Capítulo cinco

Era la mañana siguiente. Habían tocado la campana para levantarse poco después de las seis, pero Dora había averiguado que no le incumbía a ella; sólo a los que iban a misa. Paul se levantó pronto, por motivos de trabajo, no de devoción. Mientras fingía dormir, Dora le vio escribir sentado a la mesa de borriquetas que Paul había acercado a la ventana. La luz clara y soleada de las primeras horas del día de verano llenaba la habitación, y desde el lugar en que estaba acostada, Dora veía el cielo despejado, casi desprovisto de color, promesa de otro día caluroso. Recordó con angustia que sus vestidos de verano se habían perdido junto con la maleta, y que tenía que volver a ponerse el grueso traje de chaqueta.

A instancias de Paul, se levantó justo a tiempo para el desayuno, que era a las siete y media. El refectorio de la comunidad era la habitación grande del piso bajo situada entre las dos escaleras de piedra, con las puertas que se abrían a la terraza de grava. En Imber se comía en silencio. Durante el almuerzo y la merienda-cena, un miembro de la comunidad leía en voz alta, pero no se acostumbraba a hacerlo en el desayuno. A Dora le gustaba el silencio, que la excusaba de hacer esfuerzos, salvo los que requerían cierto número de gestos, señales y sonrisas que iniciaban especialmente la señora de Mark y James. Consumió una buena cantidad de té y tostadas, mientras miraba por la terraza, que ya quemaba, hacia donde se veía el lago, refulgiendo furiosamente al sol.

Después del desayuno, la señora de Mark dijo a Dora que encontraría tiempo libre durante la mañana para enseñarle la casa y la finca. Iría a buscar a Dora a su habitación poco después de las diez. Paul, que mientras tanto hablaba por teléfono, regresó con la buena noticia de que habían encontrado la maleta y que la iban a devolver a la estación de ferrocarril. Un pasajero del mismo vagón de Dora se había dado cuenta de su olvido. Pero no había rastro del sombrero de paja. Dora prometió ir a la estación antes del almuerzo a recoger la maleta. A Paul le pareció bien el plan, y se alejó hacia la abadía para proseguir su trabajo. Dijo que, sin duda, la señora de Mark llevaría a Dora a verlo en el transcurso de su recorrido. Paul estaba amable aquella mañana, y Dora tomó mayor conciencia de que estaba muy contento de que hubiera regresado. De una forma sencilla e inmediata, estaba satisfecha de haber satisfecho a Paul, y eso, junto con el sol y cierta vitalidad indomable que poseía, le hizo sentirse casi alegre. Cogió unas flores silvestres que crecían entre la hierba junto al lago y regresó a su habitación a esperar a la señora de Mark.

Al mirar en torno a la habitación, Dora cayó en la cuenta de lo agradable que era vivir una vez más en un espacio reducido que podía organizar libremente con pequeños recursos a su antojo. La habitación desnuda le trajo recuerdos nostálgicos de los diversos alojamientos en los que había vivido en Londres antes de conocer a Paul, habitaciones míseras en Bayswater y Pimlico y Notting Hill, que tanto placer le había proporcionado adornar con carteles y detalles de decoración de interiores más o menos disparatados, creados con escasos medios por ella o sus amigos. El piso de Paul en Knightsbridge, que en un principio la dejó tan deslumbrada, después le pareció, por comparación, tan carente de vida como un museo. Pero en esta habitación de Imber, Paul no había dejado ninguna huella. Había puesto en conocimiento de Dora que había que barrer las habitaciones diariamente, y había delegado esta función en ella. Dora ya había descubierto el lugar en que se guardaban los cepillos, en el rellano de la escalera, y había barrido la habitación meticulosamente. Hizo las camas y ordenó las cosas de Paul, con cautela, en pulcros montones. Colocó las flores silvestres en un cuidado ramillete y las puso en un vaso para los cepillos de dientes que había quitado del cuarto de baño. Quedaban preciosas. Se preguntó qué más podría hacer para poner agradable la habitación.

Se oyó un golpe en la puerta y entró la señora de Mark. Dora se sobresaltó, se había olvidado por completo de ella.

—Siento mucho haberla hecho esperar —dijo la señora de Mark—. ¿Está lista para nuestro paseo?

—¡Sí, gracias! —dijo Dora, mientras cogía su chaqueta, que se echó descuidadamente por los hombros.

—Confío en que no le importe que le diga esto —dijo la señora de Mark—, pero es que nunca tenemos flores en la casa —dirigió una mirada de censura al ramillete de Dora—. Mantenemos todo lo más sencillo posible. Practicamos esta pequeña forma de austeridad.

—¡Ay, lo siento! —dijo Dora, sonrojándose—. Las tiraré. No lo sabía.

—No lo haga —dijo la señora de Mark, magnánima—. Déjelas. No obstante, pensé que debía decírselo, para la próxima vez. Estoy segura de que prefiere que la tratemos como a uno de nosotros, y observar las normas de la casa, ¿verdad? No es como en un hotel, y esperamos que nuestros huéspedes se acoplen; creo que ellos también lo prefieren.

—Desde luego —dijo Dora, aún sumamente confusa—. ¡Lo siento mucho!

—Verá; normalmente no permitimos ningún tipo de decoración personal en las habitaciones —dijo la señora de Mark—. Tratamos de imitar en la medida de lo posible ciertos aspectos de la vida monástica. Creemos que renunciar a ese tipo particular de autoexpresión es una disciplina acertada. Después de todo, es un pequeño sacrificio, ¿no le parece?

—¡Sí, en efecto! —dijo Dora.

—Pronto se acostumbrará a nuestras pequeñas manías —dijo la señora de Mark—. Confío en que lo pase bien aquí. Paul se ha adaptado tan bien…, todos le queremos mucho. ¿Nos vamos? Me temo que no dispongo de mucho tiempo.

La señora de Mark salió primero.

—Espero que ya conozca aproximadamente la geografía de la casa —dijo—. Los miembros de la comunidad duermen en la parte superior de este ala de la casa, en lo que antes eran los dormitorios de los criados. Todas las habitaciones principales del piso que usted ocupa son dormitorios para invitados. Cumplimos la función de una especie de casa de huéspedes extraoficial de la abadía, ¿comprende? Esperamos desarrollar mucho este aspecto de nuestras actividades próximamente. De momento, aún quedan muchas habitaciones que ni siquiera hemos podido amueblar. La otra ala está completamente vacía. Justo debajo de nosotros, en el piso bajo, están las dependencias de la cocina, en la parte trasera de la casa, y en la habitación grande de la esquina, que da a la fachada, está la oficina de la finca. A continuación, en el centro, como ya sabe, está el refectorio, debajo del balcón, y dos habitaciones arriba, detrás del pórtico, que sirven de despacho a James y Michael. Y en la parte trasera se encuentra la histórica Sala Larga, importante rasgo de la casa, que ocupa dos pisos. La hemos convertido en capilla.

Mientras hablaba, la señora de Mark llevaba a Dora por el pasillo. Pasaron el oscuro hueco de una escalera, llegaron a un corredor más amplio, y abrió de par en par una puerta grande. Entraron en la capilla, en esta ocasión por el extremo frente al altar. A la brillante luz del día, Dora pensó que la habitación parecía aún más abandonada, como después de una representación teatral. Aunque escrupulosamente limpia, tenía un aspecto polvoriento, como si las paredes se estuvieran reduciendo a polvo. El paño de arpillera le recordó a Dora el colegio.

—Desde luego, no es una capilla como es debido —dijo la señora de Mark, sin bajar el tono de voz—, es decir, no está consagrada. Pero celebramos nuestro culto. Vamos a la abadía a oír misa, y los que lo desean también pueden acudir a ciertas horas. Y aquí celebramos un acto especial los domingos por la mañana, en el que un miembro de la comunidad pronuncia un sermón.

Salieron por la otra puerta y unos momentos después aparecieron en la entrada del vestíbulo enlosado. La señora de Mark abrió de par en par la puerta del salón. Varias sillas modernas tapizadas y con los brazos de madera barnizados en color claro formaban un círculo perfecto, disonantes con el fondo de entrepaños oscuros.

—Esta es la única habitación que realmente hemos amueblado —dijo la señora de Mark—. Venimos aquí en las horas de descanso, y nos gusta estar cómodos. Naturalmente, los entrepaños de caoba no son los originales. Los colocaron a finales del siglo XIX, cuando esto era el salón de fumar.

Salieron al balcón y empezaron a descender la escalera de piedra de la derecha.

—Esa es la oficina de la finca —dijo la señora de Mark, señalando las ventanas de la habitación de la esquina—. Verá trabajar a mi marido ahí dentro.

Se acercaron a una de las ventanas y miraron la habitación iluminada, que estaba amueblada con mesas de borriquetas y aparadores de madera de pino sin pintar, y parecía estar llena de papeles, todos ellos cuidadosamente apilados. Detrás de una de las mesas estaba sentado Mark Strafford, con la cabeza inclinada.

—Lleva la contabilidad —dijo la señora de Mark. Le contempló durante unos momentos con una especie de curiosidad que a Dora se le antojó desprovista de ternura. No golpeó el cristal de la ventana, sino que dio media vuelta—. Ahora atravesaremos el lago para ir a la abadía —dijo—, y haremos una visita a Paul.

Al ver a la señora de Mark observando a su marido, y al verla un poco gruesa y sudorosa, con su juvenil vestido de verano descolorido, Dora experimentó un primer destello de interés y simpatía, y le preguntó:

—¿Qué hacían usted y su marido antes de venir aquí?

A Dora no le importaba hacer preguntas cuando se le ocurrían.

—Pensará que soy una aguafiestas tremenda —dijo la señora de Mark—, pero, verá; aquí nunca hablamos de nuestras vidas pasadas. Es otra de las pequeñas normas religiosas que tratamos de seguir. Nada de cotilleos. Y si una se para a pensarlo, cuando las personas se preguntan unas a otras por sus vidas, raramente son puros sus motivos, ¿verdad? ¡Estoy segura de que los míos no lo son nunca! La curiosidad vana pronto degenera en malicia. Espero que lo comprenda. Cuidado con los escalones; están cubiertos de hierba.

Habían llegado a la parte de la terraza que daba a la abadía, y bajaban un tramo de escalones, plagado de hierba alta y seca, que desembocaba en un sendero que llevaba a la calzada. Dora, exasperada, guardaba silencio.

El agua del lago estaba reposada; en el centro, lograba una luminosa brillantez azul pálido, y en las orillas aparecían manchas de reflejos inmóviles. Dora miró el gran muro de piedra y la cortina de olmos que se extendía tras él. Por encima de los árboles se elevaba la torre de la abadía, que, vista a la luz del día, resultó ser una torre normanda cuadrada. Era muy sugestiva, sin pináculos ni almenas, de una construcción robusta en piedra gris y amarillenta, decorada en cada fachada con dos pares de ventanas redondeadas en la parte superior, situadas una encima de la otra, bordeadas con un grabado en zigzag que desde lejos ofrecía un aspecto de bordado de perlas, y divididas por una hilera de arcos entrelazados.

—Una bonita muestra de arte normando —dijo la señora de Mark, siguiendo la mirada de Dora.

Continuaron bajando hacia la calzada. Ésta atravesaba el lago en una serie de arcos bajos construidos de ladrillo viejo, que se habían desgastado por la acción de la intemperie hasta adquirir un profundo color rojo negruzco. Cada arco, con su reflejo, formaba una elipse oscura. Dora observó que faltaba el centro de la calzada, que habían reemplazado por un tramo de madera apoyado sobre pilotes.

—Hubo problemas en la época de la disolución; de la disolución de los monasterios, ¿comprende? —dijo la señora de Mark—, y este trozo fue destruido por orden de las propias monjas. Pero no les sirvió de nada. Quemaron la mayor parte de la abadía. Después de la Reforma quedó abandonada, y cuando se construyó Imbert Court, la abadía era un montón de ruinas, una especie de rasgo romántico de la finca. Después, a finales del siglo XIX, tras el movimiento de Oxford, ¿comprende?, fue ocupada por las benedictinas anglicanas (naturalmente, antes era una abadía benedictina), y fue reconstruida alrededor de mil novecientos. Adquirieron los manuscritos en que está interesado su marido aproximadamente en la misma época. Ya queda muy poco del antiguo edificio, salvo el refectorio y el pórtico, y, por supuesto, la torre.

Entraron en la calzada. Dora se estremeció, excitada.

—¿Podremos subir a la parte alta de la torre? —preguntó.

—Bueno, verá, no vamos a entrar —dijo la señora de Mark, ligeramente escandalizada—. Se trata de una orden de clausura. Nadie entra ni sale.

Dora se quedó atónita ante aquella información. Se detuvo.

—¿Quiere decir que están totalmente encarceladas ahí dentro?

La señora de Mark se echó a reír.

—No están encarceladas, mujer —dijo—. Están ahí por su propia voluntad. No es una prisión. Es, por el contrario, un lugar en el que resulta muy difícil entrar, y sólo las más fuertes lo logran. Como María en la parábola, han elegido la mejor parte.

Siguieron caminando.

—¿No salen nunca? —preguntó Dora.

—No —dijo la señora de Mark—. Al ser benedictinas, hacen voto de estabilidad, es decir, que permanecen toda la vida en la casa en la que hacen los primeros votos. Mueren y son enterradas dentro, en el cementerio de las monjas.

—¡Qué espanto! —dijo Dora.

—Guarde silencio, por favor —dijo la señora de Mark, en un tono de voz más bajo.

Se aproximaron al final de la calzada.

Dora observó que el alto muro, que antes parecía elevarse del lago, en realidad se encontraba a una distancia de más de cincuenta yardas de la orilla del agua. De la ribera del lago salían dos senderos toscamente empedrados; uno de ellos llegaba hasta el gran pórtico, cuya enorme puerta de madera estaba firmemente cerrada, y el otro se desviaba a la izquierda, a lo largo del muro de la abadía.

—Esta puerta —dijo la señora de Mark, señalando el pórtico; aún hablaba en voz baja— no se abre nunca, salvo para la admisión de una postulante; es una ceremonia impresionante que siempre tiene lugar a primeras horas de la mañana. Bueno, sí; también se abrirá dentro de una o dos semanas. Cuando traigan la campana nueva la meterán de ese modo, como si fuera una postulante.

Torcieron a la izquierda, por el sendero que se extendía entre el muro y el agua. Dora vio un edificio rectangular de ladrillo con tejado plano que parecía estar unido como una excrecencia al exterior del muro.

—Me temo que no es muy bonito —dijo la señora de Mark—. Aquí están los locutorios a los que acuden de vez en cuando las monjas a hablar con la gente del exterior. Y en el extremo se encuentra la capilla de los visitantes, donde disfrutamos del privilegio de participar en la vida piadosa de la abadía. La capilla de las monjas es el edificio grande que está justo al otro lado del muro. Puede verse un trozo del tejado por entre los árboles.

Entraron por una puerta verde situada en el extremo del edificio de ladrillo. Ante ellas se extendía un largo pasillo con una hilera de puertas que daban a él.

—Voy a enseñarle uno de los locutorios —dijo la señora de Mark, ya casi en un susurro—. Todavía no interrumpiremos a su marido. Está al otro lado.

Traspasaron la primera puerta. Dora se encontró en una pequeña habitación cuadrada que estaba totalmente desnuda, salvo por dos sillas y el brillante linóleo que cubría el suelo. Las sillas estaban al otro lado de la habitación, apoyadas contra una gran pantalla de gasa blanca que cubría la mitad superior de la pared de enfrente.

La señora de Mark se adelantó.

—La otra mitad de la habitación —dijo—, al otro lado, forma parte de la clausura.

Tiró del borde de madera de la pantalla de gasa, que se abrió como una puerta y dejó ver detrás de ella una verja con barrotes de hierro situados a unas nueve pulgadas. Detrás de la verja, y apoyada contra ella, había una segunda pantalla de gasa, que oscurecía la vista de la habitación posterior.

—Verá —dijo la señora de Mark—; la monja abre la pantalla al otro lado, y entonces se puede hablar a través de la verja.

Volvió a cerrar la pantalla. A Dora todo aquello le resultaba increíblemente tenebroso.

—Quizá le gustaría hablar con una de las monjas —dijo la señora de Mark—. Me temo que, sin duda, la abadesa estará demasiado ocupada. Incluso James y Michael sólo logran verla muy de vez en cuando. Pero estoy segura de que a la madre Clare le encantaría verla y hablar un poco con usted.

Dora sintió que se le erizaba el pelo de indignación y susto.

—No creo que tenga nada que hablar con las monjas —dijo, tratando de evitar que su voz pareciera agresiva.

—Bueno —dijo la señora de Mark—, pensé que podría resultarle agradable hablar de algunas cosas, ¿comprende? Las monjas son gente juiciosa, y le sorprendería su conocimiento de la marcha del mundo. No hay nada que las escandalice. Con frecuencia vienen aquí personas a confesar con toda franqueza sus problemas y a solucionarlos.

—No tengo ningún problema que quiera discutir —dijo Dora.

La hostilidad hizo que se quedara rígida; se estremeció ante aquellas palabras. Antes de permitir que una monja se entrometiera en sus pensamientos y sus sentimientos, mandaría el lugar al infierno. Se retiraron al pasillo.

—De todas formas, piénselo —dijo la señora de Mark—. Quizá es un tipo de idea a la que cuesta un poco acostumbrarse. Ahora, vamos a ver a Paul. Trabaja ahí, en el último locutorio.

La señora de Mark llamó y abrió la puerta; apareció una habitación similar a la primera, pero amueblada con una mesa grande a la que estaba sentado Paul, trabajando. La pantalla de gasa estaba cerrada.

Paul y Dora se alegraron de verse. Paul levantó la vista de la mesa y dirigió a su mujer una sonrisa radiante. A Dora siempre le resultaba infantil y conmovedor el placer que experimentaba Paul cuando ella le sorprendía dedicado a sus estudios. Le encantó verle trabajando, con aquel aire de importancia, e inmediatamente se sintió orgullosa de él, con lo que recuperó el concepto que tenía de Paul de hombre distinguido, y pensó que, evidentemente, era superior a Mark Strafford y a todos aquellos pesados. La capacidad de Dora para olvidar y vivir el momento, aunque con tanta frecuencia acarreaba problemas, también le hacía responder espontáneamente al retomar del brillo de la amabilidad. El hecho de no poseer memoria la hacía generosa. No era vengativa y no se obsesionaba; y en el momento en que atravesó la habitación, fue como si nunca hubiera existido ningún problema entre ellos.

—Estos son algunos de los manuscritos en los que trabajo —decía Paul, en voz baja—. Son de gran valor, y no estoy autorizado a sacarlos —estaba inclinado sobre la mesa, y abría varios volúmenes forrados de cuero de páginas gruesas y brillantemente ilustradas para que los viese Dora—. Aquí están las primeras crónicas del convento. Son únicas en su clase. Esto se llama «cartulario», y contiene copias de cartas y documentos legales. Y esto es el famoso salterio de Imber. ¿Ves las fantásticas letras iniciales, y los animales que trepan por el borde de la página? Y esto es un dibujo de la abadía tal y como era en mil cuatrocientos.

Dora vio un conjunto de edificios almenados recortados contra un fondo de árboles verdes muy frondosos y un cielo azul.

—Supongo que no sería realmente tan blanca —dijo—. Parece Italia. ¿Cómo se mantiene el dorado? ¡Mira, la vieja torre!

—¡Chist! —dijo Paul—. Sí; es la torre que aún existe. Naturalmente, es un dibujo muy cuidado. Este es el obispo que fundó el lugar, con una maqueta de la abadía en la mano. Con ella se puede uno hacer idea de la distribución. La abadía moderna tiene la misma planta que la antigua, aunque, naturalmente, no han tratado de reproducir los edificios medievales. Esa sección aún sobrevive, así como la torre. Puede verse en este viejo Libro de Evidencias.

—No debemos entretenerle mucho —dijo la señora de Mark—. Y, además, tengo que enseñarle a Dora la capilla y llevarla a dar una vuelta por la huerta, y volver a mis ocupaciones.

Paul estaba decepcionado.

—Te enseñaré más cosas mañana —dijo, y apretó el brazo de Dora al darse ésta la vuelta para marcharse.

Dora, a quien le hubiera gustado quedarse, le dirigió una sonrisa triste a espaldas de la señora de Mark, que se alejaba. Ya estaba decidiendo cómo burlarse de aquella señora cuando volviera a estar a solas con Paul. A Dora no se le ocurrían burlas con facilidad, por lo que tenía que pensarlas de antemano. Sus bromas a costa de otras personas eran con frecuencia un poquito torpes. Siguió a la señora de Mark, sonriendo para sus adentros, y también animada por el alivio de su complicidad con Paul.

La señora de Mark recorrió el último tramo del pasillo y entró en un pequeño vestíbulo que tenía dos puertas; una de ellas daba al jardín, y la otra a la capilla. Abrió la puerta del interior y empujó a Dora por ella; penetraron en una oscuridad total. Al entrecerrar los ojos para ver, Dora se dio cuenta de que la señora de Mark hacía una enérgica genuflexión junto a ella. A continuación empezó a tomar conciencia de que se encontraba en una pequeña habitación con un suelo de parquet exageradamente brillante, varios grabados religiosos en las paredes y cierto número de sillas y cojines. Aquel lugar estaba invadido por un fuerte olor a incienso. La habitación tenía una enorme reja interior, que en esta ocasión se extendía desde el suelo hasta el techo a lo ancho de la habitación. Habían cortado algunos barrotes para hacer una puerta, que estaba cerrada. Había una barandilla baja, situada a unos cuantos pies de la parte delantera de la verja, y detrás de los barrotes se veía borrosamente, a un nivel superior, sobre un estrado, un altar situado oblicuamente a la habitación. De un raíl de latón que atravesaba la verja colgaban dos largas cortinas blancas que estaban descorridas para mostrar el escenario. Cerca del altar ardía una pequeña luz roja. Desde dentro llegaba un silencio devastador.

—Esta es la capilla de los visitantes —dijo la señora de Mark, en un susurro tan bajo que Dora apenas podía oírla—. Lo que se ve por entre los barrotes es el altar mayor de las monjas. El cuerpo principal de la capilla da al altar, y no puede verse desde aquí. Por este medio podemos participar en el culto sin ver jamás a las monjas, lo que, naturalmente, está prohibido. Hay una misa todas las mañanas a las siete, a la que pueden acudir los visitantes. Por esa puerta entra el sacerdote a dar la comunión a los que se encuentran en esta capilla. Cuando las monjas reciben el sacramento, se cierran las cortinas para aislar esta capilla de la principal. Aquí es donde las personas de fuera, como nosotros, pueden acercarse a la vida espiritual de la abadía.

Se oyó en la lejanía un leve crujido, en la esquina detrás de los barrotes, y a continuación un ruido de pasos.

—¿Hay alguien…? —susurró Dora.

—Siempre hay alguna monja en la capilla —murmuró la señora de Mark—. Es un lugar de oración continua.

Dora sintió un cierto ahogo, y repentinamente asustada empezó a retroceder hacia la puerta. El olor intenso y exótico del incienso suscitó un terror ancestral en su sangre protestante. La señora de Mark hizo una genuflexión, se santiguó y siguió caminando. Al cabo de un momento estaban fuera, a la brillante luz del sol. La hierba alta se movía, se mezclaba con los juncos al borde del agua, y el lago parpadeaba sosegadamente al sol. El panorama se extendía bajo un cielo sin nubes, con una vista oblicua de Imbert Court y de los olmos del parque en la brumosa lejanía. Había algo increíble en la proximidad de aquel oscuro agujero y de aquel silencio. Dora movió la cabeza violentamente.

—Sí, es impresionante, ¿verdad? —dijo la señora de Mark—. Aquí hay una maravillosa vida espiritual. No se puede evitar verse afectada por ella.

Empezaron a caminar por la calzada.

—Tomaremos el sendero de la izquierda —dijo la señora de Mark—, y atajaremos por detrás de la casa para ir a la huerta.

El sendero empezaba al final de la calzada y avanzaba un trecho por la orilla, y después torcía a la derecha, rodeando un denso bosque. Delante de ellas se veía el destello de los invernaderos. Al pasar junto al bosque y abandonar la orilla del lago, desde el otro lado del agua les llegó el diáfano tintinear de la campanilla.

Dora gritó de repente:

—¡Es terrible pensar que están encerradas así!

—Es cierto —dijo la señora de Mark— que esas mujeres se imponen una austeridad que a usted y a mí nos sobrecogería de terror. Pero, al igual que consideramos al pecador mejor de lo que es al suponer que el sufrimiento ennoblece, no hacemos justicia al santo al pensar que sus sacrificios le afligen de la forma en que nos afligirían a nosotros. Creo que por ahí hay que ir en fila india.

La señora de Mark marchaba delante por la estrecha senda que aún podía distinguirse entre la hierba invasora, alta y agostada hasta haberse tornado de un amarillo marchito. A ambos lados se inclinaban largos penachos plumosos, quebradizos por la sequía, que tocaban los hombros de las dos mujeres al pasar. Aún agitada y afectada por lo que había visto, Dora caminaba a tropezones con sus incómodos zapatos, con cuidado, y veía delante de ella, por entre la maleza, el destello intermitente de las pantorrillas bien desarrolladas de la señora de Mark, que brillaban saludables, y a las que el sol había bruñido hasta proporcionarles un vivo color tostado. A la derecha se veía la parte trasera de Imbert Court, que desde ese lugar era una fachada larga e ininterrumpida, con pilares situados muy cerca de la pared que enmarcaban las impresionantes ventanas con la parte superior redondeada de la Sala Larga. Salieron a un claro en el que habían cortado y apilado la hierba. Allí se desvanecía el sendero, y los tacones altos de Dora se hundieron en unos rastrojos puntiagudos.

—Aquí es donde empieza la huerta —dijo la señora de Mark—. Es muy pequeña, ¿sabe? Esta parte más próxima era antes el jardín de flores de Imbert Court. Tenemos cultivos en franjas, principalmente de lechugas, y también zanahorias, cebollas y puerros. Por detrás está lo que antes era el huerto de frutales de Imbert Court. Está cercado por esas altas vallas que puede ver frente a usted. Lo hemos dejado en gran parte como estaba. Tiene una buena provisión de manzanas y peras, y mucha fruta blanda. Hay varios invernaderos, y hemos añadido esos más modernos que se ven a la izquierda. Están llenos de tomates en esta época. Esa cosa de alambre junto a ellos es un gallinero. Sólo una o dos aves, ¿sabe? Acabamos de empezar a cultivar un trozo de prado, detrás de la zanja. Ahí tenemos repollos y una buena parcela de patatas y coles de bruselas. Hasta que tengamos más experiencia, de momento sólo cultivamos las verduras más fáciles. En otoño vamos a cultivar más terreno en el prado.

Llegaron a un camino de cemento que discurría hacia el jardín amurallado entre estructuras de cristal. Varias figuras se hicieron visibles. A cierta distancia se veía a James Tayper Pace, que enseñaba a Toby a azadonar entre las hileras de plantas. Una figura, probablemente Peter Topglass, se movía de un lado a otro en uno de los invernaderos.

—Azadonar es una actividad poco romántica —dijo la señora de Mark con cierta satisfacción—, pero es el pan nuestro de cada día en una huerta.

Patchway se aproximaba hacia ellas por el sendero empujando una carretilla. Su sombrero no parecía haber cambiado de posición desde la noche anterior.

—Me temo que todavía no nos va a llover —le dijo la señora de Mark a Patchway.

—No vamos a ver los puerros hasta el otoño como no llueva pronto a cántaros —dijo Patchway.

Se hicieron a un lado para dejarle pasar.

—Va a recoger lechugas —dijo la señora de Mark—. Es un hombre tan sencillo y simpático… Lo que se ve a la derecha es la parte trasera del edificio del establo, que, según dicen, fue proyectado por Kent. Una parte quedó dañada por el fuego hace unos cincuenta años, pero, como puede ver, es todavía muy bonito. Aparece en muchos grabados antiguos. Hemos convertido algunos pesebres en garajes, y otros en cobertizos de embalaje, en los que pesamos y empaquetamos las verduras que enviamos a Pendelcote y Cirencester. Yo soy la supervisora de esta parte del trabajo, así como de todas las cosas de la casa y las comidas. Creemos que las mujeres deben desempeñar sus tareas tradicionales. No tiene sentido hacer cambios simplemente por hacerlos, ¿no cree? Nos alegraríamos mucho de que le apeteciera unirse a nosotros en cualquier momento. Supongo que se defenderá usted bien con la aguja, ¿no?

Dora, a quien no le ocurría esto, empezaba a sentir extraordinariamente el peso del sol. Los reflejos del calor y la luz sobre el camino de cemento empezaban a producirle dolor de cabeza. Se llevó la mano a la cabeza.

—¡Pobrecilla! —dijo la señora de Mark—. La he dejado rendida con esta caminata. Vamos a echar una rápida ojeada al huerto de frutales, y después seguro que querrá ir a casa a descansar, y yo tengo que proseguir mis tareas.

Abrió una pesada puerta de madera que había en el muro y entraron en el huerto.

Los viejos muros de piedra, secos y desmoronados por el largo verano, totalmente cubiertos de frágiles panes de cuco y valeriana descolorida, cercaban un amplio espacio henchido y enmarañado de arbustos frutales. En el extremo opuesto, una jaula de alambre ocupaba un trozo del terreno y se veía un centelleo de cristal. La bruma se cernía sobre el exuberante escenario, y en el jardín parecía hacer más calor que nunca. A lo largo de cada pared se extendían disciplinadamente los árboles frutales, con las hojas abarquilladas por el calor. Dora y la señora de Mark empezaron a andar por uno de los senderos; los tallos secos y puntiagudos de las cañas de las frambuesas se enganchaban en sus ropas.

—Vaya, ahí está Catherine —dijo la señora de Mark—. Está recogiendo los albaricoques.

Se dirigieron hacia ella. Una parte del muro estaba cubierta con una gran red de cuerda de malla pequeña para proteger la fruta de los pájaros. Se veía a Catherine detrás de la red, casi perdida entre el follaje del árbol; dejaba caer la dorada fruta en una ancha cesta que había a sus pies. Llevaba un sombrero de paja blanco y suelto, bajo el que se extendía su pelo negro, en una larga maraña, en confusión de mechones y rizos, y le caía sobre la espalda. Estaba concentrada en su trabajo y no vio a Dora y a la señora de Mark hasta que llegaron muy cerca de ella. Su oscura cabeza, echada hacia atrás bajo el brillo polvoriento de los albaricoques colgantes, le pareció española a Dora y, una vez más, bella. Su cara vuelta, sin la mirada nerviosa de autoprotección que adoptaba cuando estaba con otras personas, parecía más fuerte, más digna, y más triste. Al verla, Dora volvió a sentir aquel extraño recelo.

—¡Hola, Catherine! —dijo la señora de Mark estrepitosamente—. He traído a Dora.

Catherine dio un respingo y se volvió; parecía sobresaltada. Qué persona tan nerviosa, pensó Dora. Sonrió y Catherine le devolvió la sonrisa a través de la red.

—Debe pasar un calor horrible haciendo eso —dijo Dora.

Catherine llevaba un vestido de verano de cuello abierto, con flores pálidas y descoloridas. Su garganta estaba tostada por el sol; había adquirido un oscuro color moreno, pero lo cetrino de su rostro parecía haberse resistido a la luz del sol, y tenía la palidez que Dora había observado la noche anterior. Se echó el sombrero hacia la coronilla mientras hablaba con Dora, hasta que, sujeto por los cordones, quedó sobre la gran masa de pelo que caía por sus hombros, y se retiró rápidamente la orla rizada y oscura de la frente. Se limpió la mano morena, húmeda de sudor, en el vestido, mientras hacía algún que otro comentario sobre el tiempo. Dora y la señora de Mark continuaron.

—Catherine está muy emocionada con entrar; bendita sea —dijo la señora de Mark—. Esta época es muy apasionante para ella.

—¿Entrar? —dijo Dora.

—Ah, usted no lo sabe —dijo la señora de Mark mientras llevaba a Dora hacia la puerta de madera—. Catherine va a ser monja. Va a entrar en la abadía en octubre.

Salieron por la puerta. Dora se volvió para lanzar una última ojeada a la figura que había debajo de la red. Ante la noticia que acababa de recibir sintió una sorpresa que la dejó pasmada, una especie de extraño alivio, y un dolor más oscuro, compuesto quizá de pena y cierto terror, como si algo en su interior estuviera amenazado con la destrucción.

***

—Ya es hora de cerrar, por favor —dijo el hombre detrás de la barra.

Dora se puso de pie de un salto, confusa y devolvió el vaso. Era la única persona que quedaba en el salón del bar oscuramente barnizado del White Lion. Salió al sol y oyó el triste ruido de la puerta de la taberna al cerrarse con cerrojo tras ella. Eran las dos y media.

Tras despedirse de la señora de Mark por la mañana, Dora descansó durante veinte minutos y después caminó hasta el pueblo por el sendero que le indicó la señora de Mark, para preguntar en la estación por la maleta perdida. El paseo fue más largo de lo que esperaba, pero al llegar, sudorosa y agotada, le dijeron que la maleta iba a venir en un tren que llegaría al cabo de una media hora. Dora salió a pasear otra vez por el pueblo, y quedó embelesada al descubrir que los pubs estaban abiertos. Favoreció con su presencia el White Lion y el Volunteer sucesivamente, y se sentó a la débil luz, soñadora; disfrutaba esa atmósfera de un bar tranquilo que asociaba con los recuerdos más agradables de estar en la iglesia. Volvió a la estación, y averiguó que el tren llegaba con retraso. Finalmente apareció; descargaron la maleta y se la dieron a Dora. Lo primero que hizo fue retirarse con ella a los servicios de señoras y ponerse un vestido de verano y unas sandalias. Salió; se sentía mucho mejor. Cargada con la maleta estaba a punto de iniciar el camino de regreso, que ni a Paul y ni siquiera a ella se le había ocurrido que pudiera ser especialmente fatigoso, cuando miró por casualidad la hora. Era la una y cuarto. Dora recordó que la comida en Imber era a las doce y media. Fue entonces cuando entró por segunda vez en el White Lion.

Cuando la echaron, atravesó el pueblo penosamente y encontró el paso que cruzaba la cerca y el pequeño sendero que desembocaba en la carretera principal por entre dos trigales y un bosque. El trigo, de un color leonado por la madurez, estaba segado y amontonado en tresnales en forma de tienda de campaña por los campos, mientras que unas cuantas amapolas fantasmales persistían al borde del sendero. Dora llegó a la carretera, caminó un trecho por ella, siguiendo el muro de la finca de Imber, y entró por una puerta pequeña. Desde allí salía un sendero que discurría en diagonal, y que atravesaba dos de los riachuelos que alimentaban el lago, para desembocar en el camino en el tercer puente. Era un tramo muy bonito del paseo, y estaba en su mayor parte en la sombra, y aunque tenía mucha hambre y se sentía un poco confusa por llegar tan tarde, Dora se deleitó momentáneamente con el aire suave y con los arcos verdes del bosque al llegar al puente de tablones que cruzaba el primer riachuelo. La sombra le refrescó, y la falta de alimento le produjo una sensación de energía.

La finca estaba cubierta en esa zona por espesos bosques, y el riachuelo se abría camino bajo una caverna frondosa de fresnos nuevos y viejos debajo del techo más alto de los árboles. Las hierbas se inclinaban sobre la corriente y se extendían en largas líneas de un verde vivo, pero estaba claro en el centro, y discurría por un lecho de arena y guijarros. Dora se quedó unos momentos mirando el agua trémula y moteada; y se sorprendió pensando en Catherine. Se la imaginó, vestida de novia, al atravesar la gran puerta de la abadía en octubre, para no volver a salir jamás. En su imaginación fue como si ella, Dora, cruzara la calzada, con los ojos clavados en la puerta que se abría. Despertó estremecida de aquella visión; descendió rápidamente por el lateral del puente y se metió con sandalias y todo en el lecho del riachuelo. Gracias a Dios, ella no era Catherine.

Trepó por la otra orilla, arañada y chorreando, y siguió su camino. Unos minutos después se le ocurrieron casi simultáneamente dos ideas aterradoras. La primera idea era que debía haberse perdido, porque había llegado al segundo riachuelo, que era más ancho y estaba cubierto de zarzas, pero no había encontrado el puente y seguía un sendero que corría colina arriba paralelo al riachuelo. La segunda idea era que había dejado olvidada la maleta en el White Lion. Ante esta segunda idea Dora emitió un gemido de desesperación. Ya era suficiente desgracia no haber llegado al almuerzo. Esta segunda estupidez haría que Paul estuviese enfadado durante días, incluso en el supuesto de que no hubiesen robado la maleta mientras tanto. Se dio la vuelta, con la intención de regresar corriendo al pueblo y tratar de recuperarla inmediatamente. Pero tenía tanto calor y tanta hambre y estaba tan cansada, y se encontraba tan lejos y de repente había tantas ortigas por todas partes, y además, se había perdido. Soy una perfecta imbécil, pensó Dora.

En ese momento oyó un crujido de hojas detrás, en el sendero, procedente del lugar por el que había venido, y una figura salió del bosque, separando la maraña de verdura. Era Michael Meade.

Pareció sorprendido al ver a Dora allí, y se acercó a ella con una mirada sonriente e inquisitiva.

—¡Ay, señor Meade! —dijo Dora—; creo que me he perdido.

Se sentía turbada de encontrarse a solas con el dirigente de la comunidad.

—Vi el color de su vestido por entre los árboles —dijo Michael—, y no se me ocurría qué podía ser. ¡Al principio pensé que era uno de los extraños pájaros de Peter! Si se dirige a la casa, ha tomado un camino equivocado. Yo acabo de mirar los lechos de berros. Los cultivamos en una parte del otro riachuelo. Naturalmente, ahora no es la época, pero hay que mantenerlos despejados. Esto es bonito, ¿verdad?

—¡Oh!, precioso —dijo Dora—; e inmediatamente, para su consternación, descubrió que estaba empezando a llorar. Se sentía un poco débil, por el hambre y el intenso calor, más jadeante que nunca bajo el dosel del bosque.

—Le está afectando el calor, ¿sabe? —dijo Michael—. Siéntese aquí unos momentos, en este tronco de árbol. Coloque la cabeza bien derecha; eso es. En seguida se sentirá mejor.

Su mano tocó el cuello de Dora.

—No es eso —dijo Dora—. Al ver que no tenía pañuelo, se enjugó los ojos con el bajo del vestido y después se frotó la cara con el envés de la mano, llena de barro y sudor. Verá, fui a recoger la maleta, la que dejé en el tren, y la cogí, ¡y he vuelto a dejarla olvidada en el White Lion!

Su voz acabó en un gemido.

Michael la miró unos momentos. Después se echó a reír, con cierta tristeza.

—Lo siento mucho —dijo Michael—, ¡pero lo ha dicho de una forma tan cómica! Anímese; no es una tragedia. Tengo que ir al pueblo esta tarde en el Land Rover y yo la recogeré. Estará a salvo en el White Lion. A propósito, ¿ha comido algo? Nos preguntábamos qué le habría sucedido.

—Pues no —dijo Dora—. He bebido un poco, pero no tenían bocadillos.

—Iremos directamente a casa —dijo Michael—, y la señora de Mark le buscará algo de comer. Después debería acostarse. Ha sido una mañana agotadora para usted. Bueno, iremos por aquí, colina arriba, y cruzaremos por los escalones. Por aquí es igual de rápido y bastante fresco. Levántese y sígame. No iré deprisa.

Ayudó a Dora a ponerse de pie. Ella le sonrió, se retiró el pelo húmedo de la frente; se sentía un poco mejor. Lo siguió por el sendero. Ya no estaba angustiada por la maleta, como si todo se hubiese simplificado y arreglado con la risa de Michael. Le estaba agradecida por ello. La noche pasada le había parecido solamente un hombre delgado y pálido, demasiado cansado y distraído. Pero hoy lo vio como una persona decisiva y dulce, e incluso su cara chupada parecía más morena y su pelo más dorado. Con los ojos tan juntos siempre parecería angustiado, pero, después de todo, qué azules eran.

Así que durante uno o dos minutos Dora siguió a Michael por el sendero, de nuevo tranquila; miraba el cuello tostado y huesudo de su guía, que dejaba al descubierto el cuello flojo de una camisa blanca bastante sucia. Entonces observó que Michael se había detenido en seco y miraba fijamente algo que había delante de él. Sin decir nada, Dora se acercó a él en silencio para ver qué era lo que le había hecho detenerse. Miró por encima del hombro de Michael.

Había un pequeño claro en el bosque y el riachuelo se convertía en una charca, con rocas musgosas y hierba tupida en la orilla. En el centro parecía profunda, y el agua era de un marrón oscuro y frío. Dora miró; pero al principio no vio nada, salvo el círculo de agua y el movimiento del follaje que había detrás, penetrado desigualmente por el sol. Después vio una pálida figura inmóvil al otro lado de la charca. Tras el primer momento de sorpresa, tardó un poco en reconocer quién era. Se trataba de Toby, que llevaba un sombrero de paja y sujetaba un palo largo, que había metido en el agua y con el que removía el barro del fondo. Dora vio inmediatamente, y lo vio antes de reconocerlo, que salvo por el sombrero de paja, Toby estaba desnudo. Su cuerpo, muy blanco y delgado, recibía la caricia del sol y de la sombra a medida que el sauce bajo el que se encontraba se movía ligeramente con la brisa. Se inclinó sobre el palo, atento al agua, sin saber que le observaban, y en ese momento pareció que la desnudez era en él una costumbre, al moverse con una gracia larguirucha y huesuda, ligeramente torpe. El verlo inundó a Dora de un inmediato estremecimiento de placer, y le asaltó un recuerdo de su viaje por Italia: el joven David de Donatello, despreocupado, poderoso, con una desnudez magnífica y encantadoramente inmadura.

Si Dora hubiese estado sola, habría llamado inmediatamente a Toby; tal era la poca turbación que experimentaba ante lo que veía y tanto el placer y la diversión. Pero la proximidad de Michael, de quien se había olvidado por un momento, la hizo detenerse; al volverse hacia él tuvo una sensación de turbación, no tanto debido a su presencia, sino a él mismo, porque quizá imaginaba que a ella le daba un poco de vergüenza. La cara de Michael, como pudo comprobar, tenía una expresión de auténtica preocupación mientras miraba al muchacho. Después se dio la vuelta en silencio, tocó el brazo de Dora y la llevó sin ruido al sendero por el que habían venido. No molestaron a Toby. A Dora le pareció que todo aquello demostraba una delicadeza estúpida, pero siguió a Michael con pisadas suaves.

Tras recorrer un trecho, Michael dijo:

—Le hemos dado la tarde libre. Me preguntaba dónde habría ido. Pensé que sería mejor dejarle bañarse en paz. Volveremos por el otro camino.

—Sí, claro —dijo Dora.

Miró descaradamente a Michael, con la sensación de que había cierta complicidad entre ellos debido a la bucólica visión que habían disfrutado juntos. De repente le pareció que Michael estaba deliciosamente avergonzado. Recordó la caricia de la mano de él sobre su cuello. Su extraña experiencia había creado una trémula chispa de deseo físico que antes no existía. Para Dora este secreto homenaje era tierno, y lo recibió con agrado, y mientras bajaban juntos por el sendero sonrió para sus adentros al pensar en su teoría, al percibir en su compañero una nueva conciencia de sí misma como mujer encarnada, potencialmente deseable, potencialmente desnuda, muy cerca de él en el calor de la tarde.