Michael conocía a Nick Fawley desde hacía mucho tiempo. Su relación era extraña, y sus detalles no eran conocidos por los otros miembros de la comunidad de Imber. Michael no compartía la opinión de James de que supressio veri es equivalente a suggestio falsi. Se encontró por primera vez con Nick hacía catorce años, cuando Nick era un estudiante de catorce años y Michael un joven profesor de veinticinco, que esperaba ordenarse sacerdote. A los veinticinco años, Michael Meade ya sabía desde tiempo atrás que era lo que el mundo llama un pervertido. Fue seducido en el internado a la edad de catorce años, y mientras estuvo en el colegio tuvo dos enredos amorosos homosexuales que seguían contando entre las experiencias más intensas de su vida. Con una reflexión más madura, adoptó la opinión convencional sobre estas aberraciones y al llegar a la universidad buscó todas las oportunidades de conocer a miembros del otro sexo. Pero descubrió que las mujeres le dejaban impasible; y en su segundo año de estudiante empezó a frecuentar con mayor naturalidad la compañía de aquéllos con inclinaciones similares a las suyas. Lo que era costumbre en su círculo pronto volvió a parecerle permisible una vez más.
Durante aquella época Michael siguió siendo, como lo había sido desde su confirmación, miembro un tanto sentimental e irregular de la iglesia anglicana. Apenas se le ocurría pensar que su religión pudiese plantear ningún enfrentamiento con sus hábitos sexuales. En realidad, y de una forma extraña, la emoción que alimentaba a ambos tenía su profundo origen en la misma fuente, y una vaga consciencia de este hecho le impedía reflexionar con mayor minuciosidad. No obstante, hacia el final de sus días de estudiante, cuando la idea de su probable sacerdocio tomó forma con mayor realidad en su mente, Michael cayó en la cuenta de las inconsecuencias de su situación. De vez en cuando comulgaba. Ahora le parecía extraordinario haber podido acercarse al altar en tales circunstancias. Por el momento, no alteró su tipo de amistades, pero dejó de recibir el sacramento y atravesó una época de bastante angustia, durante la que siguió haciendo, con cierta desesperanza, lo que le causaba una terrible culpabilidad hacer. Incluso la atracción que su religión ejercía sobre él, su mismo amor por su Dios, parecían estar corrompidos desde el principio. Pero pasado algún tiempo, y con la ayuda de un sacerdote a quien había confiado sus dificultades, prevalecieron los ideales más fuertes. Abandonó la práctica de lo que había llegado a considerar como un vicio, y volvió a la práctica de la religión.
El cambio, una vez que se hubo decidido, vino acompañado por dolores sorprendentemente transitorios. Salió de Cambridge corregido, y según le parecía a él, curado. Los días de indiferencia y los días de culpa quedaban igualmente lejanos. Sus historias amorosas se le aparecían como las étourderies de un hombre mucho más joven. Michael plantó cara a la vida, sabiendo que, casi sin duda, sus gustos seguirían con él, pero también seguro de que nunca volvería a gratificarlos en forma alguna que pudiera entrar en conflicto con su sentido de la moralidad, que era ahora mucho más estricto. Había atravesado una crisis espiritual, y había salido triunfante. Ahora, al arrodillarse para rezar, no experimentaba la sensación de culpa y temor que antes le ahogaban hasta el silencio y convertían sus oraciones en simples momentos de emoción. Se veía a sí mismo con ojos más racionales y tranquilos, confiado en un amor que yacía a mayor profundidad que las contorsiones de su culpabilidad egoísta e ignorante, y que actuaba pacientemente para liberarle. Miraba hacia el futuro.
Tras salir de Cambridge, pasó un año en el extranjero; dio clase en un colegio de Suiza, y regresó a ocupar el puesto de profesor de sexto curso en un internado. Le gustaba el trabajo y lo desempeñaba relativamente bien, pero al año siguiente decidió firmemente que quería ordenarse. Consultó a varias personas, incluido el obispo en cuya diócesis se encontraba, y acordaron que debía seguir dando clases otro año, mientras estudiaba teología en el tiempo libre, y después entraría en el seminario. Michael no cabía en sí de gozo.
La presencia de Nick Fawley en el colegio era algo de lo que Michael se dio perfecta cuenta desde su misma llegada. Nick, que entonces contaba catorce años, era un niño de considerable belleza. Era un chico listo impertinente; centro de amores y odios entre sus compañeros, un alborotador y en cierto modo, una estrella. Su pelo rizado, muy oscuro, que de haberlo dejado crecer hubiera sido jacintino, estaba cuidadosamente cortado de modo que enmarcaba su rostro alargado con bucles afectados, como de niño abandonado. Su nariz era ligeramente respingona. Era pálido; tenía unos impresionantes ojos gris oscuro, con pestañas largas y párpados pesados, que mantenía entrecerrados, para aumentar su evidente longitud o su perspicacia igualmente evidente; ambas cosas eran considerables. Su boca bien formada estaba por lo general torcida en una mueca de burla o fruncida en una expresión amenazadora de dureza. Era un maestro en el arte de hacer muecas y trataba su cara como una máscara en todas las formas posibles, para asustar, divertir o seducir. En clase adoptaba una expresión sardónica, y dejaba colgando las manos ostentosamente a los lados del pupitre. Los profesores le adoraban. Michael, aunque no era ciego a sus cualidades, pensaba que era fundamentalmente tonto. Eso ocurrió el primer año.
El segundo año, Michael, debido a los cambios de horario, vio mucho más a Nick. Asimismo, se dio cuenta de que el muchacho le prestaba una atención de una intensidad poco común. Nick se sentaba en clase y miraba a Michael con una expresión de fascinación tan descarada y abierta que llegaba a ser casi provocativa. Sin embargo, cuando le preguntaba, siempre parecía haber seguido las explicaciones. A Michael le irritaba aquello, que le parecía una broma impertinente. Más adelante el muchacho cambió su conducta; mantenía la mirada baja, parecía confuso, era menos rápido al contestar. Su expresión parecía haberse hecho más sincera, y por ello, mucho más atractiva. Michael, interesado, conjeturó que lo que Nick había fingido antes para diversión de sus compañeros, ahora lo sentía de verdad. Le daba pena del muchacho; le consideraba más modesto y pensaba que, en líneas generales, había mejorado. Lo vio una o dos veces a solas.
Michael se daba perfecta cuenta de que los encantos de Nick empezaban a conmoverle de una forma que era más que fortuita. Sabía que era enamoradizo, pero ni por un momento se sintió en peligro; tal era la confianza y el contento que experimentaba respecto a sus proyectos para el futuro. Además, el hecho de no haberse sentido nunca atraído de esa forma por una persona mucho más joven que él contribuía a hacerle considerar su afecto por Nick como algo muy especial, pero de ningún modo amenazador. No sentía ni culpa ni angustia ante el placer que lo invadía con la proximidad de aquel joven ser, y al descubrir en él incluso los síntomas físicos de su inclinación, no se asustó, sino que, con serenidad y alegría, siguió viendo a Nick siempre que lo requería el desarrollo de sus deberes; se felicitaba por la solidez y calma racional, recientemente adquiridas, de su vida espiritual. Al rezar, el nombre del muchacho le venía a los labios de forma natural, junto al de otros, y experimentaba una dolorosa alegría al observar en él tal reserva de buena voluntad que no reclamaba ninguna recompensa corriente.
Daba la casualidad de que la habitación de Michael, que era también su estudio, se encontraba en una parte de los edificios del colegio que estaba dedicada principalmente a oficinas y quedaba desierta después de las cinco. La puerta que Michael utilizaba daba por detrás a un prado, cubierto por entonces de pequeños árboles y arbusto. En este cuarto guardaba sus libros y los muchachos iban a veces a verle para aclarar dudas o consultar alguna referencia. Nick lo acompañó hasta allí una o dos veces después de la clase, mientras discutían un tema o le preguntaba algo, traspasaba el umbral de su puerta, y se dirigía apresuradamente a la siguiente clase. Había adquirido recientemente la categoría menos limitada del alumno de último curso, y cuando estaba libre paseaba por todas partes a su voluntad. Era una tarde de principios del trimestre de otoño, poco antes de las siete, cuando Michael, que trabajaba a solas, oyó llamar a la puerta, la abrió, y se encontró con Nick. Era la primera vez que el muchacho aparecía allí sin haber sido invitado. Le pidió un libro prestado y desapareció de inmediato, pero al pensar sobre ello, a Michael le pareció que a ambos les había resultado difícil disimular su emoción, y que desde ese momento ambos sabían lo que iba a ocurrir. Nick volvió, esta vez después de cenar. Le devolvió el libro, y hablaron sobre él durante diez minutos. Se llevó otro libro prestado. Se convirtió en una costumbre que se dejara caer por allí de vez en cuando, en el intervalo entre la cena y la hora de acostarse. La estufa de gas ronroneaba en la pequeña habitación de Michael. Afuera, las tardes de octubre eran cada vez más oscuras. Persistía la media luz del crepúsculo; la lámpara estaba encendida.
Michael sabía lo que hacía. Sabía que jugaba con fuego. Pero aún creía que podía escapar ileso. En apariencia, todo era aún inocente, y poseía un carácter temporal que parecía reducir los peligros. Hasta la mitad del trimestre, hasta el final del trimestre. Al siguiente, el horario sería distinto; Michael quizá tuviera que mudarse de habitación. Cada encuentro era una especie de adiós; y en cualquier caso, no ocurría nada. El muchacho aparecía, hablaban de asuntos sin trascendencia, discutían el trabajo de Nick. Leía con asiduidad los libros que le prestaba Michael y, evidentemente, aprovechaba las conversaciones. Nunca se quedaba durante mucho rato.
Una tarde, después de llegar Nick, Michael dejó que el crepúsculo se prolongara hasta oscurecer la habitación. Prosiguieron la conversación mientras se desvanecía la luz, y al parecer sin notarlo siguieron hablando en la oscuridad. Tan fuerte era el hechizo que Michael no se atrevía a estirar el brazo para encender la lámpara. Estaba sentado en su sillón bajo, y el muchacho tumbado a sus pies, en el suelo. Nick, que se había quedado más tiempo de lo acostumbrado, se estiró, bostezó y dijo que tenía que marcharse. Se incorporó y se puso a hacer ciertos comentarios sobre una discusión que había mantenido en clase. Mientras hablaba, posó una mano en la rodilla de Michael. Michael no se movió. Contestó al muchacho, que un instante después retiró la mano, se levantó y salió.
Tras haberse marchado Nick, Michael se quedó sentado durante largo rato en la oscuridad, inmóvil. En ese momento supo que estaba perdido: el contacto con la mano de Nick le había proporcionado un gozo tan intenso, hubiese querido decir tan puro, si esa palabra no hubiese sonado en este caso un poco extraño. Fue una experiencia tal, que al recordarla, incluso al cabo de muchos años, temblaba y experimentaba de nuevo, a pesar de todo, aquel júbilo completo. Sentado en su habitación, con los ojos cerrados y el cuerpo sin fuerzas, comprendió que no estaba en su carácter resistirse al encanto de un placer tan exquisito. No se permitió reflexionar sobre lo que iba a hacer o sobre lo equivocado que podía estar. Una neblina de emoción, que no intentó disipar, le ocultaba la decisión que estaba tomando; la que en realidad le parecía que había tomado al dejar a Nick posar su mano sobre él, sin ningún comentario y sin apartarse. Sabía que estaba perdido, y al descubrirlo supo que, de hecho, estaba perdido desde hacía mucho tiempo. Mediante una dialéctica que conocen bien aquellos que habitualmente sucumben a la tentación, pasó en un segundo del momento en que era demasiado pronto al momento en que era demasiado tarde para luchar.
Nick volvió al día siguiente. Entretanto, ambos habían tenido la imaginación ocupada. Habían llegado muy lejos. Michael no se levantó de la silla. Nick se arrodilló ante él. Se miraron fijamente, sin sonreír. Entonces Nick le tendió ambas manos. Michael las sujetó con fuerza, casi con violencia, durante unos momentos, al tiempo que acercaba al muchacho hacia sí. Estaba rígido por el esfuerzo de evitar temblar. Nick estaba pálido, solemne, los ojos clavados en Michael, radiante por el deseo de suplicar y dominar. Michael lo soltó y se inclinó hacia atrás. Era como si hubiese pasado mucho tiempo. Nick, en el suelo, se relajó, y su cara se distendió en una sonrisa que no podía controlar. La máscara había desaparecido, quemada por las fuerzas interiores. Michael también sonrió, extrañamente en paz, como tras un gran logro. Entonces se pusieron a hablar.
La conversación de los amantes que acaban de declararse su amor es uno de los placeres más dulces de la vida. Cada cual compite con el otro en humildad, en asombro por ser tan apreciado. Se investiga el pasado en busca de las primeras señales y cada cual se apresura a poner de manifiesto todo lo que es, de modo que no escape a la caricia santificante ninguna parte de su ser. Michael y Nick hablaron así, y Michael se sorprendía continuamente ante la inteligencia y delicadeza del muchacho, que lograba por completo llevar la iniciativa, mientras que, al mismo tiempo, extraía de su condición de alumno y discípulo de Michael toda la dulzura que podía contener semejante relación en aquella situación transformada. Hablaron de sus ambiciones, de sus decepciones, sus hogares, su niñez. Nick le habló a Michael de su hermana gemela, a la que amaba, juró, con pasión byroniana. Michael le habló a Nick de sus padres, que habían muerto tiempo atrás, de su padre hosco, de su madre elegante, inteligente, de su vida en Cambridge, y con una franqueza y falta de escrúpulos que después lo sorprendió, sobre sus esperanzas, que entonces dio a entender muy lejanas, acerca del sacerdocio.
En una semana parecieron vivir una eternidad de pasión, aunque hasta entonces no habían hecho más que cogerse de la mano e intercambiar las más dulces caricias. Aquélla fue para Michael una época de felicidad completa e inconsciente. Extrañamente, se sentía a gusto al saber que el curso tocaba a su fin. Aquella maravilla no podía durar; y por ello, no pensaba en acabarla, y vivía un momento de placer sin tiempo. Le hubiera gustado llevar a Nick a la cama; pero no lo hizo, en parte debido a confusos escrúpulos y en parte debido a que su relación era entonces tan perfecta; en realidad, la idea de que aún quedaba mucho en reserva formaba parte de su perfección. Durante aquella época, Michael consideró apenas y de mala gana las implicaciones más profundas de lo que hacía. Dejó de comulgar. Extrañamente, no se sentía culpable, sino sólo firmemente decidido a retener al objeto amado, y de atenerse a ello ante Dios; aceptaba el precio cualquiera que éste fuese y, finalmente, justificaba de alguna forma su amor. No se le pasó por la cabeza la idea de rechazarlo o renunciar a él.
Empezó a reflexionar confusamente sobre el sentimiento que había tenido anteriormente de que su religión y sus pasiones manaban de la misma fuente, lo que parecía infectar de corrupción su religión. Ahora le parecía que podía dar la vuelta a este argumento. ¿Por qué no podían purificarse sus pasiones mediante esta proximidad? No creía que hubiese algo inherentemente malo en el gran amor que sentía por Nick. Este amor era algo tan fuerte, tan radiante, venía de tan profundo, que parecía participar de la misma naturaleza de la bondad. Michael se veía vagamente como guardián espiritual del muchacho, al transformarse lentamente su pasión en un cariño más noble y desinteresado. Vería a Nick hacerse adulto, protegería cada uno de sus pasos, siempre presente, aunque con una humildad que sería la más alta expresión de amor. Nick, que era su amante, se convertiría en su hijo, y en realidad, el muchacho, con un tacto y una imaginación que borraban de su relación cualquier indicio de ordinariez, ya desempeñaba ambos papeles. Tras reflexionar un poco, Michael se sintió mejor, como si aquellas audaces reflexiones hubieran hecho algo para devolverle su inocencia. Dejó que sus pensamientos volvieran, con mucha cautela, a la visión de sí mismo como sacerdote. Después de todo, era posible. Todo resultaría bien. Durante aquella época rezaba constantemente y sentía que, mediante las mismas contradicciones de su existencia, su fe aumentaba. Era feliz, con una plenitud que no había conocido hasta entonces. Michael no tuvo el privilegio de saber cómo habría acabado el idilio si hubiese quedado bajo su control. Le quitaron bruscamente el asunto de las manos. Durante tres semanas su relación con Nick había crecido con una rapidez milagrosa, como un árbol en un cuento de hadas, y se le antojaba que la evolución que en un amor corriente hubiera podido tardar años, ellos la disfrutaban en un período de tiempo de días. Quizá fuera esto lo que resultó funesto. Michael nunca llegó a saberlo. Tenía la sensación de conocer a Nick de toda la vida. Quizá también Nick experimentaba lo mismo, y se cansó de él, como tras medio siglo de conocimiento. O quizá la excesiva intensidad de su amor le amargó en cierta forma. O quizá hubiera una explicación más profunda, que ennobleciera al muchacho. Esto era algo que nunca estuvieron predestinados a discutir.
A finales de curso llegó al colegio un misionero. Era un predicador inconformista, que tomaba parte en una campaña de resurgimiento religioso promovido por todas las iglesias, y a propósito del cual ya habían hablado a los muchachos varios miembros de diversos credos. Era un hombre entusiasta, un orador excelente. Michael acudió a dos de sus invectivas, sin escucharlo; pensaba en los abrazos de Nick. A Nick, evidentemente, lo ocupaban otros pensamientos. Al segundo día no fue a ver a Michael a la hora convenida. En su lugar, fue al director a contarle toda la historia.
Al no acudir Nick, Michael se preocupó. Esperó largo rato, después dejó una nota y se puso a buscar al muchacho. Un temor premonitorio casi lo enloqueció. Durante la búsqueda le avisaron de que fuera a ver con urgencia al director. No volvió a ver a Nick tete-a-téte. La traición, cuya evidencia fue inmediata, de algo que para él era tan completamente puro y sagrado, fue tan espantosa, que hasta más tarde Michael no se preocupó en pensar sobre el asunto en términos de su propia perdición. También algún tiempo después, al recordar las cosas que le había dicho el director, se le ocurrió que Nick no había dado una visión exacta de lo que había pasado. El muchacho había logrado dar la impresión de que había ocurrido mucho más de lo que realmente había ocurrido, y también parecía haber insinuado que era Michael quien lo había llevado contra su voluntad a una aventura que no comprendía y de la que había deseado escapar desde el principio. El panorama, como lo veía el director, y como al parecer, se lo había presentado Nick, era sencillamente el de una seducción completamente vergonzosa.
El curso casi tocaba a su fin. Sin escándalo abierto, Michael se marchó inmediatamente del colegio. Una carta cuidadosamente redactada del director a su obispo destruyó por completo sus esperanzas de ordenarse. Fue a Londres y tomó un trabajo eventual en un establecimiento de preparación intensiva de la universidad. Entonces tuvo mucho tiempo para reflexionar. Mientras que el éxito y la felicidad habían mantenido la culpa a raya, la perdición y la pena la hicieron aparecer casi automáticamente, y Michael pensó que, después de todo, la idea que había recibido el director sobre el asunto no era injusta. Era culpable del peor de los delitos: corromper a los jóvenes, un delito tan grave que el mismo Cristo había dicho que era mejor que al hombre culpable le colgaran una piedra de molino al cuello y que lo ahogaran en las profundidades del mar. A Michael no le interesaba entonces compartir su culpa con Nick. Estaba ansioso por aceptar toda la que había, y si hubiera habido más, también la habría aceptado.
Pero mucho más adelante, cuando por fin pudo ver la escena en perspectiva, a una distancia de muchos años, con más calma, se preguntó cuál habría sido el motivo de Nick para confesar, y para confesar de aquella forma engañosa. Llegó a la conclusión de que al muchacho le habían inducido a confesar sinceros escrúpulos religiosos, junto a un resentimiento quizá semiinconsciente contra Michael; y que lo había contado así en parte debido al resentimiento, pero también, y más explícitamente, para hacer que las cosas parecieran pésimas, puesto que ya eran imperdonablemente malas. Michael sabía que esto obedecía a un instinto natural en los que confiesan, y supuso que Nick había convertido su amor en una espantosa historia de seducción sin malicia deliberada contra él. Pero no podía estar seguro.
Pasaron los años. Michael encontró trabajo en el departamento de educación del County Council de Londres. Entonces volvió descontento a la enseñanza. Sin gran dificultad, aunque a veces atormentado por sus inclinaciones, evitó las aventuras amorosas. Después de que se hubieron calmado las emociones y la desesperación en que le había sumido aquel incidente —lo que le llevó mucho tiempo— empezó de nuevo a buscar serenamente lo que se le había escapado, su lugar adecuado en la vida, la tarea para la que Dios le había creado. En su horizonte volvieron a alborear, muy lejanas, las viejas esperanzas de hacerse sacerdote, pero no les prestaba atención. A veces pensaba que la catástrofe que había destruido su primer intento había sido proyectada para humillarlo; su verdadera oportunidad estaba aún por llegar. Trabajó calladamente pero sin satisfacción en diversos puestos de enseñanza.
Entonces llegó la llamada de Imber, el encuentro con la abadesa, y la excitante sensación de que, por fin, aparecía una nueva vida y un camino a seguir al que estaba destinado.
Poco después de su primera visita a Imber, cuando el proyecto para la comunidad se encontraba en una etapa vaga y preliminar, Michael entró en la casa de unos amigos de la abadesa, en Londres, y se encaró con la cabeza de Nick colocada sobre el cuerpo de Catherine. El encuentro fue tan completamente inesperado, el parecido era tan notable y sorprendente, que Michael se quedó sin habla y tuvo que sentarse y fingir un mareo momentáneo. Había perdido la pista a Nick por completo durante los años que siguieron a su ruptura, aunque, sin haberlo buscado, había tenido noticias suyas de vez en cuando: que estudiaba matemáticas en Oxford, y que aunque se le consideraba brillante, no llegó a obtener sobresaliente, que tenía un trabajo en investigación aerodinámica, pero lo dejó al poco tiempo, al heredar cierto dinero, y compró unas acciones en un sindicato de Lloyds. Se le veía mucho por la City de Londres, oyó decir Michael a sus escasos conocidos que tenían negocios, en compañía del tipo más disoluto de agente de bolsa. Le mencionaban de vez en cuando en las revistas del corazón, relacionado con mujeres. Se creía que se había dado a la bebida. Michael oyó decir en una ocasión, como rumor vago, que era homosexual.
Michael recibió esta información con interés y no preguntó más. Lo almacenó en una parte de su mente en la que aún mantenía y mimaba al muchacho que había conocido, y lo encomendaba continuamente al amor que comprende y transforma, a la antigua pasión cuya intensidad le hizo considerarlo tan puro. Pero esto ocurría a un nivel profundo, en el que los pensamientos de Michael apenas eran explícitos. Más superficialmente, y a medida que pasaban los años, empezó a fomentar un resentimiento callado contra Nick por haber estropeado su vida con tanta eficacia, y pensaba serenamente que aunque podía culpársele un poco a él, sin duda no podía echársele toda la culpa porque Nick hubiese seguido mal camino. El muchacho era claramente desequilibrado e irresponsable, como le resultó evidente a Michael antes de enamorarse de él. No quería aminorar su culpa, pero sabía que, al llegar a cierto punto, reflexionar más sobre ello se convertiría en simple exceso. Consideraba el capítulo acabado.
El encuentro con Catherine lo dejó abrumado. No hizo falta que le dijeran que la guapa joven de ojos grises y abundante pelo oscuro cuya larga mano asió lánguidamente un momento era la señorita Fawley. Se preguntó de inmediato qué sabía de él, si lo vería, con hostilidad y cierto desprecio, como un oscuro profesor al que habían despedido por seducir a su hermano. De hecho, resultaba difícil descubrir el desprecio en aquellos ojos dulces y evasivos, pero Michael decidió rápidamente que si la relación de Nick con su hermana era tan estrecha como él afirmaba, y por alguna razón aquellas afirmaciones parecían ciertas, le habría dado una versión, probablemente bastante exacta, de lo que había ocurrido. Quizá no recordaba su nombre. Pero una cierta confusión y una amabilidad demasiado deliberada la primera vez que se vieron confirmaron a Michael que Catherine sabía muy bien quién era él.
Podría pensarse que si por adición la naturaleza lo había derrotado con Nick, al menos por sustracción le ofrecía ahora a Catherine; pero esto no se le ocurrió a Michael más que de una forma abstracta y como algo que podría haber experimentado otra persona. Desde el primer encuentro con Catherine supo que estaba destinada a ser monja. Pero en cualquier caso, resultaba notable lo poco que le atraía. Le caía bien, y encontraba encantadora una cierta dulzura suplicante en su porte, pero la gran frente pálida y los ojos somnolientos, en este caso vaciados en el inconfundible molde femenino, no excitaban sus pasiones lo más mínimo. Era realmente extraño que Dios hubiera podido hacer dos seres que eran tan claramente de la misma materia y que, no obstante, al hacerlos tan parecidos los hubiera hecho tan distintos. La cabeza de Catherine en reposo guardaba un parecido exacto con la de Nick, aunque era un poco más pequeña y delicada. Pero su expresión, su sonrisa, daban a la misma forma una animación muy diferente, y al inclinar la barbilla hacia el pecho, porque Catherine era muy dada a bajar la mirada modestamente, Michael tuvo la sensación de ser víctima de un espantoso juego de ilusionismo. Encontraba a Catherine, como a todas las mujeres, carente de atractivo y un poco obscena, y más aún por recordarle tan artificiosamente a Nick.
Las personas que los presentaron, y que evidentemente no sabían que existiese una relación previa, se afanaron en explicar, con la ayuda de Catherine, que ésta iba a entrar finalmente en la abadía y que esperaba poder pasar algún tiempo con la comunidad en proyecto antes de entrar. Era una idea de la abadesa, que había dicho que escribiría a Michael, quien ya debía haber recibido la carta. Michael dijo que una visita al campo le había impedido ver la correspondencia; probablemente, la carta de la abadesa lo esperaba en su casa. Estaba seguro de que un proyecto semejante funcionaría estupendamente; y además, los deseos de la abadesa eran órdenes para él. La señorita Fawley se levantó para marcharse. Mientras Michael observaba cómo se despedía, de pie ante la puerta, con su largo y fino paraguas con el que daba golpecitos en el suelo, con traje de chaqueta gris exageradamente bien cortado y discreto, con su abundante pelo jacintino sujeto en un firme moño bajo un sombrero pequeño y ostensiblemente elegante, se asombró de ella y del extraño destino que había hecho que sus caminos se cruzaran, y ni por un momento dudó que lo reuniría tarde o temprano con Nick.
De hecho, esto ocurrió incluso antes de lo que esperaba. Encontró la carta de la abadesa en su casa; le encomendaba a Catherine, le hablaba de ella como de una «niña especialmente favorecida», una persona de grandes dotes espirituales en potencia. Esperaba que Michael la aceptase como miembro provisional de la nueva comunidad. Algo en el tono de la carta hizo pensar a Michael que la abadesa debía saber lo de Nick. Casi con toda seguridad, Catherine se lo había contado. No podía imaginar que aquel ser pálido y dulce hubiera podido ocultar nada al enfrentarse con una personalidad como la de la abadesa. Además, las confesiones le venían de familia.
Catherine apareció puntualmente en Imber en los primeros días de existencia de la comunidad, cuando en la gran casa vacía sólo vivían Michael, Peter y los Strafford. Calladamente, incluso sin apenas abrir la boca durante las primeras semanas, se dedicó con afán a las innumerables tareas con que se enfrentaba el pequeño grupo. Trabajaba hasta el desmayo, y Michael tuvo que moderarla. Al verla en el campo, parecía cambiada. No tenía un aspecto elegante. Llevaba ropas viejas y sin forma, y el pelo rizado y púrpura oscuro descuidadamente recogido o suelto por la espalda. Parecía consumida por un deseo de pasar inadvertida, de hacerse insignificante y de que nadie le prestara atención, en tanto que estaba lo más ocupada y ubicua posible. En esa época a Michael le parecía una joven bastante extraña, quizá desequilibrada y con tendencia a los excesos, aunque, como en el caso de su hermano, pronto olvidó que había pensado esto sobre ella. Cada vez le agradaba más y respetaba sus esfuerzos; a veces consentía en mirarla, en busca de otra cara, y de vez en cuando descubría sus fríos ojos posados en él.
Llegó Patchway; llegó James. La comunidad empezó a tomar forma experimentalmente. Se cavó la huerta, se plantaron con ceremonia las primeras semillas. Catherine habló a Michael de su hermano. Ni entonces ni después hizo referencia al pasado, excepto para dar por sentado implícitamente que Michael y Nick se conocían. Dijo que estaba seriamente preocupada por su hermano. Al parecer, Nick había llevado una vida de disipación —Catherine no dio detalles— de la que, a pesar de odiarla, no podía escapar por falta de carácter. Era muy desgraciado y había amenazado con suicidarse. Era necesario hacer algo drástico e imaginativo por él. Catherine pensaba que era posible que fuese a Imber si se lo pedían. Sin duda, encontrarían algún trabajo para él. Si se quedaba incluso poco tiempo le haría bien, aunque sólo fuera desde el punto de vista de su salud; y ¿quién sabe?, quizá con oraciones y con la proximidad de aquel gran depósito de energía espiritual al otro lado del lago, pudiera esperarse algo más que eso. Así le rogó Catherine; habló como quien teme una negativa, con la cara pálida y solemne por la fuerza del deseo. Se parecía a su hermano.
A Michael le dejó sumamente consternado su petición. Desde que conoció a Catherine, albergaba la vaga idea, no desprovista de cierto placer melancólico, de volver a ver a Nick algún día; imaginaba el encuentro, quizá breve, en una casa de Londres. Se dirigirían una sonrisa temerosa y no volverían a verse durante años. Pero tener al muchacho allí —aún pensaba en Nick como un muchacho—, allí, en Imber, en un tiempo y lugar tan sagrados, no entraba de ningún modo en los planes o deseos de Michael. Había estado muy ocupado y muy ilusionado con su proyecto en desarrollo. A veces, casi había llegado a olvidar quién era Catherine, lo que quizá constituía, en parte, un éxito de la muchacha. Su propuesta se le antojó inoportuna y completamente fastidiosa, y su primera reacción fue casi cínica. En un caso como el que imaginaba era el de Nick, la proximidad de un depósito de fuerza espiritual tenía tantas probabilidades de provocar nueva violencia como de producir una cura. El poder espiritual es, en realidad, como la electricidad, en cuanto que es profundamente peligroso. Podía realizar milagros de bondad; también podía provocar la destrucción. Michael temía que en Imber Nick crearía problemas a otros y no obtendría ningún provecho para sí mismo. Sencillamente, no quería a Nick en Imber.
No obstante, no le dijo nada de esto a Catherine, sino que le indicó que consideraría el asunto y que consultaría con la abadesa y con el resto de la comunidad. Entonces Catherine le dijo que ya había discutido todo el asunto con la abadesa, quien estaba totalmente a favor del plan. A Michael le sorprendió aquello, y se dirigió a la abadía a toda prisa; pero resultó ser un momento en que la gran dama, por razones que ella se sabía, no le concedió una entrevista. Dijo que si Michael le escribía una carta, ella la contestaría. Aturdido, Michael escribió varias cartas que rompió, y finalmente le envió una breve nota en la que daba por sentado que la abadesa conocía los hechos relevantes y le pedía su opinión. La abadesa contestó con una especie de vaguedad femenina, que a Michael casi le enloqueció, que estaba a favor del plan en su totalidad, pero puesto que él sabía y debía saber mucho más que ella sobre las posibilidades que tenía de funcionar, dejaba la decisión final a su juicio, en el que, según decía, tenía plena confianza. Michael dio vueltas por la casa, furioso, y finalmente, fue a ver a James. A James, que no era nada curioso ni siquiera desconfiado y que siempre parecía creer que le estaban contando toda la verdad, le indicó vagamente que había conocido al joven Fawley de muchacho, pero que le había perdido de vista desde entonces. Hizo una descripción de lo que sabía sobre su carácter y su carrera. ¿Qué pensaba James?
Con una vehemencia que alivió el corazón de Michael, James dijo que consideraba aquella idea completamente estúpida. No tenía sitio, de momento, para un pasajero de esa clase. Nadie tendría tiempo para hacerle de niñera. Quizá pudieran ayudar a la pobre Catherine alojando a su deplorable hermano (de quien James dijo haber oído uno o dos rumores desagradables) en algún otro sitio en el que no pudiera causar perjuicios; pero ¡Dios nos libre; aquí no! James se quedó un tanto estupefacto al enterarse de que la abadesa estaba a favor, con reservas, del plan, pero rogó a Michael que se defendiera serenamente contra ella. Al fin y al cabo, él conocía la situación exacta de la comunidad, y la abadesa, como ella misma admitía, la desconocía. Una de las características de la fe más enérgica y carente de sentimentalismo de James consistía en que no se contaba entre los que consideraban las palabras de la abadesa necesariamente como órdenes. Michael prometió defenderse, y se fue a dormir; se sentía mucho mejor. Soñó con Nick.
Al día siguiente todo parecía diferente. En cuanto se despertó, Michael supo con toda certeza que no podía presentarse ante Catherine y decirle que no iba a recibir a su hermano. En el caso de que al cabo de un mes o un año Nick hiciera algo realmente atroz, en el caso de que se metiera en problemas graves (resultado nada improbable según los detalles con que Michael rellenó confiadamente el cuadro que le ofreció Catherine), en el caso de que se matara…, ¿cómo se sentiría entonces Michael? No podía rechazar esa súplica, especialmente debido al pasado. Rezó mucho y con apasionamiento por aquel asunto. Se convenció cada vez más; y con la aurora de una extraña alegría, percibió en el modo en que se habían desarrollado las cosas cierto matiz de bondad. Le habían devuelto a Nick, sin duda no accidentalmente. No se atrevía a pensar que él mismo hubiera de ser el instrumento de la salvación del muchacho, pero creía posible que estuviera destinado, de una forma humilde, a estar presente, como el que desempeña un papel pequeño en una gran ceremonia, mientras se alcanzaba este objetivo. En lo que respectaba a Nick, al fin y al cabo debía tener una segunda oportunidad. No podía pretenderse que la rechazara. Estaba en armonía con el abandono del mundo por parte de Catherine. Un ser de tal pureza, como la veía ahora en su estado de exaltación, podía realmente llevar a cabo la salvación de su hermano, y en cierto modo, también la de Michael, y milagrosamente, la redención del pasado.
Aquel estado de ánimo tan exultante no duró mucho; pero la esencia de la esperanza y la visión que le había proporcionado permanecieron con Michael, y estaba tan firmemente decidido a recibir a Nick como antes a rechazarlo. Pronto convenció a los demás con el argumento poco sincero de la autoridad de la abadesa, aunque James siguió mostrándose escéptico. Le pidieron a Catherine que escribiera a su hermano. Michael no pudo cobrar suficientes ánimos para hacerlo. Recibió inmediatamente la contestación, en la que decía que iría.
Una mañana de principios de agosto Michael fue a la estación con las rodillas temblorosas a recibir a Nick Fawley. Se había separado de un muchacho; iba a encontrarse con un hombre. Pero, como ocurre en tales ocasiones, la imaginación había destruido el intervalo de tiempo, y lo que jugaba principalmente en la mente de Michael mientras conducía hacia la estación era la última visión que había tenido de Nick, que parecía ayer mismo, blanco como la pared en las oraciones del colegio, evitando su mirada. Catherine, que había ido a Londres el fin de semana anterior a ver a su hermano, indicó discretamente que tenía tareas ineludibles aquella mañana. Nadie más estaba muy interesado por Nick en ese momento; la huerta, que producía los primeros frutos del verano, les absorbía demasiado. Así que Michael, sorprendido de que, al parecer, su agitación hubiese pasado inadvertida, se escabulló y se presentó demasiado pronto en la estación, y se quedó en el andén, alisándose nerviosamente el cuello de la camisa. Con gran esfuerzo evitó mirarse al espejo de la sala de espera. Pensó con sorpresa que hacía muchos años que no tenía una conciencia tan intensa de su aspecto externo.
Cuando llegó el tren, Michael apenas podía tenerse en pie. Vio bajar a varias señoras, y después vio a un hombre en el extremo del andén que llevaba un rifle y una escopeta, acompañado por un perro. Era, sin duda, Nick Fawley. Parecía lejano, pero se le distinguía muy bien, como una figura de un sueño. Michael echó a andar para dirigirse hacia él. Se había olvidado momentáneamente del perro, aunque Catherine le había avisado, y experimentó una inmediata irritación, como ante la presencia de un tercero. Nick, sin mantener la mirada de Michel mientras se acercaba a él, se agachaba para hacer fiestas al perro. Se enderezó al llegar junto a Michael, y una sonrisa involuntaria apareció en sus rostros. Michael se preguntaba si sería capaz de no abrazarlo. Pero resultó muy fácil. Se estrecharon las manos, balbucearon frases triviales, aunque no podían ocultar la emoción. El perro les proporcionó una diversión útil. Michael le arrebató a Nick su gran maleta, que Nick le cedió aturdido; dejó las armas de fuego colgadas del hombro. Salieron hacia el coche. Michael condujo hasta Imber en un estado parecido a la borrachera. Más tarde fue incapaz de recordar el viaje con claridad. La conversación no fue tanto difícil como enloquecida. Hablaban constantemente, pero sin orden ni concierto; a veces ambos empezaban una frase al mismo tiempo. Michael hizo observaciones estúpidas sobre los perros. Nick hizo preguntas banales sobre el campo. En varias ocasiones hizo la misma pregunta dos veces. El coche entró majestuosamente en la grava que se extendía frente a la casa.
Catherine los esperaba. Hermano y hermana se saludaron de una forma apagada y deliberadamente despreocupada. Margaret Strafford se puso en movimiento. Llevaron dentro a Nick. Michael volvió a su oficina. Una vez a solas, apoyó la cabeza en la mesa y descubrió que se estremecía; no sabía si estaba contento o triste. Al principio, Nick le pareció terriblemente cambiado. Su cara, antes pálida, era ahora rojiza y más gruesa; su pelo retrocedía sobre la alta frente y le colgaba en desorden sobre el cuello, vigorosamente rizado, pero más grasiento que lustroso. Los pesados párpados se habían espesado haciendo pliegues; los ojos eran más vagos, menos llenos de fuerza. Era un hombre guapo, pero grueso, rojizo, casi tosco.
Michael se recobró y volvió a su trabajo. El encuentro, en conjunto, había sido menos inquietante de lo que esperaba; y experimentó más alivio que otra cosa al encontrar a Nick tan desprovisto del encanto tenso y pálido que poseía de muchacho y que sobrevivía, soñador, en su hermana. Michael ya había decidido ver a Nick lo menos posible durante su estancia en Imber; una vez pasada la primera sorpresa, no pensaba que fuera difícil. A petición urgente del propio Nick, le dieron alojamiento fuera de la casa principal. A Michael no le gustaba dejarle allí solo, pero no fue fácil encontrarle de inmediato un compañero. Catherine no se ofreció, Patchway se negó, con los Strafford no se podía contar, puesto que sólo se disponía de una pequeña habitación, una delicadeza egocéntrica impidió a Michael pedírselo a Peter (que no conocía en absoluto la historia), y James tomó una antipatía inmediata al recién llegado. Así que resultó que hasta la llegada de Toby Gashe tres semanas más tarde, Nick estuvo solo en la casa de los guardas.
En tanto que Michael abrigaba serias esperanzas sobre la posibilidad de que hubiera otra persona que no fuera Catherine que pudiera servir de auténtica ayuda a Nick, pensaba que el hombre adecuado era James Tayper Pace. Le decepcionó la reacción de James. En lo referente a Nick, James se mostró rígido y convencional.
—A mí me parece un maricón —le dijo a Michael poco después de la llegada de Nick—. No quise decirlo antes, pero he oído rumores en Londres. Siempre traen problemas, créeme. He visto mucha gente de esa clase. Tienen algo destructivo, una especie de rencor contra la sociedad. ¡Cría fama y échate a dormir, pero será mejor que nos preparemos todos! ¿Quién podría creer que ese ser es gemelo de nuestra querida Catherine?
Michael, tras poner algunas pegas, se preguntó si James se lo pensaría mejor si conociera un poco más a su interlocutor, y se maravilló una vez más de aquella extraña ingenuidad en una persona que, al fin y al cabo, habrá visto mucho mundo. James, sin duda, no era un experto en el mal, resultado quizá de una notable pureza de corazón. Michael se preguntó si podrían reconocerse los refinamientos del bien cuando no se reconocen los refinamientos del mal. Llegó a la conclusión provisional de que lo que se necesita es ser bueno uno mismo, tarea que por lo general presenta un aspecto singularmente sencillo, aunque escarpado, y no reconocer sus refinamientos. Así dejó el asunto, al no tener tiempo para especulaciones filosóficas.
A medida que pasaban los días, la presencia de Nick empezó a parecer menos extraordinaria. A Nick le asignaron el cargo nominal de ingeniero, y de hecho, de vez en cuando revisaba los coches y vigilaba la instalación eléctrica y la bomba de agua. Parecía saber mucho de maquinarias de todo tipo. Pero durante la mayor parte del tiempo se limitaba a holgazanear, acompañado de Murphy, y hasta que le pidieron que dejara de hacerlo, mataba con extraordinaria precisión grajos, palomas y ardillas, cuyos cadáveres dejaba allí donde caían. Michael le observaba desde lejos, pero sin sentir necesidad de verle con mayor frecuencia. Empezó a ver a Nick, casi con sentimiento de culpabilidad, a través de los ojos de James y de Mark Strafford; y una vez, en una conversación, se sorprendió refiriéndose a él como a un «pobre diablo». Por su parte, Nick parecía pasivo; a veces casi en estado comatoso. Una o dos veces en que se presentó la oportunidad, pareció querer hablar con Michael. Este no le animó y nada salió de aquellos gestos semiexplícitos. Michael sentía curiosidad por las relaciones de Nick con su hermana, pero su curiosidad quedó insatisfecha. Al parecer se veían con poca frecuencia, y Catherine seguía con su trabajo, aparentemente sin obsesionarse por la proximidad de su extravagante hermano. En cuanto a las líneas de fuerza de la central de energía al otro lado del agua, en la que Catherine tenía tanta fe, no parecían afectar la piel más dura de su gemelo.
Michael no había abandonado por completo la esperanza de que Imber pudiera obrar un milagro. Pero no pudo evitar observar al cabo de un tiempo, con cierta tristeza y con cierto alivio, que Nick no estaba ni inspirado ni era peligroso, simplemente estaba aburrido; y resultaba difícil ver cómo podría escapar del aburrimiento en un escenario en el que, por propia elección, participaba muy poco. Michael, que estaba muy ocupado con otras cosas, no sabía en ese momento cómo podían «atraerlo» más, en tanto que, contento de su buen sentido, evitaba el tete-a-tete con su antiguo amigo. Nick seguía allí, indeciso; parecía un poco más moreno, un poco más delgado. Sin duda bebía menos, aunque su reclusión en la casa de los guardas, elegida quizá con ese propósito en mente, hacía difícil saberlo. Michael suponía que se quedaría allí, que tomaría a Imber como cura de descanso barata hasta que Catherine entrase en la abadía. Después volvería a Londres y continuaría como hasta entonces. Parecía que la extraña historia tendría, después de todo, un final bastante soso y mediocre.