Capítulo veintidós

Aún llovía, pero el viento había amainado. El suave chisporroteo de la fina lluvia hacía la noche más oscura y amortiguaba todos los demás ruidos. Eran más de las tres.

Dora estaba sola en el granero, cerca de la campana. De cuando en cuando extendía la mano y la tocaba, para sentirse acompañada y para asegurarse de que seguía allí. Antes, a la luz de la linterna de Toby, había tratado de limpiar la campana con agua y jabón y un afilado cuchillo. Había logrado desprender gran cantidad de barro y grava, pero las múltiples excrecencias extrañas que seguían adheridas a la superficie parecían poseer la dureza del metal. Durante la última media hora Dora no había hecho más que esperar. Había llegado mucho antes de las dos, puesto que, por temor a que la entretuviese Paul, no había subido a acostarse. Paul sabría muy pronto que la había juzgado mal. Se había escondido en un rincón de la casa y dormitado en una silla, y después se había dirigido al granero en medio de la lluvia.

Al principio estaba completamente segura de que Toby iría. A pesar de que no había logrado comunicarse con él durante todo el día, Toby sabría dónde y cuándo debía aparecer; y al menos habían acordado que el muchacho llevase la segunda carretilla de hierro directamente al granero. Cuando al dar las dos y media aún no había llegado, Dora supuso que podría haber tenido dificultades para sacar la carretilla del patio del establo, y se acercó hasta allí para comprobarlo. El patio del establo estaba desierto y la carretilla en su sitio, aunque Dora observó con inquietud que había dos luces encendidas en la casa, una en la habitación que ocupaban Paul y ella y otra en una habitación que no pudo identificar, quizá la de James o Michael. Dejó la carretilla donde estaba y regresó apresuradamente al granero, con la certeza de que entonces encontraría a Toby allí. Pero no estaba.

Dora llevaba un impermeable y una bufanda, pero ya estaba calada hasta los huesos. Sus pies, calzados con sandalias, estaban fríos y cubiertos de barro, y el agua le había salpicado el bajo del vestido, que se le pegaba, húmedo, a las rodillas, y le impedía moverse. Se quedó temblando en el granero, asustada por la oscuridad y la cortina cerrada de lluvia, atemorizada por la proximidad de la campana, cada vez más convencida de que Toby no iría. Se preguntó si debía ir a buscarle a la casa de los guardas.

No se le había escapado a Dora que Noel Spens debía haber imaginado que la carta que ella había dejado caer iba dirigida a él; su contenido estaba perfectamente formulado para crear aquella ilusión. Por tanto, era probable que Noel se presentase en las inmediaciones de la casa de los guardas a las dos; y este pensamiento había refrenado a Dora de ir en busca de Toby antes. Pero para entonces Noel ya se habría cansado de esperar y se habría ido a dormir. Sin duda, podía ir con toda tranquilidad a la casa de los guardas; y además, cualquier cosa era mejor que quedarse en el granero sin hacer nada, muerta de miedo y helada hasta los tuétanos. Dora se encaminó por el sendero.

La luna estaba oscura y el sendero lleno de obstáculos, pero Dora ya conocía el camino bastante bien y le resultaban indiferentes las zarzas y los espinos que le arañaban las piernas. Sentía el calor de la sangre en torno a los tobillos. Al salir del bosque no fue hasta el embarcadero rodeando la casa, sino que se internó en la calzada. Aún estaban encendidas las dos luces; y al mirar hacia adelante, al otro lado del agua, vio que también había una luz encendida en la casa de los guardas. Aquello la inquietó extraordinariamente.

Dora echó a correr, pasó bajo los muros de la abadía y atravesó diagonalmente la pradera en dirección a la casa de los guardas. Al llegar cerca aminoró el paso, evitando la grava crujiente del camino, y se aproximó con cautela, poniendo sus empapados pies silenciosamente en la hierba mojada. Vio que la luz provenía del cuarto de estar de la casa; no había luz en la habitación de Toby. Llegó con precaución hasta la ventana. Era una ventana moderna, de bisagra, formada por pequeños cristales emplomados, y estaba ligeramente abierta. Dora oyó un murmullo de voces. Se puso a gatas y se arrastró hacia la ventana, hasta que estuvo casi debajo de ella. Oía las voces con claridad, junto a un entrechocar de vasos.

—Es difícil saber si se pretende que sea una broma o no —se oyó decir a Nick. Parecía borracho—. Con gente así nunca se sabe.

—Lo siento, señor Fawley, pero todavía no lo entiendo —dijo otra voz.

A pesar de que estaba helada, Dora se quedó un poco más fría. Era la voz de Noel. Alzó imprudentemente la cabeza hasta el nivel del alféizar. Noel y Nick estaban sentados juntos a la mesa, con una botella de whisky entre ellos. No había nadie más en la habitación. Atónita y horrorizada, Dora se agachó y se acomodó en un cojín de hierba mojada.

—Verá —prosiguió Noel—, en un sentido técnico, esta historia es tan buena que sería una lástima no comprenderla de una forma completamente correcta. Y además, tengo cierta preferencia por entender bien las cosas. Incluso nosotros, los de la prensa, tenemos nuestra moral, señor Fawley. Sí, gracias, un poco.

—Le he contado todo lo que puedo —dijo Nick—. En cuanto a entenderlo bien, ¿es que hay alguien que entienda bien una historia? Todo lo que puedo hacer es mencionar unos cuantos hechos; yo no sugiero más que eso. Lo que ocurra mañana, nadie lo sabe. Todo lo que puedo prometerle es un espectáculo. Espero que haya traído una cámara fotográfica.

—Siento seguir molestándole —dijo Noel con el tono lento y paciente del hombre sobrio que habla con un borracho—, y sé que debe estar terriblemente cansado, pero ¿le importaría que volviésemos a empezar? Me gustaría comprobar las notas que he tomado. Usted dice que dos miembros de la comunidad, cuya identidad no ha revelado, han encontrado una campana antigua que pertenecía al convento hace mucho tiempo. Y planean lo que usted llama un milagro, la sustitución de la campana nueva por la antigua. ¿Pero qué esperan lograr con esto? Al fin y al cabo, estamos en Inglaterra, no en el sur de Italia. Parece más bien una broma pesada.

—¿Quién sabe lo que esperan lograr? —dijo Nick—. Estoy seguro de que ni ellos mismos lo saben. Quizá publicidad. Le he dicho que han hecho un llamamiento para recaudar fondos. Y si le parece una locura, no lo es más que creer que Jesucristo era Dios y que murió para redimir nuestros pecados.

—No estoy de acuerdo —dijo Noel—. Las creencias son una cuestión de elevada selectividad. Y la gente creerá a aquel que, por otra parte, no se distancie del sentido común. Pero es igual; prosigamos con la historia. ¿Dice usted que ya no van a llevar a cabo el plan?

—Desgraciadamente, no —dijo Nick—. Era un plan maravilloso, pero una de las partes ha perdido el valor.

—Tengo que confesar que me intriga —dijo Noel—. Como habrá adivinado, no siento ninguna simpatía por un grupo como éste. No pienso que estas gentes sean conscientemente insinceras, sino que simplemente han nacido para ser charlatanes malgré eux. Estoy seguro de que existen todo tipo de enemistades y engaños en esta comunidad estrafalaria, y no tengo el menor inconveniente en informar sobre ello, sin comentarios. Si la gente quiere dejar de ser parte útil y corriente de la sociedad y llevar sus neurosis a un lugar lejano para tener lo que ellos consideran experiencias espirituales, no me cabe duda de que hay que dejarles hacerlo, pero no veo ninguna razón para que se les venere. Pero como he dicho, quiero informar y no difamar. Lo que me pregunto, si es que puede decírmelo confidencialmente, es cuáles son sus motivos para contarme todo esto. Sí, gracias, pero sírvase usted primero.

—Hay momentos —dijo Nick— en que se quiere decir la verdad, en que se quiere gritar la verdad, por mucho daño que se haga. Yo me encuentro en uno de esos momentos. Y ahora me voy a dormir, y le aconsejo que usted haga lo mismo. Mañana será un día agotador y entretenido.

Noel inició una respuesta. Dora se levantó apresuradamente y echó a correr por el camino por el que había venido. La lluvia, más intensa, amortiguaba el ruido de sus pisadas al chapotear por la hierba. Cuando estuvo casi en la calzada miró hacia atrás. Al parecer, no salía nadie de la casa de los guardas; pero como era difícil ver u oír nada, excepto la lluvia, no podía estar segura. Atravesó la calzada corriendo, jadeante, y tomó el sendero que discurría por la orilla del lago y que llevaba al granero. Al aminorar el paso, se puso a pensar. No había ningún misterio en lo referente a la forma en que Noel había ido a la casa de los guardas; y cómo había caído en las garras de Nick Fawley. Su carta le había llevado allí. En cuanto a cómo sabía Nick lo de la campana, tampoco tenía por qué haber ningún misterio: Toby y ella habían hecho tanto ruido la noche anterior, que cualquiera podría haberlo oído, a pesar de que, en su excitado optimismo, habían pensado que era improbable. Además, como debía haber recordado, Nick dormía mal y era ave nocturna. Podía haber encontrado fácilmente el camino hasta el granero y oído a Toby y a ella pormenorizar los detalles del plan justo antes de que abandonaran el lugar. O quizá hubiese visto a Toby deslizarse silenciosamente de la casa y le hubiese seguido por pura curiosidad. Eso tenía sentido; y ya casi no le resultaba nuevo que el plan fuese a fracasar porque una de las partes había perdido el valor. Lo que la aterrorizaba era la idea, que se le presentaba en toda su amplitud por primera vez, de que informasen en los periódicos de aquella fantasía abortada, o de que informasen mal, y de que quizá hiciese gran daño a la comunidad.

Dora sabía que, de haber reflexionado más cuidadosamente sobre su plan, hubiera comprendido que estaba abocado a que le diesen publicidad y a parecer a los extraños ridículo o siniestro. Su condición triunfante de hechicera sólo existía en su imaginación. Comprendió que incluso Toby había cooperado más por complacerla que porque le gustase el plan. ¿Cómo podía comprender una cosa así el mundo exterior? Dora se había acostumbrado a pensar en Imber como algo completamente remoto, algo completamente aislado y privado. Imber se había retirado del mundo, pero el mundo aún podía ir a Imber a fisgonear y a burlarse y a juzgar.

Dora llegó al granero. Miró y prestó oídos. Todo estaba en silencio, todo estaba como ella lo había dejado. Alumbró la campana con la linterna. Allí estaba colgada, enorme y portentosa, inmóvil por su propio peso. Apagó la linterna y esperó, sin saber qué hacer. Se acercó a la campana, que parecía cada vez más una presencia viviente. Puso una mano en el borde y palpó una vez más la suspensión áspera e incrustada y su extraño calor. Alzó la mano hacia los cuadrados, y trató de adivinar al tacto qué grabado tocaba. Toby no iba a venir. ¿Debía llevar a cabo el plan ella sola? No podía hacerlo, y además, su deseo se había esfumado. Ahora, aquella empresa le parecía tan ruin como en breve les parecería a los lectores de la prensa sensacionalista: en el mejor de los casos, divertida, de una forma vulgar, y en el peor, completamente asquerosa. El corazón de Dora se inflamó de arrepentimiento y rabia. ¿Por qué tenía que haber venido Noel? En cualquier caso, el asunto «saldría a la luz», pero la presencia de Noel allí aseguraba que se daría una información deformada, con todo tipo de detalles pintorescos. Dora sabía lo que Noel podía hacer con un reportaje. También sabía que Noel acogería con burlas evasivas cualquier ruego de que guardase silencio. Más sombríamente, se lamentaba de que Noel hubiera sido lo suficientemente estúpido como para haberla acosado y haberse entrometido de tal forma que ahora resultaba imposible considerarle como un refugio al que poder escapar. En Londres, el juicio de Noel sobre Imber había aliviado su corazón. Aquí era él quien estaba sometido a juicio.

Pero sus pensamientos más inmediatos se referían a la campana. Ya era demasiado tarde para confiar en poder acallar los hechos. ¿Había alguna forma de hacer la revelación menos absurda, menos perjudicial para Imber? Nick había contado la historia como si el milagro proyectado fuese obra de personas pertenecientes a la comunidad; y así aparecería probablemente: una estratagema mentecata, producto de un cisma en una sociedad de chiflados. Pero ella y sólo ella era la responsable. ¿Cómo podía aclararse aquello? ¿Debía hacer una declaración a la prensa? ¿Cómo se hacían declaraciones a la prensa? Se volvió hacia la campana en busca de ayuda.

Apretó con suavidad la palma de la mano contra ella, como suplicante. La campana se movió ligerísimamente. La enderezó y colocó las dos manos sobre ella. Al prestarle atención, se quedó maravillada ante su resurrección, y sintió reverencia por ella, casi amor. Al pensar cómo la había sacado del lodo y elevado de nuevo a su elemento aéreo, se quedó sorprendida y se sintió repentinamente indigna. ¿Cómo habría podido soportar la gran campana que la arrastrasen hasta allí con tan poca ceremonia y hacerla empezar su nueva vida en un cobertizo? No debería haberse entrometido. Por lógica Dora tenía que estar asustada de ella. Y lo estaba. Quitó las manos bruscamente.

A su alrededor continuaba el silbar de la lluvia, muy suave; provocaba un silencio artificial más profundo que el silencio real. El suelo del granero estaba pegajoso por el agua que aún goteaba ininterrumpidamente de sus ropas. Dora se quedó tensa y escuchó. Acercó el oído a la campana, casi como si esperase oírla murmurar, como una concha que guarda el eco del mar. Pero de todos los sonidos dormidos de aquel gran cono ni siquiera era audible el más leve suspiro. La campana estaba callada. Fascinada, Dora se arrodilló en el suelo y metió un brazo en el interior. Estaba negro y daba miedo, como una cueva habitada. Tocó con suma delicadeza el enorme badajo, que colgaba en las profundidades del interior. El sentimiento de temor aún no la había abandonado, se retiró apresuradamente y encendió la linterna. Se encontró frente a las rechonchas figuras que la miraban desde la superficie inclinada del bronce, sólidas y sencillas, hermosas y absurdas, llenas a rebosar de algo que para el artista no era objeto de especulación o imaginación. Aquellas escenas habían sido más reales para él que su propia infancia, y más familiares. Las había narrado fielmente. También le resultaban familiares a Dora, al volver a verlas a la luz de la linterna.

Tras rodear lentamente la campana, apagó la linterna. Estaba a punto de caerse de cansancio, aterida y rígida por la lluvia. Era todo demasiado difícil; debía volver a acostarse. Pero sabía que era imposible. No podía dejar las cosas en un estado tan lamentable, sin encontrar una solución; no podía dejar que la campana fuese objeto ambiguo de historias mal intencionadas y falsas. Como si sólo la campana tuviese la solución, no podía cobrar ánimos para abandonarla, a pesar de que lágrimas de agotamiento y desesperación calentaban sus mejillas heladas. Su comunicación con ella había sido tan intensa que se encontraba bajo su hechizo. Había pensado ser su ama y convertirla en su juguete, pero ahora la campana la dominaba, y haría su voluntad.

Dora se quedó junto a ella en la oscuridad; respiraba con dificultad. Le recorrió un escalofrío de terror y emoción, una premonición del acto antes de que supiera conscientemente en qué iba a consistir. Le asaltó vagamente el recuerdo de algo que habían dicho: la voz de la verdad que no debía ser acallada. Si era necesario acusarse a sí misma, los medios se encontraban al alcance de su mano. Pero su necesidad era más profunda. Extendió la mano otra vez hacia la campana.

La empujó un poco, y la campana se movió. No era difícil moverla. Sintió más que oyó el movimiento del badajo dentro del cono, todavía sin tocar los costados. La campana osciló levemente, aún casi inmóvil. Dora se quitó el impermeable. Se quedó unos momentos más en la oscuridad, palpando con la mano aquel enorme objeto que se estremecía quedamente ante sus ojos. Entonces se abalanzó sobre ella de repente, con todas sus fuerzas.

La campana cedió ante su empuje, de modo que Dora casi cayó, y el badajo chocó con el costado con un rugido que le hizo chillar, tan cerca estaba y tan terrible era. Dio un salto hacia atrás y dejó que la campana volviese a su posición. El badajo chocó contra el otro costado, con mayor suavidad. Tomando el ritmo, Dora se abalanzó de nuevo sobre la superficie que retrocedía y después se hizo a un lado. Se elevó un tremendo estampido cuando la campana, que se balanceaba libremente, empezó a tañer al máximo. Volvió, apenas visible su gran silueta, un trozo enorme de oscuridad móvil. Dora volvió a tocarla. Sólo era necesario hacerla balancearse constantemente. Continuó el ruido atronador, bramando con una voz que había estado en silencio durante siglos que algo grande había sido devuelto al mundo. Se elevó un clamor, distintivo, penetrante, asombroso, audible, como contaron después, en el Court, en la abadía, en el pueblo, y por la carretera, a muchas millas a la redonda.

Dora se quedó tan atónita, casi aniquilada ante aquella maravilla, y ante aquel sonido puro, que era inconsciente de todo, excepto de la tarea de hacer que la campana siguiera repicando. No oyó el ruido de unas voces que se aproximaban, y se encontraba aturdida y ausente cuando unos veinte minutos más tarde entró corriendo gran número de personas en el granero, y todos se arremolinaron a su alrededor.