Toby se levantó de la cama y recogió los zapatos. No se había desnudado ni se había atrevido a dormirse por temor a llegar tarde. Su cita con Dora era a las dos y media de la madrugada. Eran poco más de las dos. Abrió la puerta de su habitación y se quedó escuchando. La puerta de la habitación de Nick estaba abierta, pero se oían ronquidos dentro. Toby se deslizó escaleras abajo y llegó a la puerta principal. Un movimiento a su espalda le produjo un sobresalto momentáneo, pero sólo era Murphy, que, evidentemente, le había seguido por las escaleras. El perro respiró ruidosamente sobre la pernera de su pantalón y le dirigió una mirada interrogativa. Toby le dio unas palmaditas, casi con sentimiento de culpabilidad, y se escabulló solo por la puerta. La cerró firmemente. Ni siquiera podía confiarse en Murphy en aquella expedición especial.
Era la noche en que Toby y Dora iban a intentar sacar la campana. Desde sus comienzos aparentemente insensatos, el proyecto había adquirido mayor corporeidad y complejidad; y Toby, que al principio lo consideraba como un sueño, se había convertido en su director eficiente y entusiasta. Al principio, Toby no comprendía por qué ponía Dora tanto empeño en algo tan estrafalario. Aún no lo comprendía del todo, pero ya no se ocupaba de otra cosa que no fuese complacer a Dora, y también de resolver ciertos problemas técnicos cuya fascinación se presentaba de una forma evidente ante su mente mecánica.
Al día siguiente de su primera conversación con Dora sobre la campana, fue a bañarse en solitario. Se sumergió muchas veces para investigar en detalle la forma y posición del objeto. Exaltado por la certeza de Dora, y con la confirmación que aportaban sus propios descubrimientos, ya no albergó dudas respecto a que aquello fuese la campana. Ahora se enfrentaba con dos problemas colosales. El primero consistía en cómo sacar la campana del agua, y el segundo en cómo efectuar la sustitución de la campana nueva por la antigua, lo que constituiría el milagro de Dora. Había que llevar a cabo ambas tareas sin ser descubiertos, y con Dora como única ayudante. Era una empresa ardua.
Dora, que a todas luces no tenía ni idea de las dimensiones y el peso de la campana, parecía pensar que era perfectamente posible, y confiaba en la habilidad de Toby con una insouciance que exasperaba y ablandaba al muchacho al mismo tiempo. Aunque sabía que estaba basada en la ignorancia, la confianza de Dora lo había contagiado; así como su extraña visión, sus imaginaciones grotescas sobre la vuelta a la vida de la campana medieval. Para ella era como si aquello fuese a constituir un acto mágico de profunda importancia, una especie de rito de poder y liberación; y aunque era un acto que Toby no comprendiese, y por el que no hubiese experimentado ningún placer en cualquier otra circunstancia, estaba dispuesto a entusiasmarse tanto como Dora y a ser, en aquella ocasión, aprendiz de brujo.
No obstante, era el aprendiz quien tenía que resolver los detalles del hechizo. Había discutido varios proyectos con Dora, cuya ignorancia en materia de dinámica resultó ser pasmosa. El hecho era que, tras dejar a un lado diversas sugerencias que incluían caballos de tiro, la única fuerza motriz disponible con la que podían tener al menos la oportunidad de llevar a cabo aquel asunto era el tractor. Incluso así, como Toby intentó hacer ver a Dora, cabía la posibilidad de que fueran incapaces de mover la campana. Sólo la cantidad de fango que había en su interior aumentaría al doble su peso; y quizá resultase que la parte inferior se encontraba completamente encajada en el barro más denso del fondo del lago. Toby había tratado de separar el fango durante su última expedición de buceo, pero sólo había obtenido un éxito parcial. Era un fastidio que Dora no supiese nadar ni conducir el tractor, puesto que esto significaba que la campana no recibiría apoyo adicional desde abajo mientras la arrastraban desde arriba.
—¡Me temo que soy una perfecta inútil! —dijo Dora con las manos en torno a las rodillas; sus grandes ojos miraron a Toby, ardientes, con sumisa admiración mientras mantenían la conferencia final, sentados en el bosque. Toby la encontraba absolutamente cautivadora.
El proyecto oficial para la nueva campana era el siguiente. Llegaría al Court el jueves por la mañana. Entonces la colocarían en una de las carretillas de hierro que a veces se utilizan para transportar troncos de árbol desde el bosque, y la adornarían y cubrirían de flores. Así ataviada, el obispo la bendeciría y «bautizaría» en un pequeño acto litúrgico que, según los planes, tendría lugar inmediatamente después de la llegada del prelado, el jueves por la tarde, y en el que sólo estarían presentes los miembros de la hermandad. La campana se quedaría en el patio del establo durante la noche del jueves al viernes. El viernes por la mañana, poco después de las siete, hora a la que, según la costumbre, hacían su entrada en la abadía las postulantes, la campana constituiría el centro de una pequeña fiesta campestre, cuyos detalles había preparado con todo cariño la señora de Mark, y durante la cual bailaría el grupo de danza Morris —antiguo baile folklórico inglés, sólo para hombres— de la localidad; la banda de la escuela del pueblo daría una serenata y el coro de la iglesia, que estudiaba desde hacía tiempo ambiciosos cantos en su honor, uno de ellos compuesto especialmente para la ocasión por el director, la acompañarla en solemne procesión por la calzada. La procesión, cuyo orden y forma eran aún objeto de discusión, estaría compuesta por los artistas, la hermandad y todos los habitantes del pueblo que quisieran acudir. Como se había despertado un interés inesperado en el pueblo, parecía probable que asistiera gran número de personas a pesar de lo temprano de la hora. Se abriría la gran puerta de la abadía al aproximarse la procesión, y cuando los asistentes estuviesen dispuestos a ambos lados de la campana, en la orilla opuesta, la descubrirían en medio de un estallido final de cánticos. Tras un intervalo de tiempo, durante el que quedaría expuesta a la admiración general, la llevarían a la abadía unos obreros especialmente seleccionados, con dispensa para entrar en la clausura, con objeto de erigir la campana. Para el mundo exterior, la ceremonia acabaría al cerrarse la puerta tras la campana.
El plan de Dora y Toby era el siguiente. El miércoles por la noche tratarían de sacar del lago la campana antigua. A este propósito utilizarían el tractor, que por suerte le estaba permitido conducir a Toby de vez en cuando. Ya habían empezado a arar la pradera, y desde principios de semana Toby trabajaba allí con Patchway. Éste abandonaba el trabajo por la tarde con descarada puntualidad; a Toby, sobre cuyas actividades no se preocuparía nadie a aquella hora, le resultaría fácil llevar el tractor al bosque, cerca del antiguo granero, en lugar de guardarlo. Ya había despejado de ramas y otros obstáculos más grandes el sendero que discurría entre el granero y la orilla del lago, de modo que el tractor podría llegar sin dificultades casi hasta el borde del agua. Allí lo dejaría hasta después de medianoche, hora a la que Toby y Dora se reunirían en la rampa.
El tractor tenía un cabrestante y un robusto calabrote de acero con un gancho en uno de sus extremos, que se utilizaba para transportar troncos. Con el calabrote sujeto a la gran anilla que formaba parte de la cabeza de la campana, Toby esperaba elevar la campana, primero con el cabrestante y después remolcándola, y arrastrarla hasta el granero. Había tomado la precaución de hundir en el agua parte de las piedras y la grava de la rampa para que la campana no se enganchase en el borde de la rampa, allí donde ésta acababa, al nivel del cieno. Al llegar a este punto, el peligro consistía en que, aparte del imprevisible comportamiento de la campana, se oyese el ruido del tractor; pero Toby juzgaba que, con el viento del suroeste que soplaba últimamente, no era probable que el ruido fuese audible en la casa, y que si llegaba a oírse, no sería reconocible. Podría tomarse por un coche o un avión lejano.
La siguiente fase de la operación era no menos complicada. La enorme carretilla de hierro en que se iba a depositar la campana tenía, por suerte, una hermana gemela. En realidad, la existencia de esta gemela era lo que hacía factible el plan. Una vez que la campana estuviese en el granero, colocaría el calabrote de acero por encima de una de las grandes vigas y utilizaría el cabrestante para elevarla del suelo. Después la bajaría a la segunda carretilla y la aseguraría. El jueves por la noche la transportaría sin excesivas dificultades por el camino de cemento que llevaba junto al bosque, que descendía en ligera pendiente hacia la casa. La carretera, tras atravesar la huerta, llevaba directamente al patio del establo en que se encontraba el almacén de madera, y donde estaba la campana nueva, engalanada para su viaje de la mañana siguiente. Allí podrían cambiarse de ropa las campanas. Las flores y demás adornos de la carretilla disimularían cualquier pequeña diferencia de forma que pudiera percibir un observador agudo entre las dos gemelas. Si resultaba que existía una enorme diferencia de tamaño entre las dos campanas, sería un verdadero problema; pero Toby, que había descubierto disimuladamente las dimensiones de la nueva campana, y que había tomado todas las medidas que había podido de la antigua, confiaba en que tuvieran aproximadamente el mismo tamaño. Una vez desnuda, llevarían la campana a uno de los pesebres en los que nunca miraba nadie, y con eso concluiría la operación. La parte más peligrosa, por no decir más difícil, sería la última; pero como el patio del establo estaba un poco alejado de la casa, y como ningún miembro de la hermandad dormía en el ala cercana al patio, era de esperar que nadie oyese nada.
Existía un último inconveniente. La segunda carretilla de hierro, que habría de transportar la campana antigua, se usaba diariamente en los cobertizos de embalaje. La señora de Mark la utilizaba como mesa para ordenar las mercancías, antes de llevarlas a la parte trasera de la furgoneta. Si Toby la sacaba el miércoles por la noche, se notaría su ausencia el jueves. Por tanto, había que sacarla el jueves por la noche. Dejarían un mínimo de operaciones que había que realizar en el granero para el jueves. El miércoles elevarían la campana, pasando el calabrote por encima de la viga hasta un punto, que Toby había calculado, que se encontraba una fracción más alto que el nivel de la carretilla. Entonces entraría en acción un segundo calabrote que había descubierto Toby; lo colgaría de la campana por un extremo, lo lanzaría por encima de la viga y lo aseguraría a la horquilla de un árbol cercano por medio de una palanca metida por la anilla en que acababa el calabrote. Entonces podría soltar el primer calabrote, que iba unido al tractor, y la campana quedaría colgando. Volvería a llevar el tractor a la arada el jueves, por la mañana temprano. La campana pasaría el jueves colgada en el granero. Dora había recogido cierta cantidad de ramas verdes y enredaderas, con las que podría camuflarse; pero en realidad era sumamente improbable que la descubriesen aquel día. El jueves por la noche traerían la carretilla y la colocarían bajo la campana. Si los cálculos de Toby, incluido el margen que había dejado para la combadura del calabrote, eran suficientemente exactos, las dos superficies entrarían en contacto; si sus cálculos no resultaban exactos del todo, podían elevar un poco la carretilla sobre tierra y piedras o excavar el suelo del granero para aguantar el borde de la campana. Entonces quitarían el calabrote y la campana quedaría apoyada sobre la carretilla. Este ingenioso método hacía innecesaria la utilización del tractor la segunda noche.
Los detalles mecánicos del plan provocaban en Toby una especie de éxtasis. Era todo tan difícil y, sin embargo, tan exquisitamente posible, que meditaba sobre ello como sobre una obra de arte. Era además su homenaje a Dora, y una prueba para sí mismo de que estaba enamorado. Desde aquel momento en la capilla en que la imagen de Dora llenara tan generosamente la forma vacía de la feminidad hacia la que Toby dirigía, interrogativo, sus inclinaciones, pensaba que se encontraba bajo su dominio o, como él decía, casi con precisión, a sus órdenes. El hecho de que Dora estuviese casada preocupaba muy poco a Toby. No tenía intención de declararse a Dora ni de dejar ver, mediante actitudes o palabras, cuál era su estado de ánimo. Experimentaba una orgullosa satisfacción ante aquella reticencia, y se sentía como un caballero medieval que suspira y sufre por una dama a la que apenas ha visto y a quien nunca poseerá. Este concepto de la lejanía de Dora hacía mucho más deliciosa la vitalidad de su presencia y la sencilla simpatía con que le trataba en aquella extraña empresa. Para él, Dora poseía esplendor y autoridad, y la frescura de emociones que despertaba en él y casi le proporcionaban una sensación de inocencia recuperada.
Coexistiendo de un modo singular con la revelación de sí mismo que, con añadiduras diarias, provocaba Dora, sentía una preocupación oscura, continuada y retorcida por Michael. Toby lo eludía, pero lo observaba y no podía apartar sus pensamientos de él; y sus sentimientos giraban entre el resentimiento y la culpa. Experimentaba la sensación de que le habían sumido en algo sucio y al mismo tiempo, una triste consciencia de que estaba hiriendo a Michael. Pero ¿cómo no hacerlo? Su imaginación jugaba vagamente con una entrevista decisiva que mantendría con Michael antes de marcharse de Imber; y en muchos momentos tenía la fuerte tentación de ir a llamar a su despacho. No veía muy claro lo que haría o diría una vez dentro, pero, en parte con vergüenza y en parte con satisfacción, acariciaba la idea de que Michael necesitaba su perdón, y sencillamente, de que necesitaba una palabra amable. Con respecto a aquel tema en su conjunto, Toby experimentaba la fuerte sensación de que era un asunto inacabado.
Caminó con cautela por el sendero que discurría junto al lago. La luna no les había defraudado, y brillaba en el cielo, alta y llena. El amplio escenario, tenuemente iluminado, de árboles y agua, era obsequioso, significativo, como si fuese consciente de que iba a realizarse una gran hazaña. El lago, que pronto iba a ofrecer su tesoro, estaba sereno, casi incitante, y el aire era cálido. Aceleró el paso, atento a ver la figura de Dora delante de él, casi jadeante de inquietud y expectación. Habían convenido que se reunirían en el granero. Sabía muy bien que había mil cosas que podían ir mal; pero rebosaba de confianza y de ilusión por complacer a Dora y ardía en deseos de sacar la campana.
Llegó al claro que se extendía junto a la rampa y se detuvo. Tras el ruido suave y susurrante de sus pisadas se hizo un silencio amenazador. Entonces apareció Dora por el sendero que llevaba al granero; la luz de la luna le dio forma. Toby la llamó.
—Gracias a Dios —dijo Dora en voz baja—. Estaba muerta de miedo en este lugar. Había unos ruidos tan raros que pensaba que la monja ahogada venía por mí.
De repente se oyó con claridad un ruido en los cercanos juncos, y ambos se sobresaltaron. Era un grito áspero pero dulce y gorjeante; se elevó en varias notas y después se desvaneció, burbujeante.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Dora.
—Un saltamimbres —dijo Toby—. Peter Topglass lo llama el ruiseñor del pobre. No nos molestará. Y ahora, Dora, a trabajar.
—Creo que estamos completamente locos —dijo Dora—. ¿Por qué se nos habrá ocurrido esta idea tan insensata? ¿Por qué me has animado?
Lo decía medio en serio.
—Todo irá bien —dijo Toby.
La agitación de Dora le hacía estar tranquilo y resuelto. Se detuvo y aspiró profundamente. Volvió a cantar el saltamimbres un poco más lejos. El lago estaba quebradizo e inmóvil, los juncos y la hierba se movían muy ligeramente a impulsos de la cálida brisa, la luna estaba más brillante que nunca. A Toby le parecía increíble que al cabo de unos momentos fuera a oírse el rugido del tractor, la penetración en el lago. Se sentía como podría sentirse un comandante antes de lanzarse a un ataque por sorpresa.
Dio unos pasos hacia el bosque. El tractor estaba allí donde lo había dejado, a la entrada del granero, cerca de la orilla del lago. Era una suerte que el granero tuviese puertas grandes, que se abrían a ambos lados, porque así sería posible llevar el tractor hasta dentro. No se había atrevido a llevarlo más cerca del agua por temor a que su brillante radiador rojo fuera visible desde la calzada a la luz del día. Se quitó la ropa rápidamente, y vestido sólo con el bañador se acercó al tractor; lo iluminó con la linterna e inspeccionó el calabrote y el cabrestante. No habían utilizado este último desde hacía tiempo, pero Toby lo había engrasado a conciencia y parecía en perfectas condiciones. Desenrolló un buen trozo de calabrote y lo ató holgadamente en torno al tambor. Mientras tanto Dora daba vueltas detrás de él. En tales momentos, y a pesar del cariño que sentía por Dora, envidiaba a su prototipo medieval, quien al menos no tenía que ocuparse de su dama y de la aventura al mismo tiempo. Para la mayor parte de la operación Dora era inútil.
—Quédate en la orilla, ¿quieres? —dijo Toby—, y haz lo que yo te diga.
Aspiró una profunda bocanada de aire. Se sentía magníficamente. Puso el motor del tractor en marcha.
Un profundo rugido rompió el expectante silencio iluminado por la luna del bosque. Toby oyó las exclamaciones de consternación de Dora. Sin perder tiempo, saltó al asiento del tractor, embragó y dejó que aquel armatoste se dirigiera lentamente y marcha atrás hacia el agua. Sentía cariño por el tractor, placer y confianza en su fuerza. Lo paró en el claro que había cerca de la parte superior de la rampa, y saltó al suelo. Aseguró el freno de mano y se puso a arrastrar un gran tronco de árbol para colocarlo bajo las ruedas. Dora se precipitó a ayudarle. Había dejado el motor en marcha, porque pensaba que era menos probable que llamase la atención un sonido lejano continuado que uno intermitente. Asió el extremo del calabrote, con su robusto gancho, y empezó a bajar por la rampa.
El agua estaba fría, y su helada caricia le sobresaltó haciéndole tomar conciencia momentáneamente de que estaba hechizado por completo. Jadeó, pero siguió adentrándose en el agua, hasta que sus pies abandonaron las piedras y empezó a nadar, sujetando el gancho con una mano. Ya sabía de memoria la geografía del fondo del lago por detrás de la rampa. Pensó que casi podía ver la campana. Se sumergió, con el rítmico ruido del tractor en los oídos. El calabrote era pesado y contribuía a hundirle hacia el fondo. Su mano se topó inmediatamente con la boca de la campana. Arrastrando el gancho por el fondo y con el calabrote que discurría entre sus dedos, empezó a buscar a tientas el gran ojo del otro extremo de la campana. Al hacerlo le invadió una repentina consciencia de lo que estaba haciendo. Movió la boca, como si fuese a abrirla, y en un momento de pánico salió disparado hacia la superficie. Había dejado caer el calabrote al fango. Jadeante, restablecido a la escena que ahora resultaba aterradora, del lago iluminado por la luna y el rugido del motor, volvió a la rampa a nado.
Dora tenía los pies en el agua. Le dijo algo inaudito a Toby en un tono de voz frenético. Toby la ignoró y empezó a tirar del calabrote, que estaba en el fondo. Salió lentamente, revolviendo el fango. Por último, volvió a asir el gancho, respiró con regularidad y se sumergió. Agarró el borde de la campana y se propulsó hacia ella. Con el siguiente impulso logró colocar la mano en el ojo, y sus dedos se deslizaron por el ancho agujero. Se sujetó a la campana con una mano y acercó el gran gancho con la otra. Con una sensación de desesperada alegría percibió que el gancho pasaba por el agujero. Se levantó, se dirigió hacia la rampa, tensando el calabrote lo más posible con la mano. Salió a gatas. No estaba demasiado flojo; había juzgado correctamente la longitud necesaria. Empujó a Dora a un lado y se montó en el tractor. Engranó el motor en el cabrestante y lo dejó girar a marcha lenta, primero tensando la cuerda, dispuesto a desconectar el motor a toda prisa al menor indicio de que la campana pudiese arrastrar el tractor hacia el lago. El calabrote se tensó y Toby sintió que empezaba la pugna entre tractor y campana.
El cabrestante quedó paralizado. El motor rugió, pero la potencia era inútil. Tras pensar rápidamente unos momentos, Toby desconectó la potencia del cabrestante, alejó un poco el tractor del agua, dejó que se desenrollase el calabrote y volvió a llevarlo hacia el tronco de árbol en una posición diferente. Conectó de nuevo el cabrestante y el calabrote se estiró. Comenzó una lucha de tira y afloja. Aunque el cabrestante aún no había empezado a moverse, percibió una colosal agitación al otro extremo del cable. Éste era el momento en que existían más posibilidades de que se rompiese el calabrote. Toby elevó una plegaria. A continuación vio con incredulidad y loco de júbilo que el tambor empezaba a girar lentamente. En el fondo del lago se oyó un chirrido tremendo, o quizá se sintió; en aquel estruendo infernal resultaba difícil saberlo. Unas enormes burbujas cenagosas rompieron la superficie del agua. El movimiento era continuo. El tractor remolcaba la campana a sacudidas, aunque uniformemente, a medida que giraba el potente cabrestante. Toby sentía las grandes ruedas arqueadas apretadas contra el tronco del árbol. El tractor se revolvió como un ser vivo. Entonces se oyó un ruido rechinante: la campana debía haber tropezado con el montón de piedras del fondo de la rampa. Conteniendo la respiración, Toby mantuvo los ojos fijos en el punto en que el delgado cable del calabrote, plateado por la luz de la luna, rompía la superficie ondulante del agua. Notó un choque, probablemente producido por el borde de la campana al pasar por encima del fondo de la rampa, y casi al mismo tiempo, antes de lo que esperaba, se hizo visible el gancho. Detrás de él se elevó lentamente del lago un enorme bulto.
Sin apenas dar crédito a sus ojos, aún paralizado por el esfuerzo de concentración, Toby esperó a que la campana descansara sobre la rampa, fuera del agua, varada como un pez terrible. Desconectó la potencia del cabrestante y dejó que el calabrote se aflojase, tras asegurarse de que la campana se encontraba a salvo en la suave pendiente. Entonces bajó de un salto y se puso a sacar el tronco de entre las ruedas. El pálido remolino que vio con el rabillo del ojo resultó ser Dora, que trataba de seguir ayudando. Volvió a subir al tractor rugiente, puso el motor en su marcha normal y soltó el freno con lentitud. El tractor corcoveó unos momentos, las grandes ruedas empezaron a girar, y Toby vio moverse el follaje junto a su cabeza. Se dio la vuelta para mirar la campana. El borde rozaba la piedra y el extremo superior no tocaba el suelo. Tropezó con la parte superior de la rampa y el borde se hincó en la superficie blanda de la tierra. Siguió al tractor hacia la oscuridad del bosque, arrastrando un montón de piedras y tierras. Toby ya percibía la negrura del granero que se cernía sobre él; condujo el tractor con firmeza hasta atravesar la ancha puerta y llegar al otro lado. Cuando juzgó que la campana había llegado al centro del granero, detuvo el tractor y paró el motor.
Siguió un silencio espantoso, imponente. Toby se quedó inmóvil en el asiento del tractor. Soltó lentamente el aire de los pulmones y se frotó la cara y las cejas con las manos. Le apetecía arrastrarse hasta cualquier sitio y dormir. Los últimos minutos habían estado demasiado henchidos de experiencia. Empezó a bajar del asiento y se quedó ligeramente sorprendido al comprobar que la extraordinaria tensión de sus músculos le había dejado rígido. Bajó y se inclinó para frotarse una pierna. Se quedó atónito al verse desnudo, salvo por el traje de baño.
—¡Toby, eres maravilloso! —dijo Dora junto a él—. Eres un verdadero héroe. ¿Estás bien? ¡Toby, lo hemos conseguido!
Toby no estaba de humor para arrebatos. Estornudó y dijo:
—Sí, sí, estoy bien. Vamos a mirar ese trasto. Quizá resulte ser un viejo armazón de cama o algo por el estilo.
Pasó a trompicones junto a la oscura forma que había en el centro del suelo y buscó la linterna. Proyectó sus rayos sobre ella.
La campana estaba de costado, el negro agujero de la boca aún cubierto desigualmente de fango. La superficie exterior, incrustada de plantas acuáticas y de objetos como conchas, era de un verde brillante. Allí estaba, abierta y enorme. La contemplaron en silencio. Era algo de otro mundo.
—¡Cielo santo! —dijo Dora al fin.
Habló en voz baja, como atemorizada por la presencia de la campana. Extendió la mano con cautela y la tocó. El metal era macizo, áspero, y extrañamente cálido. Aquel objeto era monstruoso, allí varado, en el suelo. Dijo:
—No tenía idea de que fuese tan enorme.
—¿Es ésta? —dijo Toby.
Mientras la miraba, le dejó perplejo pensar que fuera posible que un objeto tan grande e inerte hubiese obedecido a su voluntad. También era fantástica que una cosa de tan brillantes colores hubiese salido de un lugar tan oscuro. Él también la tocó, casi con humildad.
—Acerca la linterna —dijo Dora—. Paul me dijo que tenía escenas de la vida de Cristo.
Se inclinaron juntos sobre la campana y enfocaron la luz sobre la superficie desigual y de intenso color. A cierta distancia del borde parecía estar dividida en secciones. Toby arañó con las manos en el círculo de luz; arrancó barro y algas incrustadas. Fue apareciendo algo.
—¡Dios mío! —dijo Toby.
Les contemplaban los ojos de unos rostros cuadrados, y quedó revelada una escena de unas figuras achaparradas.
—¡Tiene que ser la campana! —dijo Dora—. Pero eso no lo reconozco. Sigue raspando. Qué grotescas son. Sí, ahí hay otra escena. ¡Vaya, seguro que es la Natividad! ¿Ves el buey y el asno? Y la gente pescando, y todos esos hombres sentados a la mesa deben estar celebrando la última cena. Y eso es la Crucifixión.
—Y la Resurrección —dijo Toby.
—Hay algo escrito —dijo Dora.
Toby enfocó la luz hacia el borde de la campana. Las palabras, entremezcladas con cruces de formas extrañas, sobresalían con claridad en el metal verde.
Dijo al cabo de un momento:
—Sí, es latín.
—Léelo —dijo Dora.
Toby leyó:
—Vox ego sum Amoris. Gabriel vocor. Soy la voz del Amor. Mi nombre es Gabriel.
—¡Gabriel! —gritó Dora—. ¡Así se llamaba! Paul me lo dijo. ¡Es la campana!
Levantó la mirada hacia Toby desde el lugar en que estaba arrodillada, junto a la boca de la campana. Toby la enfocó con la linterna. Tenía el pelo húmedo del agua del lago y las mejillas tiznadas de barro. Un oscuro reguero descendía por el escote de su vestido, abotonado a toda prisa. Con las manos apoyadas en la campana, parpadeó con la luz, sonriendo a Toby.
—¡Dora! —dijo Toby.
Dejó caer la linterna al suelo, donde siguió brillando su restringido arco de luz. Desnudo como un pez, Toby sintió que en su interior se agitaba una fuerza milagrosa. Él y sólo él había sacado la campana del lago. Era un héroe, era un rey. Cayó sobre Dora, extendió las manos hacia los hombros de la mujer y su cuerpo se desplomó sobre el de ella. La oyó jadear y después relajarse al recibir su peso. Dora le rodeó el cuello con los brazos. Los duros labios de Toby la buscaron, torpes y apasionados, en la oscuridad. Rodaron hasta la boca de la campana.
Al llegar allí, el badajo se deslizó en el interior del oscuro hueco del metal y golpeó violentamente un costado; se elevó un estruendo sordo que retumbó sobre el lago, cuyas aguas habían vuelto a recuperar la calma.