Capítulo veinte

Soplaba el viento. Grandes moles de nubes doradas y bulbosas recorrían el cielo; oscurecían y dejaban ver el sol a cortos intervalos. Era el tipo de día que resulta alegre en marzo, pero fatigoso en septiembre. Dora luchaba con una cinta blanca.

Una noche de insomnio, junto a las angustias sobre la empresa en la que tan temerariamente se había embarcado y que ahora se le antojaba colosal, habían reducido a Dora a un estado de aturdimiento. La forma en que Toby, como se decía a sí misma, había saltado sobre ella en el granero la hubiera encantado en cualquier otra ocasión. El recuerdo de sus besos apasionados e infantiles, aún claros en su mente, la llenaban de ternura, y comprendía que no había sido indiferente a los encantos de aquel cuerpo duro y adolescente y de aquella cara fresca e incierta. Pero la excitación del breve abrazo de Toby fue absorbida por la preocupación mayor acerca de la campana. Se sentía como una sacerdotisa, dedicada a un rito que convertía sus simples relaciones personales en algo sin importancia.

El escarceo del granero había acabado bruscamente con la intervención de la campana. Al haber estado absortos en las actividades del momento anterior, ninguno de los dos pudo calcular lo fuerte que había sido el ruido. Llegaron a la conclusión de que probablemente no había sido excesivo, sino un simple murmullo sin comparación posible con toda la potencia de la campana. A pesar de todo, un murmullo proveniente de semejante fuente era suficiente ruido, y esperaron ansiosamente en el silencio que siguió a oír algún sonido en el Court. Como no se produjo, pusieron manos a la obra inmediatamente a la siguiente parte de la operación, que fue llevada a cabo con una rapidez y una eficacia que decían mucho en favor de Toby. Éste sólo lamentaba, y así se lo hizo saber a Dora, que ella no pudiera hacerse una idea de lo difícil que había sido lo que con tanto éxito acaban de realizar. La campana estaba colgada del segundo calabrote a unos pies del suelo. Habían pasado el calabrote por encima de la viga, lo habían sacado por la puerta del granero y asegurado la anilla del extremo, atravesada por una palanca, a la horquilla de un haya. Los dos conspiradores habían camuflado el escenario lo mejor posible, con ramitas y enredadera, y se habían dispuesto a regresar a sus camas. Mientras caminaban, juntos en esta ocasión, por la carretera de cemento hacia el Court, Dora tomó la mano a Toby. Al llegar al lindero, del bosque se separaron y se miraron de frente a la luz de la luna. Tembloroso de nerviosismo y júbilo, Toby cogió a Dora por los hombros y la hizo girar hasta que la luna iluminó su cara. Sorprendido y encantado por su complaciente pasividad, la contempló y la tomó en sus brazos; la entrelazó violentamente para que recibiese su beso y casi cayó con ella al suelo.

Tras aquellas románticas aventuras, al día siguiente Dora tuvo un despertar un tanto sobrio. Paul, que la había buscado en vano, y que en el proceso de su búsqueda se había llenado la mano de espinas en un tojo, no estaba contento con ella cuando regresó y la encontró acostada, ni cuando, al cabo de un breve sueño, se despertaron por la mañana. Conocía los gustos de su mujer lo suficiente como para sospechar que, por regla general, no era muy dada a la comunión solitaria con la naturaleza, especialmente por la noche, y no ocultó que su historia sobre un paseo a la luz de la luna le resultaba poco convincente. Tampoco dudó a la hora de mencionar nombres para construir una teoría alternativa. Intimidada antes del desayuno, Dora se echó a llorar, verdaderamente apenada por el disgusto de Paul; una vez más se sentía injustamente acusada, pero incapaz de explicarse. Y lo que era aún más desagradable, Paul se empeñó en pasar la mañana con ella. La llevó a dar un paseo, que fue un suplicio para ambos, y en líneas generales, se portó con ella como si fuese su prisionera. Esto impidió a Dora ponerse en contacto con Toby, con quien, en medio de la dulzura de la despedida de la noche anterior, había olvidado concertar una cita precisa para la noche siguiente. También le impidió ir a ver la campana, a cuya limpieza tenía intención de haber dedicado parte del día, como preparación de su próxima y dramática aparición. Por la mañana, el único momento en que Dora se quedó sola fue durante los diez minutos que Mark Strafford empleó en sacarle una espina del dedo a Paul. Pero Dora no se atrevió a buscar a Toby en aquel corto intervalo, y se quedó sentada en el salón, abatida, hasta que Paul regresó, aún rojo de ira y despidiendo un fuerte olor a desinfectante.

La comida transcurrió penosamente. Todos parecían tener los nervios de punta. Toby, que a todas luces se había percatado de las oleadas de furia contenida que emanaban del marido de Dora, parecía deprimido y evitaba la mirada de todos. La señora de Mark estaba muy apurada por la llegada del obispo. Michael parecía enfermo. A Mark Strafford le había sumido en un estado de melancolía el anuncio de la visita del censor de cuentas, que tendría lugar la semana siguiente. Catherine parecía más nerviosa que de costumbre, y Patchway estaba enfadado porque el viento había derribado las plantas de judías. Sólo James mostraba a los presentes una cara serena y animada, difundía una atmósfera de confianza robusta y enérgica, escuchaba con devota atención la lectura de la señora de Mark de Francisco de Sales, y parecía no advertir que todos los demás no se sentían tan despreocupados como él.

Después de la comida Paul continuó vigilando a su mujer con una intensidad de maníaco. Dora estaba ya completamente angustiada por los preparativos de la noche. Se retiró al lavabo y logró escribir una breve nota a Toby; la guardó en un sobre en blanco y la escondió en su bolsillo. Decía: «Siento no haberte citado. Nos veremos cerca de la casa de los guardas a las dos de la madrugada». Confiaba en poder entregársela de alguna forma al chico; tenía puestas sus esperanzas en la conocida incapacidad de Paul para estar alejado de su trabajo más de cierto número de horas. Hacia las tres, le alegró observar que Paul empezaba a estar inquieto, y media hora más tarde, éste se dirigió a los locutorios, tras haber puesto a su cautiva en manos de la señora de Mark, que había solicitado su ayuda para la tarea de ataviar la nueva campana.

En esto estaban ocupadas ahora. La campana nueva colocada sobre la carretilla se encontraba en la grava del exterior del refectorio. Las puertas del refectorio estaban abiertas, y las mesas a la vista, cubiertas por una vez con manteles y preparadas para la merienda fría que el incierto tiempo impedía celebrar afuera, como había imaginado la señora de Mark en un principio. Con la ayuda de lo que James llamaba el harén del pueblo de Patchway, se preparaba un gran despliegue. La campana ya había sido inspeccionada y admirada por todos. Estacionada en medio de la terraza, con su bronce liso y abrillantado que refulgía al sol intermitente como oro, parecía sumamente extraña, pero cargada de autoridad y significación. Su superficie carecía de adornos, excepto una banda de arabescos que la rodeaba un poco por encima del borde, y la inscripción aportada por el obispo, entusiasta estudioso del pasado: Defunctosploro, vivos voco, fulmina frango. Sobre el costado de la campana también había algo escrito, y verlo le produjo a Dora una sensación curiosa: Gabriel vocor.

Por encima de la campana había una prenda de hilo blanco bastante ajustada a ella. Esta prenda la había confeccionado la señora de Mark con unos restos de excedente de tela de paracaídas de la guerra que había encontrado en lo que ella llamaba su bolsa de los trapos, de enorme tamaño y diverso contenido. La tela era pesada y ligeramente brillante. Había hilvanado en el extremo inferior una orla de algodón que ahora formaba volantes sobre la carretilla. En la parte superior de la campana el dosel blanco se encontraba en un punto, volvía hacia fuera y caía en cascada hacia atrás por los costados de la campana en innumerables cintas que habrían de hilvanar, en una serie de generosos rizos, y, finalmente, atar unas a otras en la parte de abajo para formar una orla festoneada. Así se simulaba un vestido de novia o de primera comunión. Si realmente se consideraba la campana como una postulante que iba a hacer su entrada en la abadía, estaba un tanto recargada para el gusto moderno; pero, al menos, el blanco era el color acostumbrado en las postulantes. Dora, que pensaba que la hechura diseñada por la señora de Mark poseía la coquetería disimulada de un elegante vestido de noche, observó con alivio que la prenda era toda de una pieza y que se podía arrancar fácilmente sin estropear los adornos y volantes. Junto a la campana había una mesa con un paño de damasco, que se iba a utilizar como altar improvisado. Unas pesadas piedras mantenían el paño en su sitio. Muy cerca había amontonadas una gran cantidad de flores silvestres blancas, recogidas por los niños del pueblo, que nadie había tenido tiempo de distribuir en ramos y que esperaban a que las apilaran en la carretilla en el último momento; mientras tanto, sus pétalos eran arrastrados por el viento.

Las cintas resultaron más fastidiosas de lo que había previsto la señora de Mark. En parte tenía la culpa el tiempo. Las tiras de satén, que hasta entonces sólo iban sujetas a la parte superior, se desparramaban alegremente, entrechocaban con chasquidos casi como de látigo, y daban a la campana más el aspecto de un mayo que de una novia. Fueron sujetando gradualmente las cintas recalcitrantes a la seda, según un dibujo de cruces diminutas que había perfilado con lápiz la señora de Mark la noche anterior, pero incluso una vez sujetas, los rizos revoloteantes se pegaban tanto al viento que el hilvanado apresurado se deshacía, especialmente si era obra de Dora. James sugirió empujar la carretilla hasta el patio del establo, en que estaría más protegida, pero la señora de Mark, presa de pánico y a la espera de la llegada del obispo de un momento a otro, prefirió dejarla donde estaba, en la terraza y bien a la vista.

Dora, más desmañada que de costumbre por la ansiedad, manoseaba una cinta. Ya había tenido que deshacerla una vez hasta la parte superior, al haberla dejado retorcida inadvertidamente. La cinta se iba poniendo ligeramente gris en sus manos sudorosas. La carta para Toby seguía aún en su bolsillo, y se habría excusado con la señora de Mark durante unos momentos para entregársela si hubiera podido averiguar dónde estaba Toby; pero con tanto jaleo, nadie parecía saberlo. No había ni rastro del muchacho. Dora confiaba en que asistiera al bautizo, y confiaba igualmente en que Paul, absorto en sus estudios, olvidase la hora y no acudiese, o al menos llegase tarde. Las cosas marchaban con gran lentitud; Dora levantaba continuamente los ojos de su trabajo para vigilar la llegada de Toby, y la señora de Mark para vigilar la llegada del obispo.

La señora de Mark hablaba con Dora mientras trabajaban. A pesar de la poca atención que prestaba Dora a lo que se decía, no tardó mucho tiempo en comprender que la atacaban. La señora de Mark, por su cuenta y riesgo o incitada por alguien, se lanzó a dirigirle una serie de consejos, y tras un comienzo bastante indirecto, se expresó con entera franqueza. En otra ocasión, a Dora le hubiera enfurecido. Pero en ese momento, las pesadas responsabilidades de su papel de vate la inquietaban demasiado, y un sentimiento de inocencia le proporcionaba objetividad. Era cierto que había dejado a Toby que la abrazase, pero el abrazo había tenido una importancia secundaria dentro de una empresa más grande; y la acusación implícita de haber perseguido realmente al joven hacía poca justicia a la preocupación de Dora por asuntos más elevados. Virtuosamente indignada, Dora prestó oídos sólo a medias a los intentos torpes y un tanto maliciosos de la señora de Mark por darle una lección moral.

—Espero que no le importe que le diga estas cosas —dijo la señora de Mark—. Al fin y al cabo, aquí no estamos como en vacaciones. Sé que no está acostumbrada a este tipo de atmósfera, pero hay que recordar que las pequeñas aventuras que en otro lugar serían inofensivas, aquí tienen importancia, debido a que, bueno, nosotros tratamos de llevar una clase de vida bastante especial, con unos criterios especiales, ¿comprende? Vivimos sujetos a unas normas, y si nuestros huéspedes no lo hiciesen, esto sería un caos, ¿no cree? Es lógico. Sé que esto suena terriblemente aburrido y sobrio, y estoy segura de que sus amigos de Londres pensarían que somos una pandilla de gazmoños, pero tratar de vivir según unos ideales puede hacernos parecer ridículos. Y lo que quiero decir es que a una persona inexperta puede perturbarle cierto tipo de camaradería en un miembro del otro sexo, si no está acostumbrada a una cosa así. Por eso debemos tener mucho cuidado, ¿no cree? ¡Ay! ¿Soy demasiado solemne?

—¡Ahí está el obispo! —dijo Dora, encantada de poder acabar con aquellos prolijos consejos con la noticia que haría que finalmente la señora de Mark se aturdiese. Un coche había virado y salido de la avenida y se le veía avanzar a gran velocidad por el camino, al otro lado del lago.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo la señora de Mark, sin saber si debía seguir hilvanando cintas o precipitarse al refectorio para echar un último vistazo. Se quedó indecisa en la puerta, se quitó el delantal, lo tiró debajo de una silla, salió corriendo y se lanzó escaleras arriba para avisar a James, quien al parecer no se encontraba allí.

Dora se quedó junto a la campana, con las manos en las caderas, observando el coche que aminoraba la marcha para cruzar los tres puentes del extremo del lago. El coche le resultaba vagamente familiar. Supuso que sería una marca corriente. Al fondo oyó gritar a la señora de Mark, y después quejarse de que precisamente en el momento crucial hubiese desaparecido todo el mundo. Dora observaba el coche con serenidad. Ella no tenía ninguna responsabilidad por las ceremonias subsiguientes, y en realidad se sentía ante ellas como debió sentirse Elías al contemplar los esfuerzos de los profetas de Baal.

El coche se dirigía hacia ellas por el último tramo del camino que llevaba a la casa. La señora de Mark, aún muy agitada, salió a la terraza. El coche ascendió la suave pendiente y se detuvo a unas treinta yardas de ellas. Apareció una figura. Era Noel Spens.

Dora dejó caer las manos a los lados.

—¡Santo cielo! —dijo.

—¡Resulta que no es el obispo! —dijo la señora de Mark.

—No, es un amigo mío —dijo Dora—, periodista. ¡Dios mío!

Se dirigió corriendo hacia Noel.

Noel estaba junto al coche, con una mano apoyada sobre él, sonriente, como si hubiese venido para llevar a Dora a cenar. Ella llegó hasta allí, resbalando por la grava hasta detenerse, brusca y salvaje, como un toro pequeño.

—¡Vete! —dijo Dora—. Vete en seguida. Súbete al coche, por el amor de Dios, antes de que te vea alguien. No sé cómo se te ha podido ocurrir venir aquí. Te dije que no lo hicieras. Vas a estropearlo todo.

—¡Qué recibimiento tan encantador! —dijo Noel—. Cálmate, cariño. No tengo intención de marcharme. He venido a hacer un trabajo. Voy a escribir un artículo sobre este asunto de la campana. ¿No crees que es una idea divertida?

—No —dijo Dora—. Noel, piensa con la cabeza. Paul está aquí. Si te ve, creerá que yo te he pedido que vinieras, y hará una escena espantosa. Por favor, cariño, márchate. Si no lo haces, sólo conseguirás crearme terribles problemas.

—Mira, nena —dijo Noel—. Como sabes, por lo general me comporto con tolerancia angélica en lo que a ti se refiere. Incluso puede que se te haya ocurrido pensar que al tío Noel no le importa lo que haces. Puedes ir a verle cuando necesitas consuelo y desaparecer cuando te parece, que él siempre estará esperándote con una ginebra con martini. Bueno, no es que sea completamente falso, pero últimamente he descubierto que, por alguna razón, este papel ya no me gusta tanto como antes. Siempre he aceptado responsabilidades en lo que a ti se refiere; quizá también tenga algunos derechos. Como sabes, me alegró un montón verte el otro día, y me puso negro que te largaras. Por lo general, no anhelo lo que no existe; no pertenezco a esa clase de personas. Pero realmente quería volver a verte pronto, y me dejó un poco angustiado tu extraño estado de ánimo. Pensaba que esas monjas te estarían comiendo el coco. Entonces, por extraño que parezca, mi editor, que sabe que el viejo obispo va a venir aquí a bendecir vuestra campana, se olió este asunto por su cuenta, y me pidió que viniese. ¡Así que pensé que, en estas circunstancias, hubiera sido una verdadera frivolidad no hacerlo!

—Me importa un bledo todo eso —dijo Dora—. La cuestión es que Paul está aquí. ¿Es que no se te mete en la cabeza? Por el amor de Cristo, vete antes de que te vea.

—Estoy harto de oír hablar de Paul —dijo Noel—. Paul te trata de una forma muy desagradable, y además nunca has tenido mucho interés por él. Creo que no sería mala idea enfrentarse con Paul. No estoy seguro de que no vaya a decirle cuatro verdades.

—¡No lo dirás en serio! —gimió Dora, angustiadísima—. Tú no sabes cómo es. Sólo le has visto en fiestas. ¡El obispo va a llegar en cualquier momento, y va a venir todo el mundo y Paul hará una escena y yo no podré soportarlo!

—Eres una chica terrible —dijo Noel—. Apaciguas a Paul hasta que no aguantas más y después te escapas y luego te asustas y seguidamente empiezas a apaciguarlo de nuevo. Debes someterte por completo o luchar contra él. Aparte de cualquier otra cosa, tu política actual con Paul no es limpia. Nunca llegarás a saber realmente si quieres quedarte con él hasta que luches contra él abiertamente, en igualdad de términos, y no simplemente huyendo. Y sospecho que una vez que empieces a luchar, sabrás que no puedes quedarte con Paul. Y aquí es donde empieza a interesarme este asunto. Eres informal e ignorante y desordenada y completamente exasperante, pero por alguna razón, me gustaría volver a verte por casa.

—¡Pero bueno! ¿No te estarás enamorando de mí? —gritó Dora horrorizada.

—Yo no utilizo esa terminología —dijo Noel—, así que digamos simplemente que te echo de menos. Ya no me sirve lo de ojos que no ven, corazón que no siente, jovencita.

—¡Válgame Dios! —dijo Dora—. Mira, Noel, ahora no tengo tiempo para eso. Lo siento muchísimo, lo tengo en cuenta y todo lo demás, y sé que lo dices en serio, y yo te lo explicaré todo, pero el hecho es que tengo un proyecto en marcha, algo que no tiene nada que ver con Paul, y si las cosas se desatan contra ti, lo estropeará todo. Así que sé un buen chico y márchate. Te lo contaré todo, pero es terriblemente complicado. Noel, vete antes de que ocurra algo.

—Lo siento, Dora. Por esta vez, el tío Noel va a hacer lo que él quiera y no lo que quieras tú. ¿Dónde aparco el coche? Supongo que será mejor que deje el camino libre al Rolls Royce del obispo.

—¡Ahora eres tú quien me tiraniza! —dijo casi a punto de llorar.

—Vaya, hombre —dijo Noel—. Tú llamas tiranizar a llevar a cabo mis planes en lugar de los tuyos. Casi comprendo a Paul. Creo que voy a llevar el coche a ese patio; parece un lugar adecuado.

Subió al coche, encendió el motor, viró a su paso de tortuga y entró por las puertas abiertas del patio del establo.

Dora lo observó desesperada. Sabía por su actitud que estaba decidido a quedarse. No serviría de nada suplicarle más. Por tanto, debía tomar otras medidas para evitar una explosión. Si las cosas seguían por ese camino Paul querría pelear con ella toda la noche. Pero su preocupación inmediata era evitar una escena de violencia abierta. Al fin y al cabo, sus propios ritos iban a constituir el punto culminante de la ceremonia, y aunque no le disgustaría un cierto grado de caos y fracaso en los preliminares, no quería que todo el asunto se desmoronase de mala manera; sencillamente, le asustaba que la terrible ira de Paul quedase expuesta ante la vista pública. Regresó por la grava. Allí estaba la campana y allí estaba la señora de Mark, que aún cosía cintas, de las que sólo tres o cuatro seguían ondeando como banderas. La mente de Dora se puso en funcionamiento, acostumbrada por la breve práctica a las exigencias de la estrategia. No tenía sentido desperdiciar más tiempo en discutir con Noel. Había que emplear el tiempo que quedaba de otra forma. ¿Cómo?

La primera reacción instintiva de Dora fue correr en busca de Paul y contárselo ella misma antes de que lo descubriese de algún otro modo. Quizá pudiera decírselo con dulzura, calmarle, explicárselo. Echó a correr por la terraza; pasó junto a la señora de Mark, que la miró inquisitivamente y empezó a decir algo. Pero antes de haber llegado a la escalera, había imaginado vividamente la escena y había cambiado de opinión. En cuanto Paul supiera que Noel estaba allí, no prestaría oídos a cualquier otro comentario de Dora. Incoherente por la ira y los celos, se lanzaría al ataque sin hacerle caso. Nunca podía controlarlo. ¿Y quién podía hacerlo? Regresó a la carrera, pasó una vez más junto a la señora Mark, que interrogándola con la mirada empezaba a decir algo, y subió la escalera que llevaba al balcón. Noel, que había salido del patio del establo, se acercó y se puso a perseguirla escaleras arriba, mientras gritaba:

—Dora, ¿puedes decirme un sitio para vernos después?

Dora no prestó atención, entró precipitadamente en el vestíbulo y salió al pasillo. Había decidido ir a ver a Michael. Cabía la posibilidad de que Michael convenciese a Paul de que no debía hacer una escena pública, en bien de la hermandad, en aquel día tan señalado.

Dora nunca había estado en el despacho de Michael, pero sabía aproximadamente dónde se encontraba. Al llegar a la puerta, llamó y entró precipitadamente, sin mayor ceremonia. Su entrada fue tan rápida que le dio tiempo a presenciar parte de la escena anterior antes de que sus actores comprendiesen que se había acabado. Michael estaba sentado en una silla, muy inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos extendidas. Toby estaba sentado en el suelo, frente a él, con una pierna bajo el cuerpo y la otra doblada por la rodilla. Tenía una mano sujeta a la pierna levantada, en tanto que la otra se encontraba en proceso de hacer un gesto hacia Michael. Al entrar Dora, ambos se pusieron de pie apresuradamente.

—Ah, hola, Toby —dijo Dora—, con que estabas aquí. Siento muchísimo molestarle, Michael, pero ha ocurrido algo espantoso.

Michael parecía aterrorizado.

—¿Qué? —dijo.

—Ha aparecido una persona con la que yo me trataba antes, un periodista, para escribir un artículo sobre la campana. Cuando Paul descubra que está aquí se pondrá hecho una furia. Tiene que decirle que no lo haga.

Al parecer aquello aclaraba el asunto.

Michael pareció aliviado. Miró a Toby. Toby murmuró algo parecido a:

—Será mejor que me marche.

Dora empezó a decirle algo, pero el chico se marchó sin mirarla. Michael hizo ademán de seguirle, llegó hasta la puerta, y después retrocedió con una expresión perpleja y aturdida. Dora permaneció firme. Empezaba a ocurrírsele una estrategia. Le dijo a Michael.

—¿Lo entiende?

—Sí, no —dijo Michael—. ¿Ese hombre, ese reportero, está ahora aquí, y usted cree que Paul va a hacer una escena de celos? ¿No puede convencerlo de que se vaya?

—No quiere irse —dijo Dora—, y no sirve de nada decírselo. Lo que quiero que haga usted es evitar que Paul estalle. Voy a contárselo a Paul ahora mismo.

Oyó los pasos de Michael que la seguían. Bajaron ruidosamente la escalera sin alfombras y salieron al vestíbulo.

Noel hablaba con la señora de Mark en la terraza. Se detuvieron para contemplar el espectáculo de Michael y Dora.

Noel dijo:

—Por lo visto, hoy todo el mundo tiene una prisa enorme.

La señora de Mark dijo:

—Michael, no se marche; ¡el obispo llegará de un momento a otro!

Michael, que ya estaba en la hierba, regresó corriendo para tranquilizar a la señora de Mark. Dora siguió caminando hacia la calzada. Cuando llegó al centro y se encontraba casi sin aliento, vio salir a Paul por la última puerta de los locutorios. Se puso a agitar la mano frenéticamente. Al aproximarse al extremo de la calzada vio bajar lentamente por la avenida un Rolls Royce oscuro que venía de la verja de la casa de los guardas.

Dora se precipitó hacia Paul, que había apretado el paso al ver que le saludaba con la mano. Dora vio que tenía el ceño fruncido desde muy lejos.

—¡Noel está aquí! —gritó.

—¿Quién? —dijo Paul.

—Noel Spens —dijo Dora—. Ya sabes.

Paul estaba tenso y frío.

—Me dices que Noel Spens está aquí —dijo—. Me lo dices a gritos, como si fuera una buena noticia. ¿Ha venido a verte?

—Ha venido a hacer un reportaje sobre el asunto de la campana —dijo Dora—. ¡Paul, cariño, no te enfurezcas!

—Ha venido a verte —dijo Paul—. ¿Le has invitado tú?

—¡Claro que no le he invitado yo! —chilló Dora—. ¿Crees que estoy loca? Sólo ha venido a entrevistar a unas personas para su periódico.

—Pues yo voy a entrevistarle a él —dijo Paul—. ¡Voy a hacerle una entrevista que no olvidará jamás!

Echó a andar rápidamente por la calzada.

Dora lo siguió; aún le hablaba y trataba de sujetarse a su brazo. La calzada no era lo bastante ancha para que dos personas caminasen juntas mientras discutían. Se veía el coche del obispo a lo lejos, que atravesaba los puentes del extremo del lago. Paul echó a correr.

Al final de la calzada, Dora, que se había quedado atrás, hizo un esfuerzo y lo alcanzó. Mientras tanto, vio a Michael que bajaba corriendo hacia ellos por la pendiente cubierta de hierba desde la casa. Dora agarró la mano de Paul violentamente y trató de tirar de él hacia atrás, gritando:

—¡Paul, no es culpa mía, yo no quería que viniese! ¡No les estropees las cosas a los demás poniéndote furioso!

Paul se volvió hacia ella. Soltó su mano de la de Dora con la otra y le dijo sosegadamente, pero enseñando los dientes:

—¡Hay momentos en que te odio!

A continuación le dio un empujón que la hizo retroceder hacia la hierba.

Paul siguió corriendo. Michael se dirigía hacia él con los brazos extendidos, como si quisiera evitar que un animal saliera embistiendo de un prado. Dora se levantó de la hierba, donde había caído, buscó su zapato, que se le había salido, y también echó a correr hacia la terraza. El coche del obispo se aproximaba a la casa en ese momento. Dora pasó junto a Michael y Paul, que estaban juntos, y se detuvo. Al parecer, hablaban al mismo tiempo. Dora no pensó que necesitasen su ayuda.

El Rolls Royce entró en la terraza con la digna condescendencia de un coche muy grande que se mueve lentamente. Se detuvo al pie de la escalera, muy cerca de la campana. La señora de Mark, que después de todo había quedado sola para defender el fuerte, se precipitó a su encuentro. James apareció unos instantes después en el balcón y bajó la escalera apresuradamente, tropezando. Noel salía muy despacio del refectorio, comiendo un bollo. Dora llegó jadeante y tuvo que encogerse debido a una punzada atroz.

El obispo, que al parecer había conducido él mismo el coche, descendió lentamente con la calma afable del gran personaje que sabe que cuando y dondequiera que vaya, se convierte inmediatamente en el centro de atención. Era un hombre alto y grueso, con el pelo ensortijado y gafas sin aros. Vestía una sencilla sotana negra y birrete púrpura. Su cara grande y carnosa giró lentamente, rebosante de cordialidad. Sacó un bastón del coche, en el que se apoyó ligeramente mientras estrechaba la mano a la señora de Mark, a James y a Noel, y después a Dora, a quien ansiaba no excluir, aunque ésta permanecía inmóvil e indecisa detrás de los demás. Dora llegó a la conclusión de que la tomaba por una criada.

—¡Bueno, aquí estoy! —dijo el obispo—. Espero no haber llegado tarde. Mi encantador chófer me ha abandonado —me apresuraré a decir que es una dama, que también hace las veces de secretaria—. Las exigencias de la maternidad la han llamado a una tarea más elevada. ¡Tiene que cuidar de tres hijos, sin contarme a mí! Así que tras destrozar mis nervios y los de mis compañeros de carretera, he traído el coche hasta Imber.

—Nos alegramos mucho de que haya podido venir, señor —dijo James, radiante—. Sabemos lo ocupado que está. Para nosotros significa mucho que asista a nuestra pequeña ceremonia.

—Bueno, pienso que es muy emocionante —dijo el obispo—. ¿Y ésta es la estrella?

Señaló con el bastón el montículo blanco cubierto de cintas de la campana.

—Sí —dijo la señora de Mark, sonrojándose de emoción—. Pensamos que estaría bien engalanarla un poco.

—Es muy bonito —dijo el obispo—. Sin duda es usted la señora de Strafford. Y usted el señor Meade —le dijo a James—. He oído hablar mucho de usted a la abadesa, bendita sea.

—Oh, no —dijo James—. Yo soy James Tayper Pace.

—¡Ah! —dijo el obispo—. ¡Usted es el hombre a quien tanto se echa de menos en Stepney! Estuve allí hace sólo unas semanas, en la apertura de un nuevo centro juvenil, y su nombre se tomó varias veces en vano. Bueno, no en vano. ¡Qué expresión tan absurda, sin lugar a dudas! ¡Se mencionó su nombre, provechosamente, y con verdadero entusiasmo piadoso!

Ahora le tocó a James sonrojarse. Dijo:

—Deberíamos habernos presentado. Me temo que le estamos ofreciendo un comité de recepción muy pobre, señor. En efecto, ésta es la señora de Strafford. Ésta es la señora de Greenfield. Michael Meade viene por la pradera con el doctor Greenfield. Y mucho me temo que no conozco a este caballero.

—Noel Spens, de la oficina del Daily Record —dijo Noel—. Lamento decir que soy lo que se conoce como reportero.

—¡Vaya, estupendo! —dijo el obispo—. Esperaba que estuviesen presentes algunos caballeros de la prensa. ¿Ha dicho usted el Daily Record? Debe perdonarme; soy un vejete que prácticamente se encuentra incomunicado con respecto a estos temas. ¿Puedo preguntarle si quien le ha puesto tras mis huellas es mi antiguo compinche Holroyd? Creo que ahora edita su distinguido periodicucho.

—Exactamente —dijo Noel—. Esta pintoresca ceremonia ha llegado a sus oídos y me ha mandado venir aquí. Le envía recuerdos, señor.

—Es un tipo excelente —dijo el obispo—, en la mejor tradición del periodismo británico. Siempre he pensado que es una tontería que la iglesia rehúya la publicidad. Lo que necesitamos es más publicidad, de una clase adecuada, claro está. Quizá diría que de esta clase. ¿Qué es eso? No, ahora no quiero comer nada, gracias. Sólo tomaré la taza de té de toda la vida, si es posible. Desde mi viaje a América, la aprecio más que nunca. Después quizá deberíamos empezar nuestro pequeño culto, si se han reunido los clanes. Y a continuación, celebraremos la fiesta. Ahí veo una o dos mesas atestadas de cosas ricas.

Michael y Paul habían vuelto a detenerse, justo debajo de la escalera que llevaba a la terraza, y aún hablaban. Se pusieron a andar de nuevo hacia la calzada. La señora de Mark los contemplaba con una mirada de desesperación, Dora con horror y miedo. Le dieron al obispo una taza de té. Noel charlaba amigablemente con él sobre miembros del Ateneo conocidos de ambos. James estaba de pie junto a ellos, sonriente y un tanto tímido. El padre Bob Joyce, que transportaba con apresuramiento indecoroso un objeto que resultó ser una pila de agua bendita, tras colocarlo sobre la mesa se puso a trajinar alrededor de la campana y saludó al gran hombre con la distante familiaridad de uno de los elegidos que ha decidido dejar a los otros hombres menos importantes que aprovechen su oportunidad. La señora de Mark hacía incursiones apresuradas en el refectorio; mantenía bajo vigilancia a Michael y también mantenía una agitada conversación con el padre Bob. Peter Topglass llegó con su cámara de fotos e intervino en la conversación con el obispo, quien, al parecer, ya conocía. Dora tiraba melancólicamente de una de las cintas blancas de la campana. Su jugueteo nervioso deshizo el hilván y la cinta ondeó al viento, que no había amainado. Toby salió del patio del establo con expresión mohína. La señora de Mark le agarró por un brazo y lo presentó. James le pidió a la señora de Mark una taza de té, y ella le dijo en un susurro que era mejor que no empezasen a usar las tazas entonces, porque sólo había las justas para servir una ronda y no habría tiempo suficiente para fregarlas después del culto. Apareció Patchway y empezó a quejarse sobre las depredaciones de las palomas, hasta que la señora de Mark le llamó al orden y le dijo que se quitase el sombrero. Catherine bajó la escalera de la casa. Llevaba uno de sus vestidos londinenses, y al parecer se había tomado algunas molestias en arreglarse. En la nuca se había hecho un pulcro moño, alto y apretado, y se había recortado los rizos, que por lo general le caían en desorden sobre la frente. Su cara parecía anormalmente pálida y alargada, y al ser presentada al obispo su sonrisa, aunque dulce, fue breve. Retrocedió rápidamente y se apoyó en la barandilla, y cayó en una especie de ensueño, olvidando dónde se encontraba.

—Bueno, queridos amigos —dijo el obispo—, quizá podamos empezar ya la pequeña ceremonia del bautizo. Supongo que habrán aceptado mis sugerencias sobre el orden del culto ¡Me alegro de que no hayan pensado que soy demasiado arcaico y papista! Podríamos, a propósito, acabar con el salmo ciento cincuenta. Y propongo que dejemos a un lado la colecta, porque la verdad es que no me fío de que este cielo no vaya a obsequiarnos con granizo en cualquier momento. Así que empecemos de inmediato. Como mis pobres feligreses tendrán que arrodillarse, sugiero que bajemos de la grava a la hierba. Me temo que mi médico me ha prohibido las genuflexiones por orden de agrupación de fuerzas, como decíamos en el ejército. ¿Puedo saber quiénes van a actuar como testigos, o quizá deba decir como padrinos, de la campana?

—Van a ser Michael y Catherine —dijo la señora de Mark—. Por favor, si me excusan un momento, iré a buscar a Michael.

Bajó corriendo la escalera de la terraza.

Michael y Paul, aún sumidos en profunda conversación, regresaban de la calzada. Dora les contempló angustiada. Evitó mirar a Noel, que trataba de encontrarse con su mirada. Todos bajaron la escalera y se quedaron desperdigados en la pendiente que descendía hacia el embarcadero.

La señora de Mark regresaba con Michael y Paul. Dora se situó al otro lado del grupo en que se encontraba Noel. Michael se adelantó y se le oyó pedir disculpas al obispo. A Catherine la acomodaron en la primera fila. La señora de Mark colocó apresuradamente otras dos cintas larguísimas en la campana. Después bajó a toda prisa y se situó junto a Dora. Paul llegó hasta donde se encontraba Dora, la miró furiosamente a los ojos, con la cara contorsionada por la ira reprimida, y se quedó junto a ella, mirando al frente. Los asistentes se colocaron en dos filas desordenadas, con Catherine y Michael delante, solos, como una pareja de novios. El obispo subió a la terraza. Tomó con una mano las dos largas cintas unidas a la campana. Con la otra sujetaba un objeto, desconocido para Dora, que sumergió en la pila de agua bendita. A una señal del padre Bob, se unieron en un canto las voces de James, Catherine y los Strafford. Asperges me, Domine, hyssopo et mundabor. Lavabis me etsuper nivem dealbabor. El obispo empezó a lanzar el agua bendita sobre la campana; dejó largas hileras oscuras sobre su vestido blanco.

Dora observó con horror que Noel se había acercado y se las había ingeniado para colocarse junto a ella, al otro lado. No se atrevía a mirar a Paul. Mantenía una mirada fija y vidriosa, consciente de la campana que estaba por encima de ellos; en la terraza, el dosel, como una tienda de campaña, se agitaba audiblemente. El sol iba y venía sobre la hierba como una señal luminosa, y el viento arremetía contra la sotana del obispo y dejaba al descubierto unos elegantes pantalones negros. Terminó el canto, y el obispo se inclinó hacia delante para dirigirse a Michael y a Catherine.

—¿Qué nombre desean darle a esta campana?

Tras una pausa, Catherine replicó con voz aguda y nerviosa:

—Gabriel.

El obispo descendió dos escalones y tendió a Michael y a Catherine las puntas de las cintas blancas, una a cada uno. A continuación dijo, aún dirigiéndose a ellos:

—Recordemos que a veces la voz de Cristo nos pide que renunciemos a las cosas mundanas para sentarnos a sus pies y aprender cosas más elevadas. Por esta señal quedas consagrada y santificada, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. —Volvió a ascender los escalones y se situó frente a su reducido número de fieles—. Esta campana se llama Gabriel. Oremos.

Todos se arrodillaron en la hierba.

Paul estiró el brazo y cogió la mano de Dora. La sujetó con fuerza, con autoridad; apretándola sin ternura. Dora soportó la presión durante un rato. Empezó a resultarle odiosa. Trató de retirar su mano sosegadamente. Paul siguió sujetándola. Ella empezó a tirar. Paul la agarró con más fuerza y le retorció la muñeca. Dora se echó a temblar. Una fou rire se había apoderado de ella. Apretó los labios para no reír en alto. La voz del obispo seguía zumbando, monótona. Empezaron a correrle por las mejillas lágrimas de risa reprimida, casi histérica. Se metió la otra mano en el bolsillo y sacó un pañuelo.

Junto al pañuelo salió aleteando el sobre en blanco que contenía la nota de Toby y cayó a la hierba. Dora lo vio, se quedó paralizada de horror, pero sin poder dejar de reír. Soltó el pañuelo, que inmediatamente fue arrastrado por el viento. Paul, que miraba sombrío al frente y aún le retorcía la muñeca, no había visto el sobre. Con la mano libre Dora extendió la falda y la enagua para taparlo. Buscó bajo ellas, para tratar de recoger el sobre y volver a meterlo en el bolsillo. Su mano, enredada entre los pliegues de la enagua, se topó con otra mano. Era la de Noel. La mano de Noel encontró el sobre antes y lo cogió silenciosamente. Lo sujetó junto a él durante unos momentos, con la cara serenamente elevada hacia el obispo. Después lo hizo pasar a su bolsillo.

Paul seguía mirando al frente, ajeno a todo. El resto de la comunidad tenía los ojos cerrados. El obispo, con voz firme, bajó los ojos con benevolencia, y observó la escena muda de la carta. Había visto cosas más raras. Dora volvió a arreglarse la falda y se tapó la boca con la mano. Empezaba a llover.