Capítulo quince

Al llegar a Imber, Dora se sentía considerablemente más deprimida. Había tomado un tren en seguida, pero era lento. Volvía a tener un hambre terrible. Le asustaba la ira de Paul. Trataba de seguir creyendo que le había ocurrido algo bueno; pero ahora parecía que ese algo bueno no tenía nada que ver con sus problemas actuales. Había sido algo extraordinario, y ya había acabado. Además, Dora estaba cansada y no podía pensar más, y se sentía desanimada, asustada y ofendida. Recorrió en el taxi del pueblo la mayor parte del camino; no quería que llegase hasta la casa, puesto que deseaba que la hermandad descubriese tranquilamente el hecho de que había regresado. También temía que, a menos que pudiera verle a solas antes, Paul hiciese una escena en público. Vio a lo lejos las luces del Court, que se le antojaron hostiles y censoras.

Eran mucho más de las diez. Al recorrer el último tramo del camino, pisando con la mayor suavidad posible sobre la grava, Dora vio que había luces encendidas en el vestíbulo y el salón. No podía ver la ventana de su habitación, que daba al otro lado del lago. La casa se erguía oscura por encima de su cabeza, y ocultaba las estrellas. Oyó música y se detuvo. Le llegó claramente el agudo sonido de un piano en el aire suave, cálido y silencioso de la noche. Dora escuchó perpleja. Estaba segura de que no había un piano en Imber. Entonces pensó, claro, es un disco, el recital de Bach. Aquella era la noche fijada y toda la comunidad debía estar reunida escuchándolo en el salón. Se preguntó si Paul estaría allí. Se apoyó cuidadosamente en la barandilla para pisar con mayor delicadeza y se deslizó por los escalones hasta el balcón.

Las luces del vestíbulo y de las modernas puerta-ventanas del salón formaban una zona brillantemente iluminada en la parte superior de la escalera. Dora vio las losas claramente recortadas. La música estaba muy alta, y era evidente que nadie podía haberla oído acercarse. Dora prestó atención a la música durante unos momentos, alejada del haz de luz. Sí, sin duda era Bach. A Dora no le gustaba ningún tipo de música en la que no pudiese participar cantando o bailando. Paul había renunciado a llevarla a los conciertos porque no podía dejar los pies quietos. Escuchó con desagrado las duras repeticiones de sonidos que removían sus emociones sin satisfacerlas y que exigían, de un modo arrogante, que se los tuviera en cuenta. Dora se negó a considerarlos.

Se escabulló, aún oculta en la oscuridad, hasta llegar a un lugar desde el que podía ver el salón. Confiaba en que el agudo contraste entre la luz y la oscuridad la ocultaría de la observación de los que había en el interior. Descubrió con cierta sorpresa que podía ver dentro con bastante claridad, y que al desplazarse podía examinar toda la habitación. La música, como una cascada, parecía haber creado una enorme barrera, y resultaba extraño ver a tanta gente junto a ella. Pero eran personas sometidas a un hechizo, y pensó que podía estudiarlas como un brujo estudia a sus víctimas.

La comunidad estaba sentada en semicírculo, en las incómodas sillas con brazos de madera del salón, excepto la señora de Mark, que estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y la falda recogida por debajo de los tobillos. Se apoyaba sobre la pata de la silla de su marido. Mark Strafford, con la mano detenida en el acto de acariciarse la barba, estaba vuelto hacia la esquina en que se encontraba el gramófono, y tenía el aspecto de una persona que desempeñase el papel del Moisés de Miguel Ángel en una charada. Junto a él se encontraba Catherine, con las manos entrelazadas, frotándose las palmas suavemente. Tenía la cabeza inclinada, los ojos meditabundos, la gruesa zona que se extendía entre las pestañas y las cejas altas y curvas somnolienta y visible. Llevaba el pelo agitado por detrás de las orejas, descuidadamente. Dora se preguntó si escucharía realmente la música. Toby estaba sentado en el centro, frente a la ventana, graciosamente doblado en la silla, con una de sus largas piernas debajo del cuerpo y la otra por encima del brazo, con una mano colgando. Parecía distraído y un tanto preocupado. Junto a él se encontraba Michael, que tenía los codos apoyados en las rodillas, la cara oculta entre las manos, y el pelo de un dorado descolorido se le colaba entre los dedos. A su lado se encontraba James, con la cabeza echada hacia atrás en actitud descarada y casi sonriente de estar disfrutando de la música. En la esquina estaba Paul, sentado rígidamente, con aquel aire militar que a veces le daba el bigote y que tan poco concordaba con el resto de su personalidad. Parecía tenso, concentrado, como si estuviese a punto de proferir una orden.

Dora lamentó encontrar a Paul en el recital. Con un poco de suerte, podía haberle abordado con mayor facilidad, abatido en su habitación; como en realidad debería haberse encontrado, pensó Dora resentida, con el misterio de la desaparición de su mujer aún sin resolver. Dora lo observó durante un rato, nerviosa, y después volvió a escudriñar a todo el grupo. Al verlos así, todos juntos, se sintió excluida y agresiva, y recordó la recomendación de Noel. Les rodeaba una atmósfera de segura complacencia; eran la clase espiritual dirigente. Deseó repentinamente ser tan grande y feroz como un gorila y arrancar las endebles puertas de sus goznes, ahogar aquella música repulsiva con un salvaje alarido carnívoro.

Dora llevaba tanto tiempo observando que se sentía invisible. Hizo un ligero movimiento, a punto de retirarse, y al moverse vio que Toby la miraba fijamente desde la ventana. Durante unos momentos, no tuvo la certeza de que la hubiese visto, y se quedó inmóvil. Un cambio en la expresión del chico, un agrandamiento y mayor atención de los ojos, una tensión del cuerpo le indicaron que la había estado observando. Dora esperó. Se preguntó qué haría Toby. Para su sorpresa, no hizo nada. Se quedó sentado, con una mirada de profunda concentración, y después bajó los ojos. Dora se escabulló en silencio hacia la oscuridad. Nadie más en la habitación se había dado cuenta.

Se quedó en el extremo del balcón, desanimada, inquieta; no sabía qué hacer. Suponía que debía ir a su dormitorio a esperar a Paul; pero la perspectiva de aquella melancólica vigilia era tan espantosa que no pudo decidirse a subir la escalera. Volvió a bajar distraídamente a la terraza y empezó a caminar lentamente por el sendero que llevaba a la calzada. La luna acababa de salir y había suficiente luz para ver adonde se dirigía. Se distinguían las siluetas de los árboles y la torre de la abadía, como en su primera noche de estancia en Imber. Llegó al lago, que parecía emitir una luminosidad tenue y negra; aún no le alcanzaban de lleno los rayos de la luna.

Al mirar atrás, hacia la casa, se asustó al ver que una oscura figura la seguía por el sendero. Estaba segura de que era Paul, y el viejo y profundo temor que le inspiraba convirtió el panorama nocturno en algo terrible. Estuvo a punto de echar a correr, pero se quedó quieta, con la mano en el pecho, como si fueran a golpearla. La figura se aproximó; caminaba deprisa y sin ruido por la senda herbosa. Cuando estuvo cerca vio que era Toby.

—Ah, Toby —dijo Dora con alivio—. Hola. Te has salido del recital.

—Sí —dijo Toby. Parecía jadeante—. Salí antes del último movimiento.

—¿Te gusta esa música? —dijo Dora.

—No demasiado, la verdad —dijo Toby—. De todas formas quería salir, y entonces la vi por la ventana.

—¿Les has dicho que he vuelto? —dijo Dora.

—No; pensé que era mejor no hablar entre los movimientos. Simplemente me escabullí. Ahí dentro tienen para otros buenos tres cuartos de hora —añadió.

—Ah, bien —dijo Dora—. Hace una noche agradable.

—Vamos a pasear un poco —dijo Toby.

Parecía contento de verla. Gracias a Dios había alguien que se alegraba. Caminaron por el sendero que discurría junto al lago, frente a los muros de la abadía. La luna, que se había elevado, extendía un abanico dorado sobre la superficie del agua. Dora miró a Toby y descubrió que la estaba mirando. Se alegraba de estar con Toby. Experimentó una complicidad natural con él que la convenció de la fuerza y la integridad perdurables de su propia juventud. A su lado había una persona a la que no le interesaba recluirla ni juzgarla. Pero los otros, pensó tristemente, Paul de una forma y la hermandad de otra, la obligarían a desempeñar su papel. Unas horas antes se había sentido libre y había vuelto a Imber por su propia voluntad; había llevado a cabo una acción real. Pero ellos la convertirían en el regreso culpable y forzoso de un prisionero fugado. Al considerar la inevitabilidad, cuya naturaleza apenas comprendía, de su superioridad sobre ella, y la imposibilidad de desquitarse, Dora empezó a arrepentirse de haber regresado.

Siguieron andando, intercambiando algún comentario, sobre la luz de la luna, hasta que el sendero se internó en el bosque. Los cubrió la caverna de follaje oscurecido, iluminada aquí y allá por destellos del agua dorada. Toby entró en el bosque confiadamente y Dora le siguió. El silencio en compañía del muchacho le resultaba agradable. Había decidido dejar transcurrir aquellos «buenos tres cuartos de hora» que había dicho Toby, y un rato más para que la comunidad se dispersara hacia sus habitaciones; entonces podía tener la seguridad de encontrar a Paul a solas.

—¡Bueno, aquí estamos! —dijo Toby.

—¿Dónde? —dijo Dora.

Llegó a su lado. Los árboles estaban separados de la orilla del agua y la luz de la luna mostraba claramente un espacio cubierto de hierba y una rampa de piedra que descendía hacia el lago.

—No es más que un sitio que yo conozco —dijo Toby—. Me he bañado aquí una o dos veces. No viene nadie más que yo.

—Es bonito —dijo Dora.

Se sentó en las piedras de la parte superior de la rampa. El lago parecía inmóvil, y sin embargo, producía extraños ruidos líquidos en el silencio subsiguiente. En la otra orilla, a la izquierda, se veía el muro de la abadía con sus almenas. Pero enfrente sólo estaba el bosque oscuro, la continuación al otro lado del agua del bosque que se extendía detrás. A Dora se le antojó que el ancho círculo iluminado por la luna en cuyo borde se encontraba sentada era inquietante, desolador. Cantó un búho. Dora levantó la mirada hacia Toby Se alegraba de no estar allí sola.

Toby estaba de pie, cerca de la parte superior de la rampa, y miraba a Dora. Ésta olvidó lo que iba a decir. La oscuridad, el silencio y la proximidad de ambos le hizo tomar repentina conciencia física de la presencia de Toby. Sintió una línea de fuerza entre el cuerpo del chico y el suyo. Se preguntó si también él la sentiría en ese momento. Recordó que le había visto desnudo, y sonrió. La luna dejó ver su sonrisa y Toby se la devolvió.

—Cuéntame algo, Toby —dijo Dora.

Toby, un tanto sobresaltado, descendió por la rampa y se sentó en cuclillas junto a ella. El olor fresco y herboso del agua les inundaba las fosas nasales.

—¿Qué? —dijo.

—Nada especial —dijo Dora—. Cuéntame algo, cualquier cosa.

Toby se sentó en las piedras. Tras una pausa, dijo:

—Voy a contarle algo muy extraño.

—Adelante —dijo Dora.

—Hay una enorme campana ahí abajo, en el agua.

—¿Cómo? —dijo Dora.

Se incorporó, asombrada; casi no le había entendido.

—Sí —dijo Toby, complacido con el efecto que había producido—. ¿No es raro? La encontré mientras buceaba. Al principio no estaba seguro, pero volví otra vez. Tengo la seguridad de que es una campana.

—¿La has visto, la has tocado?

—La he tocado y palpado por todas partes. Sólo está medio enterrada en el fango. Está muy oscuro y no se ve bien.

—¿Tiene grabados? —dijo Dora.

—¿Grabados? —dijo Toby—. Bueno, está como corroída y desgastada por fuera, pero eso puede ser por cualquier motivo. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Cielo Santo! —dijo Dora.

Se puso de pie, y se tapó la boca con la mano.

Toby también se levantó. Estaba asustado.

—Pero ¿qué ocurre?

—¿Se lo has contado a alguien más? —dijo Dora.

—No. No se por qué, pero he pensado mantenerlo en secreto hasta que la vea otra vez.

—Bueno, escucha —dijo Dora—. No se lo digas a nadie. Será nuestro secreto, ¿quieres?

A Dora, que no albergaba ninguna duda sobre la historia de Toby ni sobre la identidad del objeto, le embargó repentinamente el júbilo y la inquietud de quien ha recibido un gran poder que aún no sabe cómo utilizar. Se aferraba a su descubrimiento como un muchacho árabe se aferraría a un papiro. No sabía de qué se trataba, pero estaba decidida a venderlo caro.

—De acuerdo —dijo Toby satisfecho—. No diré una palabra. Supongo que es muy raro, ¿no? No sé por qué no me ha intrigado más. Al principio no estaba seguro, y además, desde entonces me han distraído muchas otras cosas. Pero puedo estar equivocado. Usted parece muy entusiasmada con el asunto.

—Estoy segura de que no te equivocas —dijo Dora.

Le contó la leyenda que le había referido Paul, y que tan fuerte huella había dejado en su imaginación, sobre la monja pecadora y la maldición del obispo.

Al final del relato, Toby estaba tan agitado como ella misma.

—Pero una cosa así no puede ser cierta —dijo Toby.

—No, claro —dijo Dora—, pero Paul dice que por lo general hay algo de verdad en estas viejas historias. Probablemente, la campana fue a parar al lago de alguna forma, y allí sigue. —Señaló la lisa superficie del agua—. Si es la campana medieval, es muy importante para el arte, la historia y demás. ¿Podríamos sacarla?

—¿Quiere decir usted y yo? —replicó Toby con asombro—. No, no es posible. Es enorme, debe pesar una barbaridad, y además, está hundida en el fango.

—Has dicho que sólo está medio enterrada —dijo Dora—. Tú eres ingeniero. ¿No podríamos hacerlo con una polea o algo así?

—Podríamos improvisar una polea —dijo Toby—, pero no tenemos fuerza motriz. Aunque supongo que podríamos usar el tractor. Pero ¿qué quiere hacer?

—Todavía no lo sé —dijo Dora. Tenía la cara entre las manos, los ojos brillantes—. Sorprender a todos. Hacer un milagro. James dijo que aún no había acabado la época de los milagros.

Toby vacilaba.

—Si es importante —dijo—, ¿no deberíamos decírselo a los demás?

—Lo sabrán pronto —dijo Dora—. No hacemos ningún daño. Pero sería una sorpresa maravillosa. Imagínate…, bueno, quizá…, imagínate que sustituyéramos la campana nueva por la antigua de algún modo, cuando llegue la nueva la próxima semana. Van a cubrirla con un velo que quitarán a la puerta de la abadía. ¡Piensa en la sensación que provocará cuando encuentren la campana medieval debajo del velo! ¡Sería precioso, sería como un auténtico milagro, el tipo de cosa que hace que la gente vaya en peregrinación!

—Pero no sería más que un truco —dijo Toby—. Y además, es posible que la campana esté rota y tenga desperfectos, y por añadidura, es muy difícil.

—No hay nada demasiado difícil —dijo Dora—. Pienso que esto estaba reservado para nosotros. Me gustaría estimular a todos un poco. Recibirán una enorme sorpresa, y les alegrará tanto tener la campana, que será como un regalo inesperado. ¿No crees?

—¿No será de… cierto mal gusto? —dijo Toby.

—Cuando algo es suficientemente extraordinario y maravilloso, no puede ser de mal gusto —dijo Dora—. En última instancia, animará a todos. ¡A mí desde luego me va a animar! ¿Eres valiente?

Toby se echó a reír. Dijo:

—Es una idea extraordinaria. Pero estoy seguro de que no lo lograremos.

—Con un ingeniero que me ayude —dijo Dora—, puedo hacer cualquier cosa.

Y en efecto, mientras miraba a la luz de la luna, las aguas tranquilas, pensó que sólo con su fuerza de voluntad podía hacer que se elevara la gran campana. Al fin y al cabo, y a su modo, iba a luchar. Iba a desempeñar el papel de hechicera en aquella santa comunidad.