Capítulo seis

A Michael Meade le despertó un extraño ruido, hueco y retumbante, que parecía provenir del lago. Se quedó rígido unos momentos, tumbado, escuchando ansiosamente el silencio que siguió al ruido, y después se levantó de la cama y se dirigió a la ventana abierta. Su habitación daba a la abadía. Era una brillante noche iluminada por la luna, y al mirar al exterior, atento y nervioso, vio la gran extensión del lago, y el muro de la abadía frente a él, claramente recortado al magnífico resplandor de la luna que estaba muy alta, por encima de la huerta. Todo resultaba familiar, y al mismo tiempo tenebroso. Miró más allá; siguió el muro con los ojos hacia el lugar en que acababa y se extendían los terrenos de la abadía sin amurallar, hasta la orilla del agua, en que descendían en terraplén de guijarros. Allí, para su sorpresa, Michael vio con suma claridad que había cierto número de figuras reunidas. Había varias monjas junto al lago. Vio sus hábitos negros y sin forma balancearse a cada movimiento, y los nítidos perfiles de las sombras azules que proyectaba la luna detrás de ellas. Por algún truco de la luz, parecían estar extrañamente cerca. Estaban inclinadas sobre algo que sacaban lentamente del agua. Era algo grande y pesado lo que varias monjas sujetaban y de lo que tiraban torpemente. Creyó oír el crujido de aquel objeto sobre los guijarros.

Entonces comprendió, con un estremecimiento de terror, que el objeto largo y flácido que arrastraban hacia la orilla era un cuerpo humano. Estaban sacando un cadáver del lago. Michael se quedó helado y paralizado, sin saber qué hacer; se preguntó qué extraño desastre sería aquel cuya escena final él presenciaba. ¿Quién era la persona ahogada cuya silueta yacía inmóvil en la otra orilla? Se le ocurrió repentinamente la fantástica idea de que era alguien a quien habían asesinado las propias monjas. La escena era tan inenarrablemente siniestra y pavorosa que le invadió un miedo sofocante y tiró desesperadamente del cuello de su pijama mientras trataba, en vano, de emitir un grito de alarma.

Se dio la vuelta y descubrió que aún estaba en la cama. La luz de las primeras horas del día llenaba la habitación. Se incorporó en la cama, todavía con la mano en la garganta; el corazón le latía con violencia. Había soñado; pero la experiencia era tan intensa que se quedó aturdido unos momentos, sin la seguridad de estar realmente despierto, aún agobiado por el horror de lo que había visto. Era otra vez aquel sueño diabólico. Era la tercera vez que soñaba más o menos lo mismo, la escena nocturna con las monjas que sacaban del lago a la persona ahogada, junto a la convicción de que era su propia víctima la que yacía a sus pies en el terraplén. En cada ocasión, el sueño iba acompañado de una sensación agobiante de perversidad; y también cada vez Michael tenía la extraña impresión de que el ruido retumbante que precedía al sueño no era un sonido del sueño, sino un sonido que, aún dormido, oía realmente y que le incitaba a despertarse.

En su reloj vio las seis menos veinte. Se levantó y atravesó la habitación hasta la ventana; casi esperaba ver algo raro. Todo estaba como de costumbre, con el aspecto abandonado y desierto de la madrugada. Entre la hierba recortada que se extendía cerca de la casa correteaban varios mirlos, enzarzados en las misteriosas actividades de los pájaros recién nacidos. No se movía ninguna otra cosa. El lago estaba liso e intacto, rebosante de la luz débil y difusa del sol, que se elevaba en una espesa bruma. Iba a ser otro día caluroso. Michael miró por encima del agua hacia el lugar en que acababa el muro de la abadía y el agua del lago chapoteaba entre espadañas a lo largo de la orilla. No se veía el terraplén de guijarros ni ninguna figura. Michael se preguntó qué podría significar su sueño y qué sería lo que en las profundidades de su mente le hacía atribuir algo tan horrible a aquellas monjas inocentes y santas. Se le ocurrió esta idea como indicación, no tanto de la presión que ejercían sobre él las fuerzas oscuras, como de la realidad de una fuente de maldad activa y fuerte en su interior. Movió la cabeza y se arrodilló junto a la ventana abierta; aún miraba hacia el escenario del sueño, y se puso a rezar sin palabras. Su cuerpo se relajó. Su oración no era una lucha, sino la entrega de sí mismo, con todo lo malo que contenía, a la Razón de su ser. Gradualmente recobró la serenidad, y junto a ella, una alegría tranquila, la renovación de la certeza de que verdaderamente existía ese Dios vivo en quien se calma todo dolor y todo mal se supera finalmente.

Ya era demasiado tarde para volver a acostarse, así que Michael se sentó a leer la Biblia durante un rato. Después se ocupó de los problemas del día. Recordó con cierta angustia que era sábado, y que en el transcurso de la mañana iba a tener lugar la reunión semanal de la comunidad. Esa semana había un orden del día bastante complicado. La reunión era informal, y generalmente, el propio Michael preparaba un poco antes una lista de temas a discutir, y los asistentes a la reunión podían plantear otros temas si lo deseaban. Se puso a tomar notas en un trozo de papel: cultivador mecánico, recaudación de fondos, ardillas, etc., preparativos para la campaña. El lápiz se detuvo mientras Michael meditaba sobre la lista. Miró su reloj. Aún faltaban veinte minutos para la hora de ir a misa.

La comunidad de Imber en su forma actual existía desde hacía poco menos de un año. Los comienzos, en los que Michael había desempeñado un papel crucial, fueron accidentales, y el futuro incierto. El propio Imber Court había sido el hogar de la familia de Michael durante varias generaciones, pero Michael nunca había vivido allí, y la casa, demasiado cara para mantenerla, estuvo alquilada durante la mayor parte del tiempo. En la guerra y varios años después fue utilizada como oficinas por un departamento del gobierno. Después quedó vacía y se planteó el asunto de venderla. Michael, a quien siempre le había atraído profundamente aquel lugar, lo evitó por esta razón. Apenas iba allí y sólo tenía una vaga idea de la casa y la finca. De joven se propuso ser sacerdote, pero no lo logró y pasó varios años como profesor en un colegio. Aunque mantenía el sentimiento de su vocación religiosa, hasta fecha muy reciente no había acudido a la abadía de Imber; el tabú que, a sus ojos, rodeaba a Imber Court, también incluía a la abadía. Al mirar atrás, ahora le parecía como si aquellos terrenos se hubieran mantenido sagrados, prohibidos para él hasta el momento en que estuviera preparado el escenario de los cambios decisivos en su vida. Fue a Imber Court por asuntos de negocios, cuando estaba en el aire la cuestión de la venta, y porque le pareció lo correcto, solicitó presentar sus respetos a la abadesa. El destino futuro de Imber Court era, naturalmente, de sumo interés para la abadía. Además, Michael sentía mucha curiosidad, y ahora que estaba por fin tan cerca, muchos deseos de conocer a la comunidad benedictina de cuya santidad tanto había oído hablar.

Su encuentro con la abadesa cambió su vida y sus proyectos por completo. Con una naturalidad que al principio le sorprendió y que después le pareció que formaba parte de una pauta inevitable, la abadesa infundió a Michael la idea de hacer de Imber Court el hogar de una comunidad laica permanente agregada a la abadía, un «estado tapón», como decía ella, entre la abadía y el mundo, un reflejo, un parásito benévolo y útil, una forma de vida intermedia. Hay muchas personas, dijo, y Michael estaba predispuesto a creerla, puesto que se consideraba una de ellas, que no pueden vivir en el mundo ni fuera de él. Son una especie de enfermos, cuyo deseo de Dios les hace ciudadanos insatisfactorios en la vida corriente, pero cuyo temperamento o cuya fuerza les impide renunciar por completo al mundo; y la sociedad actual, con su ritmo acelerado y su estructura técnica y mecánica, no ofrece un hogar a estas almas infelices. El trabajo, tal y como es hoy, argumentó la abadesa con una especie de realismo que dejó sorprendido a Michael entonces, raramente ofrece satisfacción al semicontemplativo. Quedan unas cuantas profesiones, tales como profesor o enfermero, que aún pueden revestirse inmediatamente de significación espiritual. Pero aunque es posible, y ciertamente se nos exige, que a todas y cada una de las ocupaciones se les atribuya una significación sacramental, hoy en día es casi intolerablemente difícil para la mayoría de las personas; y para algunas de estas personas, «molestadas y perseguidas por Dios», como dijo la abadesa, que no pueden encontrar un trabajo que les satisfaga en el mundo corriente, lo que se necesita es una vida de semiretiro, y un trabajo que adquiera simplicidad y significado por su marco de dedicación. Nuestro deber, dijo la abadesa, no es necesariamente buscar lo más elevado sin tener en cuenta las realidades de nuestra vida espiritual como es de hecho, sino buscar ese lugar, esa tarea, esas personas que harán crecer y florecer de forma constante nuestra vida espiritual; y en esta búsqueda, dijo la abadesa, debemos utilizar una astucia divina. «Prudentes como serpientes; inofensivos como palomas». Aparte Michael, que era capaz de reconocer la autoridad espiritual, cuando la encontraba, escuchaba anhelante a la abadesa; acudía día tras día al locutorio, y allí se sentaba, con la silla inclinada hacia adelante, las manos agarradas a los barrotes de la reja, y miraba aquel rostro viejo y pálido, de color de marfil bajo la sombra de la toca blanca, desgastado por sacrificios largo tiempo olvidados e iluminado por alegrías de las que Michael no podía hacerse idea. Un aspecto de la creencia de Michael en Dios, que aunque él sabía peligroso no podía rechazar, era su esperanza en la aparición de pautas y señales en su vida.

Siempre había tenido la sensación de ser un hombre con un destino definido, un hombre que esperaba una llamada. Por esto, su decepción respecto al sacerdocio había sido más intensa. Cuando la abadesa le habló en unos términos que, sin ninguna confesión por su parte, parecían un diagnóstico acertado de su propia situación, tomó inmediatamente sus palabras como una orden. Michael era consciente de la inutilidad de los últimos años, devorado por un ennui que había intentado imaginarse como una insaciable sed por el bien. Pero ahora la pauta empezaba a aparecer, al menos; había llegado la llamada.

A Michael le entristecía un poco el hecho de que, una vez decidido el plan y puesto en marcha los preparativos, la abadesa dejara de verlo. Nunca le preguntó sobre su pasado, y en medio de la excitación del nuevo proyecto, Michael esperaba el momento en que pudiera ofrecer a la abadesa el relato completo, que nunca había ofrecido a ningún ser humano, de su vida, hasta entonces desordenada e infructuosa. Tenía razones para creer que la abadesa conocía por otras fuentes los hechos más importantes. Pero hubiera aliviado su corazón haberle podido contar todo él mismo. La abadesa, por cierta prudencia inescrutable, no le pidió la confesión que él tanto deseaba hacer, y al cabo de cierto tiempo Michael aceptó con ironía su silencio forzoso como una ofrenda callada y como un sacrificio, puesto que esa era la voluntad de aquella mujer extraordinaria, que con toda seguridad conocía su deseo de hablar, así como sabía, sin duda, todo lo que él tenía que contar y más. Desde que empezó a existir la comunidad como tal, Michael sólo había visto a la abadesa tres veces; en cada ocasión, lo llamó para discutir asuntos sobre la política a seguir. Todos los demás detalles que concernían a la abadía se trataron con la madre Clare, o a través de los oficios de intermediaria de sor Ursula.

La idea de la huerta surgió de forma natural. Había buenas tierras en los alrededores de Imber Court, y trabajarlas sería la actividad adecuada y primaria de los habitantes de la casa. Podían empezarla a pequeña escala, y hacerla crecer al tiempo que los miembros de la comunidad. Posiblemente podrían introducirse otro tipo de trabajos más adelante. De momento, era imposible prever el rumbo que tomarían las cosas, ni era deseable intentar hacer planes más que con una pequeña antelación. El núcleo de la comunidad estaba formado por el propio Michael y Peter Topglass. Peter era un viejo amigo de Michael, de la época de la universidad, naturalista y hombre de piedad callada y prudente. En un descanso de sus ocupaciones fue a echarle una mano a Michael en su nueva empresa. Se adaptó de inmediato; desempeñaba una parte de las tareas duras mayor de lo que le correspondía. Introdujo sus chismes para el estudio de aves y animales en el jardín. Para satisfacción de Michael, decidió quedarse, al menos durante algún tiempo. Los siguientes en llegar fueron los Strafford, cuyo matrimonio estaba a punto de romperse. Enviados por la abadesa, se atrincheraron allí con decisión. Catherine llegó después, y su hermano más adelante. Catherine había estado durante mucho tiempo vinculada a la abadía y, más recientemente, aspiraba al noviciado. La abadesa consideraba beneficioso, tanto para la comunidad como para la propia muchacha, que hiciese su entrada en la abadía por mediación de la casa. La llegada de Patchway fue imprevista, pero, como quedó demostrado, sumamente afortunada. Era un trabajador agrícola de la localidad que apareció poco después de que se hubiera instalado Michael, y anunció que iba a «trabajar la huerta». Michael no estaba seguro al principio de que Patchway no se hubiera equivocado respecto a su vuelta a Imber Court. Al parecer, el padre de Patchway había sido jardinero en el Court de muchacho, en épocas pasadas y lejanas. No obstante, sin inmutarse ni sorprenderse ante las explicaciones, se empeñó en quedarse. Trabajaba como una mula y parecía tener a su disposición un filón inestimable de trabajadoras eventuales del pueblo. Incluso hacía alguna que otra incursión en misa. La madre Clare se rió del retrato que Michael hizo de él, y declaró que quizá fuese en el verdadero sentido de la palabra «un enviado de Dios» y que había que permitirle que se quedara. La última y más importante adquisición de la comunidad era James Tayper Pace.

James era el hijo menor de una antigua familia de militares. Su educación superior se desarrolló en los terrenos de caza, y posteriormente se dio a conocer como experto deportista náutico, y sirvió con distinción en la Guardia durante la guerra. Poseía una fe anglicana fuerte y sencilla desde la infancia. La costumbre por la que en ciertas familias sobrevive la fe religiosa como parte integrante de la vida de un caballero rural, en estrecha relación con todos los rituales de la existencia, para James no era una fórmula vacía. Fue el fruto de una vida espiritual profunda e incondicional lo que le llevó, a una edad más madura, sin ninguna crisis repentina ni rechazo emocional de sus anteriores propósitos, a dedicarse con mayor entusiasmo a la llamada de la religión. Empezó a formarse como misionero, pero diversos encuentros y una experiencia posterior le indujeron a tomar la decisión de que su tarea estaba en casa. Se fue a vivir al East End de Londres, donde finalmente dirigió con gran éxito una colonia y varias asociaciones de muchachos. Esta excelente empresa tocó a su fin al sufrir James un serio quebrantamiento de su salud debido al exceso de trabajo. Su médico le aconsejó que buscase trabajo en el campo, con preferencia al aire libre, y lo mismo le apremió a hacer el obispo; y fue poco después cuando la abadesa, cuyo servicio de información le había proporcionado noticias de la situación de James, lo llamó a Imber.

James inspiró a Michael una simpatía inmediata y profunda. En realidad, a cualquiera le hubiese resultado difícil no sentir simpatía por él; tal era la transparente dulzura de este personaje. Además, Michael era consciente en su interior, y esto le desasosegaba, de una cierta afinidad tribal con James, algo nostálgico, que cristalizaba a un nivel moral claramente por debajo del que él pretendía vivir en la actualidad, y que tendía a excluir a los demás. Su conversación con James era fácil y lacónica, y Michael hacía todo lo posible por no encontrarla placentera por razones erróneas. A James, sin embargo, no le afectaban tales recuerdos atávicos, y su comportamiento sencillo y abierto pronto puso en su lugar el problema de Michael. La llegada de James también le planteó a Michael, como no había ocurrido con ninguna otra persona, el tema de la jefatura de Imber. Al llegar James, la comunidad tomó inmediatamente forma como cuerpo corporativo. Anteriormente era un conjunto de individuos sobre los que Michael ejercía de forma natural toda la autoridad que era necesaria en virtud de su situación especial y de su prioridad en aquel lugar. Michael reconoció inmediatamente en James a un hombre superior a él en casi todas las cualidades relevantes, y se hubiera sentido feliz de ser el segundo de a bordo con tal jefe. Sorprendentemente, James recibió el apoyo de la abadesa en el rechazo, que resultó definitivo por la excusa de su mala salud, de permitir a Michael abandonar su posición de jefe no oficial; y Michael, con cierto desasosiego, aceptó su papel.

Aquellos que al retirarse del mundo esperan descansar de la flaqueza humana, en ellos mismos y en los demás, por lo general quedan decepcionados. Michael no había abrigado esta esperanza especialmente; sin embargo, lamentó encontrarse situado de inmediato en la posición del que, debido a su personalidad, mantiene unido a un grupo difícil. Michael siempre había sido de la opinión de que el hombre bueno carece de poder. Defendía esta opinión apasionadamente, aunque a veces apenas sabía qué significaba y sólo sutilmente podía relacionarla con sus actos cotidianos o incluso no podía relacionarla en absoluto. Era en este sentido como entendía, cuando lo entendía, su vocación de sacerdocio. Para un ser como él, el servicio de Dios debía implicar una pérdida de personalidad tal como quizá podía proporcionar el oficio de un sirviente o el doblegamiento de la voluntad según una obediencia ciega. Pero estos ideales, aunque profundamente atractivos, aún le resultaban lejanos y difíciles de interpretar. Era consciente de que, paradójicamente, una de las personas más buenas que conocía era asimismo una de las más poderosas: la abadesa. Aún carecía de la intuición que habría de mostrarle la forma exacta en que difería el ejercicio del poder de la abadesa del suyo. Se sentía obligado a permanecer en el terreno en que el poder era malo, y en el que no podía encontrar honorablemente los medios para deshacerse de él por completo. Su suerte era más bien la lucha desde el interior, el intento día a día de ser impersonal y justo, los errores y los exámenes de conciencia continuos. Quizá fuera éste su camino, al fin y al cabo; era, sin duda, un camino. Pero le molestaba la sensación de que su papel poseyera una naturaleza incompleta y mal definida. Le asaltaban pensamientos sobre el sacerdocio cada vez con mayor frecuencia.

No es que la comunidad de Imber, que hasta entonces existía en embrión, fuera excepcionalmente problemática. En la superficie, era pacífica y razonablemente eficiente. Aunque existían ciertas presiones de las que Michael era continuamente consciente, seguía esperando, sin irritarse. James y Margaret Strafford trabajaban demasiado; Mark Strafford no lo suficiente. La tensión entre Mark y su mujer, aunque sorda, allí estaba. Mark Strafford era sarcástico, nervioso, y tenía tendencia a aumentar las dificultades. Michael, que no coincidía con Kant en que no pueden exigírsenos como deber los sentimientos de afecto, hacía todo lo posible para que Mark le agradase, hasta la fecha sin resultados notables. El aspecto barbudo y ostentosamente viril de su colega era un motivo de continuo fastidio. James Tayper Pace, sin quererlo, constituía inevitablemente un segundo centro de autoridad, y Michael había observado una tendencia en los Strafford a aceptar órdenes de James sin consultarle a él. James, que creía que la autoridad debía fundirse en el amor fraterno, como hubiera sido el caso en una comunidad formada por personas como él, no prestaba atención a semejantes asuntos. Este hecho conllevaba cierta confusión. Peter Topglass no contribuía a mejorar las cosas con su lealtad ciega, a veces agresiva, hacia Michael. Parecían existir débilmente dos grupos.

Michael, que pensaba que a veces James era obtuso en lo referente a las cuestiones más delicadas de organización, también era consciente de las importantes diferencias morales existentes entre ellos, que hasta entonces apenas se habían manifestado. James era hombre de fe más confiada y de conceptos morales más rígidos y ortodoxos. Michael no estaba seguro de hasta qué punto estaban relacionadas estas cosas, o debían estarlo, en él; pero sospechaba que James, que no era estúpido y sabía juzgar, al igual que el amor, a aquellos que le rodeaban, veía a su dirigente como un hombre con «ideales, pero sin principio». La presencia de Catherine en la comunidad, con su espiritualidad sumamente excitable y su partida inminente, era motivo de inspiración para todos; no obstante, constituía, sin duda, un centro de oscura tensión emocional, y Michael confiaba en ser completamente caritativo en su deseo de verla colocada «dentro», pronto y a salvo. Además, existía el problema, que a él le resultaba especialmente espantoso, de su hermano gemelo.

Michael vio interrumpidas sus meditaciones por la campana que llamaba a misa. Después del desayuno, se dirigió como de costumbre a la oficina, para echar una ojeada a la correspondencia del día. Disfrutaba de esa parte de la mañana, durante la que podía ver en acción, por así decirlo, la maquinaria de su pequeña empresa, y tomar las numerosas decisiones menores que mantenían en marcha día a día el negocio de la huerta. Aunque por otras razones quizá más importantes había deseado dejar su lugar a James, se alegraba de ver que era notablemente eficiente en el más puro aspecto comercial de su trabajo. Planeaba el proyecto en expansión con delicadeza, con cariño, como una operación militar, y le sorprendió descubrir en él, tras su carrera más bien mediocre como profesor, semejante talento para aquel tipo de trabajo. Eran necesarias una distribución meticulosa del tiempo, una cuidadosa ordenación del trabajo, cambios de planes rápidos para que la huerta, con el personal escaso y poco cualificado con que contaba, diera el mayor rendimiento; y Michael comprobó que experimentaba de nuevo la extraña satisfacción que le había proporcionado este tipo de planificación durante su servicio militar en la guerra. Como comandante de pelotón, y después como comandante de compañía, había sido concienzudo y, para su sorpresa, incluso entusiasta, y había obtenido un éxito moderado. Para su gran pesar, no le habían enviado al extranjero. El métier del soldado, con sus requisitos absolutos y sus ideales de exactitud y dedicación, había impresionado su imaginación, y en los ejercicios de preparación le había proporcionado un placer casi adolescente enviar a sus hombres al pueblo más cercano para dormir en cómodas camas, mientras él se quedaba al borde de una oscura carretera, absorto en la contemplación del mapa a la luz de la linterna, y pasaba la noche bajo el camión con el saco de dormir y el sobretodo.

Cuando Michael hubo leído la correspondencia, llamado por teléfono a varios clientes de Pendelcote y mantenido una pequeña conversación con Mark Strafford, que hacía las veces de secretario suyo y contable de la oficina, eran casi las diez, hora de la reunión semanal. Michael no había tenido más tiempo para reflexionar sobre el orden del día, y buscó en su bolsillo el trozo de papel en el que había escrito los temas a tratar con cierto sentimiento de culpabilidad. Se preguntó quién acudiría en aquella ocasión. Michael siempre había mantenido el punto de vista de que las reuniones eran una necesidad deplorable, que debían ser breves y objetivas y que sólo debían acudir a ellas los miembros de la comunidad. Pero James opinaba que la reunión debía ser una asamblea abierta a la que podía acudir cualquier huésped que estuviera en Imber Court y que deseara ver la hermandad en acción. Michael dijo que no le apetecía en absoluto, incluso en una atmósfera tan presumiblemente caritativa, lavar los trapos sucios en público. James replicó que no era probable que hubiera trapos sucios en la comunidad, y que si por casualidad los había, debían lavarse en público. A Michael le parecía a veces que James creía que la sinceridad consistía en contarle todo a todo el mundo, tanto si les interesaba como si no, y sin tener en cuenta lo que querían saber. Esta postura poseía, no obstante, cierta fuerza moral. Michael no se molestó en discutir sus propias opiniones más complejas, y se dio por vencido. Se adoptó un compromiso, un tanto fastidioso, por el cual se les decía a los visitantes, que habían sido escasos hasta la fecha, que podían acudir a la reunión, y no se les daba ninguna indicación clara sobre si serían bien recibidos.

Al salir de la oficina Michael se preguntó si a Paul Greenfield y a su mujer se les ocurriría ir. Había uno o dos temas a discutir que eran delicados, y esperaba que le dejasen discutirlos en la intimidad de sus hermanos. A Michael no le agradaba Paul Greenfield. Era uno o dos años más joven que Michael, que le había conocido ligeramente en Cambridge, donde la mezcla de esteticismo y esnobismo de Paul le había parecido completamente repugnante; y cuando, por un extraño azar, Paul vino a Imber en busca de los manuscritos, a Michael no le alegró precisamente y deseó que su antiguo conocido hubiese elegido un momento menos crucial para su visita. Pero encontró a Paul muy mejorado, o a sí mismo menos puritano; posiblemente, ambas cosas. Paul, que quizá había recibido una sorpresa similar, mostraba cierta tendencia a desahogarse con Michael de sus problemas matrimoniales. Pero Michael estaba demasiado ocupado para mantener algo más que un téte-a-téte ocasional y sólo tenía una impresión confusa de la situación. Le alegró sinceramente el anuncio de la llegada de la señora de Greenfield y se quedó atónito ante su aspecto, al no estar preparado por las descripciones de Paul, a las que había prestado poca atención. Todavía no podía comprender, aunque descubrió que le interesaba, cómo podía haberse casado Paul con una señora tan aparentemente inverosímil.

Al entrar en el salón, Michael sintió alivio al oír a Margaret Strafford decir a Peter que Paul y Dora habían salido a dar un paseo. Dijo que les había aconsejado un camino que no le resultaría demasiado cansado a la señora de Greenfield. ¿Por qué no había traído aquella joven ni un solo par de zapatos sensatos?, se preguntaba. Aquellas bonitas sandalias quedarían inservibles a los pocos días.

Michael se hundió en el sillón junto a la chimenea, que era por costumbre el lugar del presidente, y lanzó una rápida mirada a su alrededor mientras se acomodaba el resto de la comunidad. No había ni rastro de Nick. Michael esperaba cada semana que viniera, pero nunca lo hacía. Todos los demás estaban presentes. Michael vio al joven Toby pasar cautelosamente por la puerta y buscar tímidamente un asiento. Sonrió al chico y le señaló una silla. Pensó que podría habérselas arreglado sin la presencia de Toby, y sin embargo, al mirar la cara del muchacho, tensa y con los ojos desorbitados por una especie de cálida ansiedad, casi sonriente al mirar a sus compañeros, pensó, ¿qué daño podía hacer o qué turbación podía producirle tal testigo? Quizá fuera cierta, al fin y al cabo, la teoría de James de que la intimidad tiende a corromper. Vio al muchacho hacerse un ovillo en la silla, con sus largas piernas debajo del cuerpo. Observó su gracia.

—Creo que estamos todos presentes, con la excepción de costumbre —dijo James, enérgicamente.

La comunidad estaba colocada en semicírculo de cara a Michael, con James en la primera fila. Los Strafford estaban junto a él. Peter y Patchway formaban la segunda fila, con Toby. Catherine estaba en el asiento junto a la ventana, sentada de medio lado para mirar al exterior, con su ligera falda de algodón estirada hacia los tobillos y las rodillas rodeadas con las manos. Sor Ursula, que siempre asistía a las reuniones en calidad de enlace, estaba sentada junto a la puerta; sus pies sólidamente calzados se asomaban, rotundos, por debajo del hábito; sus ojos vivos y críticos estaban clavados en Michael. Este dirigió una sonrisa a todos; de repente se sentía a gusto y complacido con su equipo.

—He hecho la pequeña lista de costumbre —dijo. El acto era un tanto informal—. Veamos qué vamos a tratar en primer lugar.

—Algo agradable y fácil —dijo James.

—No hay nada fácil esta semana —dijo Michael—. Y me temo que hay uno o dos temas que son viejos favoritos. Por ejemplo, el asunto del cultivador mecánico.

Se oyó un gemido generalizado.

Peter dijo:

—Creo que no es necesario volver a discutirlo. Todos sabemos lo que piensa cada uno. Sugiero que nos limitemos a someterlo a votación.

—Estoy en contra de la votación como norma general —dijo Michael—, pero quizá tengamos que hacerlo en este punto. ¿Alguien quiere decir algo antes de que votemos?

Desde hacía tiempo Michael estaba a favor de comprar un cultivador mecánico, una máquina de todo uso con un motor pequeño que podía utilizarse para excavar superficialmente, y también, con la incorporación de diversos dispositivos, para azadonar, segar y regar por aspersión. La adquisición de esta máquina, que era ligera y fácil de manejar incluso por un trabajador no cualificado, le parecía el paso siguiente necesario para el desarrollo de la huerta. Le dejó atónito comprobar que James y los Strafford se oponían a él, basándose en una extraña razón de principios. Ellos sostenían que la comunidad, al haberse apartado del mundo para seguir el arte de Adán de cultivar y cavar, sólo debía equiparse con herramientas de máxima sencillez, y debía compensar con el esfuerzo honrado y dedicado lo que, por propia decisión, adolecía de falta de mecanización. Michael consideraba esta opinión un romanticismo absurdo, y así lo manifestó. Después de todo, estaban comprometidos en un trabajo concreto y debían hacerlo, para gloria de Dios, todo lo bien que les permitieran los descubrimientos fructíferos de la época. Le contestaron que todos ellos se habían apartado del mundo para llevar una vida que no era, según los baremos corrientes, en ningún caso «natural». Tenían que decidir su propia concepción de lo «natural». No constituían una empresa empeñada en obtener beneficios, así que, ¿por qué habría de ser el principal objetivo la eficacia? Era la calidad del trabajo lo que importaba, no sus resultados. Al igual que había algo simbólico y verdaderamente sacramental en su retiro del mundo, así debían compartir esa cualidad sus métodos de trabajo. Había que permitir las honradas palas. Incluso el arado Pero no esos aparatos de labor a la moda.

—¡Cielo Santo! —exclamó Michael—; a continuación tejeremos nuestras ropas —con lo que ofendió terriblemente a Margaret Strafford, cuyo proyecto más querido para establecer un centro de artesanía en Imber incluía, de hecho, tejer. Era, sin duda, un asunto con amplias inferencias.

Michael pensaba que el argumento era especialmente mal intencionado por parte de Mark Strafford, que siempre descubría trabajo urgente en la oficina cuando había que cavar; pero reconocía que era un argumento fuerte, al poseer algo más que una simple atracción romántica. Se habían situado fuera de los límites de las convenciones corrientes, pero sin adoptar un modo claro y tradicional de vida. Tenían que inventar sus propias normas. Michael estaba seguro de que su opinión era la acertada; ser ecléctico hasta ese punto en cuanto a los métodos de trabajo era una especie de esteticismo estúpido. Sin embargo, le resultaba difícil discutir el tema con claridad, y le angustiaba comprobar lo pronto que se exaltaba con ello. Todos los demás también parecían dispuestos a exaltarse, y ya había habido suficiente excitación. Al someter el asunto a votación en lugar de abandonarlo calladamente, Michael sabía que estaba tratando de imponer su propia concepción del desarrollo de la comunidad. Le parecía importante proscribir tonterías de esa clase desde el principio; pero al hacerlo, su papel le resultaba desagradable.

El silencio siguió a la invitación de Michael a hablar. Era un tema sobre el que las partes interesadas ya habían dicho demasiado. James negó con la cabeza y bajó la mirada, con lo que indicó que no quería pronunciar más discursos.

Patchway dijo en un tono que era en parte afirmativo y en parte interrogativo:

—Eso no afecta al arado.

Patchway era uno de los que miraban con recelo el cultivador, pero por razones diferentes. Lo consideraba un juguete de aficionado.

—No, claro que no —dijo Michael—. Este aparato no reemplazará al arado. Lo necesitamos para el trabajo pesado; por ejemplo, para arar el trozo de prado en el otoño.

Seguía en pie el acuerdo de pedir prestado un arado a un granjero de la vecindad.

El silencio continuó, y Michael pidió que votaran. Estaban a favor del cultivador Michael, Peter, Catherine, Patchway y sor Ursula. En contra, James y Mark. Margaret Strafford se abstuvo.

Michael dijo, tratando de ocultar su satisfacción:

—Creo que es mayoría suficiente para obrar. ¿Me autorizan a comprar el cultivador?

Un murmullo le otorgó la autorización. Michael pensó que, después de todo, ser dirigente servía para algo.

Margaret Strafford habló en un tono de voz agudo y nervioso. Era tímida para hablar incluso en una asamblea tan informal.

—Supongo que éste no es el momento adecuado para plantear el tema de la alfarería, pero sólo quiero pedir que sea tenido en cuenta. Volveré a plantearlo más adelante.

Margaret deseaba que, incluso si la mecanización triunfaba en el terreno agrícola, al menos se tuviera acceso a la vida sencilla bajo otras formas.

Michael dijo:

—Gracias, Margaret. Comprenderá que el problema de las artes y los oficios tendrá que esperar hasta que haya más gente aquí y nuestras finanzas se encuentren en una situación más saneada. Pero desde luego, no lo olvidaremos. Y esto saca a colación el siguiente tema, que es la recaudación de fondos. ¿Quiere usted ocuparse de ello, Mark?

—Creo que todos conocen también este tema —dijo Mark—. El asunto es que necesitamos capital. Hasta ahora hemos vivido al día, y hemos dependido ya durante demasiado tiempo de la generosidad de uno o dos particulares. Para ponernos en marcha, parece razonable y adecuado hacer un llamamiento para recaudar fondos a un círculo limitado de personas a quienes sepamos interesadas. Los únicos problemas son los términos exactos en que hay que plantearlo, la lista de clientes, o quizá deba decir de víctimas, y el programa.

—¡La campana! —dijo James.

—Sí —dijo Mark—. No causaría ningún perjuicio sincronizar el llamamiento con la llegada de la nueva campana, y así obtener un poco de publicidad inocente.

—Sugiero que elijamos un subcomité que se ocupe de los detalles.

Se eligió un subcomité compuesto por Mark, James y Michael.

—¿Puedo plantear ahora el tema de la campana? —dijo James—. Parece venir a cuento. Como saben, queridos amigos, la abadía existe desde su segunda fundación sin campana. Ahora, por fin, Deo gratias, va a tenerla. La campana está ya fundida, y la enviarán a final de mes; de hecho, de aquí a un par de semanas. La abadesa ha expresado su deseo —que me corrija sor Ursula si me equivoco— de que el asunto se lleve a cabo con tranquilidad y sin ceremonia excesiva. Sin embargo, como nosotros desempeñamos el papel privilegiado de seguidores de la abadía, pienso que una fiesta patrocinada por nosotros sería adecuada para celebrar la entrada de la campana en la abadía. Y como he indicado hace un momento, un poquito de publicidad sería bien recibida, ¡por otras razones más mundanas!

—La publicidad me pone nervioso —dijo Michael—. La prensa podría presentar fácilmente esta comunidad como algo absurdo. Sugiero que tomemos literalmente las palabras de la abadesa. ¿Qué opina usted, sor Ursula?

—Creo que un poquito de diversión podría estar bien —dijo sor Ursula, sonriendo a James—. Verán; el obispo va a venir, y no querrá un panorama demasiado cuaresmal.

—Gilbert White dice —dijo Peter— que, cuando llevaron un juego nuevo de campanas a Selborne, pusieron boca arriba las tres campanas en el césped comunal del pueblo, y las llenaron de ponche, ¡y todos estuvieron borrachos durante varios días!

—No creo que podamos competir con Selborne —dijo James—, pero tampoco tenemos que competir con el viejo de las Termopilas, que nunca hacía nada bien. Podíamos organizar un pequeño festival, y procurar que acudiera el tipo de público que queremos. Supongo que el obispo desea revivir la antigua ceremonia del bautismo de las campanas. Podría llevarse a cabo sólo con nosotros en la tarde de su llegada, y al día siguiente podríamos hacer una pequeña procesión con algunas personas del pueblo. El pueblo parece bastante entusiasmado con el asunto. Como creo que sabe la mayoría de ustedes, la abadesa tiene la poética idea de que la campana entre en la abadía por la mañana temprano, por la puerta grande, como si fuera una postulante.

Miró a Catherine.

—Muy bien —dijo Michael—. Otro comité, por favor. Quizá pueda presentarse un proyecto definitivo la próxima semana. Y por supuesto, hay que consultar al padre Bob respecto a la música.

—Ya tiene algunas ideas —dijo James—. ¡Dice que se atreve con cualquier cosa menos «subidla dulcemente al campanario»!

Se nombró un subcomité para encargarse de la campana, formado por James, Margaret Strafford, Catherine y sor Ursula. El padre Bob sería miembro extraordinario.

Michael consultó sus notas. Ardillas, etc. Se le cayó el alma a los pies, y estuvo tentado de pasar por alto aquel tema. Habló rápidamente

—Lo siguiente, y creo que no podemos posponer más su discusión, es el tema de la caza de ardillas y palomas.

Todos se quedaron taciturnos, y evitaron encontrarse con la mirada de los otros. Este problema era reciente y aún estaba sin resolver. Poco después de llegar a Imber, James Tayper Pace sacó su escopeta y empezó a hacer salidas regulares para cazar palomas, grajos y ardillas por los alrededores. Lo consideraba tanto una ocupación campestre normal como una parte conveniente de la labor de cualquier granjero; y no podía negarse que, especialmente las palomas, eran una amenaza para los cultivos. Animado por este ejemplo, también Patchway se puso a rondar la finca con una escopeta, y demostró su particular afición a matar liebres, algunas de las cuales, según se sospechaba, iban a adornar las mesas del pueblo. Cuando llegó Nick Fawley, con un rifle del 22, se unió a este deporte, que, al parecer, era el único servicio que prestaba con cierto entusiasmo a la comunidad.

Michael, que al principio recibió una desagradable impresión al ver a James armado con una escopeta, pensó finalmente que debía ponerse término a aquella práctica. Una vez más, se sorprendió a sí mismo angustiado e incapaz de exponer sus argumentos con claridad. No le parecía adecuado que una comunidad de esta clase matara animales. Tres de sus miembros, Catherine y los Strafford, eran vegetarianos por razones religiosas, y, la verdad sea dicha, parecía de mal gusto enfrentarlos continuamente con el espectáculo de seres asesinados. Michael sabía que, especialmente Catherine, estaba muy disgustada por ello, y una vez la vio echar un mar de lágrimas ante una ardilla muerta. En cualquier caso, sentía especial horror hacia las armas de fuego. Con el paso del tiempo Michael empezó a sentirse poco democrático, y finalmente prohibió que se disparase en la finca, y dejó el tema pendiente de una discusión más amplia. Comprendió que se exponía a que le acusaran de inconsecuencia. Abogaba por la mecanización porque resultaba natural, en cuanto que aumentaba la eficacia, pero se oponía a la caza, porque le parecía inadecuado, aunque también aumentara la eficacia. Pero en este caso, estaba incluso más seguro de tener razón.

James dijo:

—Mi punto de vista es el siguiente: no podemos permitirnos el lujo de ser sentimentales. Hay que matar los animales que causan serios perjuicios. Será necesario discutir el qué, cómo y cuándo cacemos. Pero, al fin y al cabo, como ha apuntado Michael hace poco, estamos seriamente comprometidos con la huerta.

James nunca llegaba más lejos a la hora de insistir sobre un tema espinoso. Mientras hablaba, dirigía a Michael una mirada dulce de desaprobación para suavizar la aspereza.

Patchway dijo:

—Una paloma torcaz come su propio peso todos los días.

Peter Topglass añadió:

—Creo que no es una cuestión de eficacia. Todos estamos de acuerdo en eso. El hecho es que la caza ofende gravemente a algunos de nosotros.

Mark Strafford se dio la vuelta y dijo:

—Si lo que hay que tener en cuenta son los sentimientos de los animales, se podría argumentar que poner trampas y anillar a un pájaro le hace mucho más daño que matarlo.

Era una polémica gratuita, puesto que Strafford también estaba, de hecho, en contra de la caza.

Michael, verdaderamente fastidiado, dijo:

—Lo que queremos tener en cuenta son los sentimientos de los seres humanos.

—No entiendo por qué tiene que monopolizar una de las partes el recurso a los sentimientos —dijo Mark—. James y yo tenemos unos sentimientos muy definidos acerca del cultivador mecánico.

Hubo un silencio de desaprobación. James dijo: «Vamos, vamos», para no hacerse solidario con las palabras de Mark.

Michael estaba ya demasiado enfadado para confiar en poder seguir. Dijo:

—Después de todo, quizá sea mejor posponer una vez más este tema. James ha expresado su opinión. La mía es que, puesto que hay aquí ciertas personas que creen, por razones religiosas, que debe respetarse la vida de los animales, y puesto que nos declaramos comunidad religiosa, deberíamos permitir que prevaleciera esta opinión, en contra de una simple consideración de eficacia, incluso si otros miembros no la comparten. Añadiría que yo también mantengo la opinión de que los miembros de la comunidad no deberían poseer armas de fuego, y si pudiera hacer las cosas a mi manera las confiscaría todas.

—¡Muy bien! —dijo Catherine con voz clara. Era la primera vez que hablaba.

Tras un silencio, durante el cual Michael tuvo tiempo de agradecer la intervención de Catherine y de arrepentirse por haber utilizado la palabra «confiscar», James dijo:

—Bueno, bueno; puede que tenga razón. A mí me gustaría volver a considerar el asunto. Quizá podíamos discutirlo dentro de una o dos semanas. Y entretanto, no habrá caza.

—¿Hay algún otro asunto? —dijo Michael.

Se sentía cansado y no estaba satisfecho de sí mismo. Había tratado de llamar la atención de Toby durante la última explosión. Se preguntaba qué pensaría el muchacho de todos ellos. Qué imprudente era James en su deseo de que acudieran los extraños a estas reuniones.

—Quisiera recordar a todos el recital de discos de Bach del viernes por la tarde —dijo Margaret Strafford—. He colocado un aviso, pero me temo que la gente no siempre se acuerda de mirar el tablero.

La reunión se deshizo tras diversas advertencias triviales. James se acercó a Michael y empezó a decir palabras apaciguadoras. Evidentemente se arrepentía de su pequeña controversia. Michael se sentía emocionalmente agotado. Dio unas palmaditas a James en el hombro; hizo todo lo posible para tranquilizarlo. Por el rabillo del ojo veía a Peter Topglass, que le esperaba. Sin duda, a Peter le había disgustado el ataque de Mark Strafford contra el anillado de pájaros. Era especialmente sensible a esta acusación. Michael, que deseaba estar solo, se excusó con James, cruzó unas palabras con Peter, y salió al balcón.

Seguía el buen tiempo. Qué grande y apacible era el panorama del exterior. Michael posó los ojos en él con alivio. El cielo era de un azul continuo, empalidecido hacia el horizonte, y una línea de rotundas nubecillas se extendía por encima de los árboles que impedían la vista de la abadía. El lago tenía un color brillante pero delicado; resultaba difícil saber si era de un azul claro o de un gris sumamente luminoso. Una ligera brisa cálida suavizaba el calor. A la izquierda, por el camino, se veía a Paul y Dora Greenfield, que volvían del paseo, el vestido rojo de Dora, brillante y llamativo, se recortaba contra la hierba. Saludaron con la mano. Margaret Strafford, que estaba en la grava con su marido, se volvió para dirigirse a su encuentro. Mark Strafford, se alejó lentamente en dirección opuesta, sin levantar la vista, hacia la oficina. El joven Toby salió repentinamente del salón, por detrás de Michael, pasó a su lado y bajó los dos tramos de escalera de tres saltos. Se dirigió a la carrera hacia la barca y aminoró el paso, a grandes zancadas. Probablemente era demasiado tímido para quedarse.

Michael bajó los escalones. Quería evitar a los Greenfield, que se habían detenido y hablaban con la señora Strafford. Se puso a seguir a Toby por el sendero que llevaba hasta el embarcadero. El muchacho caminaba a saltos, con paso irregular; a veces daba un brinco largo, balanceando los brazos desaforadamente. Llevaba sus pantalones de franela gris oscuro y una camisa con el cuello desabrochado. Las mangas de la camisa habían escapado del apretado doblez y caían alegremente en torno a sus muñecas. A Michael le pareció un animal grácil e irreflexivo, sin conocimiento de sí mismo, sin pecado. Michael apretó un poco el paso; confiaba en alcanzar a Toby antes de que el muchacho llegara al embarcadero; pero Toby llevaba mucha ventaja, y antes de que Michael hubiera cubierto la mitad de la distancia que le separaba del lago, el muchacho ya había saltado al bote y lo impulsaba violentamente. Michael adoptó un paso más meditativo; no quería que Toby pensara que estaba ansioso de hablar con él, porque en realidad no lo estaba, y había seguido al muchacho casi instintivamente. Toby, que se había vuelto de cara a la casa y movía vigorosamente el remo en la parte trasera para impulsar el bote, saludó a Michael con la mano. Michael le devolvió el saludo y bajó al pequeño embarcadero de madera. La amarra posterior del bote se deslizaba suavemente por el agua a los pies de Michael, colgando de la anilla de hierro. La barca llegó bruscamente a tierra al otro lado y Toby saltó del bote, de una patada lo envió dando sacudidas sobre las ondas. Michael levantó la amarra y se puso a tirar de ella.

Una figura apareció por entre los árboles de enfrente y se dirigió al encuentro de Toby por el espacio cubierto de hierba. Incluso a aquella distancia era imposible confundir a Nick Fawley. Caminaba con unas zancadas típicas de decisión un tanto carente de propósito, con la oscura cabeza echada hacia adelante. Michael observó que llevaba el rifle. Murphy, el perro, le seguía en la sombra de los árboles y corría delante de él, hacia Toby. El chico se inclinó para saludar al perro, que hacía cabriolas a su alrededor, y siguió caminando para saludar a su amo.

Al llegar junto a Toby, Nick se dio la vuelta y vio a Michael, que les observaba desde la otra orilla. Estaba demasiado lejos para hablar; incluso un grito hubiera sido confuso. La cara de Nick era un borrón distante. Michael y Nick se miraron durante unos momentos por encima del agua. Después Nick levantó la mano en un lento saludo, solemne o irónico. Michael soltó la amarra y se puso a agitar la mano. Pero Nick ya se había dado la vuelta y se llevaba a Toby. El bote se detuvo perezosamente en el centro del lago.