Capítulo diez

Toby abrió de par en par la puerta de la casa de los guardas. Había suficiente tiempo entre el culto y el almuerzo para darse un baño. Tras abrir la puerta y con medio cuerpo dentro, se detuvo, como hacía siempre, y se preguntó dónde estaría Nick Fawley. Murphy se acercó a él agitando el rabo y saltó perezosamente; ofreció las dos patas delanteras al muchacho, para que las cogiese. Toby las sujetó unos momentos; se frotó contra la cabeza suave y cálida, y después se enderezó. No había señales de Nick. Probablemente estaba fuera. Con una sensación de alivio Toby brincó ruidosamente escaleras arriba y cogió el traje de baño. Aconsejado por James, se había comprado uno barato en el pueblo. Cogió la toalla, que ya estaba un tanto mugrienta y repelente debido al barro de los frecuentes baños, pero que aún servía.

Al salir al rellano oyó la voz de Nick que le llamaba desde la habitación contigua. Fue a la puerta y miró dentro. Nick estaba en la cama, lo que no era insólito. Debía haber pensado que Nick podía estar en la cama.

—¿Quién ha sermoneado? —dijo Nick.

Estaba apoyado en las almohadas y leía un relato de detectives.

—James —dijo Toby.

Estaba impaciente por marcharse.

—¿Ha estado bien? —dijo Nick.

—Sí, muy bien —dijo Toby.

Le incomodaba hablar sobre aquello con Nick.

—¿De qué trataba? —dijo Nick.

—Pues de la inocencia y todo eso —dijo Toby.

Nick, aún en pijama, la mofletuda cara hinchada sobre las almohadas, la larga mata de pelo grasiento que descendía a ambos lados, miró súbitamente a Toby como el lobo del cuento que se hace pasar por la abuelita. Sonrió ante aquella idea y se sintió menos molesto.

—Un día yo te daré un sermón —dijo Nick—. No me han pedido que lo haga, así que te daré un sermón privado.

A Toby no se le ocurrió ninguna respuesta. Se preguntó cómo podía marcharse, y dijo.

—¿Me llevo a Murphy a bañarse?

—Si Murphy quiere ir —dijo Nick—, irá incluso si tú no quieres, y si no quiere ir, no irá aunque tú quieras.

Era cierto. Toby dijo:

—Ah, bueno —y levantó pesadamente la mano en un vago saludo.

Nick siguió mirándole fijamente hasta que Toby se dio la vuelta y salió. No podía decirse que hubiera sido una conversación afortunada.

Liberado, Toby corrió escaleras abajo y cruzó la pradera, llamó a Murphy, que parecía impaciente por ir con él. Toby llevaba el equipo de buceo, las gafas y el tubo de respiración, que esperaba tener oportunidad de utilizar en alguna parte del lago. Las charcas del río en que hasta ahora se había bañado, aunque deliciosamente claras, eran poco profundas. Hoy Toby pensaba ir hacia el extremo del lago, detrás de la abadía, lugar que aún no había explorado. Desde la calzada había visto en la lejanía algo que parecía una playa de gravilla, en la orilla del lago en que estaba el Court. Por allí el agua podía estar más clara. Decidió hacer un reconocimiento antes del almuerzo y regresar después para quedarse más tiempo. Había guardado en reserva aquella expedición. No quería agotar con demasiada rapidez los misterios de Imber.

Cruzó el lago en la barca. Murphy decidió en esta ocasión montar en el bote. Paseaba audazmente por la cubierta y la hacía balancearse al plantar las patas en el borde. Al llegar al otro lado, Toby echó a correr por la extensión de hierba que había junto a la casa, y al dejar atrás el extremo de la calzada tomó el sendero que corría junto al lago y que llevaba al bosque. Suspiraba por estar en el agua y no quería encontrarse con alguien para no entretenerse. Al acercarse al bosque vio al doctor Greenfield y a su mujer. Parecían discutir por algo, y al verle se dieron la vuelta por el sendero que llevaba, tierra adentro, hacia el jardín trasero. Una vez en el bosque, Toby corrió más deprisa, pero ahora por puro placer. Saltaba por encima de las largas hileras de zarzas y los montecillos de hierba que crecían libremente en lo que antes era el sendero. Evidentemente, nadie iba por ese camino.

El sendero seguía la orilla del lago, separado del agua por un seto irregular de verdura; discurría por un túnel salpicado de círculos de sol y de cambiantes reflejos acuosos. En las profundidades del bosque, el perro corría paralelamente al muchacho, y se le oía tropezar por entre la maleza y arrastrarse por las hojas muertas. Finalmente, Toby aminoró el paso y siguió andando, jadeante; miró a su alrededor para saber dónde se encontraba. Por entre los arbustos de la orilla del agua veía la otra ribera del lago, la parte en que el recinto de la abadía no estaba amurallada. Se detuvo y miró al otro lado. Allí había un bosque muy parecido a éste. Y sin embargo, pensó, qué diferente debe de ser todo allí. Se preguntó si en aquel bosque habría senderos bien cuidados, por los cuales pasearían las monjas en meditación, con sus hábitos arrastrándose por el borde herboso. Mientras lo observaba, aparecieron repentinamente dos monjas al otro lado. Toby se quedó inmóvil; dudaba si estaría bien escondido. Las monjas siguieron por lo que debía ser un sendero despejado, muy cerca del agua. Quedaban un poco ocultas por los arbustos y los altos juncos, pero de vez en cuando salían a plena luz del sol y Toby podía ver que llevaban las faldas un poco alzadas, lo que dejaba al descubierto unos recios zapatos negros mientras caminaban a paso vivo junto al lago. Se volvían la una hacia la otra y parecían hablar. A los pocos instantes, con la claridad de una campana, oyó reír a una de ellas. Le dieron la espalda y se internaron en la claridad del bosque.

Aquella risa conmovió de una forma extraña a Toby. Por supuesto que no existe ninguna razón por la que no pueda reírse una monja, aunque, normalmente, nunca las había imaginado riendo. Pero una risa así, pensó, debe ser algo muy bueno; una de las mejores cosas del mundo. Ser bueno y alegre es, sin duda, el más elevado de los destinos humanos. Con estos pensamientos recordó la charla de James de aquella mañana. A buen seguro, lo que James había dicho sobre la inocencia iba dirigido, en cierto modo, a él. Naturalmente, no podía afirmar, como era el caso de Catherine, que hubiese conservado y guardado su inocencia. Qué bien había sacado a la luz lo que se opinaba sobre Catherine, lo que la hacía tan excepcional; una sensación de algo preservado. Él aún no había sufrido pruebas; ¡qué cierto era lo que James había dicho acerca de que la conservación de la inocencia era tarea suficiente! Sin embargo, reflexionó Toby, ¿sería realmente tan difícil si se fuera plenamente consciente? El problema de tanta gente joven de hoy en día es que no son conscientes. Es como si pasaran la juventud aturdidos, en un sueño. Toby tenía la certeza de estar despierto. Le asombraba que la gente dijera que la juventud era maravillosa, pero que no se comprendía en su momento. Toby sí que la comprendía, la comprendía mientras paseaba junto al agua, con la camisa húmeda de sudor, sintiendo ya las frescas emanaciones del lago. Se alegraba de haber venido a Imber, se alegraba de haberse rodeado de todas aquellas personas buenas. Rebosaba de agradecimiento a Dios y de una sensación renovada de su fe. Le embargaba una convicción de la íntima fuerza, casi impersonal, de sus propósitos puros. Quizá ése fuera el significado de la gracia. No yo, sino Cristo en mí. Al recordar la repentina alegría de la risa de la monja al otro lado del agua, experimentó una sensación de júbilo que parecía física y espiritual al mismo tiempo, y que casi le hizo elevarse del suelo. Cuando se poseían tantas ayudas, no resultaba difícil ser bueno.

Siguió caminando lentamente mientras reflexionaba y al mirar al frente se dio cuenta de que había llegado a su destino. Vio de inmediato, interesado, que lo que había tomado por una playa de gravilla era en realidad una ancha rampa de piedra que descendía en suave pendiente hasta el agua. Olvidados sus nobles pensamientos, examinó el escenario. Unos fragmentos putrefactos que flotaban en el lago, detrás de la rampa, sugerían que antiguamente había habido un embarcadero de madera; y habían cortado el arbolado, no muy lejos de allí, a la redonda, aunque ahora la zona estaba abundantemente cubierta de maleza y hierba. Había huellas de piedras y gravilla, y en el medio, un ancho camino que se internaba en el bosque. Toby tiró al suelo el equipo de natación y empezó a caminar por el sendero. Al cabo de unos momentos vio que había una especie de edificio delante de él. Se topó con lo que parecía ser un granero en ruinas muy antiguo. El tejado, que antiguamente había sido de tejas, se había derrumbado en parte, y por un lado se veían las vigas, que eran de madera de abeto, con los extremos descortezados y mellados que apuntaban hacia arriba en adustos arcos vacíos. Las paredes eran de gruesas piedras toscamente talladas, intrínsecamente unidas, sin mortero. Toby llegó a la conclusión de que debía ser un granero medieval. Se acercó con cautela a la puerta abierta y miró dentro. Al otro lado se abría una enorme puerta que daba a la pradera, pero el interior se hallaba envuelto en una media luz. Estaba completamente vacío, salvo por unas cajas y sacos viejos y podridos. Resonaba un poco. El suelo de barro era tan duro como el cemento, aunque aquí y allá, bajo el trozo de tejado roto, estaba agrietado por hierbas y cardos. Al levantar la vista, Toby vio las grandes vigas transversales, inmensamente gruesas, construida cada una de ellas con el tronco de un enorme roble hacía mucho tiempo. Enormes telarañas se enredaban entre las vigas y formaban una red textil bajo la cumbre del tejado. Algo se agitaba allí arriba, quizá un murciélago, en la grandiosa oscuridad. Toby atravesó el granero a toda prisa y salió por el otro lado.

Por entre los árboles veía la luz más dilatada de la pradera. Siguió andando. Al borde de la pradera discurría un camino de cemento, utilizado quizá para el transporte de troncos, que bordeaba el bosque en dirección al Court. Quizá antiguamente el granero se erguía en el margen de la pradera, pero ahora el bosque lo había capturado y estaba abandonado e inservible. Emocionado por su descubrimiento, Toby regresó saltando por el sendero hacia la orilla del lago y a la alegre luz del sol que veía ante él. Encontró a Murphy sentado en la rampa, custodiando sus cosas, con la larga lengua colgante debido al calor, con la cara paciente y agradecida de un perro jadeante.

En el granero hacía frío. El sol calentó a Toby con un ardor placentero. Miró el agua y deseó intensamente estar en ella. Echó un vistazo al otro lado del lago y vio que el terreno que había enfrente estaba justo fuera del muro de la clausura. Le habían dicho que no se bañara nunca frente a la clausura. Decidió que, aunque aún sería visible desde el interior del muro, acataría la ley y nadaría desde la rampa. Le gustaba aquel lugar y no quería ir más lejos. Al recorrer con la mirada las orillas del lago, vio que éstas se presentaban cada vez más fangosas y cubiertas de maleza, y que el lago acababa en una especie de ciénaga repelente. Toby se desnudó con rapidez y fue a darse un baño de sol sobre las piedras en declive antes de meterse en el agua. El sol calentaba profundamente su cuerpo.

Al principio intentó tumbarse boca abajo, con los pies colgando por la pendiente. Pero el cuerpo humano no está constituido de modo que en esa posición puedan descansar cómodamente en el suelo el cuello y la barbilla. Nuestros desgarbados esqueletos nos niegan la postura relajada del perro recostado. Convencido de esta verdad, Toby se dio la vuelta y se apoyó en un codo. En esa postura más interesante le abordó Murphy, que se acercó a él y posó la cabeza sobre su hombro. En una especie de éxtasis físico, Toby se incorporó y tomó a la bestia peluda en sus brazos y la apretó contra él como a veces había visto hacer a Nick. La sensación del pelo suave, caliente y vivo contra su piel era extraña y excitante. Se quedó sentado allí un rato, inmóvil, sujetando al perro y con la mirada fija en el lago. Junto al embarcadero era profundo; y de repente sus ojos descubrieron un gran pez inmóvil que tomaba el sol por donde éste penetraba el agua verdosa. Por su cuerpo largo y estrecho y sus feroces mandíbulas, Toby supo que era un lucio. Con la cabeza un poco inclinada por encima del lomo de Murphy contempló el lucio quieto. Sus ojos empezaron a cerrarse y sólo el cálido centelleo del lago perforaba las márgenes de sus párpados. Se sentía tan feliz que casi hubiera podido morir, invitado por el sueño de la juventud en que el bienestar físico y la alegría y la ausencia de preocupaciones arrullan la mente hasta sumirla en un dulce coma que es tanto más atractivo por cuanto su despertar no posee menores encantos, y el espíritu se desmaya brevemente, casi saciado de placer.

Toby se despertó y empujó a Murphy. Sin duda, no había dormido más que un momento, pero ya era hora de nadar; su cuerpo estaba tan caliente que parecía que iba a chisporrotear al entrar en el agua lustrosa. El lucio se había marchado. El agua descansaba, espesa, al pie de la rampa, y las piedras claras por debajo de ella no eran visibles. No tenía mucho sentido bucear allí; el agua era demasiado opaca para ver nada. Se quedó en equilibrio junto al borde; miró hacia abajo. El centro del lago resplandecía, incoloro y brillante, pero a lo largo de las márgenes, se veían reflejadas las riberas verdes y el cielo azul, con colores de un mundo más sombrío y oscuro: el hechizo de nadar en aguas quietas, esa sensación de atravesar el espejo, de perturbar esa otra escena, que nace de las raíces de ésta, al tiempo que se entra en ella. Toby dio uno o dos pasos y se lanzó al agua.

Nadó tranquilamente durante un rato. Esperaba a que las ondas se asentasen y a que la superficie formase de nuevo una sábana tirante de seda que tocaba su barbilla; al hacerlo disfrutaba de la exquisita sensación de su cuerpo, que seguía caliente, en el agua fresca. Era como si lo cubriese una película de plata que le acariciaba los miembros. Volvió a la orilla y se tumbó como un pez varado en la rampa, con la cabeza y los hombros fuera del agua; y sintió cómo el sol secaba de inmediato su piel. Tenía las gafas de bucear y el tubo de respiración al alcance de la mano, y sin moverse de donde estaba tumbado, se los colocó y se dio la vuelta para bajar a gatas por la rampa, sujetándose al borde, con la cabeza sumergida. Era difícil mantenerse debajo del agua, puesto que las gafas flotaban y las piedras no proporcionaban buen asidero. Veía muy poco, pero percibió que la rampa descendía al menos ocho pies bajo la superficie. Se echó atrás las gafas y el tubo y volvió a hundirse en el agua. Esta vez trató de bajar por la rampa, pero descubrió que le cubría antes de haber llegado al final. Se reunió con él Murphy, que nadaba a su alrededor de una forma solemne; se las ingeniaba para mantener secas las lanudas patillas y la mayor parte de la barba marrón.

Toby lamentó que estuviera demasiado oscuro para ver debajo del agua. Pensó que podía bucear de todos modos para ver si tocaba el fondo de la rampa, para averiguar si llegaba al suelo del lago. No sabía qué profundidad tenía el lago en aquel punto. Toby era un buzo resistente. Se colocó al revés, se zambulló en vertical y tocó con la mano el lateral del declive de piedra al empezar a enderezarse bajo el agua. Abrió los ojos y vio el agua opaca y verde, penetrada por la luz del sol, y la piedra más clara de la rampa, moteada por la luz móvil de las ondas de la superficie. Al momento la rampa llegaba a su fin, y desaparecía en el cieno del fondo del lago. La mano de Toby se hundió en el barro. La retiró rápidamente y se precipitó de nuevo hacia la superficie. Después de todo, el lago no era muy profundo.

Siguió nadando un poco más lejos y después volvió a sumergirse de modo que bajó verticalmente hasta donde acababa la rampa, y después se alejó buceando junto al suave fondo del lago. Abrió los ojos, pero no se veía nada, salvo una oscura luz verde. Fascinado, hendió el suavísimo fango con las manos y siguió deslizándose. Era muy suave, casi tan suave y dúctil como el agua, y sin embargo, un tanto siniestro. ¿Y si encontrase un cadáver o algo así, una forma humana semienterrada en aquel yacimiento profundo y vetusto? Mientras esto pensaba, la mano de Toby tropezó con algo duro y áspero. Casi con miedo se elevó hasta la superficie y nadó en círculo, jadeante. Había estado sumergido mucho tiempo. Recobró el aliento. Lo que había tocado era, sin duda, una lata vieja, y se examinó la mano para asegurarse de que no se había cortado. Sabía por experiencia que se puede sufrir una herida grave bajo el agua sin notarlo. Parecía ileso. Debía ser casi la hora de regresar para el almuerzo.

Pensó en sumergirse una vez más para ver qué era lo que había tocado. Bajó como una plomada; abrió los ojos y extendió las manos sobre el fondo. Excavó el lodo un poco y palpó una superficie dura y saliente. Metió los dedos por debajo y tiró. El objeto, cualquiera que fuese, debía ser grande y estaba profundamente empotrado en el barro. El agua, más turbia debido a la alteración del fondo, era completamente opaca. Toby, aún sumergido, se sujetó al objeto con una mano, mientras que con la otra lo exploraba. Palpó un borde grueso en forma de arco que sobresalía por encima del fango y descendía a ambos lados. Podía ser un jarrón voluminoso, pero el arco era demasiado ancho para un jarrón. El objeto debía ser grande; quizá una vieja caldera. Palpó con cautela la superficie exterior detrás del borde. Parecía llena de hoyos y corroída, quizá por la herrumbre o por la vegetación acuática. Perdió el aliento y tuvo que volver a la superficie.

Mientras pedaleaba en el agua y respiraba pausadamente, oyó al otro lado, en los terrenos de la abadía, la campanilla que llamaba al Angelus. Eso significaba que debía marcharse casi de inmediato si no quería correr durante todo el camino de vuelta. Decidió zambullirse una vez más y tratar de sacar aquel objeto. Se sumergió, y en esta ocasión lo encontró en seguida, y empezó a excavar el lodo que lo rodeaba, mientras se sujetaba al enorme borde con una mano. La mitad superior salió con bastante facilidad del cieno. El borde al que se había agarrado era la parte más ancha, y al palpar un trozo mayor de arco, calculó que debía tener varios pies de un lado a otro. Aparentemente era circular; la parte inferior del círculo estaba aún sumergida. El interior del borde parecía hueco, y se estrechaba. A Toby se le ocurrió que quizá fuese una gran campana. Ya estaba sin aliento y tuvo que salir.

Nadó hasta la rampa y descansó unos momentos. La investigación había sido agotadora. Estiró una mano goteante hacia sus ropas y buscó el reloj en los bolsillos de los pantalones. ¡Cielo santo, qué tarde era! Salió rápidamente del agua a gatas, se secó someramente y empezó a vestirse. Había sido una expedición estupenda; con toda seguridad volvería pronto. Sería divertido explorar aquel objeto sumergido en el agua, aunque quizá no fuese nada verdaderamente interesante. Entretanto, decidió no contar nada a los demás sobre aquel delicioso lugar, sino mantenerlo en secreto, para él sólo.