Capítulo once

Fue James Tayper Pace quien sugirió a Michael que llevara con él a Toby en el Land-Rover. Michael iba a Swindon a comprar el cultivador mecánico. Aunque habían transcurrido varios días desde la reunión, y Michael anhelaba su juguete, no había tenido tiempo de hacer el viaje. Era miércoles, y estaba decidido a ir, pasara lo que pasase, aquella tarde. A la hora que él llegara, la tienda estaría cerrada, pero había tomado ciertas disposiciones por teléfono, y los de la tienda, con los que ya había hecho muchos negocios, le habían dicho que podía recoger el instrumento a cualquier hora antes de las siete.

—¿Por qué no llevas al joven Toby? —dijo James. Salían juntos de la oficina—. Sólo significará que se marche media hora antes. Que vea el campo. Ha trabajado como un negro.

Esta idea no se le hubiera ocurrido a Michael; pero le pareció estupenda, y cuando estuvo listo para salir, fue a buscar a Toby al jardín trasero.

Le encontró con Patchway; azadonaban las coles de Bruselas.

—No seas tan cuidadoso con ellas —decía Patchway—. ¡Aporréalas! Les viene bien.

Toby se enderezó para saludar a Michael. El chico estaba muy bronceado y grasiento por el sudor. Patchway, desnudo hasta la cintura, aún llevaba su espantoso sombrero flexible.

—A Toby quizá le gustaría venir conmigo a Swindon, simplemente por dar un paseo —le dijo Michael a Patchway—, si es que puede prescindir de él.

Patchway gruñó y miró a Toby, que dijo:

—¡Me encantaría ir, si le parece bien!

—Hasta ahora no nos han molestado las palomas, ¿verdad? —le dijo Michael a Patchway.

—¿Y por qué habían de hacerlo? —dijo Patchway—. Esas sabandijas tienen otras cosas que comer. ¡Pero espere a que llegue el frío!

Toby corrió a cambiarse y Michael se quedó un rato con Patchway. Patchway poseía la envidiable capacidad del hombre del campo, sólo compartida por los grandes actores, de estar sin decir nada, y a pesar de ello existir, grande, presente y a gusto.

Acabada la silenciosa comunión, Michael fue a coger el Land-Rover al patio del establo y lo llevó frente a la casa. El camión de quince quintales hubiera sido mejor para la excursión, puesto que el cultivador iría muy apretado en el Land-Rover, pero el camión estaba encerrado en el garaje, con una dolencia aún no diagnosticada, y Nick Fawley, aunque se lo habían pedido dos veces, aún no se había dignado mirarlo. Éste era el tipo de confusión que conllevaban la falta de tiempo y la falta de personal. Michael sabía que debía asegurarse de que Nick lo arreglase o, en otro caso, ponerlo en manos de un mecánico del pueblo. Pero seguía posponiendo el problema; y entretanto, el Land-Rover tenía que llevar las verduras a Pendelcote, peligrosamente sobrecargado.

Michael se sentía de buen humor y estaba entusiasmado. Tenía puestas grandes esperanzas en el cultivador. Economizaría mucho trabajo pesado, era tan ligero que podían utilizarlo las mujeres; bueno, Margaret, puesto que Catherine se marcharía pronto, y cualquier otra mujer que llegase a la comunidad. A Michael se le caía un poco el alma a los pies al considerar la llegada de más mujeres, pero pensaba que se había acostumbrado perfectamente a las dos que estaban allí. La ampliación de la comunidad era esencial desde todos los puntos de vista, y la timidez que se experimenta ante la ruptura de un grupo ya formado, al fin y al cabo se supera pronto. Con más gente y más maquinaria, aquel lugar se conformaría como firme unidad económica, y acabaría la presente situación de vivir al día, que aunque destrozaba los nervios, poseía un cierto encanto a lo Robinson Crusoe. Michael también estaba contento al pensar en la excursión a Swindon. Hacía semanas que no había llegado más allá de Cirencester y experimentaba un placer infantil ante la idea de visitar la gran ciudad. Y era muy agradable que Toby fuese con él, más aún debido a que él no lo había propuesto.

El trayecto, durante el que Michael contestó a las preguntas de Toby sobre el campo, llevó poco más de una hora. Una vez hicieron una breve parada para ver la iglesia de una aldea. Al llegar a Swindon, se dirigieron directamente a la tienda y encontraron el cultivador listo y embalado en el patio. Con la ayuda del dueño de la tienda, Toby y Michael subieron aquel objeto maravilloso a la parte trasera del Land-Rover y lo sujetaron con cuerdas para que no se moviera durante el viaje. Michael lo contempló con cariño. Sus grandes ruedas amarillas cubiertas de goma, como de juguete, sobresalían por debajo, y el cuerpo cuadrado, rojo brillante, había roto el papel del embalaje por las esquinas. El volante, sensible y partido, lanzaba sus cuernos como de gacela hacia la parte delantera de la furgoneta; llegaba hasta el techo, entre el conductor y el pasajero. Tras colocarlo con cuidado, Michael lo admiró. Lamentaba ver que Toby, cuya ambición actual consistía en conducir el tractor, parecía compartir la opinión de Patchway de que el cultivador era un objeto afeminado.

—¿Te gustaría comer algo? —dijo Michael.

Al haber salido pronto, se habían perdido la merienda-cena. La solución podía ser tomar unos bocadillos en una taberna; y Michael recordó un agradable pub rural que había visto a las afueras de Swindon, en la carretera que llevaba a casa.

Cuando llegaron allí eran las siete y media. La taberna resultó ser más grandiosa de lo que Michael suponía, pero fueron al salón, que conservaba los viejos paneles de roble, oscurecidos de tanto frotarlos, y los altos bancos de madera, además de ciertos objetos de cuero rojo moderno, coquetos grabados de caza Victorianos y cortinas estampadas con jarras de cerveza y vasos de combinados. Las botellas refulgían alegremente detrás de la barra, sobre la que se apoyaban varios hombres joviales de cara roja, vestidos con ropas de mezclilla, de los que hubiera sido difícil decir si eran labradores u hombres de negocios.

Michael instaló a Toby, para regocijo de éste, en un banco grande y cómodo cerca de la ventana, desde donde podía ver el patio de la taberna y vigilar el Land-Rover con su preciosa carga.

—¡Es prácticamente ilegal que te traiga aquí! —dijo Michael—. ¿Tienes dieciocho años, no? ¿Acabas de cumplirlos? Bueno, está bien, ¿qué quieres beber? ¿Un refresco?

—¡Oh, no! —dijo Toby, sorprendido—. Me gustaría tomar la bebida típica de aquí. ¿Cuál cree que es?

—Pues —dijo Michael—, supongo que es sidra del West Country. He visto que tienen de barril. Es bastante fuerte. ¿Quieres probarla? De acuerdo. Quédate aquí. Voy a buscar las bebidas y los emparedados.

Los emparedados eran buenos: pan blanco y fresco y carne asada magra y crujiente. Iban acompañados de pepinillos en vinagre, mostaza y patatas fritas. La sidra era dorada, áspera pero no agria al paladar, y muy fuerte. Michael tomó un gran trago de la bebida familiar; la conocía desde la infancia. Infundía ánimos y estaba llena de recuerdos, todos ellos buenos.

—Esto no es el West Country, ¿verdad? —dijo Toby—. Siempre he pensado que Swindon está bastante cerca de Londres. ¡Pero quizá me equivoque con Slough!

—Es el comienzo del oeste —dijo Michael—. Al menos siempre lo he creído así. La sidra lo demuestra. Yo nací en esta parte del país. ¿Dónde creciste tú, Toby?

—En Londres —dijo Toby—. Ojalá no hubiera sido así. Me hubiera gustado haber ido al menos a un internado.

Hablaron durante un rato sobre la infancia de Toby. Michael empezaba a sentirse tan feliz que podría haber gritado. Hacía mucho tiempo que no se sentaba en una taberna; y estar en aquélla, hablando con el chico, bebiendo aquella sidra, parecía una actividad tan perfecta, que mientras duró no dejó ninguna grieta por la que pudiera asomarse ningún otro deseo. Michael pensó confusamente que era ésta una situación poco corriente; sabía que no la echaba especialmente en falta ni la anhelaba. Sin embargo, al cabo de un rato, a pesar de que disfrutaba de ella, también fue consciente de cosas que echaba en falta, de cosas sacrificadas a lo largo de su vida. En un momento determinado, y relacionada por alguna razón con lo anterior, tuvo una visión, que durante una época le había cautivado, pero que ahora raramente le asaltaba, de la Sala Larga de Imber, alfombrada, atestada de muebles, las paredes adornadas con espejos dorados y el brillo de cuadros antiguos, el piano de cola otra vez en su rincón, la acogedora bandeja de las bebidas sobre el aparador. Pero ni siquiera eso disminuyó su diversión; saber claramente a qué se renuncia, qué se gana, y no arrepentirse de nada; rememorar sin envidia las escenas de un júbilo al que se ha renunciado, y saborearlo efímeramente una vez más, con un placer no ensombrecido por el conocimiento de que es momentáneo, eso es la felicidad, eso seguramente es la libertad.

—¿Qué quieres hacer cuando dejes la universidad? —dijo Michael

—No lo sé —dijo Toby—. Supongo que seré ingeniero de alguna especialidad. Pero no sé muy bien qué quiero hacer. No creo que quiera ir al extranjero. Verá, en realidad, me gustaría hacer algo como lo que hace usted —dijo.

Michael se echó a reír.

—Pero si yo no hago nada, querido muchacho —dijo—. Soy un aficionado universal.

—Sí que lo hace —dijo Toby—. Es decir, ha hecho algo maravilloso en Imber. Me gustaría ser capaz de hacer eso. Claro está, nunca lo haría como usted, pero me gustaría formar parte de una cosa así. Algo tan puro y fuera del mundo moderno.

Michael volvió a reírse de él y discutieron durante un rato sobre lo de estar fuera del mundo. Sin demostrarlo, Michael se sentía enormemente conmovido y un poco triste por la evidente admiración del chico hacia él. Toby lo veía como un dirigente espiritual. Aunque sabía lo deformado de esta visión, Michael no podía evitar contagiarse de una vigorizante sensación de perspectivas prometedoras debido a la imagen transfigurada de sí mismo que albergaba la imaginación del muchacho. Aún no estaba acabado; no lo estaba en absoluto. Miró de reojo a Toby. Para su excursión a la ciudad, Toby se había puesto una camisa limpia y una chaqueta pero no llevaba corbata. Había dejado la chaqueta en la furgoneta. La camisa, que aún conservaba el almidonado de la lavandería, estaba desabotonada, y el cuello se erguía rígido bajo la barbilla, en tanto que una estrecha abertura en la blancura revelaba la oscuridad de su pecho. Michael volvió a observar la rectitud de su corta nariz, la largura de sus pestañas, y su expresión tímida y arisca, falta de confianza, dulce, intacta. No poseía ese aspecto de astucia, esa viveza nerviosa que con frecuencia se aprecia en los chicos de su edad. Mientras le miraba, Michael depositó esperanzas en él, y junto a esto, experimentó la alegría que acompaña a poner esperanzas en otro, sin consideración de uno mismo.

—Me temo que no puedo acabar esto —dijo Toby—. Está bueno, pero es demasiado fuerte para mí. No, no quiero nada más, gracias. ¿Lo quiere usted?

Echó el resto de su pinta de sidra en la jarra casi vacía de Michael. Éste lo bebió de un trago y pidió otra pinta. Vio que había chocolate expuesto en el mostrador, y le compró una pastilla a Toby Al volver al rincón en que estaban sentados, observó con cierta sorpresa que afuera estaba oscuro.

—Debemos marcharnos pronto —dijo, y empezó a beber aprisa la sidra, mientras Toby comía chocolate. ¡Con qué rapidez había pasado el tiempo! Al cabo de unos momentos se levantaron para marcharse.

Al salir al patio, Michael sintió una enorme pesadez en los miembros. Había sido una estupidez beber la segunda pinta; ahora estaba tan poco acostumbrado a aquello, que le hacía sentirse un poco achispado. Pero sabía que se sentiría bien en cuanto subiese a la furgoneta; conducir le despejaría. Subieron al coche y Michael encendió las luces y se encaminó a casa. El cultivador golpeaba, holgado, detrás de él; una palanca de suave goma le rozaba la cabeza.

La carretera parecía diferente por la noche: los márgenes de hierba, de un verde brillante, las paredes gris dorado de las casas de altas ventanas que surgían y se desvanecían rápidamente, los árboles agrupados y misteriosos por encima de la línea de los faros delanteros. De vez en cuando se veía un gato que corría delante del coche, o en las profundidades de la maleza, con los ojos refulgentes al mirar el haz de luz.

—Tú eres científico —dijo Michael—. ¿Por qué no refulgen así los ojos humanos?

—¿Estás seguro? —dijo Toby.

—Bueno, ¿no es así? —dijo Michael—. Nunca he visto refulgir los ojos de nadie.

—Puede ser porque los humanos siempre desviamos los ojos —dijo Toby—. Recuerdo que en el colegio aprendí que cogieron a Monmouth tras la rebelión, mientras se acuitaba en un foso cerca de Cranborne, porque sus ojos relucían a la luz de la luna.

—Sí, pero seguro que no así —dijo Michael.

Un animal sin identificar los miró desde lejos, dos relámpagos verdosos en la carretera, y desapareció.

—Creo que guarda alguna relación con unas células especiales que hay detrás de los ojos —dijo Toby—. Pero aún no estoy completamente seguro de que nuestros ojos no puedan refulgir también si realmente mirásemos las luces. ¡Vamos a hacer la prueba! ¡Yo saldré y me acercaré andando hacia usted mirando la luz, y usted verá cómo están mis ojos!

—¡Eres un verdadero científico! —dijo Michael, riendo—. Pero no ahora. Vamos a esperar a llegar a casa, ¿vale? Entonces podrás hacer tu experimento.

Toby quedó en silencio, y siguieron avanzando durante un rato sin hablar. Michael le oía bostezar. Finalmente Toby dijo:

—Esa sidra me ha dado sueño.

—Duérmete, entonces —dijo Michael.

—No, no —dijo Toby. No tengo tanto sueño como para eso.

Al cabo de unos momentos se quedó dormido. Michael veía por el rabillo del ojo la cabeza del chico que colgaba hacia delante. Los días de trabajo físico duro seguidos de la dosis de sidra lo habían dejado completamente fuera de combate. Michael sonrió para sus adentros.

El Land-Rover marchaba con mayor lentitud que en el viaje de ida. Michael aún se sentía un poco borracho aunque en perfectas condiciones. La exaltación y el deleite que experimentara en la taberna se habían apagado gradualmente hasta convertirse en una satisfacción ronroneante combinada con una pesadez sumamente placentera de todo el cuerpo. Se apoyaba sobre el volante, y lo hacía girar con el antebrazo, mientras cantaba inaudiblemente para sus adentros. Toby tenía la cabeza colgante; estaba a todas luces profundamente dormido. Al tomar una curva se dejó caer silenciosamente a un lado y Michael sintió su peso sobre él. La cabeza del muchacho descendió suavemente sobre su hombro.

Michael siguió conduciendo en un sueño. Sentía la rodilla de Toby que tocaba su muslo, el calor del cuerpo inclinado sobre su costado, el pelo que rozaba su mejilla. El inesperado placer del contacto era tan grande que cerró los ojos un momento, y después se dio cuenta de que aún estaba conduciendo. Trató de respirar más quedamente para no molestar al chico, y descubrió que aspiraba bocanadas de aire largas y profundas. Aminoró la velocidad del Land-Rover y calmó su respiración. Sentía con claridad, como si su esqueleto hubiese aumentado de tamaño repentinamente, la elevación y descenso de sus costillas y el movimiento correspondiente del cuerpo de Toby. Temía que sólo con el latir de su corazón pudiera despertarse el durmiente.

Siguió conduciendo despacio, a velocidad uniforme. Si no tenía que parar no había razón para que Toby no durmiese durante todo el camino hasta Imber. Maniobraba suavemente el Land-Rover en las curvas. Por fortuna las carreteras estaban despejadas. Que Toby siguiera durmiendo parecía lo más deseable del mundo. Michael experimentaba un éxtasis de alegría protectora, y durante unos momentos recordó a un campesino que había visto una vez en las cumbres de los Alpes, sentado en una loma cubierta de verdura mientras observaba cómo pastaban sus vacas. La absurda comparación le hizo sonreír. Siguió sonriendo.

En una recta se atrevió a mirar a Toby. El muchacho estaba hecho un ovillo, apoyado sobre él, con las piernas levantadas, las manos cruzadas de una forma conmovedora, la cabeza entre el hombro de Michael y el respaldo del asiento. La camisa blanca recién lavada se abría hasta casi la cintura. Al mirarle, y volver después los ojos hacia la carretera, tuvo un impulso muy claro de meter la mano por la camisa de Toby. Al momento siguiente, como si este pensamiento hubiese actuado como una chispa, tuvo una nítida imagen visual de sí mismo, en la que desviaba el Land-Rover hacia la cuneta y tomaba violentamente a Toby en sus brazos.

Michael movió la cabeza como para disipar una ligera niebla que le rondaba. Empezó a darse cuenta de que le dolía la cabeza. Debía controlar su imaginación. Le sorprendía que le jugase aquellas malas pasadas. Tenía la suerte, o la desgracia, de poseer una gran fuerza de representación visual, pero las instantáneas que producía no eran por lo general tan asombrosas. Michael ahora se sentía solemne, responsable, aún protector y aún alegre, con una alegría que, como se controlaba de una forma más consciente, parecía más profunda y más pura. Sentía en su interior una infinita fuerza para proteger al muchacho del mal. Lentamente evocó la visión de Toby, el estudiante no graduado. Toby, el joven. Quizá fuera posible seguir conociéndolo, quizá fuera posible velar por él y ayudarle. Michael sentía una profunda necesidad de construir, de retener su amistad con Toby; no había razón por la que tal amistad no resultase fructífera para ambos. Experimentó una serena confianza en su propia discreción, tan escrupulosa. De modo que aquel momento de alegría no sería algo extraño y aislado, sino más bien algo orientado hacia una responsabilidad larga y profunda, un deber. No volvería a haber otro momento como aquél. Pero perduraría parte de su dulzura, de un modo que Toby nunca sabría, en humildes servicios oscuramente prestados en un tiempo futuro. Era consciente de tal fondo de amor y buena voluntad hacia el joven ser que estaba a su lado que no podía ser que Dios quisiera que se secara por completo semejante manantial de amor. Tenía que existir un modo de convertirlo en fuerza para el bien; tenía que existir. Michael no pensaba en ese momento que fuese difícil hacerlo.

Con intensa desilusión advirtió que se acercaban a Imber. Debía haber seguido la carretera sin darse cuenta. Se preguntó si aún estaría borracho. Gracias a Dios, no habían tenido contratiempos. Se internó suavemente en la carretera principal y a los pocos minutos apareció a la derecha el alto muro de piedra de la finca. Michael lamentaba profundamente haber llegado. Toby aún dormía pesadamente. Era una pena despertarlo. El Land-Rover empezó a reducir velocidad. Guiado por cierto instinto, Michael no lo llevó hasta las mismas puertas del jardín de la casa de los guardas. Se detuvo a unas cien yardas de allí y apagó los faros. Después paró el motor. Siguió un terrible silencio.

Toby se agitó. Después se revolvió en el asiento y abrió los ojos. En seguida se despertó completamente.

—¡Dios mío! ¿Me he quedado dormido? —dijo—. ¡Lo siento mucho!

—No tienes por qué sentirlo —dijo Michael—. Has dormido un buen rato. Ya hemos llegado a casa.

Toby profirió una exclamación, sorprendido. Se estiró y bostezó. Dijo con impaciencia:

—Podemos hacer lo de las luces ahora. ¿Le importa? Usted las enciende y yo vendré andando hacia usted mirándolas fijamente.

Michael encendió obediente los faros al máximo, mientras Toby saltaba del Land-Rover. Vio al muchacho correr carretera abajo hasta que estuvo casi fuera del alcance del haz de luz. Después se dio la vuelta y empezó a caminar lentamente, con los ojos fijos en el lugar en que se encontraba Michael detrás del resplandor de las luces. Su figura brillantemente iluminada se aproximaba con paso uniforme. Sus oscuros ojos, muy abiertos y con una mirada extraña, como de sonámbulo, no parpadeaban y eran claramente visibles. No fulguraban ni destellaban; caminaba con paso lento y grácil, muy delgado, las mangas blancas de la camisa le caían por los brazos. Tardó mucho tiempo en llegar.

Al acercarse a la furgoneta metió la cabeza por la ventanilla, junto a la de Michael. Michael le rodeó los hombros con un brazo y le besó.

Ocurrió con tanta rapidez que al momento siguiente Michael no estaba en absoluto seguro de si había ocurrido de verdad o si era simplemente otro producto de su imaginación. Pero Toby se quedó allí, rígido, en el mismo sitio en que había retrocedido para librarse del abrazo de Michael, y en su cara se veía una mirada de estupefacción total.

Michael dijo, y descubrió que su voz se hacía de repente pastosa y vacilante:

—Lo siento. Ha sido una equivocación.

Era una estupidez; no era en absoluto lo que había querido decir, no eran esas las palabras que deseaba. Hubo un momento de silencio. A continuación Michael dijo:

—Lo siento, Toby. Entra por el otro lado y te llevaré a la casa de los guardas. Aún nos queda un trecho.

Toby dio la vuelta por la parte delantera del coche, con la cara desviada. Al poner la mano en la puerta del otro lado, alguien apareció a la vista en la carretera, otra figura nítidamente recortada que caminaba despacio hacia los rayos de luz. Era Nick. En cuanto Michael le vio, movido por un deseo instintivo de ocultarse, volvió a apagar las luces. La silueta de Nick se vislumbraba cerca del coche. Toby estaba aún en la carretera.

—Hola, pareja —dijo Nick—. Pensaba que no ibais a llegar nunca. ¿A qué jugáis deteniéndoos tan lejos de la verja?

—Me he equivocado —dijo Michael—. ¿Por qué no acompañas tú a Toby? Yo me marcho. Adiós, Toby.

Encendió las luces, arrancó el coche de una sacudida, avanzó carretera abajo y atravesó la verja de la casa de los guardas, que por fortuna estaba abierta. Él y Toby estaban detrás de los faros; pero de todas formas, Nick podía haber visto algo. Al acercarse a la casa, que ya estaba totalmente a oscuras, era este pensamiento lo que más le atormentaba.