Capítulo nueve

—El principal requisito de la vida de bien —dijo James Tayper Pace— es vivir sin ninguna imagen de uno mismo. Queridos hermanos y hermanas, hablo como persona muy consciente de encontrarse muy lejos de este estado.

Era el día siguiente, domingo, y James estaba en el estrado de la Sala Larga, con un brazo ligeramente apoyado en el atril de música; pronunciaba el sermón semanal. Al hablar fruncía el ceño nerviosamente y se balanceaba, lo que hacía que se ladeara el atril.

Siguió hablando.

—Según mi punto de vista, el estudio de la personalidad, y en realidad el concepto total de personalidad, es peligroso para la bondad. En el colegio nos decían, o al menos a mí me lo decían, que debíamos tener ideales. Esto, me parece a mí, es una tontería. Los ideales son sueños. Se interponen entre nosotros y la realidad, cuando lo que más necesitamos es precisamente ver la realidad. Y eso es algo exterior a nosotros. Allí donde está la perfección, está la realidad. ¿Y dónde buscamos la perfección? No en una invención sacada de la idea que tenemos sobre nuestro propio carácter, sino en algo tan externo y tan lejano que sólo de vez en cuando obtenemos una distante indicación de ella.

»Ahora me diréis: querido James, nos dices que busquemos la perfección y después nos dices que está tan lejos que sólo podemos imaginarla; ¿y qué alcanzamos con esto? El hecho es que Dios no nos ha dejado sin guía. De otro modo, ¿cómo podría habernos dado nuestro Señor el alto mandamiento de “Sed, por tanto, perfectos?”. Mateo, cinco cuarenta y ocho. De una forma muy sencilla, tan sencilla que puede parecer insípida a nuestros sutiles psicólogos morales, sabemos lo que debemos hacer y lo que debemos evitar. Sin duda conocemos normas suficientes y más que suficientes a las que atenernos para vivir; y confieso que no presto mucha atención al hombre que encuentra su vida demasiado complicada y especial para atenerse a las normas corrientes. ¿Qué te propones, amigo, qué escondes? Yo diría a ese hombre: creer en el pecado original no debe llevarnos a probar la suciedad de nuestras mentes o a considerarnos pecadores únicos e interesantes. Como pecadores somos bastante parecidos, y nuestro pecado es esencialmente algo tedioso, algo que hay que rehuir, y no algo que deba investigarse. Deberíamos trabajar, por así decirlo, de fuera adentro. Deberíamos pensar en nuestros actos y poner nuestros ojos en Dios y en su ley. No deberíamos considerar qué nos complace o qué nos desagrada, moralmente hablando, sino qué se ordena y qué está prohibido. Y esto lo sabemos mejor de lo que con frecuencia estamos dispuestos a admitir. Lo sabemos por la palabra de Dios y por su Iglesia, con una certeza tan grande como nuestra creencia. Se ordena la sinceridad, se ordena el alivio del sufrimiento, el adulterio está prohibido, la sodomía está prohibida. Y creo que deberíamos pensar en estos asuntos de una forma sencilla, de este modo: la verdad no es gloriosa, simplemente es obligatoria; la sodomía no es repugnante, simplemente está prohibida. Éstas son normas por las que deberíamos juzgarnos libremente a nosotros mismos y también a otros. Todo lo demás es vanidad y autoengaño y halago de las pasiones. Aquellos que dudan en juzgar a otros son, por lo general, aquellos que temen someterse ellos mismos a juicio. Podríamos recordar las palabras de San Pablo —que Michael corrija mi latín—: Iustus ex fide vivit. El hombre bueno vive de la fe. Gálatas, tres once. Creo que se espera de nosotros que tomemos esta afirmación de forma bastante literal. El hombre bueno hace lo que parece correcto, lo que ordena la norma, sin tener en cuenta las circunstancias, sin cálculos ni evasivas; sabe que Dios contribuirá a que todo salga bien. No rectifica las normas según los valores morales de su mundo. Incluso si no puede ver cómo funcionarán las cosas, actúa y confía en Dios. Hace la mejor cosa; se abre camino entre las dificultades de las circunstancias, y sabe que Dios hará fructífera esa cosa preferible. Pero el hombre sin fe es calculador. Encuentra el mundo demasiado complicado para hacer lo mejor, y hace la segunda cosa mejor, pensando que esto sacará a la luz lo más adecuado a su debido tiempo. ¡Ah, qué pocos de nosotros tenemos la fe de la que habla San Pablo!».

Dora empezaba a perder interés. Era todo demasiado abstracto. Había acudido al culto por curiosidad y se había colocado atrás para poder ver a todos los fieles. Paul estaba sentado junto a ella, lo que era una desgracia. Le hubiera gustado poder examinarle a él también. Le lanzaba miradas continuamente, y en una ocasión acercó el pie de él hacia el suyo, hasta sentir su zapato, muy lustroso, tocando su empeine a través de la sandalia. Por el rabillo del ojo vio el suave contorno de sus bigotes, los movimientos como de pájaro de su cabeza. Paul miraba al frente con resolución.

Dora se sentía inquieta y desanimada. A pesar de ciertos momentos de satisfacción, cuando la bonanza del tiempo y la belleza del escenario la elevaban por encima de sus angustias, no había podido asentarse en Imber. Aún se sentía nerviosa y tímida, y como si representara un papel. No es que le desagradara nadie, aunque Michael y James, especialmente éste último, le resultaban algo alarmantes. Todos eran amables con ella. Se dedicaba a descansar; ni siquiera tenía que levantarse a lo que James llamaba los «gritos», que, según descubrió, significaban el despuntar o grito del alba. Bajaba unos minutos antes del desayuno. A veces no llegaba al desayuno a tiempo y se agenciaba un bocado después en la despensa. Pasaba el día agradablemente, sin hacer nada, sin que nadie la mirase con recelo. Incluso la señora de Mark parecía haberse olvidado de ella, y se sorprendió cuando Dora se ofreció a ayudarla en esto o aquello. Su única tarea habitual, además de arreglar su habitación, consistía en fregar los cacharros, y eso podía hacerlo tranquilamente, en un suspiro. Pero lo que la fastidiaba era cierto sentimiento de inferioridad; eso, y la perspectiva de ir a casa con Paul cuando todo aquello, a pesar de que le acobardaba, hubiese acabado. A Dora no le resultaba raro sentirse inferior. En ella era corriente una vaga sensación de inferioridad social, una incómoda falta de savoirfaire. Pero lo que experimentaba en Imber la hería más profundamente, de una forma que a veces la ofendía. Con frecuencia se le antojaba que la comunidad la juzgaba, la clasificaba fácilmente, incluso despreocupadamente. El hecho de que se esperase tan poco de ella era por sí mismo significativo, y le dolía. La sensación de que emitiesen el juicio sin pensarlo, de que tuviese lugar automáticamente, por simple yuxtaposición, era aún más dolorosa.

Por otra parte, la perspectiva de librarse de aquello tampoco era halagüeña. Dora echaba de menos Londres. Le sorprendió comprobar que no sentía un deseo apremiante de fumar o beber en Imber. Había ido furtivamente una o dos veces al White Lion en los primeros días; pero era un largo camino, y el calor exagerado. Había bebido un poco de whisky en el vaso de los cepillos de dientes, en su habitación, pero aquellas pequeñas celebraciones poseían un halo de clandestinidad y tristeza que pronto la desanimaron. No le gustaba beber a solas. Advirtió con satisfacción, y éste era su único consuelo consistente, que, como resultado de la abstinencia y de la sobriedad del régimen de comidas estaba adelgazando un poco. El problema era que el regreso a Londres distaría mucho de ser alegre. Paul estaba a punto de acabar su trabajo. Hablaba de volver a casa; y estaba entusiasmado con la decisión palpable de llevar a su mujer con él e instalarla como un tesoro artístico; iba a despejar el escenario y a cerrar la puerta con llave. Su voluntad se arqueaba sobre Dora como un dosel. No es que abrigase ningún pensamiento de no volver con Paul. Después de todo, había vuelto a él, y aunque su reencuentro distaba mucho de ser satisfactorio, los cálculos que habían desembocado en aquella situación seguían siendo sólidos. Era simplemente que no podía imaginarse de vuelta en Londres con Paul. Veía el piso de Knightsbridge, meticuloso, exquisito, resplandeciente con el papel a rayas de las paredes, la toile de Jouy, la caoba antigua y los objets d’art, como algo ajeno y absolutamente deprimente. No se veía a sí misma en él. No era que tuviese intención de hacer nada. Simplemente, no creía en ese futuro.

Pero en ese momento, a Dora no le obsesionaban semejantes pensamientos. Estudiaba a los miembros masculinos de la comunidad para decidir quién era el más guapo. Sin duda, era James quien guardaba mayor parecido con un astro del cine, tan alto, con el pelo tan rizado, y con aquella cara franca y fuerte. Toby poseía los rasgos más hermosos y la mayor gracia. Mark Strafford era bastante impresionante, pero los hombres con barba llevan una ventaja desleal. Michael poseía una cara muy dulce, como perro inquieto, pero no era lo suficientemente grave como para ser guapo. Finalmente llegó a la conclusión de que Paul era el hombre mejor parecido de todos: distinguido, grave, noble. No obstante, su rostro carecía de serenidad, de brillo. Con frecuencia parecía claramente malhumorado. Pero es que, pensó Dora con tristeza, su marido no era un hombre feliz.

Dora dirigió su atención a las mujeres, y miró a Catherine. Catherine estaba sentada en un lateral, cerca de la primera fila; era fácil examinarla. Llevaba un pulcro vestido gris, de domingo, que a Dora se le antojó bastante elegante. El tipo de vestido que podía llevarse con un sombrero caro a un almuerzo. Sólo que allí, por alguna razón, parecía sencillo. Se había peinado, con lo que su aspecto experimentaba un cambio espectacular. Llevaba el moño bajo, firmemente recogido, y el pelo, alisado por detrás de las orejas, era lustroso, ondulado, se resistía al recato. Catherine tenía los ojos bajos y los párpados caídos en la actitud acostumbrada, que a veces parecía modesta y a veces reservada. Dora veía el abombamiento de la frente, el alto arco de la mejilla, la inclinación hacia arriba de la nariz, delicada pero fuerte. La palidez natural de la piel parecía aquel día más marfileña que cetrina. Dora la miró con una admiración y un placer no alterados por el conocimiento de que pronto iban a retirar definitivamente de la circulación aquella figurita.

La parte inconsciente de la mente de Dora que aún escuchaba a James le avisó de que la charla volvía a ser interesante. Empezó a prestar atención.

—No puedo estar de acuerdo con Milton —decía James— cuando se niega a elogiar una virtud fugitiva y eremítica. La virtud, la inocencia, deben valorarse cualquiera que sea su historia. Poseen un brillo que ilumina y purifica y que no puede oscurecer las palabras estúpidas sobre la valía de la experiencia. ¡Qué falsedad es decirles a nuestros jóvenes que busquen experiencia! ¡Más bien habría que decirles que valoren y conserven su inocencia; ésta es tarea suficiente, suficiente aventura! Y si mantenemos nuestra inocencia durante el tiempo suficiente, se añadirá a ella el don del conocimiento, un conocimiento más profundo y preciso que cualquiera obtenido por los métodos de oropel de la «experiencia». Tenemos que apreciar la inocencia en nosotros mismos y en los demás, y que la desgracia caiga sobre aquel que la destruya, como ha dicho nuestro Señor. Mateo, dieciocho, seis.

»¿Y cuáles son las señales de la inocencia? El candor —palabra maravillosa—, la sinceridad, la sencillez, un dar testimonio involuntariamente. La metáfora que se me ocurre para esto es un tópico; la metáfora de la campana. Una campana se hace para que suene. ¿Cuál sería el valor de una campana que nunca fuera tañida? Suena con claridad, da testimonio, no puede hablar sin que parezca una llamada, una cita. No se puede silenciar una gran campana. Consideremos también su sencillez. No existe ningún mecanismo oculto. Todo lo que hay en ella es claro y abierto; y si la mueven, debe sonar.

»Si, como es natural, pensamos en nuestra campana, la gran campana de Imber que muy pronto habrá de hacer su entrada triunfal en la abadía, nuestros pensamientos se dirigirán a aquella de nosotros que también en breve cruzará el lago y entrará por esa puerta; aquella en quien —y aunque se ruborice, yo sé que me perdonará— vemos resplandecer los méritos de los que he hablado, la valía de la inocencia que se conserva hasta convertirse en conocimiento y sabiduría. Sin duda, me reprenderá diciendo que hablo del comienzo como si se tratase del final; y, en efecto, la vida contemplativa es un camino de tales transformaciones infinitas que difícilmente puede hablar de ella un extraño, y aquel que pregunta sobre la vida contemplativa no sabe lo que pregunta. Pero a nosotros, que somos simplemente, si así puedo decirlo, seguidores o compañeros de viaje de la santidad, se nos deben excusar nuestros momentos de entusiasmo. En ocasiones como ésta, es fácil pensar que los propósitos de Dios son visibles en este mundo. Incluso se puede pensar que no se ha acabado la época de los milagros. Sin duda, constituiría una inspiración sumamente vital y quizá decisiva para esta comunidad saber que alguien que ha sido tan enteramente nuestro, que ha sido uno de nosotros, ha tomado ese otro camino; y aunque no volvamos a verla más que muy raramente, sabremos que está cerca de nosotros y que contamos con sus oraciones. No tenía intención de hacer esta digresión personal pero, como he dicho, sé que nuestra querida Catherine me perdonará. Y no creo hacer ningún daño al decir lo que todos pensamos sobre el tema. Y, ahora, amigos míos, debo dar por concluidas mis observaciones, que temo hayan sido enormemente divagadores y prolijas.

James bajó a trompicones del estrado. Parecía avergonzado y torpe una vez agotado el torrente de su elocuencia. El padre Bob Joyce exhortó a rezar a los fieles, y todos se arrodillaron en un empujar y arrastrar de sillas. James escondió la cara entre sus grandes manos e inclinó profundamente la cabeza. Catherine se arrodilló, con los ojos cerrados y las manos cruzadas; su cara se contrajo y reveló una emoción que Dora no supo interpretar. Michael había posado suavemente una mano, con los dedos extendidos, sobre la frente; tenía los ojos apretados y fruncía ligeramente el ceño, mientras inclinaba la cabeza. Dora adivinó que Paul la observaba y también cerró los ojos. Se acabó la oración, el culto terminó, y los feligreses empezaron a caminar arrastrando los pies.

Al salir al vestíbulo iluminado por el sol, la señora de Mark retuvo a Paul con unas preguntas. Catherine, que iba delante de Dora, sonreía a James, que se burlaba de ella con cierta pesadez, sin duda a modo de disculpa. Dora pensaba que había recargado las tintas, pero que tenía razón al pensar que le perdonaría. Su sinceridad era tremenda, y, a la luz de sus observaciones, Dora estaba dispuesta a considerar su gaucherie como un candor notablemente espontáneo. Conmovida por sus palabras, incluso estaba dispuesta a imaginar que creía en el amor fraterno. Sonrió vagamente hacia él, y se sorprendió saliendo al balcón al tiempo que Catherine. James había desaparecido en el salón. ¡Cree que me hará bien hablar con ella!, fue la inmediata reacción de Dora; pero en ese momento miró a Catherine con interés, casi con cariño.

—Me ha gustado el culto —dijo Dora, por decir algo.

Quería ponerse al sol, y empezó a bajar lentamente la escalera. Catherine bajó con ella.

—Sí —dijo Catherine—. Es sencillo, pero a nosotros nos sirve. Verá, es difícil para una comunidad laica en la que nada está ordenado. Hay que inventarlo todo a medida que se avanza.

Empezaron a caminar por la hierba y tomaron el sendero que llevaba a la calzada.

—¿Han probado otras cosas? —dijo Dora distraídamente.

—Oh, sí —dijo Catherine—. Al principio nos empeñábamos en que cada uno dijese todo el oficio en privado todos los días, pero suponía demasiado esfuerzo.

Dora, que tenía muy poca idea de lo que era el oficio, asintió enérgicamente. Parecía algo horrible.

Anduvieron un trecho por la calzada. El sol proyectaba sombras en el agua. Los ladrillos, cubiertos de musgo y pequeñas plantas, estaban calientes. Dora sentía el calor que traspasaba sus finos zapatos. La fuerte sensación que experimentaba de que su acompañante era tímida y nerviosa la tranquilizó. Temía menos a Catherine, y se alegraba de estar con ella.

—Hace tanto calor —dijo— que dan ganas de nadar. Yo no sé nadar; ojalá supiera. Supongo que usted sí. Todos saben, menos yo.

—Nunca me meto en el agua —dijo Catherine—. Sé nadar, pero no muy bien, y no me gusta. Creo que el agua me da miedo. Sueño con frecuencia que me ahogo.

Miró lúgubremente el lago; a la sombra de la calzada estaba oscuro y verde, el agua espesa, llena de hierbajos y sustancias flotantes.

—¿Ah, sí? Qué curioso. A mí nunca me ocurre eso —dijo Dora.

Se volvió para mirar a Catherine. Pensó en lo melancólica que parecía; y Dora, con la imaginación puesta repentinamente en marcha, se preguntó durante unos momentos si sería posible que Catherine quisiera realmente ser monja.

—¡No es posible que quiera entrar ahí! —dijo Dora de repente—. Encerrarse así cuando es tan joven y guapa. ¡Lo siento, ya se que es una grosería terrible, pero me entristece pensar en usted ahí metida!

Catherine alzó los ojos, sorprendida, y después sonrió con mucha dulzura; miró abiertamente a Dora por primera vez.

—Hay cosas que no elegimos nosotros mismos —dijo—. No quiero decir que nos obliguen. Pero no las elegimos. Con frecuencia son las mejores cosas.

Yo tenía razón, pensó Dora, triunfante. No quiere entrar. Es una especie de conspiración contra ella. Todos han dicho durante tanto tiempo que va a entrar, y la han llamado su pequeña santa y todo lo demás, que ahora no puede librarse. Y cosas como las que ha dicho James esta mañana.

Estaba a punto de contestar a Catherine cuando vio con irritación que Paul se acercaba a ellas por la hierba. No la podía dejar en paz ni cinco minutos. Catherine le vio y tras susurrar algo a Dora y agitar la mano a modo de excusa, se dio la vuelta y siguió andando por la calzada; Dora se quedó parada.

Paul llegó hasta ella.

—No se me ocurría dónde podías haberte metido —dijo.

—Ojalá me dejaras en paz de vez en cuando —dijo Dora—. Tenía una conversación interesante con Catherine.

—No sé que podéis deciros Catherine y tú —dijo Paul—. ¡Aparentemente, tenéis unos intereses completamente distintos!

—¿Por qué no puedo hablar con Catherine? —dijo Dora—. ¿Crees que no soy digna de hacerlo o qué?

—Yo no he dicho eso —dijo Paul—, ¡pero por lo visto, tú piensas algo parecido! Si quieres saber mi opinión, creo que Catherine es todo lo que debería ser una mujer: encantadora, dulce, modesta y casta.

—No me respetas —dijo Dora con voz temblorosa.

—Claro que no te respeto —dijo Paul—. ¿Tengo alguna razón para hacerlo? Estoy enamorado de ti, por desgracia; eso es todo.

—Bien, para mí también es una desgracia —dijo Dora, y empezó a llorar.

—¡Basta! —dijo Paul—. ¡Basta!

Catherine había llegado al otro lado del lago y caminaba junto al muro de la abadía. Traspasó la primera puerta, que daba a los locutorios, y entró por la puerta que comunicaba con la capilla de los visitantes. Más adelante, a Dora se le antojó que la había cerrado de golpe.