Capítulo trece

Era la mañana siguiente. El sol aún brillaba fielmente, pero cierta crudeza y frialdad del aire a la hora del desayuno indicaban la estación del año, por lo que se veían con mayor rapidez las señales de la decadencia otoñal. Toby pasó las primeras horas de la mañana con Patchway, que estaba ansioso por enseñarle a utilizar el cultivador. Toby descubrió que, sorprendentemente, aquel chisme no le interesaba y que era torpe en su manejo. Después de las once lo enviaron, como de costumbre, al cobertizo de embalaje, pero se encontró con que allí no tenía nada que hacer. La señora de Mark, que se apresuró a ir a la casa a hacer la colada, le dijo que volviera a la huerta. Pero en su lugar, Toby se marchó furtivamente, solo. Quería pensar.

Decidió ir a sentarse durante un rato a la capilla de los visitantes y cruzó la calzada, sin preocuparle que pudieran observarle. Nunca había estado en la capilla, salvo en misa, y ahora, vacía y silenciosa, se le antojó que era un lugar que imponía respeto. Las cortinas estaban descorridas, y a través de la verja se veían el altar y la débil luz del santuario. La capilla de los visitantes estaba iluminada por dos pequeñas ventanas de vidrio verdoso, y estaba bastante oscura. La capilla de las monjas, o lo que se veía de ella, estaba más oscura, sin duda iluminada por vidrieras de colores de la última época victoriana. En el interior había un silencio desesperante pero, en cierto modo, alerta.

Toby se quedó escuchando durante un rato cerca de la puerta de la capilla de los visitantes. Le habían dicho que a todas horas, día y noche, siempre había una monja rezando en la capilla principal. No oía nada. Avanzó de puntillas hacia la verja y se detuvo junto a la barandilla baja de la comunión, que estaba delante de la verja, a unos tres pies de ésta. Resultaba muy extraño que estuviera situada oblicuamente al altar, y que no se pudiera ver el cuerpo de la capilla que daba a éste. No se aventuró a traspasar la barandilla, sino que, con una mirada nerviosa a su espalda, se acercó todo lo que pudo a la pared de la izquierda de la capilla, y desde allí miró por entre los barrotes. Vio poco más de lo que había detrás; sólo los escalones del altar, unas baldosas de colores del suelo y un trozo de la pared de enfrente. La nave permanecía inexorablemente oculta.

Al mirar hacia la oscuridad más profunda, Toby recordó repentinamente la tenebrosidad del lago, en que volvía a verse el mundo con colores diferentes, y le invadió un profundo deseo de traspasar la verja. Esta idea le dejó sorprendido y atemorizado. Allí estaba, y en un sentido, nada le impedía abrir la puertezuela de la verja, entrar en la capilla y mirar la nave, aunque sólo fuese durante unos momentos. Se preguntó qué vería. Gran número de bancos vacíos y quizá una monja solitaria que le contemplaría sombríamente, arrodillada en alguna parte cerca de las últimas filas; o —y este pensamiento le puso la carne de gallina— quizá estuviera allí toda la comunidad, a unas cuantas yardas de él, sentada en completo silencio. En un sentido, nada le impedía entrar. En otro, era algo completamente imposible, y no tuvo ánimos ni siquiera para ir más allá de la barandilla.

Se retiró rápidamente a la parte de atrás de la capilla de los visitantes; le avergonzaba la idea de que le sorprendiesen fisgando, y se sentó. El día anterior había experimentado una fuerte impresión acompañada de una especie de terror, y después aquella necesidad febril de hablar con Michael. Pero al menos el día anterior se había sentido imparcial; era un espectador. Hoy se sentía comprometido. Le habían violentado, y después le habían hecho participar del secreto; ya no era víctima, sino cómplice. Comprendió que, en cierto modo, era injusto con Michael. Lo que Michael había dicho el día anterior era perfectamente sensato y racional; y tras aquella brevísima conversación en la vereda habían regresado a casa, hablando con cuidadosa despreocupación sobre otros temas. Pero lo que persistía en la mente de Toby era la forma en que Michael le había cogido la mano, y el largo momento en que se quedaron con las manos fuertemente entrelazadas. Si no fuera por eso…; porque de hecho, Toby sabía que él había deseado el contacto tanto como Michael. También a él le desbordaba la emoción. A pesar de las palabras, había sido como una escena de amantes; y al volver a considerarla, parecía que las palabras no hubieran sido más que paja, que se elevaban hacia la destrucción en el despiadado calor del encuentro. Toby se sentía atrapado en algo sucio y turbador que no le gustaba en absoluto.

No obstante, no experimentaba antipatía hacia Michael. Incluso la sensación de asco físico con que le había llenado aquel incidente seguía dirigida contra él mismo. Lo que Michael había hecho suponía para Toby una revelación importantísima. Toda su concepción sobre la existencia se había hecho en un instante inmensamente más compleja, y había avanzado en un breve período de tiempo. Toby ya se sentía menos inclinado a catalogar a Michael o a definir lo que era. Más bien le embargaba una enorme curiosidad. ¿Qué se sentía al ser una figura casi sacerdotal e ir por ahí besando a los chicos? Quizá, y a pesar de lo que Michael había dicho, lo hacía con frecuencia. Acaso tuviera unas inclinaciones irresistibles y repentinas. ¿Sufría la tortura del remordimiento? Aún perduraba en Toby la sensación que había experimentado de lo agradable que era conocer el lado sórdido de una persona tan venerada. A pesar de su disgusto por la situación, era consciente de una especie de placer por haber obtenido poder sobre Michael; un poder, que en su mente, apenas distinguía de un instinto de protección. Se sorprendió meditando con ternura sobre las flaquezas de Michael.

Toby no tenía la costumbre de sentarse a reflexionar. Por lo general, era activo, práctico; no le aquejaba la menor inquietud. Con la sencillez que acompaña a cierta educación excelente, consideraba que aún no era adulto en toda la extensión de la palabra. Nunca le habían preocupado ni los hombres ni las mujeres. Pensaba que «enamorarse» era algo reservado para el futuro, para ese futuro que, según le parecía, estaba aún lejano y en el que conocería al otro sexo. Para él supuso un choque comprobar con qué rapidez se había transformado su visión del mundo. Sentía una desgana extraordinaria hacia el trabajo. Por encima de todo quería hacer lo que hacía ahora: sentarse a pensar, a recordar una y otra vez cosas que se habían dicho y hecho y evocar continuamente la cabeza de un dorado pálido y la cara preocupada y como de halcón de su amigo. Se preguntó, asustado, si en eso consistiría enamorarse.

Toby estaba lejos de la sofisticación de creer que todos participamos de ambos sexos. Pensaba que se amaba a los hombres o a las mujeres, y que si se tenía la desgracia de desarrollar gustos homosexuales nunca se podría llevar una vida normal después. Este pensamiento le llenó de un temor insidioso. Michael le había dicho que no exagerase la importancia de lo que había ocurrido; pero le había ocurrido a él, y aún seguía ocurriendo, y ejercía tan poco control sobre ello como sobre el proceso digestivo. Se preguntó, y la idea poseía mayor solidez desde la noche anterior, si sería homosexual por naturaleza.

¿Le atraían las mujeres? El hecho de que no fuese así no le había preocupado a Toby lo más mínimo hasta el momento. Ahora empezó a preocuparse, y a desear asegurarse inmediatamente.

Toby tenía un hermano, mucho más joven que él, y ninguna hermana. Apenas conocía a chicas de su edad. No tenía ninguna imagen que evocar para poner a prueba sus inclinaciones. Reflexionó durante un rato sobre el concepto general de Mujer. Ante él se elevó un ser bien formado, aunque un tanto maternal. Empezó a desnudarla tímidamente. Y mientras contemplaba aquella visión, observando disimuladamente sus propias reacciones, fue dándose cuenta gradualmente de que aquella inmensa encarnación de la feminidad adquiría los rasgos de Dora Greenfield.

Toby quedó sorprendido y complacido ante aquella evolución. No era especialmente consciente de que Dora le resultase atractiva, pero ahora, al examinar verdaderamente sus pensamientos, que antes hubiera juzgado inadecuados, se le antojaba que era sensible a sus encantos desde hacía tiempo. Desde luego, poseía una cabeza magnífica, con aquellas crenchas lisas de pelo castaño dorado que la enmarcaban, como en un cuadro italiano; y con respecto a lo demás, era redondita, podría decirse que rolliza. La imaginación de Toby jugó a modo de prueba con aquella imagen más expansiva de Dora durante un rato. Pero sobre todo veía la cara, con su boca llena y sus rasgos suaves, y aquella mirada maternal y alentadora. En tanto que los pensamientos de Toby huían de la imagen más fría de Catherine, a pesar de su dulzura, como de la figura de Artemisa, al recordar el semblante y los gestos de Dora encontraba un aliento y una invitación cálidos.

Sus fantasías quedaron interrumpidas por un ruido de movimiento en el interior de la capilla de las monjas. Se oían suaves pasos y el frufrú de pesadas faldas. Toby se levantó de un salto, asustado. Debía de ser la hora de sextas. Se quedó de pie, escuchando las pisadas y el sugestivo susurro. Éstos persistieron durante un rato; después se oyó un ruido que disminuía, como de un gran pájaro que se asentara en su nido. Siguió un silencio, que finalmente acabó al romper a cantar una voz soprano un canto llano. Toby se quedó estupefacto. Había algo monstruoso, casi provocativo, en la cercanía invisible e inexpugnable de tantas mujeres. Ya no era indudable la condición de tabú de la clausura, ahora le resultaba irritante, tentadora, excitante. La monja que cantaba tenía una voz muy fina y pura, no muy distinta de la de Catherine. El canto prosiguió hasta que su horrible pureza y austeridad se le hicieron intolerables. Se dio la vuelta y salió a trompicones de la capilla.

Afuera, a la deslumbradora luz del sol, se sintió indeciblemente enfermo e inconsolable. Era consciente de un oscuro deseo de hacer algo violento. El conocimiento de que se había escabullido de la huerta le preocupaba, y sin embargo, también le complacía. Deliberadamente se apartó de la calzada y siguió el muro de la abadía hacia la carretera principal, aún lejana. Caminaba pegado al muro, arrastrando la mano por él. Era un muro alto, construido de pequeñas piedras cuadradas, granito y siderita, y tenía un aspecto moteado y dorado. El polvo de la seca superficie se desprendía en la mano de Toby como polen. Siguió caminando, con la cabeza gacha, verdaderamente enfadado consigo mismo y con el mundo.

El muro, al separarse de la orilla del lago, pronto quedaba rodeado a ambos lados por altos árboles, y Toby se encontró en el bosque. Un poco más allá se dio cuenta de que el escenario le resultaba familiar. A su izquierda se abría un amplio sendero de coníferas que discurría hacia el lago, y en el extremo opuesto vio el sol que brillaba en el espacio abierto, no lejos de la casa de los guardas. Le asaltaron vividos recuerdos de la tarde anterior, y experimentó la extraña sensación de ser infiel, seguida por un sentimiento de completa confusión ante todo. La violencia nace del deseo de escapar de uno mismo. Toby elevó la mirada hacia el muro.

Uno o dos días antes, ni siquiera hubiera concebido la posibilidad de saltar el muro de la abadía. De repente se le antojó que, puesto que todo estaba tan embrollado, estaba permitida cualquier cosa. Esta sensación no era desagradable. Una enorme excitación embargó a Toby, y comprendió cuán agitado físicamente había estado durante la última media hora. Retrocedió hacia la protección de los árboles y miró a su alrededor. El corazón le golpeaba furiosamente el pecho. Recordó la pequeña puerta que había visto, que daba al sendero; pero sin duda estaría cerrada con llave. Examinó el muro. Era muy viejo, con las piedras unidas holgadamente, lleno de irregularidades y salientes. Escogió un lugar en que las piedras sobresalían y retrocedían de una forma tentadora, y empezó a ascender hacia la parte superior del muro, sus manos buscaban asideros en las grietas.

Era más difícil de lo que parecía. La piedra blanca se resquebrajó por los bordes y Toby cayó al suelo con las muñecas desolladas. Estaba frenético. Le embargaba un violento deseo de ver el interior de la clausura. Experimentó una vez más, con una intensidad sin precedentes, la perturbadora sensación de encontrarse a punto de atravesar el espejo. El muro presentaba el grado justo de dificultad. Era un obstáculo, pero no insuperable. Toby volvió a intentarlo.

Esta vez encontró un fuerte asidero para el pie, y con los miembros extendidos, exploró el muro por encima de su cabeza, ya a medio camino, en busca de un lugar adecuado para poner los dedos. Lo encontró, y levantó un pie. Estiró el brazo a tientas, con la esperanza de agarrarse a la parte superior. Su mano se topó con el borde, y se agarró a él metiendo los dedos entre una suave franja de musgo y pan de cuco. Se agarró con la otra mano, al empezar a ceder el asidero del pie. Apoyó un codo en la parte superior del muro, y sus pies se revolvieron en busca de un apoyo en la superficie que se desmoronaba. Al cabo de un momento, jadeante y enderezando los brazos, se izó hasta que, apoyado sobre el pecho, pudo pasar una pierna al otro lado del borde. Descansó, a horcajadas sobre el muro.

Agotado y triunfante, Toby contempló el escenario. Para su sorpresa, observó que el sendero de coníferas continuaba al otro lado. Desde donde estaba no podía ver más allá. Dentro del cercado el bosque era igualmente denso, y no se veían edificios, salvo un vislumbre de la torre normanda a la derecha, en la lejanía. Toby experimentó una desilusión inmediata. Al fin y al cabo, el interior era muy parecido al exterior. Hizo girar las piernas hasta el otro lado del muro y se quedó sentado mirando a su alrededor. Quizá ocurriese algo; quizá pasara por allí una monja. Pero estuvo así durante un rato, y el bosque siguió impenetrable y silencioso.

Al escalar el muro, Toby no tenía intención de hacer otra cosa que mirar los terrenos de la abadía. Ahora que estaba sobre el muro, empezó a sentir, cosquilleante y atormentador como una necesidad física, el deseo de saltar al otro lado de la muralla. A los pocos momentos de experimentar esa necesidad, supo que era irresistible. Podía posponerlo, pero tarde o temprano tendría que saltar. Al darse cuenta, se inquietó tanto que saltó inmediatamente y aterrizó entre unas zarzas, con gran ruido y grandes desperfectos en la ropa. Se levantó y se quedó inmóvil; respiraba con agitación y escuchaba. Como todo seguía en silencio, se alejó con cautela del muro y caminó suavemente hacia el sendero donde esperaba ver los edificios de la abadía.

Un poco tembloroso y con la idea de que en cualquier momento una voz severa podía llamarle para pedirle explicaciones, Toby entró en un claro al final de la alameda. Esta era llana y estaba bien cuidada. Pero no llevaba a un edificio, sino a un muro más pequeño en el que había una puerta. No se veía nada más. Toby se quedó inmóvil durante un rato, mirando. Se preguntó qué ocurriría si le descubriesen; su imaginación dudaba entre la imagen de unas monjas que ora huían de él con chillidos agudos, ora se abalanzaban sobre él como bacantes. No sabía qué imagen era más alarmante; o, como se sorprendió pensando, más deliciosa. La consternación por lo que había hecho fue aumentando gradualmente mientras permanecía allí de pie, en medio del silencio amenazante de aquel lugar. Decidió que lo mejor sería volver a escalar el muro y regresar. Pero la repetición, alameda abajo, del muro y la puerta, constituía un reto demasiado fascinante. No podía apartar los ojos de la puerta; y al cabo de un momento se encontró deslizándose entre los árboles hacia ella.

Al llegar allí miró hacia atrás. El alto muro de la clausura ya parecía muy lejano. Pensó que quizá tuviera que volver a la carrera. Se detuvo frente a la puertecita. El muro era aquí más bajo, pero demasiado alto para ver por encima de él. Desaparecía en la sombra de los árboles a cada lado; pero no había árboles más allá del muro. La avenida acababa en ese punto. Toby puso la mano en el picaporte y aspiró una profunda bocanada de aire. Bajó el picaporte y el barrote se elevó con un ruidoso chasquido. Empujó la puerta, que chirriaba un poco, y empezó a abrirla lentamente. El ruido le asustó, pero siguió empujando la puerta, que daba a una alfombra de hierba recortada. Entró por la abertura y se encontró en un cementerio.

Lo inesperado del escenario dejó a Toby rígido en el umbral, con la mano aún en la puerta. Se encontraba en un espacio verde cercado por un rectángulo de vallas, en el que se extendían ordenadamente una fila tras otra de tumbas, cada una de ellas con una pequeña cruz blanca encima. En el otro extremo, una hilera de cetrudos cipreses negros recortados contra el muro quemado por el sol daba a aquel lugar un extraño aire meridional. La inquietud de Toby ante aquella escena apenas aumentó al ver cerca de él a dos monjas, que al parecer limpiaban las tumbas. Una de ellas tenía unas tijeras grandes en la mano. Había un corta césped allí al lado, pero evidentemente no lo habían usado, porque Toby lo hubiera oído. Miró a las monjas, y éstas, que habían abandonado sus tareas al oír el ruido de la puerta, miraron a Toby.

La monja que tenía las tijeras grandes dejó la herramienta en el suelo y dijo algo en voz baja a la otra monja. Después se dirigió hacia Toby; su largo hábito arrastraba por la hierba. Toby la vio acercarse, paralizado por la vergüenza y la inquietud.

Cuando la monja se hubo acercado lo suficiente como para que Toby pudiese enfocar su aturdida mirada hacia su cara, comprobó que sonreía. Soltó la mano de la puerta y retrocedió automáticamente para salir del cementerio. Ella le siguió, cerró la puerta tras ella, y quedaron frente a frente en la vereda.

—Buenos días —dijo la monja—. Supongo que eres Toby. ¿No es verdad?

—Sí —dijo Toby, con la cabeza gacha.

Empezaron a caminar lentamente por entre los árboles.

—Eso pensaba —dijo la monja—. Aunque nunca nos vemos, es como si os conociésemos a todos, como si fuerais nuestros mejores amigos.

La monga parecía tranquila. Toby sufría terriblemente, aturdido y asustado.

—Supongo que nuestro pequeño cementerio te ha dado una sorpresa —dijo la monja.

—¡Desde luego! —dijo Toby.

—Es un lugar maravilloso, ¿no crees? —dijo la monja—. Es tan acogedor y está tan protegido…; a veces pienso que es como un dormitorio. Es agradable saber que algún día una dormirá ahí.

—Sí, es maravilloso —dijo Toby, desesperado.

Pasaron bajo un gran cedro. Toby observó que de sus ramas desparramadas colgaba algo. Era un columpio. Extendió involuntariamente la mano al acercarse a él y tocó la soga.

—Es un buen columpio —dijo la monja—. Su voz delataba su procedencia irlandesa. ¿Por qué no te subes? El viejo columpio se animaría un poco. Nosotras nos columpiamos de vez en cuando.

Toby vaciló. Después, intensamente sonrojado, se sentó en el columpio y se balanceó varias veces. La monja sonreía.

Toby bajó del columpio musitando unas palabras. Quería echar a correr, lanzarse al suelo. Siguió caminando con la cabeza desviada, junto a la monja, que aún hablaba, hasta que llegaron a la puerta del muro de la clausura.

La monja abrió la puerta.

—¡No está cerrada con llave! —dijo Toby con sorpresa.

—¡Claro; nunca nos molestamos en cerrar las puertas con llave! —dijo la monja—. Espero que te haya gustado escalar el muro. Los chicos siempre están escalando cosas.

Abrió la puerta de par en par, sonriente. Toby salió y se miraron durante unos momentos ante el pórtico. Toby pensó que debía disculparse e hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.

—Lo siento mucho —dijo—. Sé que no debería haber entrado.

—No te preocupes —dijo la monja—. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero yo no lo creía cuando tenía tu edad. Además tenemos una norma especial por la que los niños a veces pueden entrar en la clausura.

La puerta quedó cerrada entre ellos, y a Toby le pareció que la sonrisa de la monja persistía unos segundos en el exterior de la puerta después de que ésta produjese un chasquido al cerrarse. Se dio la vuelta hacia la avenida.

Todo estaba en silencio. Nadie había visto su entrada ni su ignominiosa salida. Echó a correr por la avenida, deseoso de alejarse lo más posible de la clausura peligrosa, y como se le antojaba ahora, más impenetrable que nunca. Se sentía ridículo, humillado y avergonzado. Echó a correr con la cabeza gacha, diciendo para sus adentros: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea».

Llegó jadeante a la pradera que se extendía junto al camino, y al atravesarla vio el Land-Rover que entraba rápidamente por la verja. Su corazón tuvo tiempo para dar un vuelco; pero al momento vio que era Mark Strafford y no Michael quien iba al volante.

Al ver a Toby, Mark aminoró la marcha y gritó

—¿Te llevo? Vamos a llegar tarde a comer.

Toby saltó al interior junto a Mark, y mientras se dirigían a la casa, trató de contestar con coherencia a los comentarios de Mark sobre lo molesta que era la gente en el mercado de Cirencester. Se detuvieron en la extensión de grava frente a la escalera, y la señora de Mark se dirigió apresuradamente hacia ellos, para preguntar a su marido si se había acordado de comprarlo todo.

Toby le dijo:

—¿No sabrá por casualidad dónde está Dora, verdad?

La señora de Mark volvió su cara redonda y brillante hacia él, asombrada.

—¿No lo sabes? —dijo—. La señora de Greenfield nos ha dejado. Ha vuelto a Londres.