Capítulo dieciocho

A Michael Meade le despertó un extraño ruido hueco y retumbante, que parecía provenir del lago. Se quedó rígido unos momentos, tumbado, escuchando ansiosamente el silencio que siguió al ruido, y después se levantó de la cama y se dirigió a la ventana abierta. Era una brillante noche de luna llena y en lo alto proyectaba un resplandor casi dorado sobre la tranquila extensión de agua. Michael se frotó los ojos, sorprendido ante la velocidad de su reacción; aún se preguntaba si estaba despierto o si soñaba. Se quedó observando la sosegada escena durante un rato. Después encendió la luz y miró su reloj, que marcaba las tres y diez. Estaba completamente despierto, y se sentía angustiado. Se sentó en el borde de la cama, tenso, escuchando. Volvía a experimentar aquella extraña sensación de un mal inminente. Olfateó el aire, y se preguntó si realmente había un olor nauseabundo que impregnaba la habitación. Recordó que justo antes de despertarse soñaba con Nick.

Estaba demasiado inquieto para volver a dormirse. El ruido que había oído —en esta ocasión estaba seguro de haberlo oído realmente— le había acobardado. Tenía vagos recuerdos de historias oídas durante la infancia sobre ruidos que salían del mar para anunciar catástrofes. Se vistió con la intención de dar una vuelta por la casa para comprobar que todo estaba en orden. Le atormentaban extrañas visiones en que descubría que el Court ardía. Encendió la luz del pasillo y caminó durante un rato. Todo estaba como siempre y al parecer no se movía ni un alma. Salió al balcón y miró a su alrededor en la espléndida noche. De inmediato vio a lo lejos una luz encendida en la casa de los guardas. Al menos Nick estaba levantado. O Toby. Exploró las orillas del lago hasta donde le alcanzaba la vista, en ambas direcciones. Todo parecía en calma.

Observó que el lago se movía, y vio que una figura caminaba por el sendero que llevaba de la calzada al embarcadero. Estaba claramente recortada, con una larga sombra; era la figura de un hombre que caminaba resueltamente. Michael experimentó inmediatamente un estremecimiento de alarma y temor. Siguió observando unos momentos y después bajó apresuradamente los escalones y atravesó la terraza para atajar al paseante nocturno, quienquiera que fuese. El hombre, al ver acercarse a Michael, se detuvo bruscamente y esperó a que se aproximase. Michael se acercó, forzando los ojos a la luz de la luna y casi a la carrera, y reconoció en aquella figura, con mezcla de decepción y alivio, a Paul Greenfield.

—¡Ah!, es usted —dijo Paul.

—Hola —dijo Michael—. ¿Ocurre algo?

—Dora ha desaparecido —dijo Paul—. Me desperté y descubrí que se había ido. Como no volvía decidí ir a buscarla.

—¿Ha oído un ruido extraordinario hace un momento? —dijo Michael.

—Sí —dijo Paul—. En ese momento me caí en un tojo. ¿Qué era?

—No lo sé —dijo Michael—. Parecía una campana.

—¿Una campana? —dijo Paul.

—Veo luz en la casa de los guardas —dijo Michael.

—Allí me dirigía —dijo Paul—. He pensado que quizá Dora esté allí. Y si no está, me interesa saber si el señor Gashe se ha acostado. ¿Ha observado el ajetreo que se traen esos dos, como una pareja de conspiradores?

Michael, que lo había notado por su cuenta, dijo:

—No, no he notado nada.

Empezaron a caminar hacia el embarcadero.

—¿Le importa que vaya con usted? —dijo Michael.

También él experimentaba un profundo deseo de saber lo que pasaba en la casa de los guardas.

Al parecer, Paul no tenía ninguna objeción. Cruzaron el lago en el bote y recorrieron a toda prisa el sendero, hasta llegar a la avenida. La luz era como un fanal. Pasaron de la luz de la luna a la oscuridad de los árboles y sintieron bajo sus pies la dura grava.

Al acercarse a la casa vieron que la puerta estaba abierta. La luz del salón, que salía por la puerta y las ventanas sin cortinas, descubría la grava, la hierba alta, los barrotes de la verja. Paul echó a correr y llegó a la puerta antes que Michael. Entró sin llamar. Michael se precipitó tras él, mirando por encima del hombro.

La escena del salón era tranquila y verdaderamente familiar. El suelo y la mesa estaban cubiertos con el acostumbrado montón de periódicos. La estufa estaba encendida, y Murphy junto a ella, tendido cuan largo era. Detrás de la mesa, en el sitio de costumbre, estaba sentado Nick. Sobre la mesa había una botella de whisky y un vaso. No se veía a nadie más.

Paul parecía perplejo. Le dijo a Nick:

—Buenas noches, Fawley. —Paul era la única persona que llamaba así a Nick—. Quería saber si estaba aquí mi mujer.

Nick, que había mostrado cierta sorpresa, según pensó Michael, ante su llegada, ahora sonreía en su forma característica, como haciendo una mueca. Con el pelo rizado y grasiento y la inevitable camisa blanca desabrochada y las largas piernas que asomaban por debajo de la mesa, parecía un libertino menor de Dickens. Extendió la mano para coger la botella y alzó las cejas, quizá para expresar un ligero asombro protector que también experimentaba a veces Michael ante la franqueza con que Paul revelaba sus dificultades matrimoniales.

—Buenos días, Greenfield —dijo Nick—. No, no está aquí. ¿Por qué habría de estar? ¿Quiere una copa?

Paul dijo con irritación:

—Gracias, no bebo whisky.

—¿Michael? —dijo Nick.

Michael se sobresaltó al oír su nombre, y tardó un momento en comprender lo que quería decir Nick. Negó con la cabeza.

—¿Está Toby arriba? —dijo Paul.

Nick siguió sonriéndole y tardó en responderle. Dijo:

—No. Tampoco está aquí.

—¿Le importa que mire arriba? —dijo Paul.

Cruzó la habitación como una exhalación.

Michael, que empezaba a comprender que Paul se encontraba en un estado de frenesí, se encontró a solas con Nick. Le dirigió una mirada sin sonreírle. Él también estaba frenético.

Nick sonrió.

—Uno de los pecados capitales —dijo.

—¿Cómo? —dijo Michael.

—Los celos —dijo Nick.

Se oyeron las pisadas de Paul en la escalera. Regresó a trompicones al salón.

—¿Satisfecho? —dijo Nick.

Paul no replicó; se quedó en el centro de la habitación, con la cara contraída por la angustia. Le dijo a Nick:

—¿Sabe dónde está?

—¿Gashe? —dijo Nick—. No. Yo no soy el guardián de Gashe.

Paul se quedó inmóvil durante unos momentos, indeciso, y se dio la vuelta para marcharse. Se detuvo al pasar junto a Michael.

—Es extraño lo que me ha dicho sobre la campana.

—¿Por qué? —dijo Michael.

—Porque hay una leyenda sobre este lugar. Tenía intención de contársela. El tañer de una campana anuncia una muerte.

—¿Has oído ese extraño sonido hace un rato? —le preguntó Michael a Nick.

—No he oído nada —dijo Nick.

Paul salió por la puerta con fuertes pisadas y echó a andar por el camino.

Michael se quedó donde estaba. Se sentía muy cansado y confuso. Con tal de que Nick se hubiese quedado callado, le habría gustado sentarse con él en silencio durante un rato. Pero eso era una locura.

—¿Una copa? —dijo Nick.

—No, gracias, Nick —dijo Michael.

Le resultaba muy difícil no mirar a Nick. Una cara solemne parecería hostil, y una sonriente, provocativa. Dirigió una sonrisa torcida hacia donde se encontraba Nick y desvió la mirada.

Nick se levantó y se dirigió hacia Michael. Michael se puso rígido al aproximarse Nick. Por un momento pensó que iba a tocarle. Pero se detuvo a unos dos pies de distancia, aún sonriendo. Michael le miró de lleno. Deseó poder borrar aquella sonrisa de su cara. Tuvo un fuerte impulso de estirar las manos y colocarlas en los hombros de Nick. El ruido que le había despertado, la luz de la luna, la locura de la noche, le hicieron sentir repentinamente que la comunicación entre ellos estaba permitida. Todo su cuerpo era consciente, casi tembloroso, de la proximidad de su amigo. Quizá fuera aquel el momento en que debía derribar la barrera que existía entre los dos. No les había hecho ningún bien. Y seguía siendo cierto el hecho, como comprendió plenamente en ese momento, cualquiera que fuese su significado y su valor, de que quería a Nick. Aún podía salir algún bien de todo aquello.

—Nick —empezó a decir Michael.

Nick dijo, casi al mismo tiempo:

—¿No quieres saber dónde está Toby?

Michael vaciló ante aquella pregunta. Confiaba en que en su cara no hubiese expresión alguna. Dijo:

—Bueno, ¿dónde está?

—Está en el bosque, haciendo el amor con Dora —dijo Nick.

—¿Cómo lo sabes?

—Los he visto.

—No te creo —dijo Michael. Pero sí lo creía. Añadió—: Pero no es asunto mío.

Fue una estupidez, puesto que desde cualquier punto de vista sí que era asunto suyo.

Nick retrocedió para sentarse pausadamente en la mesa, contemplando a Michael y aún sonriendo.

Michael se dio la vuelta y se marchó. Cerró la puerta de un golpe.