Capítulo ocho

Era sábado por la noche, el mismo día de la reunión que se ha descrito anteriormente, y persistía el calor de la tarde; se había hecho más pesado y brumoso y, aparentemente, no había disminuido. El cielo estaba despejado; había llegado a un apogeo de intenso azul que era casi audible. Todos iban de un lado a otro pesadamente, en silencio; sudaban y se quejaban de estar sofocados.

El trabajo, sometido a las imperiosas exigencias estacionales de la huerta, debía acabar a las cinco los sábados, y el domingo debía respetarse como día de descanso. De hecho, el trabajo sobrepasaba por lo general los límites del horario; pero desde la noche del sábado en adelante había una sensación de deliberada detente, un esfuerzo un tanto tímido por divertirse que a Michael le resultaba tedioso. Se las ingeniaba discretamente para encontrar ocupación en la oficina. En realidad, se necesitaba desesperadamente tiempo para poner al corriente los papeles de la semana anterior; pero hasta cierto punto, tenía la obligación de mantener la ficción de estar de vacaciones. Los Strafford eran especialmente entusiastas de esta idea, y Michael sospechaba que pensaban que debía dedicarse aquel tiempo a las propias aficiones. Michael no tenía ningún pasatiempo. Había descubierto que no era capaz de divertirse; ahora, incluso los libros carecían de atractivo, aunque seguía constantemente un modesto programa de lecturas piadosas. Estaba impaciente por volver al trabajo oficialmente.

También ocurría que en aquel período de ocio le asaltaban con excesiva frecuencia pensamientos perturbadores. Se preocupaba por Nick; imaginaba diversos proyectos para su bienestar, y de vez en cuando le atormentaba el deseo, que rechazaba como una tentación, de ir a mantener una larga conversación con él a solas. Nada bueno resultaría de ello para ninguno de los dos. Michael se enorgullecía de haber perdido al menos ciertas ilusiones, y debido a esa austeridad, experimentaba un aumento de energía espiritual. No obstante, decidió hablar seriamente con Catherine sobre su hermano. Sin duda, había hecho bien en esperar a comprobar si Nick podía encontrar un lugar para sí en aquel escenario, antes de tomar medidas más importantes. No estaba muy dispuesto a aparecer, ante los ojos de su antiguo amigo, ni como censor ni como benefactor, y mucho menos, a mostrarse solícito y preocupado por él. Tampoco estaba muy dispuesto a abordar un asunto serio o íntimo con Catherine, que parecía rodeada en esa época por un campo eléctrico de emoción y ansiedad. Pero las cosas habían ido a la deriva durante demasiado tiempo.

A Michael, cuando tenía tiempo libre para reflexionar, también le perturbaba la idea, angustiosa y deliciosa a la vez, de que pronto debía empezar a examinar de nuevo la posibilidad de ordenarse. Experimentaba una profunda sensación de que había pasado el momento oportuno. Su acercamiento prematuro había sido rechazado de forma justa y fructuosa para él; y no podía resistirse a la convicción de estar fuertemente sujeto a los propósitos que Dios le reservaba, que, aunque para castigarle habían permanecido oscuros durante algún tiempo, ahora se habían vuelto de nuevo claros y absorbentes. Había digerido a fondo sus antiguas experiencias, y pensaba que había alcanzado una apreciación suficientemente serena de sí mismo. Ahora no experimentaba un sentimiento excesivo ni intenso de culpabilidad por sus inclinaciones, y había demostrado durante largo tiempo que podía mantenerlas a raya e incluso controlarse fácilmente. Era lo que era; y aún pensaba que podía ser sacerdote.

En aquel día, no obstante, no ocupaban su mente tales pensamientos solemnes, y por alguna razón, después de desvanecerse la inquietud causada por la reunión, lo que ocurrió de forma sorprendentemente rápida, se sentía casi alegre y bastante contento de no tener nada que hacer. Los sábados, después de la merienda-cena, se había convertido en costumbre que la pequeña banda acompañara a Peter Topglass en su visita vespertina a las trampas. Peter atrapaba pájaros en varios lugares de la finca con fines de estudio y para anillarlos. El hecho de ir a las trampas y descubrir lo que allí había siempre estaba rodeado de cierta excitación. Michael acompañaba de buen grado a su amigo, y generalmente también iban las mujeres, Catherine y Margaret. Una vez fue Nick, a quien llevó Catherine, pero tenía muy poco que decir y parecía distraído y bastante aburrido.

En aquella ocasión les hicieron prometer a Catherine y a los Strafford que cantarían madrigales con James y el padre Bob Joyce. El padre Bob, que era un buen bajo y un músico serio, aseguraba a menudo que cuando tuviera tiempo se encargaría del coro de la comunidad. Tenía puestas sus esperanzas en el canto llano. La abadía utilizaba el canto llano y había alcanzado un nivel bastante elevado. Para alivio de Michael, el padre de Bob no había tenido tiempo hasta entonces. James cantaba con una voz de tenor un tanto trémula de la que Michael se burlaba calificándola de «napolitana». Mark Strafford era un barítono más sólido, Catherine una soprano fina pero muy pura, y Margaret una contralto enérgica y potente. El grupo de canto ya se había colocado en el balcón; se abanicaban con páginas blancas de música cuando Peter y Michael aparecieron para salir. Toby, que había oído hablar de las trampas y que ya las había inspeccionado por su cuenta, estaba ilusionado por ir, y también Paul y Dora lo deseaban. Toby dijo que Nick Fawley había ido al pueblo. De modo que tras intercambiar algunas bromas con los músicos, bajaron en desorden los escalones y se dirigieron a la barca.

Dora Greenfield llevaba un espectacular vestido oscuro de algodón antillano y portaba una sombrilla de papel blanco, que debía de haber adquirido en el pueblo y, por alguna razón, una gran cesta española. Llevaba las sandalias que Margaret Strafford deploraba. Por sugerencia de Mark, se había empapado en aceite de cidra para alejar a los mosquitos, y el perfume pesado y dulzón daba a su persona un encanto vulgar y al mismo tiempo exótico. Mientras caminaban despacio, Michael la observaba con irritación. La había visto, vestida con similar atavío y equipo, aquella tarde en la huerta, y su presencia parecía haber convertido sus labores en una fiesta bucólica y absurda. Pero había algo un tanto conmovedor en su vitalidad ingenua. Sus brazos acariciados por el sol eran de un dorado reluciente, y se sacudía las pesadas crenchas de pelo como un poney. Michael comprendió vagamente por qué podía estar Paul enamorado de ella. El propio Paul se encontraba en un estado de inquieta excitación y revoloteaba en torno a su mujer, incapaz de mantener sus ojos y sus manos apartados de ella. Dora se burlaba de él con una tolerancia ligeramente impaciente.

Llegaron al embarcadero y empezaron a aglomerarse en el bote que, sobrecargado, apenas podía acomodarlos a todos. Ayudada por Paul, Dora se instaló en la proa con un gritito, y mientras se arreglaba la falda, admitió para asombro de todos que no sabía nadar. Michael impulsó perezosamente el bote con mucha lentitud por el agua, que estaba caliente y parecía grasienta con la ociosidad del verano. Dora iba dejando una estela con la mano. Al acercarse al otro lado Toby soltó una exclamación y señaló. Se veía algo que nadaba cerca del bote. Resultó ser Murphy. Todos se volvieron a mirar, con lo que el barco se inclinó peligrosamente. Había algo extrañamente excitante en el espectáculo del perro, su cara seca y peluda por encima del agua en la actitud propia de un animal que nada, sus ojos brillantes y atentos, las patas que parecían golpear furiosamente el agua.

—¿Crees que está bien? —preguntó Dora, preocupada.

—Sí, no le pasa nada —dijo Toby en tono de autoridad. Michael observó que parecía considerarse copropietario de Murphy, y capaz de responder sobre sus peculiaridades y bienestar—. Se baña con frecuencia en el lago. Le gusta. ¡Eh, Murphy! ¡Buen chico!

El perro les dirigió una rápida mirada de soslayo, y volvió a chapotear. Llegó a tierra antes que ellos, se sacudió vigorosamente, y echó a correr hacia la casa de los guardas. Todos parecían sentir un curioso regocijo por haberlo visto.

Tras desembarcar, emprendieron la marcha penosamente hacia la derecha por la hierba; entraron en el bosque que se extendía entre el lago y la carretera principal y que estaba rodeado en el extremo opuesto por el alto muro de la abadía que se torcía en ángulo recto desde la orilla del agua. Dora, en parte para fastidiar a Paul, según parecía, empezó a monopolizar a Peter Topglass, y le hacía preguntas sobre los pájaros. Estaba estupefacta ante la variedad de seres que podían verse incluso en un paseo por la finca. Experimentaba la sorpresa ligeramente escandalizada del auténtico habitante de la ciudad ante el hecho de que estuvieran allí todas aquellas bestias, que se exhibían en libertad y vivían sus vidas completamente inconscientes de la protección y el patrocinio humano. Aquella mañana, durante su pequeño paseo con Paul, le había disgustado mucho ver a una urraca que se alejaba volando del lago con una rana en el pico.

—¿Cree que la rana sabía lo que ocurría? ¿Cree que los animales sufren como nosotros?

—¿Quién sabe? —dijo Peter—. Pero yo creo, como Shakespeare, que «el pobre escarabajo que pisamos experimenta un sufrimiento corporal, una punzada tan grande como cuando muere un gigante».

—¿Por qué no pueden los animales portarse bien los unos con los otros y vivir en paz? —preguntó Dora, haciendo girar la sombrilla.

—¿Por qué no pueden hacerlo los seres humanos? —dijo Michael a Toby, que caminaba a su lado.

Los otros tres marchaban en cabeza. Peter se balanceaba alegremente; el sol destellaba en sus gafas, los prismáticos y la cámara de fotos golpeaban su espalda, al adoptar un paso más vigoroso. Su calva brillaba, tostada hasta haber adquirido un rojo vivo. Michael le miró con cariño y se maravilló de su desapego, de su absorción en sus amados estudios, de su ausencia de vanidad competitiva. Carecía de aquella dimensión espiritual que hacía a James formidable, así como atractivo; pero era una persona que, como el dulce caballero de Chaucer, se distinguía por no perjudicar a nadie.

Ya habían entrado en el bosque. Dora iba al mismo paso que Peter, y los dos ocupaban el estrecho sendero, en tanto que Paul, que insistía en sujetarse al brazo de su mujer, tenía que caminar por la maleza, tropezando con las zarzas y los matojos de hierba.

Toby, ya a sus anchas y al parecer muy contento, hablaba intermitentemente; se detenía de vez en cuando y se quedaba atrás para inspeccionar flores silvestres, investigar fugitivos rumores o examinar de cerca misteriosas madrigueras en la tierra. Michael caminaba con paso uniforme; experimentaba una agradable sensación de madurez y protección, y se sentía extraordinariamente animado. Se preguntó si daría algún resultado haber alojado a Toby con Nick. Cuando se le ocurrió la idea, a Michael le había parecido una posibilidad brillante. De hecho, Toby era la única persona disponible y Nick había estado solo suficiente tiempo. Pero, aparte de esto, Michael pensaba que la presencia de una persona más joven podría constituir una especie de reto para Nick, podría estimularle a una especie de participación. En el peor de los casos, Toby podía vigilar a la oveja negra, y quizá su proximidad le hiciera reducir la bebida; Michael no dudaba que Nick seguía bebiendo. Había que admitir que James tenía razón; la organización actual de Imber sencillamente no tenía sitio para un hombre enfermo como Nick. No era tarea de nadie cuidarle. En cuanto a sí mismo, Michael pensaba que recordar viejas historias con Nick era un exceso que debía evitar definitivamente. Recordó que la abadesa había rehusado escuchar la historia de su vida. No; en este caso tendría que contar con Toby y Catherine. No pensaba seriamente que Nick pudiera hacer daño a Toby. Michael veía ahora a Nick, con el mismo dramatismo con que lo veía James, como una fuerza destructiva. Al fin y al cabo, la denominación de «pobre diablo» se acercaba mucho a la verdad. El aspecto vagamente desanimado de Nick, sus ojos acuosos, su comportamiento comatoso no eran los del tigre dispuesto a saltar. Además, y aunque no estuviera animado en ningún sentido por la atmósfera de Imber, había mostrado el debido respeto por aquel lugar, y Michael no podía imaginar que se atreviera seriamente a portarse mal o a molestar al chico con groserías de palabras o de obra. Nick estaba ya demasiado suavizado para semejante explosión.

Desde que conoció a Toby, Michael había revisado sus pensamientos sobre el tema. El hecho era que Toby resultaba excepcionalmente atractivo. Lo contempló mientras saltaba junto al sendero. Corría hasta Michael y volvía a alejarse, como un perro juguetón. Sus largos miembros aún poseían la torpeza desgarbada de la juventud, pero en su porte había algo pulcro y limpio que borraba cualquier sugerencia de desaliño. Michael observó la frescura de la camisa de color azul pálido que llevaba, con el cuello abierto, y reflexionó tristemente sobre la suciedad de la suya. Adivinó que de estudiante no graduado, el chico debió de ser un poco presumido. Por encima de la carne firme y ahora más oscura de su cuello, el pelo castaño oscuro acababa en una línea peluda nítida, y de modo semejante enmarcaba la frente, cuidadosamente cortado, y realzaba la cabeza hermosamente redondeada.

Sus mejillas y labios sobresalían, saludablemente rojizos. Sus ojos mantenían la mirada tímida y penetrante de un muchacho; aún no se había convertido en un joven seguro de sí mismo o resuelto. Parecía electrificado por energía y esperanzas aún no usadas. Michael pensó que Toby parecía a los dieciocho años una entidad mucho menos compleja que Nick a los quince. Pero, a pesar de todo, había que admitir que era encantador. La mente de Michael reprodujo con una viveza que casi rayaba en violencia la imagen del cuerpo blanco del chico desnudo junto a la charca. Qué asombroso y, en cierto modo, qué delicioso había sido. Entonces a Michael le perturbó descubrir lo mucho que le había conmovido aquella repentina visión. Ahora desechó la imagen con mayor dulzura. Quizá debiera insistir en que Toby y Nick fueran a vivir a la casa; era difícil encontrar un pretexto para mudar sólo a Toby. Pero, en cierto modo, la idea de tener tan cerca a Nick era inaceptable. Hizo a un lado el problema por el momento y volvió a su diversión de la tarde.

Se había producido un nuevo barullo en el grupo de delante, cuya conversación había escuchado Michael vagamente. Peter le había preguntado a Dora si iba a pintar paisajes mientras estuviera en Imber; pregunta que, al parecer, a ella le había resultado sorprendente. Michael observó que, a todas luces, ni a Paul ni a Dora se les había ocurrido que pudiera pintar. Tras unos cuantos comentarios sobre la vida campestre y la observación de la naturaleza, salió a colación que Dora nunca había oído cantar al cuco. A Peter se le antojaba casi inconcebible.

—Pero seguro que lo oyó de niña, en el campo…

Al parecer, Peter suponía que todos los niños vivían por naturaleza en el campo.

—Nunca estuve en el campo de pequeña —dijo Dora, riendo—. Siempre íbamos de vacaciones a Bognor Regis. En realidad, no recuerdo mucho de mi infancia, pero estoy segura de no haber oído el cuco. Por supuesto, he oído relojes de cuco.

Toby y Michael llegaron a su altura, mientras que, aún discutiendo, se acercaban al claro cubierto de hierba en que estaban tendidas las trampas. Peter les chistó para que guardaran silencio. Subieron con cautela hasta donde se ensanchaba el sendero, y Peter se adelantó a examinar sus presas. Había tendido tres trampas antiguas para gorriones, unas estructuras de alambre de forma abovedada de unos tres pies de largo y dieciocho pulgadas de alto, que estaban en la hierba. Cada trampa estaba dividida en dos compartimentos. Una pared del extremo de la trampa se inclinaba gradualmente hacia dentro hasta una pequeña abertura bordeada por alambres sobresalientes y desembocaba en el primer compartimento al nivel del suelo. Una abertura similar, ancha en el extremo más cercano y estrecha en el extremo opuesto, daba al segundo compartimento un poco por encima del nivel del suelo, al otro lado del cual, en la pared opuesta de la trampa, había una puerta pequeña para permitir la entrada de la mano del trampero. En seguida descubrieron que había varios pájaros pequeños en cada trampa. Al acercarse Peter, se produjo un gran aleteo.

Michael había visto realizar aquella operación muchas veces, pero nunca dejaba de llenarle de intranquilidad y excitación. Una o dos veces, bajo la dirección de Peter, incluso había manipulado los pájaros; pero le atemorizaba demasiado, le conmovía y llenaba de angustia y pena tener en su mano aquellos cuerpos sumamente ligeros, sumamente suaves y frágiles, y sentir los latidos del corazón, rápidos y aterrorizados. El único momento de alegría era al soltar el pájaro. Pero a Michael le daba demasiado miedo que alguno muriese en su mano, como ocurre a veces si se le sujeta con excesiva fuerza; y Peter le había perdonado a regañadientes las siguientes lecciones.

Peter volvió e indicó a sus compañeros que siguieran hacia adelante.

—Vengan a ver —dijo—; pero no se acerquen demasiado. Hay una presa estupenda. El reyezuelo de esa jaula. Miren, es ese bichito con la lista roja y amarilla en la cabeza. Me temo que los demás son gorriones y herrerillos comunes. Y en la de allí lejos, un trepador.

Examinaron los pájaros mientras Peter fotografiaba el reyezuelo a través de la red.

—¿Pero por qué entran? —preguntó Dora.

—Por la comida —dijo Peter—. Pongo un poco de pan y nueces de cebo. Después intentan salir volando por lo que parece el camino más fácil al segundo compartimento, y entonces les resulta más difícil escapar. Algunos pájaros incluso se meten en una trampa sin cebo, por pura curiosidad.

—Una vez más como los seres humanos —dijo Michael.

—Hoy no me voy a ocupar de los herrerillos y los gorriones —dijo Peter—. Levantó del suelo una de las jaulas y con rápida agitación los pájaros ascendieron y se alejaron precipitadamente. Voy a anillar el trepador y el reyezuelo. Michael, ¿te importaría fotografiar el reyezuelo mientras yo lo anillo?

Michael cogió la cámara de fotos. Peter se arrodilló y abrió la puerta que había en un extremo de la jaula y metió la mano. Los pájaros del compartimento pequeño se pusieron a aletear desaforadamente. A su lado, la mano morena de Peter parecía muy grande. Con los dedos extendidos arrinconó el pajarito. Su mano se cerró con delicadeza; plegó las alas que se agitaban violentamente, las unió al cuerpo y lo sacó. La pequeña cabeza de rayas doradas apareció entre los dedos índice y corazón de Peter. Dora profirió una exclamación de temor, excitación y angustia. Michael sabía lo que sentía. Preparó la cámara de fotos. Peter sacó de su bolsillo la ligera correa de metal, tan pequeña que se necesitaba una lente de aumento para leer la inscripción. Hizo cuidadosos juegos malabares con el pájaro hasta que entre el dedo meñique y el anular aparecieron una garra y una pata escamosas. Después, con la mano izquierda dobló la correa flexible alrededor de la pata del pájaro; la levantó hasta la boca, y cerró hábilmente la correa con los dientes. A la vista de los fuertes dientes de Peter tan cerca de aquella minúscula pata, como una ramita, Dora no pudo soportarlo más y volvió la cara. Michael tomó dos fotografías. Peter lanzó rápidamente al aire el pájaro, que desapareció en el bosque; con él llevaba para siempre, a quien pudiera interesar, la información de que aquel sábado concreto había estado en Imber. A continuación, Peter anilló el trepador y soltó los otros pájaros. Dora estaba sobresaltada, y Paul se reía de ella. Michael miró a Toby. Tenía los ojos muy abiertos y los labios húmedos y rojos allí donde se los había mordido. Era extraordinario lo que afectaba a todos aquel asunto.

Mientras examinaban de cerca las trampas y las volcaban, Peter se internó en el bosque. Bajo los árboles la luz se desvanecía más aprisa, y sobre el claro flotaban grandes nubes de mosquitos. Dora agitaba la sombrilla y se quejaba de que le habían picado a pesar de la cidra. Un instante después, todos quedaron electrificados al oír, claro e inconfundible, el canto de un cuco muy cerca. Se enderezaron y se miraron… y estallaron en carcajadas. Llamaron a Peter para que volviera.

—¡Ay! —gritó Dora—. Creí que era de verdad. ¡Qué pena!

—Me temo que el cuco real está por estas fechas en África; es un pájaro muy prudente —dijo Peter.

Enseñó a Dora el pequeño instrumento que había utilizado para imitar el sonido. Después sacó del bolsillo otros juguetes hechos de madera y metal y reprodujo sucesivamente el canto de la alondra, el zarapito, el mosquitero, la tórtola y el ruiseñor. Dora estaba encantada. Exigió verlos y probarlos; arrebató los objetos a Peter con grititos y tímidos gorjeos femeninos. Al observarla, Michael pensó que Dora compendiaba todo lo que no le interesaba de las mujeres; pero lo pensó objetivamente. A pesar de todo le caía bien y se sentía de demasiado buen humor en ese momento para que nadie le desagradara.

—¡Parece de verdad! —gritó Dora.

—Nada es igual que la realidad —dijo Peter—. Es extraño que incluso una imitación perfecta, en cuanto se sabe que lo es, proporciona mucho menos placer. Recuerdo que Kant dice que los huéspedes quedan muy decepcionados al descubrir que el ruiseñor de la sobremesa es un muchachito apostado en la arboleda.

—Un caso del atractivo natural de la verdad —dijo Michael.

—Hoy rebosas observaciones piadosas, ¿no? —dijo Peter—. Debes estar practicando para el sermón de mañana.

—Mañana le toca a James, gracias a Dios —dijo Michael—. A mí me toca la próxima semana.

—Creo que la moraleja es que no te descubran. ¿No estás de acuerdo, Toby? —dijo Peter, y se echó a reír.

Iniciaron el regreso. Paul le preguntó a Peter si le importaba hacerle una fotografía a Dora. A Peter le encantó. Buscó un claro entre los árboles y se puso a colocar primorosamente a su modelo sobre una piedra musgosa con una flor en la mano.

—¡Paul no sabe lo que le espera! —dijo Michael a Toby—. Cuando Peter coge por banda un tema humano, pasa con él horas enteras. ¡Es una venganza por las frustraciones que siempre le hacen sufrir los pájaros!

Michael y Toby siguieron andando juntos. Por detrás oían la risa de los otros tres y la voz de Dora, que protestaba. Paul parecía haber recuperado el buen humor. Michael se sintió repentinamente muy feliz. Se sentía como si hubiera reunido benignamente a todas aquellas personas a su alrededor, y como si, en cierto sentido, fuera responsable de la maravillosa tarde, por toda su alegría e inocencia. La palabra «inocencia» acudió de forma natural a su mente, y no se detuvo a meditar sobre ello. Qué raramente experimentaba esta sensación de estar desocupado y a gusto en compañía de otras personas. Entonces sus pensamientos se volvieron hacia Nick; pero la tristeza que siguió parecía purificada e incluso dulce, incapaz de romper el hechizo de su actual estado de ánimo. Se alegraba de pasear con Toby, de hablar ociosa e interminablemente sobre nada en especial. Se sentía como en vacaciones.

—En estos bosques hay una avenida —dijo Michael—, un poco más allá de donde estábamos, en la que a veces se ven chotacabras. ¿Has visto alguna vez un chotacabras?

—¡No, y me encantaría! —dijo Toby—. ¿Podría enseñármelo?

—Claro —dijo Michael—. Iremos una tarde la próxima semana. Son unos pájaros muy extraños; en realidad, apenas se puede decir que sean pájaros. Hacen creer en las brujas.

De repente salieron del bosque y llegaron a la ancha extensión de hierba cerca del camino. Ante ellos se presentaba de nuevo aquel gran panorama, aquel panorama familiar, iluminado por un sol muy amarillo y casi desvanecido; el cielo se desteñía de un color azul verdoso. Desde allí miraron hacia abajo, al lago, y vieron, intensamente matizados y completamente inmóviles, el reflejo sobre el agua de la pendiente opuesta y la casa, claros y gris perla a la luz reveladora, con todos los detalles nítidamente definidos a medida que se aproximaban. Por detrás, en el prado, recortados contra la línea pálida del horizonte, los árboles recibían el sol, y un roble, con las hojas ya amarillentas, parecía incendiarse.

Ambos se detuvieron. Aspiraron una profunda bocanada de aire y miraron en silencio; disfrutaban del amplio espacio y de la cálida extensión de aire y color. Entonces, desde el otro lado del lago les llegaron, agudas y delicadas, las voces de los cantores de madrigales. Las voces se entretejían y superponían; se apoyaban y contestaban unas a otras con la precisión encantadora y ligeramente absurda del madrigal. La que se oía con mayor claridad era la voz de soprano, cristalina y triunfante de Catherine, que retenía y reiteraba la melodía. Estaban demasiado lejos para entender las palabras, pero Michael las conocía bien.

El cisne de plata que ningún canto entona en vida

al acercarse la muerte abre su silenciosa garganta.

Apoya su pecho sobre los juncos de la orilla;

canta por primera y última vez, y para siempre calla.

La canción acabó. Toby y Michael se sonrieron mutuamente y empezaron a caminar con lentitud hacia la barca. Era un momento demasiado mágico para apresurarse. Después, al acercarse al lago, se oyó otro ruido, Al principio Michael no distinguió de qué se trataba; después lo identificó con el crescendo del motor de un reactor. De un minúsculo murmullo el ruido se elevó en un momento a un rugido desgarrador que rompía en dos el cielo. Levantaron la vista. Destellantes como ángeles, habían aparecido cuatro reactores que rugían desde ninguna parte hacia el cénit del cielo sobre Imber. Volaban en formación, y en ese punto, aún perfectamente juntos, giraron repentinamente hacia arriba y ascendieron en línea vertical hacia el cielo; se volvieron de espaldas con un movimiento casi pausado y volvieron a bajar, rugientes, rizando el rizo con tal precisión que parecían estar unidos por cables invisibles. Después empezaron a ascender de nuevo, sobre la cola, completamente derechos por encima de la cabeza de los observadores. Aún rugiendo juntos, formaron una lejana cumbre y se desplegaron como una flor, cada uno en un punto diferente de la brújula. Al momento siguiente se marcharon; dejaron tras ellos cuatro estelas de vapor plateado y un rugido contundente en disminución. Después se hizo el silencio absoluto. Todo había ocurrido con mucha rapidez.

Michael se sorprendió con la boca abierta, la cabeza echada hacia atrás, y fuertes latidos del corazón. El ruido y la velocidad y la belleza de aquellos objetos le habían dejado casi inconsciente durante unos momentos. Toby le miró, igualmente aturdido y excitado. Michael bajó los ojos y descubrió que se había agarrado con ambas manos al brazo desnudo del muchacho. Se separaron entre risas.