—El principal requisito de la vida de bien —dijo Michael— es tener una idea de las propias posibilidades. Hay que conocerse lo suficiente como para saber qué va a ocurrir a continuación. Hay que estudiar cuidadosamente la mejor manera de utilizar la fuerza que se posee.
Era domingo, y el turno de Michael para el sermón. Aunque la idea de predicar le resultaba en aquel momento profundamente desagradable, se obstinó en realizar aquella tarea; pensaba que lo mejor era mantener con la mayor regularidad posible la pauta normal de su vida. Hablaba con fluidez. Había pensado con anterioridad lo que quería decir, y ahora lo decía sin vacilar ni consultar notas. Encontraba su papel actual indeciblemente ridículo, pero no le faltaban palabras para expresarse. Estaba en el estrado, con la mirada puesta en su reducido número de fieles. Era una escena familiar. El padre Bob estaba sentado en la primera fila, como de costumbre, con las manos entrelazadas, los ojos brillantes y saltones clavados en Michael, devorándolo con la mirada. Mark Strafford, con los ojos ambiguamente apretados, estaba sentado en la segunda fila, junto a su mujer y Catherine. Peter Topglass estaba en la tercera fila, ocupado en limpiarse las gafas con un pañuelo de seda. De vez en cuando las miraba con ojos de miope y después, insatisfecho, seguía limpiándolas. Siempre se ponía nervioso cuando hablaba Michael. Junto a él estaba Patchway, que generalmente acudía a oír a Michael; se había quitado el sombrero, lo que dejaba al descubierto su calva, que aunque rara vez estaba al aire, había logrado un color bronceado. Paul y Dora no estaban presentes, ya que se habían marchado a dar un paseo, con expresión de enojo y, evidentemente, en medio de una pelea. Toby estaba atrás, con la cabeza entre las manos, tan baja que Michael veía el remolino de pelo de la nuca.
Michael era consciente entonces, cuando ya era demasiado tarde para que le sirviese de algo saberlo, de que había sido un gran error ver a Toby. El encuentro, el apretón de manos habían tenido una intensidad y un encanto que no había previsto, o que no se había preocupado por prever, y que ahora, junto al incidente anterior, se había convertido en algo que poseía el peso y la trascendencia de una trama. Había habido una evolución; había una expectativa. Michael sabía que debía haber llevado a cabo la entrevista con Toby de un modo diferente, pero, con su carácter, no hubiese podido hacerlo. Y como éste era el caso, debería haberle escrito una carta a Toby, o aún mejor, no haber hecho nada en absoluto y haber dejado que el muchacho pensara de él todo lo mal que quisiera. Ahora podía calcular hasta qué punto había necesitado aquella entrevista para que Toby restaurase de algún modo el concepto que tenía de él, que tan toscamente se había desmoronado por lo que había ocurrido.
Michael comprendía ahora que el problema consistía en que había realizado la acción que correspondía por derecho a una persona mejor; y sin embargo, por una austera paradoja, una persona mejor no se habría encontrado en una situación que hubiese requerido aquella acción. Habría sido posible mantener la conversación con Toby sin sentimentalismos y dar por terminado el asunto; pero no era posible para Michael. Recordó sus oraciones, y que se había tomado aquel incidente casi como una prueba para su fe. Es cierto que una persona de gran fe hubiese podido actuar atrevidamente con impunidad; pero Michael no era esa persona. Lo que no había logrado hacer era calibrar con exactitud sus recursos, su nivel espiritual; y de hecho, era de sus últimas reflexiones sobre aquel tema de donde había sacado, con cierta amargura, el texto de su sermón. Debe realizarse el acto más bajo que se puede lograr y mantener, no el acto más alto que resulta una torpeza.
Michael era consciente de que sobrestimar la importancia de lo que ocurría era en sí mismo un peligro. Suspiraba por un poco de sentido común que le permitiera concebir su acción como algo deplorable pero que al menos acabase sin consecuencias desastrosas. Pensaba con cierta pusilanimidad que un confidente enérgico, incluso cínico, le hubiese ayudado a reducir la influencia que la situación ejercía sobre él, al verla con unas proporciones más corrientes y menos dramáticas. Pero no podía tener ningún confidente; y seguía siendo consciente, continua y tristemente, de una de las consecuencias que había acarreado su acto. Había destruido por completo la paz de espíritu de Toby. Había llevado al muchacho, de una juventud abierta, alegre y trabajadora a una angustiada, reservada y evasiva. A Michael le resultaba tan notable el cambio en la conducta de Toby que le sorprendía que, al parecer, nadie hubiese reparado en ello.
También había destruido su propia paz de espíritu. Una excitación enfermiza le consumía. Trabajaba con regularidad, pero con malos resultados. Descubrió que se despertaba cada mañana con una sensación de curiosidad y expectación. No podía evitar observar continuamente a Toby. Por su parte, Toby eludía a Michael, en tanto que a todas luces estaba pendiente de él. Michael adivinó, sobre una base general, y después lo leyó en el comportamiento del chico, que se había desencadenado una reacción. Al hablar con Toby en la vereda de los chotacabras, pensó que la emoción que había sentido había despertado un eco; su recuerdo aún le emocionaba. La idea de que los sentimientos de Toby iban menguando, de que quizá estuviera endureciendo deliberadamente su corazón y de que pensara con repugnancia en aquel impulso de afecto, reducía a Michael a una especie de frenesí. Anhelaba hablar con Toby, hacerle preguntas, explicarse una vez más; y no podía evitar esperar que Toby le obligase a mantener un tete-a-téte. Deseaba sacar de alguna forma el átomo de bien que había en aquel lío, que cristalizaría su inofensiva buena voluntad hacia Toby, y la de Toby hacia él. Pero sabía, y lo sabía muy bien, que era imposible. Era casi seguro que en este mundo Toby y él nunca podrían ser amigos; y quizá el endurecimiento del corazón fuese la mejor solución. Rezaba constantemente por Toby, pero descubrió que sus oraciones se tornaban en fantasías. Le atormentaban vagos deseos físicos y el recuerdo de Toby, cálido y relajado contra él en la furgoneta; y tenía sueños obsesivos sobre una figura ambigua y esquiva que a veces era Toby y a veces Nick.
Cuando dejaba que su mente se explayara en la idea de que Toby y Nick estaban juntos en la casa de los guardas, esta idea añadía otra dimensión al desasosiego de Michael. Se cuestionaba una y otra vez, infructuosamente, si Nick le habría visto abrazar a Toby. Y siempre llegaba a la conclusión de que era imposible, pero se sorprendía dudando una vez más. Este tema estaba rodeado por tal nube de angustia que no sabía con certeza qué era lo que lamentaba: el daño a su reputación, el posible daño a Nick, o algo mucho más primitivo, la pérdida del afecto de Nick, que, al fin y al cabo, no tenía ninguna razón para esperar que aún conservase, y sin duda, ningún derecho a desear mantenerlo.
El único resultado de este estado de agitación era que resultaba más imposible que nunca «hacer algo» por Nick; a pesar de ello, aún estaba decidido a hablar con Catherine. Cuando su imaginación, con una maldita agilidad visual, evocaba escenas posibles en la casa de los guardas, le atormentaban unos celos por partida doble que también le impedían reconsiderar su proyecto, tan deseable desde diversos puntos de vista, de mudar a Nick o a Toby o a ambos al Court. Pensaba que sus motivos resultarían evidentes, al menos en el terreno que más le interesaba actualmente; y tampoco podía cobrar ánimos para actuar movido por tales motivos, aunque estuvieran apoyados por otras buenas razones. Su único consuelo consistía en que Toby iba a abandonar Imber en el plazo de dos semanas; y probablemente, Nick se marcharía una vez que Catherine hubiese entrado en la abadía. Era cuestión de esperar. Más adelante, y con la ayuda de Dios, ordenaría su mente y volvería a sus tareas y sus proyectos, sobre los que había tomado la decisión de que no se vieran alterados por aquel intervalo de pesadilla.
Michael proseguía con el sermón. Siguió diciendo:
—Es lo positivo lo que salva. ¿Podemos dudar que Dios nos exige que nos conozcamos? Recuerden la parábola de los talentos. En cada uno de nosotros hay diferentes talentos, diferentes inclinaciones, muchos de ellos susceptibles de un uso bueno o malo. Debemos esforzarnos en conocer nuestras posibilidades y utilizar cualquiera que sea la energía que realmente poseamos en la realización de la voluntad de Dios. Como seres espirituales, en nuestra imperfección y también en la posibilidad de nuestra perfección, diferimos profundamente unos de otros. Lo que nos diferencia es algo que puede tardarse mucho tiempo en descubrir; y es posible que algunas diferencias no lleguen a aparecer nunca. Cada uno de nosotros tiene su propia forma de percibir a Dios. Tengo la certeza de que comprenderán lo que esto significa al afirmar que se encuentra a Dios, por así decirlo, en ciertos lugares; en lo que se refiere a Dios, poseemos un sentido de orientación, un sentido de que aquí está lo que es más real, más verdadero, mejor. Este sentido de la realidad y de la importancia forma parte de ciertas experiencias de nuestras vidas, y en personas diferentes, estas experiencias pueden ser distintas. Dios nos habla en diversas lenguas, y a esto debemos prestar atención.
»Recordarán que la semana pasada James nos habló sobre la inocencia. Yo añadiría lo siguiente a lo que tan insuperablemente dijo él. Nos han contado que debemos ser, no sólo tan inofensivos como palomas, sino también tan astutos como serpientes. Para vivir en inocencia, o para, tras haber caído, volver al buen camino, necesitamos toda la fortaleza de que podamos hacer acopio; y para utilizar nuestra fortaleza debemos saber dónde se encuentra ésta. No debemos, por ejemplo, realizar una acción porque en abstracto nos parezca buena si de hecho es tan contraria a nuestras percepciones instintivas de la realidad espiritual que no podemos realmente llevarla a cabo. Cada uno de nosotros percibe un cierto tipo y grado de realidad, y de aquí procede nuestra fuerza para vivir como seres espirituales; y al utilizar lo que ya conocemos y disfrutar de ello, podemos esperar saber más. El autoconocimiento nos llevará a evitar las ocasiones de tentación más que a confiar en la fortaleza desnuda para vencerlas. No debemos atribuirnos acciones que corresponden a aquellos cuya visión espiritual es más elevada que la nuestra, o distinta. Estas tentativas sólo producirán desastres, y descubriremos que la acción que hemos realizado no es, después de todo, el elevado propósito que teníamos intención de realizar, sino otra cosa.
»Quiero utilizar, siguiendo una vez más el ejemplo de James, la imagen de la campana. La campana está sujeta a la fuerza de la gravedad. El movimiento oscilatorio que la hace subir también tiene que hacerla bajar. Así también nosotros debemos aprender a comprender el mecanismo de nuestra energía espiritual, y descubrir dónde se encuentran los escondites de nuestra fortaleza. Esto es lo que quería decir al afirmar que es lo positivo lo que salva. Debemos explotar nuestra fortaleza, desde dentro hacia fuera y, mediante la comprensión y utilización exactas de la energía que poseemos, adquirir más. Esta es la astucia de la serpiente. Esta es la lucha, sin duda grata a los ojos de Dios, para convertirnos más plena y profundamente en las personas que somos; y al explorar y santificar cada rincón de nuestro ser, dar vida a ese individuo único y perfecto que Dios puso a nuestro cuidado al crearnos».
Michael volvió a su asiento, con los ojos vidriosos. En el silencio alarmante que siguió a sus palabras se sintió como un sonámbulo. Se arrodilló con los demás y rezó la oración para la paz de espíritu, que en tales momentos era lo más a que podía aspirar. Siguió penosamente las peticiones del padre Bob Joyce; y una vez acabado el culto se escabulló rápidamente de la Sala Larga y se refugió provisionalmente en su despacho. Se preguntó si sería evidente que había dicho exactamente lo contrario que James la semana pasada. Esto le llevó a reflexionar sobre lo poco que había meditado, en medio del drama de los días anteriores, en el simple hecho de haber violado una norma. Recordó las palabras de James: la sodomía no es deplorable; está prohibida. Michael sabía que lo que a él le interesaba era el cómo y el cuándo de su condición deplorable. De hecho, no creía que estuviera simplemente prohibido. Dios ha creado hombres y mujeres con estas tendencias, y ha hecho que estas tendencias sean tan profundas que, en muchos casos, constituyen el mismo núcleo de la personalidad. No era asunto suyo, pensaba Michael, que en una sociedad diferente y quizá mejor, pudiera ser moralmente permisible mantener relaciones homosexuales. Tenía la certeza de que en cualquier mundo en que viviese lo juzgaría equivocado, por diversas razones. Pero esto no le llevaba a pensar que pudiera dejar a un lado el tema por completo, como hacía James. Era complicado. Dios le había hecho así y no creía que Dios le hubiese hecho un monstruo.
Era complicado; era interesante; y ahí estaba el problema. Comprendía que, en este asunto, como en muchos otros, siempre se dedicaba a realizar lo que James llamaba la segunda acción mejor: la acción que acompaña a la exploración de la propia personalidad y a la estimación de las consecuencias más que a la austera observación de las normas. Y en realidad su sermón de aquel mismo día había sido un elogio de la segunda acción mejor. Pero el peligro era el mismo que James había señalado: que si nos desviamos de una percepción sencilla de ciertos mandamientos definidos, podemos sumirnos en la excitación de una tragedia espiritual por sí misma.
Michael miró su reloj. Recordó que tenía que ver a Catherine antes de la comida, tras haberse decidido finalmente a concertar una cita. Ya era la hora de ir a su encuentro. Sabía que debía intentar decirle algo sobre Nick, pedirle que le diese un consejo definitivo sobre cómo hacer que su hermano participase más en las actividades de la comunidad. No le apetecía sacar a colación aquel tema, ni ver a Catherine en absoluto, pero al menos era lo más natural y sensato que podía hacer. Descubrió que esperaba que Catherine le aconsejara enérgicamente la mudanza de Nick de la casa de los guardas. Descendió la escalera, miró en el vestíbulo y asomó la cabeza por el salón.
No se veía a Catherine; tampoco estaba en el balcón ni en la terraza. Mark Strafford tomaba el sol en los escalones. Michael le gritó:
—¿Ha visto a Catherine por alguna parte?
—Está en el patio del establo con su encantador gemelo —dijo Mark—. El hermano Nick ha decidido al fin arreglar el camión. Deo gratias.
A Michael le desagradó aquella noticia. Estuvo casi tentado de posponer la entrevista, pero decidió rápidamente que no debía hacerlo. Quizá Catherine lo esperase para, por así decirlo, librarse de Nick; y puesto que finalmente había tomado la decisión, con tantas dificultades, de hablar con ella sobre su hermano, era mejor no dejar que su decisión se enmoheciera. Además, sería un alivio acabar con aquella charla, y el motivo menos importante no era que así podría pensar que «había hecho algo» por Nick, aunque en un grado ridículamente pequeño. Se dirigió al patio del establo.
Las grandes puertas que daban al camino estaban cerradas. Michael observó con pesimismo, y no por primera vez, que necesitaban una mano de pintura, y que uno de los postes se estaba pudriendo. Entró por una puertecita que había en el muro. El patio, uno de los éxitos menores de William Kent, estaba formado en tres de sus lados por pesebres coronados por un segundo piso iluminado por ventanas alternativamente circulares y rectangulares, bajo una cornisa dentada. Daba una cierta impresión de ser una pequeña plaza residencial. El tejado de piedra estaba coronado frente a las puertas por una esbelta torre con un reloj. El reloj no funcionaba. A la derecha, una parte del interior del edificio había sido destruida por el fuego, y los agujeros del piso inferior aún estaban cubiertos por hierro ondulado, que el abuelo de Michael había aportado. El patio descendía notablemente hacia el lago, y estaba separado del camino por un alto muro. Ahora, en el calor del día, estaba resguardado, polvoriento, sofocante, y cegador a la luz del sol. A Michael le recordó una plaza de toros.
El camión de quince quintales se encontraba en la mitad del patio, un poco más allá de la sombra del muro, en dirección al lago. El capó estaba abierto, y por debajo del vehículo se veían unos pies que asomaban. Al lado, sin preocuparse del polvo, Catherine Fawley estaba sentada en el suelo. Tenía la falda levantada hasta cerca de la cintura, y sus largas piernas, con los tobillos cruzados, estaban expuestas casi por completo al sol. A Michael le sorprendió verla en aquella postura, y también le sorprendió que, al verle, no se levantase, o al menos se bajase la falda. En su lugar, Catherine elevó la mirada hacia él, sin sonreír. Michael, por primera vez desde que la conoció, conjeturó que quizá Catherine le profesara auténtica antipatía.
Nick salió con dificultad de debajo del camión; los pies desaparecieron por un lado, la cabeza apareció por otro. Se quedó en posición supina, casi fuera, con la cabeza en el polvo. Giró los ojos hacia Michael quien, desde el lugar en que se encontraba, vio su cara al revés. Parecía sonreír, pero su cara invertida tenía un aspecto tan extraño que resultaba difícil saberlo.
—El gran jefe —dijo Nick.
—Hola —dijo Michael—. Eres muy amable por arreglar el camión. ¿Quedará bien?
—Qué tontería —dijo Nick—. No soy amable por arreglar el camión. No me explico cómo no lo he hecho antes. ¿Por qué no dices lo que piensas? No era más que un tubo de alimentación de gasolina obstruido. Ahora funcionará bien.
Continuó tumbado allí; su extraña cara de demonio barbudo estaba alzada hacia Michael.
Michael, aún consciente de la mirada de Catherine, titubeó, tratando de encontrar palabras.
—Buscaba a tu hermana —dijo.
—Pues estaba hablando con ella —dijo Nick—, discutíamos sobre nuestra infancia. Pasamos nuestra infancia juntos, ¿sabes?
—Ah —dijo Michael estúpidamente.
Por alguna razón no podía enfrentarse con los dos, y cayó en la cuenta de que ésta era una de las pocas ocasiones en que los había visto juntos.
—Sé que es malo charlar y recordar —dijo Nick—, pero debes perdonamos, puesto que es nuestra última oportunidad. ¿Verdad, Cathie?
Catherine no dijo nada.
Michael musitó:
—Bueno, me marcho. Puedo ver a Catherine en otra ocasión.
—Todo se cumplirá y todo se cumplirá y todas las malditas cosas se cumplirán —dijo Nick—. ¿No es así, Cathie?
Michael se dio cuenta de que Nick estaba un poco borracho. Se dio la vuelta para marcharse:
—Espera un momento —dijo Nick—. Siempre estás cortado, como la leche cuando me llega a la casa de los guardas. Si quieres que todas las cosas se cumplan, puedes hacerme un pequeño favor, ¿quieres?
—Claro —dijo Michael—. ¿De qué se trata?
—Sube al camión, pon la palanca de cambios en punto muerto y suelta el freno de mano.
Michael se dirigió instintivamente hacia el vehículo y se detuvo de repente.
—Nick —dijo—, no seas imbécil; no tiene ninguna gracia. Y sal de ahí. Además, sabes que es peligroso, por la pendiente. Deberías haber colocado el camión de lado.
Nick se arrastró lentamente, se levantó y se sacudió la ropa, sonriendo. Al verle vestido con un mono, y, en apariencia, desempeñando un trabajo, Michael observó que estaba mucho más delgado y curtido que cuando llegó, más guapo y considerablemente más despierto. También se dio cuenta de que aquellas eran las primeras palabras reales que le dirigía desde el día de su llegada. Nick, que evidentemente las deseaba, parecía contento.
Michael estaba a punto de dar alguna excusa para marcharse cuando volvió a oírse la puerta de madera del camino que se abría con un chirrido. Todos se dieron la vuelta. Era Toby. Se quedó parpadeando ante la escena que se ofrecía a sus ojos: Catherine aún sentada con las piernas al aire, y Michael y Nick uno al lado del otro, junto al camión. Vaciló, con la expresión de quien acaba de interrumpir una conversación íntima y, puesto que era imposible retirarse, entró en el patio y cerró la puerta. Michael pensó de inmediato que Toby había ido en su busca. Tuvo la sensación de que se sonrojaba.
—Vaya, aquí está mi suplente —dijo Nick—. Podrías haber recibido una lección, pero ya se ha acabado.
Después, dando la espalda a Toby, le dijo a Catherine:
—Cathie, ¿te importaría ponerlo en marcha?
Para sorpresa de Michael, que nunca la había asociado con motores de ningún tipo, Catherine se levantó lentamente, se estiró la falda y subió al camión. Al mirarla tuvo la sensación que no había experimentado antes, de que la muchacha representaba un papel. Encendió el motor. Nick comprobó los resultados, escudriñando el capó. Parecían satisfactorios. Cerró el capó y siguió sonriendo a Michael durante unos momentos. Después dijo, elevando la voz sobre el continuo estruendo del motor:
—Creo que vamos a llevarlo a dar una vuelta para asegurarnos de que funciona bien. Que conduzca Catherine. Ven, Toby.
Toby, que se había quedado junto a la puerta, inquieto, pareció sobresaltarse. A continuación se dirigió hacia el camión.
—Ven, rápido —dijo Nick mientras mantenía abierta la puerta de la cabina—; tú también vienes.
Toby subió.
—¿Y tú, Michael? —dijo Nick—. Vamos a ir muy apretados, pero supongo que alguien puede sentarse en las rodillas de otro.
Michael negó con la cabeza.
—Entonces, ¿te importaría abrirnos la puerta? —dijo Nick.
Nick iba sentado en el medio, entre Catherine y Toby, con los brazos extendidos sobre el respaldo del asiento, de modo que abrazaba al muchacho y a su hermana.
Michael se acercó a las grandes puertas de madera como en un sueño, y las abrió, arrastrándolas. Catherine embragó con suavidad y el camión pasó junto a él, envuelto en una nube de polvo, y desapareció en el camino. Al cabo de unos momentos, aún de pie en el patio vacío, infeliz y exasperado, lo vio reaparecer a lo lejos, al otro lado del lago. El camión subió rugiendo hacia la casa de los guardas y desapareció por la carretera principal.