Dora Greenfield estaba tumbada en la cama. Era la mañana del mismo día. Paul le había hecho el amor y se había marchado a trabajar. Dora se había sometido a su amor sin entusiasmo, y después se había sentido cansada e irreal. Había pasado la hora del desayuno y no había razón para levantarse entonces, en lugar de más tarde. Estaba tumbada mirando por la ventana abierta, por la que se divisaba una vez más un cielo claro. Contempló aquella profundidad del espacio preguntándose si había que llamarlo azul o gris. El sol debía brillar y el cielo debía ser azul, pero como su habitación estaba orientada hacia el norte y desde la cama no veía nada iluminado por el sol, el color se le escapaba. Se envolvió más en las sábanas y encendió un cigarrillo. A pesar de todo, era una mañana fría, con una humedad otoñal en el aire.
Desde aquel pequeño discurso sobre Catherine, las cosas no habían ido bien con Paul. No era que Dora sintiera celos, o que Paul estuviese realmente encaprichado con Catherine. Era sencillamente que Dora había comprendido entonces, con una exactitud devastadora a la que generalmente era ajena, lo mucho que de puro desprecio había en el amor de Paul; y siempre lo habría, pensó, puesto que se hacía pocas ilusiones respecto a su capacidad para cambiar. No se le ocurrió preguntarse si podría cambiar Paul, ni esperar de él nada en absoluto. Tenía la sensación de que su desprecio la destruía, y en consecuencia, su amor no era bien recibido. Sin embargo, y de una forma indirecta y tímida, le amaba todo el tiempo, desesperada y melancólicamente, como podría amarse a alguien con quien nunca se ha hablado.
Habían vuelto a discutir otra vez. Dora había ido varias veces a los locutorios a mirar los libros de Paul; pero aparte de uno o dos dibujos, le parecían insulsos, y Paul hacía amargas exclamaciones sobre lo mucho que la aburría, con lo que a Dora le resultaba más difícil mostrar interés. Ahora le dejaba a solas durante el día, y haraganeaba ella sola, o realizaba pequeñas tareas en la casa bajo la dirección de la señora de Mark. Se sentía vigilada. Imaginaba que todos la observaban disimuladamente para ver si estaba alegre, para ver si volvía a la vida normal con su marido. Se sentía organizada y recluida. La señora de Mark le había sugerido ya tres veces que sería una buena idea que hablase con la madre Clara; y en la tercera ocasión, y por pura inercia, Dora dijo que quizá lo hiciese. Hoy, sin duda, la señora de Mark trataría de obligarla a concertar una cita definitiva. Dora apagó cuidadosamente el cigarrillo en la parte posterior de una caja de cerillas y se dispuso a levantarse.
Al dirigirse a la ventana se miró en el gran espejo. Llevaba el pijama azul de nailon que se había perdido junto con la maleta. Se miró, preocupada. Se preguntó si realmente estaba más delgada, y si haber reducido el consumo de alcohol había mejorado su aspecto. Pero no podía tomarse interés por lo que veía, ni creerlo. Ni siquiera podía concentrar la mirada en la cara estupefacta de su imagen. Siguió andando y se asomó a la ventana. Brillaba el sol; el lago, denso, estaba lleno de reflejos, la torre normanda le presentaba un lado dorado y otro que se escondía en la sombra. Dora experimentó la extraña sensación de que todo aquello estaba dentro de su cabeza. No había forma de penetrar en aquella escena, puesto que era imaginaria.
Sobrecogida por esta sensación, empezó a vestirse y trató de pensar en algo práctico. Pero persistía la turbadora sensación de irrealidad. Era como si su consciencia hubiese devorado el entorno. Ahora todo era subjetivo. Recordó que incluso Paul se había mostrado subjetivo aquella mañana. Haber hecho el amor con él quedaba lejos, como algo que ella hubiese imaginado, como una fantasía de semivigilia, y en absoluto como un encuentro con otro ser humano real. Dora se preguntó si estaría enferma. Quizá debía pedirle un termómetro a Mark Strafford, tomar alguna medicina. Volvió a la ventana y se le ocurrió la idea de tratar de romper de alguna forma la inmovilidad ociosa de la escena. Pensó que si tiraba algo con mucha fuerza por la ventana, caería ruidosamente al agua y alteraría los reflejos. Abrió más la ventana y buscó algo que lanzar. La caja de cerillas no era suficientemente pesada. Cogió la barra de labios, se echó hacia atrás y la arrojó. Ésta desapareció, y presumiblemente cayó a poca distancia del lago, entre la hierba crecida. Dora casi sintió ganas de llorar.
Fue entonces cuando despertó en ella el deseo de ir a Londres. Desde su llegada a Imber, no había considerado seriamente la posibilidad de marcharse ni por un momento. Pero ahora, llevada por aquel acceso de melancolía solipsista con un grado mayor de desesperación, sintió la necesidad de actuar; y al parecer, sólo había una cosa que pudiese llevar a cabo: tomar el tren de Londres. Sintió calor en las mejillas, el latir de su corazón: inmediatamente más real. Se puso la chaqueta y examinó el bolso. Tenía suficiente dinero. Nada le impedía marcharse; era libre. Se sentó en la cama.
¿Debía marcharse? A Paul le disgustaría mucho. Pero, de hecho, su relación con Paul era tan lamentable últimamente que no podía ser peor, y reflexionó vagamente sobre el bien que podía reportarle aquella sorpresa. En lo más profundo de su ser sentía un deseo de castigarle. Durante los últimos dos días había sido espectacularmente grosero con ella. Dora sentía la necesidad de demostrarle que aún podía actuar con independencia. No era su esclava. Sí, se iría. Y la idea, una vez que tomó cuerpo en su interior, le resultó deliciosa. Por supuesto, no se quedaría mucho tiempo; quizá ni siquiera pasara la noche allí. No lo convertiría en una tragedia. Regresaría casi de inmediato, airosa, despreocupada. No tenía que planearlo ahora. ¡Pero qué tonificante sería para ella, y qué bofetada para Imber! Llenó una pequeña bolsa y se dirigió discretamente hacia la estación, a pie. Dejó una nota en la que decía: «Me he ido a Londres».
Por supuesto, Dora no se había preocupado de informarse sobre la salida de trenes. Pero resultó que tuvo suerte, y no bien hubo llegado a la estación, sin aliento, entró un tren rápido con destino a la ciudad. Al bajar al andén en Paddington, se sorprendió al descubrir que aún no era mediodía. Se quedó allí durante un rato, y dejó que la multitud corriese a su alrededor, encantada con las prisas y los empujones, el estrépito de voces y trenes, los olores de aceite y vapor y suciedad, el tumulto mugriento y todo lo demás, el anonimato curativo de Londres. Ya se sentía ella misma. Fue a una cabina de teléfonos y marcó el número de Sally. Sally, que por entonces daba clases en una escuela primaria, estaba en casa a horas irregulares y era difícil encontrarla. No hubo contestación. Dora se alegró y lo lamentó al mismo tiempo, puesto que ya podía telefonear a Noel con la conciencia más tranquila.
Noel estaba en casa. Al otro lado del cable, la voz de Noel parecía encantada, extática. Dora tenía que ir a comer, tenía que ir de inmediato, la casa estaba llena de cosas riquísimas, no tenía que trabajar por la tarde, nada podía ser más agradable. Rebosante de alegría, Dora subió a un taxi. Pronto llegó a la casa en que vivía Noel, una gran mansión de color crema de la primera época victoriana, con un inmenso pórtico, en un callejón sin salida sombreado por árboles, cerca de Brompton Road. Noel vivía en el último piso.
El encuentro fue entusiasta. Dora apenas pudo atravesar la puerta con suficiente rapidez. Se arrojó a los brazos de Noel. Noel la hizo girar, la levantó del suelo, la lanzó al sofá y brincó a su alrededor como un enorme perro. Reían y hablaban al mismo tiempo con toda la potencia de sus voces. Dora se sorprendió de lo mucho que le alegraba.
—¡Caramba! —gritó—. Todo este ruido me hace bien.
—No me extraña —dijo Noel—, después de ese espantoso convento. Déjame mirarte, sí, más pálida, más delgada. ¡Cariño, me alegro mucho de verte!
Volvió a dejarla en el suelo y la besó tumultuosamente.
Dora levantó la mirada hacia él. Tocó sus rasgos vulgares, desiguales, le tiró del pelo descolorido y lacio y apretó sus enormes manos amigables. Qué grande era. Y Dios mío, cómo calmaba los nervios.
—Dame una copa —ordenó Dora.
La casa de Noel era moderna. Una moqueta gris cubría el suelo de todas las habitaciones. Unas estanterías pintadas de blanco contenían libros de economía y viajes por el extranjero, tres paredes eran amarillas, y la tercera estaba cubierta por un papel blanco y negro que parecía un bosquecillo de bambúes. Todo estaba reluciente y limpio. Una de las esquinas la ocupaba un gramófono de alta fidelidad en madera clara de nogal, colocado en la parte superior, junto a un lustroso montón de discos de larga duración. El enorme diván estaba cubierto con una colcha galesa de dibujos geométricos, y adornado con innumerables cojines de diferentes tonos de verde. Las sillas eran de acero combado, de una exquisita comodidad. Al oír el tintineo de los cubos de hielo y oler el aroma de los limones que Noel cortaba en rodajas con un afilado cuchillo, Dora extendió los brazos. Noel le hacía sentir que no era ningún escándalo seguir siendo joven. Anunció:
—Voy a bañarme.
—¡Como quieras, cariño! —dijo Noel—. Te llevaré la copa al cuarto de baño. Supongo que la sibarítica costumbre de bañarse está prohibida en el convento.
En Imber enchufaban el calentador de agua dos veces a la semana, y una lista de baños que colocaba la señora de Mark en el tablón de anuncios señalaba el orden de prioridad. Dora, a quien sólo le interesaban los baños como lujo y no como necesidad, perdió su turno. Ahora, en el cuarto de baño rosa y blanco de Noel, dejó correr el agua humeante, vertió las olorosas sales de baño y buscó en el ventilado armario una toalla cálida y suave. Ya estaba en el agua cuando llegó Noel con el combinado.
—Ahora, cuéntame —dijo Noel mientras se sentaba en el borde de la bañera—. ¿Ha sido terrible?
—En realidad no está mal —dijo Dora—. Sólo he venido a pasar el día, ¿sabes? Pensé que necesitaba un cambio. Todos son simpáticos. Todavía no he visto a ninguna monja, excepto la que vive fuera, pero tengo la horrible sensación de que me vigilan y me organizan.
—¿Cómo está nuestro querido Paul?
—Bien. Bueno, ha sido muy bruto conmigo durante dos días, pero supongo que es culpa mía.
—¡Ya estamos! —dijo Noel—. ¿Por qué tiene que ser todo culpa tuya? Quizá lo sea alguna cosa, pero no todas. El problema con Paul consiste en que está celoso de tu capacidad creativa. Como él no puede crear nada, está decidido a que tú tampoco lo hagas.
—No seas tonto —dijo Dora—. Yo no tengo dotes creativas y Paul es tremendamente creativo. ¿Me sujetas el vaso y me pasas el jabón?
—Bueno, no empecemos con Paul —dijo Noel—. Pero con respecto a esos religiosos, no permitas que te creen mala conciencia. A esa clase de personas le encanta el sentimiento de pecado y vivir en una atmósfera de sentimentalismo y autodegradación. Tú debes ser una buena presa: la esposa arrepentida y todo eso. Pero no te rindas a ellos. No olvides nunca, cariño, que lo que creen no es cierto.
—¡Te estás bebiendo mi copa! —dijo Dora—. No, supongo que no es cierto, pero a pesar de todo, tienen algo agradable.
—Eso puede estar bien —dijo Noel—, pero están completamente equivocados. Al final, nada bueno puede salir de creencias falsas. No hay Dios y no hay juicio, salvo el juicio que emite cada uno de nosotros personalmente, y eso es un asunto privado. Por supuesto, a veces hay que entrometerse con la gente para evitar que hagan cosas que no nos gustan. Pero, por el amor de Dios, dejemos sus mentes en paz. No soporto a esos cerdos complacientes que van por ahí juzgando a la gente y haciéndola sentirse humillada. Si quieren revolcarse en un sentimiento de indignidad, allá ellos; ¡pero cuando se entrometen con sus vecinos, habría que luchar decididamente contra ellos!
—¡Pareces muy apasionado! —dijo Dora—. Pásame la toalla.
—Sí, estoy un poco exaltado —dijo Noel—. No te enfríes, cielo. Voy a prepararte otra copa y a poner el disco nuevo. Es que me horroriza pensar que esa gente te haga sentirte como una vil pecadora cuando en realidad no es culpa tuya. Y la idea de Paul en el papel de esposo ofendido y virtuoso me da ganas de vomitar. Quizá tenga algún valor informativo ese lugar. Las comunidades de chiflados sirven para hacer artículos ¿Quieres que vaya a echarle un vistazo?
—¡Oh, no, por favor! —dijo Dora sobresaltada—. ¡No debes hacerlo! Van a traer una campana nueva a la abadía, es decir, una campana grande para colocarla en la torre, y creo que van a hacer declaraciones a la prensa, pero no ocurre nada más, y les disgustaría mucho que alguien fuese a escribir sobre ellos. Son realmente simpáticos, Noel.
—Bueno, si tú lo dices… —dijo Noel—. Escucha esto, amorcito.
Mientras Dora se ponía rápidamente la ropa oyó el redoble expectante y regular de una batería. Después, en aquel sonido profundo y rítmico se entrelazaron los gritos impremeditados y de protesta de un clarinete y una trompeta. El redoble, más insistente que nunca, quedó oculto en el estrépito nostálgico y dorado, cada vez más complejo. La música florecía, desbocada, irresistible. Dora salió apresuradamente del baño y se reunió con Noel, que recorría la habitación como una pantera. Se pusieron a bailar, con mucha lentitud al principio, solemnes, mirándose fijamente a los ojos. Unos ligeros movimientos de la cabeza y las caderas expresaban su comunión con el ritmo. Sus pies empezaron a moverse más aprisa; entretejían un complicado dibujo en la moqueta mientras Noel, al ritmo de la batería, retiraba a empujones las sillas y mesas del centro de la habitación. Extendió la mano hacia Dora, la atrajo hacia él, volvió a empujarla, la hizo girar rápidamente hasta que se convirtió en un caleidoscopio de faldas ondeantes y muslos esplendorosos y pelo castaño dorado revuelto por la cara.
Cuando acabó el disco cayeron al suelo, agotados, riendo triunfantes tras la solemnidad ritual del baile. Cuando acabaron las risas se miraron, sentados y entrelazados en el suelo, aún con las manos unidas.
—¡Lucha! —dijo Noel—. ¡No lo olvides: lucha! Y ahora, mi querida niña, tengo que dejarte para traer lo único que nos falta, que es una botella de vino. No tardaré ni un minuto. La tienda está aquí al lado. Déjame que vuelva a llenarte la copa. Mientras tanto puedes entretenerte en sacar las cosas de la nevera.
Besó a Dora y bajó la escalera cantando. Cuando se hubo marchado, Dora se quedó sentada en el suelo durante un rato, dando sorbos a la copa que Noel había vuelto a llenar y disfrutando de la sensación física de puro presente que le había proporcionado el baile. Después se levantó, fue a la cocina y abrió la nevera. Al parecer le esperaba una comida deliciosa. Sacó varias clases de salami, aceitunas rellenas, páté, tomates, pepinillos, varias clases de quesos, un racimo de plátanos y una buena tajada de carne fresca y roja. Dora, a quien le gustaba que sus comidas se desarrollaran en una serie de pequeños placeres, se le hizo la boca agua. Colocó los alimentos en la mesa, y los rodeó con ajo, pimienta, aceite, vinagre, mostaza francesa, sal marina y todo el aparato con que sabía que le gustaba cocinar a Noel. En sus comidas sencillas y apetitosas, él era siempre el jefe de cocina y Dora su ayudante, que le admiraba. Se sentía sumamente alegre.
Empezó a sonar el teléfono en el cuarto de estar. Dora se dirigió hacia allí distraídamente y descolgó el receptor. Al tener la boca llena de galletitas saladas, no pudo contestar de inmediato, y el interlocutor del otro lado del cable dijo las primeras palabras.
La voz de Paul dijo:
—Oiga, ¿es Brompton 8379?
Dora se quedó helada. Tragó las galletas y apartó el teléfono; lo miró como si fuese un animalejo salvaje. Se hizo el silencio.
Paul dijo:
—Oiga, ¿puede ponerse el señor Spens?
Dora apenas le oía hablar. Volvió a acercarse con cautela el teléfono al oído.
—Soy Paul Greenfield. ¿Está ahí mi mujer?
Dora conocía aquel tono de voz de Paul, frío, tembloroso por una ira nerviosa. Apenas se atrevía a respirar, por si se oía. Paul debía saber que ella estaba al otro extremo de la línea. No se animaba a colgar el teléfono. Quizá si se quedaba quieta Paul pensaría que no podía ponerse en comunicación con aquel número.
—Dora.
Al oír su nombre, Dora cerró los ojos, y su cara se contrajo en una mueca de dolor. Pero se quedó inmóvil, como petrificada; apenas respiraba.
—Dora —volvió a decir Paul—. Dora, ¿eres tú?
De repente, en el silencio que siguió se oyó otro ruido a través del hilo. Durante unos momentos, a Dora no se le ocurrió qué podía ser. Después reconoció el canto de un mirlo. El pájaro emitió unas notas y se calló. La cabina de teléfonos de Imber estaba en el piso de abajo, en el vestíbulo junto al refectorio. El mirlo debía estar afuera, en la terraza. Volvió a cantar, y su canto sonó claro e intolerablemente lejano y extraño en el silencio posterior al sonido de la voz de Paul. Dora dejó ruidosamente el teléfono sobre la mesa. Entró en la cocina. Miró la comida con una especie de asombro, la puerta entreabierta de la nevera, la copa a medio terminar. Regresó y colgó el receptor.
Volvió a la cocina. El trozo de carne, que se desenrollaba al descongelarse, estaba crudo y rezumante, con el envoltorio manchado de rojo adherido a él. De repente, el ajo, las aceitunas, el aceite, se le antojaron a Dora parte integrante de un espantoso aparato de seducción. También aquí la organizaban, pensó. Volvió a embargarle la sensación de irrealidad; después de todo, no había ni citas ni acciones. Se quedó así durante un rato, abatida e indecisa. Ya no quería estar allí ni comer con Noel. Quería huir del teléfono. Recogió la chaqueta y la bolsa, garrapateó una nota para Noel, y empezó a bajar pesadamente la escalera. Sabía que a Noel no le importaría. Eso era algo maravilloso de Noel, que le hacía tan diferente de Paul; nunca se molestaba por pequeños detalles como que alguien fuese a comer con él y de repente decidiera marcharse.
Dora llegó a la esquina de la calle y llamó un taxi. Mientras el taxi daba la vuelta para recogerla en el bordillo de la acera, vio a Noel que corría hacia ella con una botella en la mano. La alcanzó en el momento en que se detenía el taxi.
—¿Qué te pasa ahora? —dijo Noel.
—Paul ha telefoneado —dijo Dora.
—¡Dios mío! —dijo Noel—. ¿Qué le has dicho?
—No le he dicho nada —dijo Dora—. Colgué el teléfono.
—¿Va a venir aquí?
—No, llamaba desde el campo. Oí cantar un pájaro. No contesté, así que no puede saber nada.
—Bueno, ¿y la comida? —dijo Noel.
—Ya no me apetece —dijo Dora—. Por favor, perdóname.
—Pensaba que eras una luchadora —dijo Noel.
—No sé luchar —dijo Dora—. Además nunca he podido distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Pero no importa. Siento irme tan aprisa. Me gustó el baile.
—A mí también —dijo Noel—. De acuerdo, márchate. Pero no olvides que lo que esa gente cree no es verdad.
—Vale —dijo Dora.
Se volvió hacia el taxista y le dijo lo primero que le vino a la cabeza.
—A la National Gallery.
Noel gritó mientras se alejaba el taxi:
—¡No lo olvides! ¡No hay Dios!
Dora no tenía una intención especial de ir a la National Gallery; pero una vez allí, entró. Era un lugar tan adecuado como cualquier otro para decidir qué hacer. Ya no quería comer. Se preguntó si debería intentar telefonear a Sally otra vez; pero ya no quería ver a Sally. Ascendió las escaleras y se internó en la perenne primavera de las salas con aire acondicionado.
Dora había estado en la National Gallery miles de veces, y los cuadros le resultaban casi tan familiares como su propia cara. Al pasar entre ellos, como por entre un bosquecillo querido, sintió que la calma descendía sobre ella. Deambuló un poco, mientras observaba con compasión a los pobres visitantes armados de guías que miraban ansiosamente de cerca las obras maestras. Dora no necesitaba mirarlas de cerca. Las contemplaba, como puede hacerse cuando por fin se conoce muy bien algo grande; se enfrentaba con ellas con la dignidad que ellas mismas otorgaban. Tenía la sensación de que los cuadros le pertenecían, y pensó tristemente que eran casi lo único que le pertenecía. Consolada por la presencia de algo acogedor y sensible en aquel lugar, sus pasos la llevaron distraídamente hacia los diversos santuarios que tanto había venerado anteriormente: los grandes espacios iluminados de los cuadros italianos, más amplios y sureños que el sur real; los ángeles de Botticelli, radiantes como pájaros, complacidos como dioses, y, rizada como los zarcillos de una parra, la magnífica presencia carnal de Susanna Fourment; la presencia trágica de Margarethe Trip, el mundo solemne de Piero della Francesca, con sus colores de madrugada, el mundo cerrado y dorado de Crivelli. Dora se detuvo finalmente frente al retrato de las dos hijas de Gainsborough. Las niñas caminaban de la mano por un bosque, con los vestidos resplandecientes, los ojos serios y oscuros, las dos pálidas cabezas, como capullos redondos y plenos, parecidas y diferentes al tiempo.
A Dora siempre le conmovían los cuadros. Hoy también le conmovían, pero de una forma distinta. Con una especie de gratitud, se maravilló de que aún estuviesen allí y su corazón se llenó de amor por los cuadros, con su influjo, su hermosa generosidad, su esplendor. Pensó que allí por fin había algo real y perfecto. ¿Quién había dicho que la perfección y la realidad se encuentran en el mismo sitio? Allí había algo que su consciencia no podía devorar ni, al convertirlo en parte de su fantasía, hacerlo despreciable. Incluso Paul, pensó, sólo existía ahora como alguien con quien ella soñaba; o como una vaga amenaza externa con la que nunca se había topado realmente ni había comprendido. Pero los cuadros eran algo real, fuera de ella, eran algo que le hablaba con amabilidad aunque en tono soberano, algo superior y bueno cuya presencia destruía el espantoso aislamiento como de trance de su anterior estado de ánimo. Cuando el mundo parecía subjetivo, carecía de interés y valor. Pero, después de todo, ahora había algo más en él.
Estos pensamientos revoloteaban en la mente de Dora, sin una articulación clara. Nunca había pensado de esa forma sobre los cuadros; ni tampoco extrajo unas consecuencias muy explícitas en esta ocasión. Pero pensaba que había recibido una revelación. Miró el lienzo de Gainsborough, radiante, sombrío, tierno y poderoso, y experimentó inmediatamente el deseo de arrodillarse ante él, de abrazarlo y llorar.
Dora miró angustiada a su alrededor; se preguntó si alguien habría observado su arrobo. Aunque no había llegado a postrarse, su cara debía tener una expresión de éxtasis poco común y, de hecho, las lágrimas empezaban a asomar a sus ojos. Descubrió que estaba sola en la sala y sonrió, tras haber recuperado el placer más calmado del conocimiento que poseía. Dirigió una última mirada al cuadro, aún sonriendo, como podría sonreírse en un templo, con una sensación de apoyo, de ánimo, de amor. Después se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida del edificio.
Dora se apresuró; quería comer. Miró su reloj y descubrió que era la hora del té. Recordó que había dudado sobre lo que debía hacer; pero ahora, sin pensarlo, se había hecho evidente. Debía regresar a Imber de inmediato. Su vida real, sus problemas reales, estaban en Imber; y puesto que existía algo bueno bajo alguna forma y en algún lugar, pudiera suceder que después de todo se resolvieran sus problemas. Había una conexión, pensó oscuramente, sin comprenderlo, que debía agarrarse a aquella idea: había una conexión. Compró un bocadillo y tomó un taxi para volver a Paddington.