—Bueno, ¿y qué pasó después? —dijo James Tayper Pace.
Era la mañana siguiente, y James y Michael recogían tomates en el invernadero. El buen tiempo se había estropeado, y aunque aún brillaba el sol, en el jardín trasero soplaba un fuerte viento que se había levantado al amanecer. Las altas hileras de judías oscilaban peligrosamente, y Patchway hacía su trabajo sujetándose el sombrero con una mano. No obstante, en el invernadero todo estaba en calma, y el cálido aire con olor a tierra y los racimos firmes y rojos de fruta contribuían a crear una paz casi tropical. Hoy se habían alterado todas las rutinas debido a la llegada de la campana, que iba a ser entregada a alguna hora de la mañana. El obispo haría su aparición por la tarde, y tras el acto del bautismo, participaría en el té de la comunidad, comida que Margaret Strafford preparaba a gran escala, en forma de cena fría, que se tomaría de pie. El obispo iba a quedarse toda la noche, y la mañana siguiente oficiaría en los ritos anteriormente detallados.
—No pasó nada —dijo Michael—. Después de encontrar a Paul fui con él a la casa de los guardas. Toby no estaba allí. Dimos la vuelta y yo me fui a dormir. Paul siguió buscando. Cuando lo vi esta mañana me dijo que al volver a su habitación, unos tres cuartos de hora más tarde, encontró a Dora allí. Ella le dijo que, como hacía tanto calor había ido a dar un paseo por el lago.
James soltó una de sus carcajadas broncas y retumbantes y forró otra caja con papel de periódico.
—Me temo —dijo—, que la señora de Greenfield es lo que se conoce popularmente por una lagarta. Siento decirlo así, pero hay que llamar a las cosas por su nombre. Lo único que se consigue con no hacerlo son infinitos problemas.
—¿Dice que no oyó ningún ruido anoche? —dijo Michael.
—Ni uno. Pero estoy tan muerto de cansancio últimamente que duermo como un tronco. No me despertarían ni las trompetas del Juicio Final. ¡Tendrían que enviarme a un mensajero!
Michael quedó en silencio. Manipulaba con destreza los brillantes tomates, que estaban calientes por el sol, firmes y maduros. Las cajas se llenaban deprisa.
James prosiguió:
—Por supuesto que no deberíamos reírnos. No puedo creer que ocurriese nada grave anoche. Paul es tremendamente alarmista y un hombre con celos crónicos. A pesar de todo, deberíamos vigilar las cosas. Creo que es lamentable que hayan llegado tan lejos.
—Sí —dijo Michael.
—Estoy seguro de que Toby y Dora no han hecho más que corretear juntos como dos chavales —dijo James—. Además, Dora tiene aproximadamente la misma edad mental que él. Pero con una mujer así no se puede estar seguro de que no haya algún gesto o alguna palabra que le perturbe. Después de todo, Toby no es como mis jóvenes del East End. Ha sido un niño muy protegido. Los primeros contactos de un chico con el sexo son muy importantes, ¿no cree? Y estropear a los jóvenes es un asunto serio.
—Es una lástima —dijo James—, que al parecer hayamos producido tan poca impresión en la señora de Greenfield. Ojalá hablase con la madre Clara. Estoy seguro de que la enderezaría un poco. En estos momentos esa chica está hecha un buen lío. Pienso que hemos abandonado un poco a Paul.
—Es posible —dijo Michael.
—Y somos totalmente responsables del chico —dijo James—. Al fin y al cabo, ha venido aquí como a una especie de retiro, una preparación para Oxford. Por supuesto que no hay nada verdaderamente malo en que vaya por ahí con Dora, como compañeros, pero creo que alguien debía decirle unas palabras.
—¿A quién? —dijo Michael.
—Pues yo creo que a Dora —dijo James—. Apelar a los buenos sentimientos de Dora puede resultar una operación difícil. Me temo que esa chica es de armas tomar, en el mejor de los casos, y se parece al jeune homme de Dijon qui n’avait aucune religión. Pero incluso si no se preocupa por la tensión arterial de su marido, debería mostrar respeto por el chico. Eso debería verlo claro. ¿No le parece que debería reprenderla amablemente, Michael?
—Yo no —dijo Michael.
—¿Y Margaret? —dijo James—. Margaret es tan maternal…, y parece que le cae bien a Dora. Puede que sea mejor que este tipo de consejo lo dé una mujer. ¡Ah, ahí está Margaret!
Michael levantó los ojos bruscamente. Vio a Margaret Strafford que corría por el camino de cemento hacia ellos, con la falda ondeando al viento. Michael interpretó en seguida su portentoso apresuramiento y el alma se le cayó a los pies.
Margaret abrió la puerta de par en par, con lo que entró una bocanada de aire frío.
—Michael —gritó, encantada con su misión—, ¡la abadesa quiere verlo inmediatamente!
—¡Caramba, qué suerte! —dijo James.
Sus ojos brillantes y amigables lo miraron con envidia. Michael se lavó las manos en el grifo que había en una esquina del invernadero y se las secó con el pañuelo.
—Siento dejarle con todo el trabajo —le dijo a James—. Perdonen que me marche a toda prisa.
Se internó a la carrera por el sendero que llevaba al lago por detrás de la casa. Se tenía la costumbre de correr cuando llamaba la abadesa. Al torcer a la izquierda, hacia la calzada, una ráfaga de viento le dio de lleno. Era casi un temporal. Al mirar al otro lado del lago, vio aparecer un enorme camión por entre los árboles de la avenida, que se dirigía a marcha lenta por el espacio abierto del camino. Debía de ser la campana. Tenía que haber despertado en él interés, excitación, alegría. Observó su llegada con frialdad y lo olvidó de inmediato. Entró en la calzada. Tenía la certeza de que la abadesa lo sabía todo acerca de Toby. Era irracional pensar esto, porque, ¿cómo podía haberlo averiguado? Pero era sorprendente lo mucho que sabía. Al llegar al tramo de madera en el centro de la calzada se detuvo, jadeante. Sus pisadas producían un ruido resonante y hueco sobre la madera. No esperaba esta llamada. Se sentía como si fuese a sufrir algún tipo de violencia espiritual. Se sentía cerrado, reservado, insensible, casi irritado.
En una esquina del edificio de los locutorios esperaba sor Ursula. Cumplía las funciones de perro guardián en las audiencias de la abadesa. Su rostro grande y dominante sonreía con aprobación a Michael desde cierta distancia. Consideraba aquellas llamadas como señal de gracia especial. Después de todo, las entrevistas con la abadesa eran codiciadas por todos y concedidas sólo a unos pocos.
—En el primer locutorio —le dijo a Michael al pasar éste junto a ella, musitando un saludo.
Michael se precipitó por el estrecho pasillo y se detuvo un momento a recuperar el aliento antes de abrir la primera puerta. Por delante de la verja, del lado de Michael, estaba corrido el panel de gasa, y al otro lado había silencio. La costumbre era que la persona citada llegase antes. Michael descorrió el panel por su lado, lo que dejó al descubierto la verja, y el segundo panel de gasa del otro extremo, que ocultaba el locutorio de enfrente, dentro de la clausura. Después se arregló el cuello de la camisa —no llevaba corbata—, se atusó el pelo e hizo un tremendo esfuerzo por calmarse. Se quedó de pie, sin cobrar ánimos para sentarse, mirando el espacio inexpresivo del panel interior.
Tras uno o dos minutos, durante los cuales sintió la incómoda violencia de su corazón, oyó algo que se movía y vio una vaga sombra reflejada en la gasa. Entonces se abrió el panel y vio la alta figura de la abadesa frente a él, y detrás de ella, otra pequeña habitación igual a la que él ocupaba. Hizo una genuflexión de la forma acostumbrada y esperó a que la abadesa se sentara. Ésta lo hizo con una ligera sonrisa y le indicó que tomase asiento. Michael arrimó su silla lo más posible a la verja y se sentó de lado, de modo que sus cabezas estuviesen muy cerca.
—Bueno, mi querido hijo, me alegro de verle —dijo la abadesa con el tono enérgico con que siempre iniciaba las audiencias—. Espero no haber elegido el momento más inadecuado. Hoy debe de estar muy ocupado.
—No importa —dijo Michael—. Es buen momento para mí.
Dirigió una sonrisa a la abadesa por entre los barrotes. Al menos se había disipado su irritación, vencida por el profundo cariño que profesaba a la abadesa, mezclado con respeto y temor. Su rostro brillante, dulce, autoritario, sumamente inteligente, sus arrugas largas y secas, como cinceladas por un instrumento afilado, la luz marfileña de la toca que se reflejaba sobre él, que traía a la memoria un cuadro holandés, le recordaba a Michael a su madre, muerta hacía tanto tiempo.
—Yo también tengo una prisa terrible —dijo la abadesa—. Pero tenía deseos de verlo. Hace siglos que no nos vemos, ¿verdad? Hay uno o dos pequeños detalles de negocios que quisiera discutir. No le entretendré mucho.
A Michael le alivió aquel preámbulo. Había temido que le echasen un rapapolvo; y no era aquel el momento en que hubiese deseado una conversación íntima con la abadesa. Pensaba que en su actual estado de ánimo, cualquier presión por su parte le haría sumirse en una ciénaga de autoacusaciones inútiles. Animado por el tono objetivo de la abadesa, dijo:
—Creo que está todo preparado para esta noche y mañana. Margaret Strafford ha hecho maravillas.
—¡Bendita sea! —dijo la abadesa—. Estamos todas tan emocionadas que apenas podemos esperar a mañana. Según tengo entendido, el obispo va a llegar esta tarde. Espero poder verlo un instante antes de que se marche. Es un hombre tan ocupado… Es muy amable al concedernos su tiempo.
—Espero que no piense que somos un montón de liantes inútiles —dijo Michael—. Me temo que la procesión de mañana sea un poco desordenada e improvisada. ¡Hay mucha buena voluntad, pero escaso refinamiento!
—¡Mucho mejor! —dijo la abadesa—. Cuando era joven vi muchas procesiones en Italia, y la mayoría eran caóticas, incluso las importantes. Pero a mí me parecían más espontáneas y vivas. Estoy segura de que el obispo no quiere un alarde de entrenamiento. No, no me cabe duda de que mañana todo será espléndido. Lo que realmente quería preguntarle era lo referente al tema financiero.
—Hemos preparado el llamamiento —dijo Michael—, y hemos confeccionado una lista de posibles Amigos de Imber. Le agradecería mucho que echara un vistazo a ambos documentos. He pensado que, tras consultar su punto de vista, enviaremos el llamamiento dentro de dos semanas. Podemos sacarlo a ciclostil nosotros mismos, en el Court.
—Me parece bien —dijo la abadesa—. Pienso que para una causa de este tipo no debe hacerse un llamamiento impreso. Al fin y al cabo es un asunto doméstico, ¿no? Hay ocasiones en que el dinero llama al dinero, pero no es ésta una de ellas. Sólo vamos a escribir a nuestros amigos. Me gustaría ver lo que han hecho, si me lo envía hoy con sor Ursula. Quizá nosotras podamos añadir algún nombre a la lista. ¿Qué tipo de publicidad darán a nuestra campana? Eso puede ayudar en cierto terreno, ¿no? ¡No veo ningún mal en recordar de vez en cuando al mundo que existimos!
Michael sonrió.
—También he pensado en eso —dijo—. Por esa razón es por lo que no quiero que se retrase el llamamiento. Naturalmente, no van a acudir periodistas. No es que alguien haya dado muestras de que vaya a aparecer por aquí, pero he preparado una declaración para la prensa local y otra más corta para la nacional. He discutido el texto con la madre Clare, y le he pedido a Peter que haga unas fotografías, que también podríamos enviar.
—Muy bien —dijo la abadesa—. No sé cómo encuentra tiempo para hacer todas las cosas que hace. Espero que no esté trabajando demasiado. Está muy pálido.
—Tengo una salud excelente —dijo Michael—. Además, habrá un respiro en el trabajo dentro de una o dos semanas. Estoy seguro de que los demás trabajan mucho más que yo. James y Margaret sencillamente no paran.
—Estoy preocupada por su amigo, el de la casa de los guardas —dijo la abadesa.
Michael aspiró una profunda bocanada de aire. Así que era aquello. Sintió que la sangre caliente le subía por la cara. Mantuvo los ojos alejados de la abadesa, y los clavó en uno de los barrotes que había detrás de su cabeza.
—Usted dirá —dijo.
—Sé que es muy difícil —dijo la abadesa—, y por supuesto, sé muy poco sobre el asunto, pero tengo la impresión de que no está logrando exactamente lo que vino a buscar a Imber.
—Puede que tenga razón —dijo Michael en tono monótono, a la espera del ataque directo.
—Supongo que es en gran parte por su culpa —dijo la abadesa—, pero está terriblemente apartado de todo, ¿no es así? Y la situación se agudizará cuando Catherine esté con nosotras.
Michael comprendió con enorme alivio que la abadesa se refería a Nick, no a Toby. Se volvió para mirarla. Los ojos de ella eran penetrantes.
—Lo sé —dijo Michael—. Lo he pensado mucho. Debería haber hecho más al respecto. Me ocuparé de que se haga algo. Pondré a alguien para vigilarlo, quizá James. Lo trasladaremos a la casa y le haremos participar de algún modo. Pero como usted dice, no es fácil. No quiere trabajar. Me temo que sólo está pasando el tiempo aquí. Pronto se marchará a Londres.
—Sin duda es un mauvais sujet —dijo la abadesa—, y esa es razón de más para que nos molestemos por él. Pero un hombre así no viene a un lugar como éste a divertirse. Naturalmente, vino para estar cerca de Catherine, pero el hecho de que quiera estar cerca de ella ahora, y de que quiera vivir en la comunidad y no en el pueblo es, cuando menos, indicativo. No podemos estar seguros de que no haya un auténtico destello de esperanza de cosas mejores. Y si me permite decirlo, la persona que, como usted dice, debía vigilarlo no es James, sino usted.
Michael mantuvo su mirada, que era más burlona que acusadora.
—Me resulta difícil tratar con él —dijo—, pero lo pensaré cuidadosamente.
Estaba cada vez más decidido a no sincerarse con la abadesa.
La abadesa examinó su cara.
—Le confieso —dijo— que estoy preocupada y no sé bien por qué. Me preocupa él y me preocupa usted. Quizá quiera decirme algo…
Michael se sujetó a la silla. Desde detrás de la abadesa la fuerza espiritual de aquel lugar parecía soplar sobre él como un temporal. Pensó que era irónico que cuando quiso contárselo todo a la abadesa ella no le dejara, y ahora que ella quería saberlo, él no iba a contárselo. El hecho era que él quería su consejo, pero no su absolución; y no podía pedir lo uno sin parecer que también pedía lo otro. No es que la abadesa fuera a mostrarse tolerante. Pero inmediatamente desechó la idea, casi con asco, de revelarle su lamentable estado de confusión, aunque, casi con toda seguridad, conocía en líneas generales la historia de Nick. Lo que la abadesa quería era comprender su estado de ánimo actual, y eso implicaría inevitablemente la historia de Toby. Si empezaba a contar todo el asunto, sabía que ahora no podría hacerlo sin un absurdo grado de sentimentalismo y sin abandonarse a ese tipo especial de autoconmiseración que había confundido con el arrepentimiento, en este caso, era mejor y más limpio el silencio. Al bajar la mirada vio, extendida en el reborde de la verja, muy cerca de él, como una tentación deliberada, infinitamente arrugada y pálida, la mano de la abadesa, sobre la que otros hombres mejores que él habían derramado sus lágrimas. Si tendía su mano hacia aquélla, estaba perdido. Desvío los ojos y dijo:
—No, creo que no.
La abadesa siguió mirándolo durante un rato, en tanto que Michael, marchito, insignificante y seco, miraba la esquina de la habitación que había detrás de la abadesa. Ésta dijo:
—Usted está constantemente presente en nuestras oraciones, y también su amigo. Sé lo mucho que se preocupa por aquellos que se encuentran bajo su cuidado; aquellos a los que trata de ayudar y no lo consigue, aquellos a los que no puede ayudar. Tenga fe en Dios y recuerde que Él completará, a su modo y en su momento, lo que nosotros tan pobremente intentamos. Con frecuencia no logramos para otros el bien que pretendemos; pero logramos algo, algo que continúa nuestros esfuerzos. La bondad es un torrente. Cuando lo intentamos sincera y generosamente, nos comprometemos en una tarea de creación que puede resultar misteriosa incluso a nosotros mismos, y porque es misteriosa, puede asustarnos. Pero esto no debería hacernos retroceder. Dios siempre puede mostrarnos, si nosotros lo deseamos, un camino más elevado y mejor; y sólo podemos aprender a amar amando. Recuerde que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás.
Michael la miró de frente; asintió levemente. Tras aquel discurso, no podía confiar en pronunciar ninguna palabra. La abadesa volvió la mano, y abrió la palma hacia Michael. Él la tomó; sintió su apretón fresco y seco.
—Bueno, querido hijo, ya lo he entretenido demasiado —dijo la abadesa—. Me gustaría volver a verlo dentro de poco, cuando haya acabado este jaleo. Trate de no trabajar demasiado, ¿de acuerdo?
Michael se inclinó sobre su mano. Cerró los ojos; la besó y la apretó contra su mejilla. Después levantó la cara, sosegada, hacia ella. Pensó oscuramente que con aquel silencio había ganado una victoria espiritual. Pensó que había merecido la aprobación de la abadesa. Ambos se levantaron, y mientras Michael volvía a inclinar la cabeza ante ella, la abadesa cerró el panel de gasa y se marchó.
Se quedó de pie durante un rato en la habitación silenciosa, mirando los barrotes de la verja y la inexpresiva puerta cerrada del panel que había detrás de ellos. Qué bien conocía la abadesa su corazón. Pero sus exhortaciones le parecían más un prodigio que una inspiración práctica. Él era un instrumento demasiado romo para hacer el trabajo que había que hacer. Amor. Meneó la cabeza. Quizá sólo aquellos que habían renunciado al mundo tenían derecho a utilizar esa palabra.