua fangosa, luchando por alejarse de la orilla. Se tumbó de costado; la hombrera de su vestido aún se veía extrañamente blanca y limpia por encima de la superficie.
Dora llamó a Catherine, y volvió a gritar. Pero ¿quién podía oírla? Todos estaban ocupadísimos y muy lejos. Extendió el brazo, para tratar de alcanzar a Catherine, perdió el equilibrio y cayó de bruces en las profundidades del agua. El agua le salpicó la cara. Mientras se debatía desesperadamente por mantener la cabeza alta, sintió los hierbajos legamosos que la arrastraban. Con un esfuerzo frenético, logró colocar los pies bajo el cuerpo y sentarse en el cieno, con el agua casi al cuello. Delante de ella Catherine chapoteaba. Ya se había hundido en gran parte, y parecía atrapada entre los hierbajos, cuyos filamentos se veían alrededor de uno de sus brazos, que se agitaba. Dora estiró el brazo y consiguió coger a Catherine de la mano. Volvió a gritar su nombre una y otra vez, y después chilló lo más fuerte y desgarradoramente que pudo. Trató de tirar de Catherine hacia ella.
Acto seguido descubrió que la arrastraban hacia adelante. Catherine, al resistirse al tirón de Dora, la remolcaba hacia el agua más profunda. Dora se soltó, pero era demasiado tarde. Ya se encontraba muy lejos de la ribera. Sus pies se agitaron en vano en un cenegal sin fondo de agua y hierbajos. Golpeó la superficie con las manos, chillando y tragando agua, con la cabeza echada hacia atrás, los brazos medio enredados. Algo oscuro se desenmarañaba en el agua, ante ella. Era el pelo de Catherine. Como en un sueño vio desaparecer el hombro de Catherine en el lodo negro, sus ojos, con una mirada fija, vueltos hacia arriba, la boca abierta. A Dora le invadió el miedo a la muerte. Luchó desesperadamente, jadeante, pero los hierbajos la aprisionaban, parecían arrastrarla hacia abajo, y el agua le llegaba a la barbilla.
Entonces oyó un grito lejano. Vio borrosamente, al otro lado de la superficie del lago, una figura negra junto al muro, en la esquina de los terrenos de la abadía, que acababan a cierta distancia a la izquierda de la orilla opuesta. Dora, en la última agonía del terror, volvió a gritar. Vio que la figura empezaba a desvestirse. Luego se oyó un chapoteo. Dora no vio más; su lucha se acercaba al final. El agua se precipitó en su boca entreabierta y los hierbajos aprisionaban uno de sus brazos debajo de la superficie. Sus pies se sumieron a mayor profundidad en el fango viscoso. Profirió un gemido de desesperación. Bajo ella parecía abrirse un túnel negro hacia el que la arrastraban lentamente.
—No se mueva —dijo una voz tranquila—. Quédese quieta y no seguirá hundiéndose. Trate de respirar lenta y regularmente.
Dora vio, a la misma altura de su cara y extrañamente cerca, una cabeza que se agitaba en el agua, una cabeza como de un muchacho, con el pelo cortado al rape, una piel fresca y pecosa y unos ojos azules. La contempló, la vio con una especie de claridad absurda, y durante unos momentos pensó que realmente pertenecía a un muchacho.
Dora dejó de debatirse y para su sorpresa, descubrió que no se hundía. El agua acariciaba su barbilla. Trató de respirar por la nariz, pero seguía dando boqueadas, aterrorizada. Ahora que se había quedado momentáneamente inmóvil, vio con asombro las dos cabezas que rompían la superficie del agua frente a ella; la cabeza redonda de la monja, que nadaba en el agua más clara justo detrás de los juncos y que avanzaba con cautela hacia Catherine, y la cabeza de ésta, ladeada, con la boca y una mejilla sumergidas, los ojos vidriosos. Dora observó con la misma extraña claridad que la cara de la monja estaba casi seca.
La monja hablaba a Catherine y trataba de sujetarla por los hombros desde detrás y sacarla de los hierbajos. Catherine no se debatía. Estaba inerte, como inconsciente. Dora siguió observando. Colocaron a Catherine de espaldas. Su barbilla se elevó por encima de la superficie, el pelo flotaba detrás de ella, y la monja pasaba un brazo blanco entre él para sujetarla con mayor firmeza. Una ola llegó hasta la boca de Dora y empezó a chillar otra vez. Se reanudaron sus esfuerzos; respiraba en boqueadas irregulares. Se hundía. El agua parecía entrar a raudales en ella, empezaba a ahogarse.
Sintió el agua cálida y cenagosa elevarse por su mejilla. A continuación oyó voces, y dos fuertes manos la agarraron por detrás. La levantaron por las axilas. Al elevarse un poco del agua y volverse, aún debatiéndose y jadeante, vio la cara de Mark Strafford por encima de la suya. La remolcó hacia tierra, metido hasta la cintura en el fango. Otras manos la llevaron hasta allí. Se quedó tendida en el suelo, agotada; le salía agua de la boca. Continuaron los gritos. Se incorporó un momento después y vio a James y Mark; ambos luchaban en el agua, con un pie en el cieno, y entre los dos levantaban el cuerpo de Catherine. Los colaboradores, enlazados, los arrastraron a todos desde la orilla. Al parecer, había media docena de personas chapoteando en la orilla pantanosa. Más allá se veía la cabeza de la monja que se agitaba en el agua. Había abandonado a Catherine y se había propulsado de nuevo hacia la parte más profunda. Gritó algo y empezó a nadar hacia la rampa.
Dora volvió a desplomarse y quedó boca abajo, sobre la hierba. Tosió, balbuceó y gimió sosegadamente, con alivio. Alguien le preguntaba si se encontraba bien, pero todavía estaba en el otro mundo. Escuchó las palabras sin pensar que quizá pudiera contestar, absorta en el asombro de encontrarse viva. De repente alguien se inclinó sobre ella y empezó a ejercer presión rítmicamente sobre su espalda. Dora gorgoteó y se sentó derecha. La invadió el vértigo y se tapó los ojos, pero siguió incorporada, sujeta por el brazo de alguien.
—Está bien —dijo Mark Strafford.
Dirigió su atención a Catherine, pero ya la estaban practicando la respiración artificial. Mientras Dora lo observaba, Catherine rodó por el suelo con un gemido; empujó a su benefactor, y también se incorporó. Sus ojos estaban ausentes, el vestido blanco se adhería transparente al cuerpo, el pelo negro y húmedo le caía por el pecho. Miró a su alrededor.
Una figura grotesca se acercaba. Dora la contempló estupefacta: era una mujer de pelo corto, al parecer desnuda hasta la cintura, y vestida de negro de cintura para abajo. Entonces se dio cuenta de que era la monja en ropa interior. La monja se inclinó sobre Catherine, le preguntó cómo estaba y se volvió sonriente hacia Dora. No sentía ninguna vergüenza, y aceptaba con una sonrisa cortés el abrigo que le ofrecía la señora de Mark. Parecía una mujer joven. Su cara pecosa aún seguía casi seca.
—Es la madre Clare —dijo Mark—. Después de todo, parecen estar destinadas a conocerse.
Catherine se había puesto de rodillas y miraba fijamente a su alrededor, buscando algo. En ese momento se oyeron más voces en el bosque y aparecieron varias personas más; lanzaban exclamaciones de asombro y hacían preguntas. Entre ellos se encontraba Michael.
Era sin duda una escena extraña: la mayoría manchados de cieno hasta la cintura, dos mujeres medio ahogadas, y la madre Clare que balanceaba el abrigo por encima de sus hombros. Michael la contempló con la expresión de quien ha recibido suficientes sorpresas y piensa que aquella debe ser la última. Pero no fue la última.
Mientras avanzaba hacia el centro del grupo y se disponía a decir algo, Catherine se puso de pie tambaleante. Echó a andar, grotesca con sus largas guedejas de pelo negro, la boca abierta. Todos quedaron en silencio. Con un gemido, corrió hacia Michael. Durante unos momentos, pareció como si fuese a atacarlo. Pero en su lugar, le rodeó el cuello con los brazos y se colgó de él con todo el peso de su cuerpo mojado. Su cabeza se posó en la solapa de la chaqueta de Michael mientras pronunciaba su nombre una y otra vez con tono de frenética ternura. Los brazos de Michael se cerraron automáticamente en torno a ella. Sobre la cabeza inclinada y acurrucada de la muchacha se veía su cara, con una expresión de estupefacción y horror.