Capítulo cuatro

Salía la luna. Toby Gashe estaba erguido, con los pies casi en el agua; miraba el muro de la abadía por encima del lago. Detrás de él seguían encendidas algunas luces de la casa. Esperaba a que le llevasen al lugar donde iba a dormir. Había descubierto decepcionado que no iba a vivir en el mismo Imber Court, sino en la casa de los guardas, con otro miembro de la comunidad a quien aún no conocía. Le hubiera gustado quedarse en aquella hermosa casa y estar con los otros. Le daba miedo pensar en otro encuentro, y le inquietaba un poco la idea de que fueran a enclaustrarlo con una persona.

Toby, cuyos padres vivían en el norte de Londres, había asistido a una escuela externa, lo que le hacía experimentar un ligero sentimiento de inferioridad, junto a una concepción completamente romántica de la vida en comunidad. Cuando James Tayper Pace, que era amigo de uno de sus profesores, acudió a dar una conferencia en la capilla del colegio y habló de Imber, Toby concibió un deseo apasionado de ir allí. Desde su confirmación, bastante reciente, era un cristiano entusiasta y practicante, lleno de un deseo, aún sin objetivos, de dedicar su vida a algo. Le atraía enormemente la idea de vivir y trabajar, al menos durante algún tiempo, con un grupo de personas santas que habían renunciado al mundo. La comunidad de Imber, que existía desde hacía poco tiempo y que todavía se encontraba en fase de experimentación, trabajaba la tierra; explotaba la pequeña huerta que satisfacía las necesidades de la abadía y dejaba algunos productos sobrantes para venderlos. La limpieza, sencillez y energía de esta idea conmovieron profundamente a Toby. Su experiencia eclesiástica era pequeña, y le entusiasmó la idea dramática, nueva en su horizonte, de la vida monástica. También quedó impresionado por la personalidad de James Tayper Pace, en la que se combinaban vitalidad masculina y franqueza cristiana.

Toby solicitó que le permitieran visitar Imber. Para su gran alegría, le dijeron que podía ir a trabajar allí durante un mes al final de las vacaciones, antes de ingresar en Oxford, donde debía empezar sus estudios de ingeniería en octubre. Ya de antemano su imaginación se había ocupado en evocar el complejo sumamente homogéneo de hermandad humana a la que se acomodaría, humilde e industrioso, edificado y fortalecido para la vida que le esperaba por la compañía y el ejemplo de personas no mundanas. Por lo tanto, le defraudó un poco descubrir que, después de todo, iba a vivir aparte; pero enseguida decidió vencer su decepción con un ardiente buen humor. No era difícil. En ese momento de su vida rebosaba alegría, energía y esperanza.

Al cabo de unos minutos volvería a entrar. Michael Meade le había pedido que esperase un rato hasta que hubiese alguien libre para llevarle a la casa de los guardas. Miró a su alrededor a la luz de la luna, para orientarse. Detrás de la casa debía de estar la huerta. Toby era un chico de ciudad, y todo lo relacionado con el campo tenía para él una significación profunda, casi espiritual. Pensaba que nunca podría cansarse de sol y viento y trabajo físico duro y compañerismo humano. Si le daban una pala y le decían que cavase un campo entero, se sentiría en el séptimo cielo. Extendió los brazos por encima de la cabeza y estiró el cuerpo para comprobar su elasticidad. Recordó que le habían dicho que nunca se llega a comprender en su momento la maravilla de ser joven. En su caso, esto no era cierto. Él tenía el privilegio de ser consciente de su juventud y de disfrutarla en una serie de momentos presentes desbordantes de intensas experiencias.

Miró al otro lado del lago. Siguió con los ojos el muro de la abadía hacia la derecha, lugar en el que parecía acabar, o quizá retroceder, hasta ocultarse en los árboles. A su izquierda vio la vieja calzada de piedra que atravesaba el agua, y el oscuro agujero del pórtico de la abadía bajo el gran arco. La luz de la luna hacía parecer insustancial el alto muro, pero en cierto modo vivo, con ese aspecto tenso que adquieren los lugares humanos por la noche. Toby, al ser londinense, no estaba acostumbrado a la luz de la luna, y le maravillaba esta luz que no es luz, que evoca visiones como fantasmas, y cuya fuerza se aprecia sólo en la nitidez de las sombras proyectadas. Examinó el muro. Allí todo estaba inmóvil, pero sabía que la abadía estaba en vela eternamente. Se preguntó qué relaciones existirían entre la abadía y la casa. Había llegado a la conclusión de que las monjas formaban parte de una orden benedictina de clausura estricta, cuyas relaciones con el mundo exterior eran muy limitadas; pero, aunque era sumamente curioso, no había querido preguntar más sobre el tema, por temor a demostrar ignorancia.

Debía entrar en la casa; al pensarlo, volvió a invadirle un sentimiento de timidez. Pasó revista al día. Estar a solas con James Tayper Pace le había preocupado un poco, pero creía que, al fin y al cabo, se había desenvuelto bastante bien. James era tan sencillo y alegre y era tan fácil hablar con él… Su admiración por él se había confirmado. Toby se encontraba en una edad en que necesitaba admirar, y en que la admiración era absoluta. Aún no estaba seguro sobre Michael Meade, a quien había deseado ardientemente conocer. Le había decepcionado un poco el aspecto de Michael. En su persona había cansancio y algo como desmadejado; carecía del aspecto visiblemente viril de James, y no era un dirigente tan natural como éste. Toby también quedó decepcionado al descubrir que en la comunidad había mujeres. Por alguna razón, no estaba bien. Pero todos parecían sumamente simpáticos, salvo aquel hombre, el doctor Greenfield, que era un poquito repelente. (Era ésta una palabra que Toby había aprendido recientemente en el colegio, y de la que ahora le resultaba inconcebible prescindir). Era extraño que se hubieran sentado frente a su mujer en el tren. Su mujer no era hermosa, como Catherine Fawley, pero era monísima, y un tanto maliciosa. Al recordar el viaje en tren, Toby se sintió ligeramente avergonzado, en parte por ella y en parte por él mismo. Su marido no pareció alegrarse mucho de verla. Pero el comportamiento de las personas casadas es inexplicable. Al contrario de lo que al parecer mantiene Tolstoi en la primera frase de Atina Karenina, existen muchas formas diferentes de que un matrimonio tenga éxito. Toby había tomado recientemente una vaga conciencia de este hecho, y este nuevo conocimiento le hacía sentirse sofisticado. Regresó hacia la casa.

Había bajado al lago por el camino principal de escalones, y había caminado hasta el lugar en que la segunda extensión de agua separaba la casa de la abadía. Ahora estaba frente al lateral de la casa y vio que había una gran ventana iluminada en el piso bajo. Había una pared de piedra que sobresalía un trecho por detrás de la ventana, y la separaba de la fachada de la casa; al aproximarse, Toby observó que había un rectángulo de guijarros y una puerta lateral. Llegó a la conclusión de que esa parte debía constituir las antiguas habitaciones de los criados, y que la habitación iluminada debía ser la cocina. A Toby siempre le había gustado explorar y rastrear, y el instinto le hizo avanzar en silencio; pisó con cuidado los guijarros duros y redondos, manteniéndose en la sombra mientras se acercaba a la ventana. Tenía razón; era la cocina, una enorme cocina antigua, con paredes ennegrecidas y ásperas y una gigantesca chimenea, ahora reemplazada por una caldera «Aga». La caldera debía de funcionar, puesto que por la ventana abierta salía una oleada de calor, perceptible a pesar de lo cálido de la noche.

Un hombre apareció ante su vista. Era Michael Meade, con un mandil a rayas azules y blancas. Toby se quedó estupefacto ante el mandil y le remordió la conciencia ver que Michael amontonaba tazas y platos en una elevada estantería de madera. Había olvidado ofrecerse a fregar. En ese momento se abrió la puerta interior y entró James Tayper Pace.

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Michael.

—Está arriba, en el balcón —dijo James.

Toby contuvo el aliento.

—¿Lo llevas tú? —dijo Michael.

—Preferiría que lo hicieras tú —dijo James—. ¡Ya sabes lo que pienso sobre este asunto!

—Lo siento, James; debería habértelo consultado —dijo Michael—, pero la semana pasada fue enloquecedora y se me fue de la cabeza. En cualquier caso, pienso que merece la pena intentarlo. No tenemos que crearnos dificultades con esto. Si al chico no le gusta estar allí, o si Nick se porta mal con él, lo trasladaremos a la casa. Pero estoy seguro de que funcionará, y me quedaré más tranquilo si hay alguien allí con Nick.

—¿Por qué no vamos uno de nosotros a vigilar a Nick? —dijo James.

—Precisamente por esa razón —dijo Michael—; porque sabría que le vigilan. Si enviamos al muchacho, Nick se sentirá responsable de él.

—Piensas demasiado bien de Nick, esa es la pura verdad —dijo James—. Si hubieras conocido a tantas personas de ese tipo como yo, serías más receloso.

—No pienso demasiado bien de él —dijo Michael—; no pienso bien de él en absoluto y, sin duda, lo conozco mejor que tú. Creo que es un pobre diablo. Me da miedo su melancolía; eso es todo.

—A mí no me da miedo su melancolía —dijo James—. Me da miedo su capacidad para hacer daño. Cuanto más pienso en ello, Michael, más seguro estoy de que cometimos un error al traerlo aquí. Sé lo que se siente ante un caso semejante, y creo que estuve de acuerdo contigo entonces; al menos, me dejé convencer por ti. También admito que no entiendo realmente su pasado. Pero, evidentemente, es un asunto complicado; hay una historia desagradable en todo esto. Dudo que podamos reportarle algún bien, en tanto que él puede hacernos mucho daño.

—Pero lo hemos traído —dijo Michael—, por suerte o desgracia, y no podemos ponerlo de patitas en la calle, especialmente ahora, debido a Catherine.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo James—. Es muy lamentable. Pero ojalá tuviera yo tu fe. Sé que la fe en la gente, o quizá debería decir la fe para con la gente, obra milagros, y un milagro es lo que nos hace falta. Sin embargo, y por una cuestión de sentido común, hubiera preferido que el muchacho se quedara en la casa. Comprende que somos responsables de él.

—No le ocurrirá nada —dijo Michael—. Tiene la cabeza sobre los hombros. A propósito, me ha caído muy bien. Tenías razón. Ese tipo de integridad juvenil está a prueba de infecciones. Además, trabajará mucho; no pasará mucho tiempo en la casa de los guardas… y es posible que nos proporcione el vínculo con Nick que hasta ahora no hemos podido establecer.

Toby empezó a retroceder en silencio. Cuando salió del rectángulo de guijarros a la hierba echó a correr hacia la parte principal de la casa. La hierba estaba muy crecida y tuvo que saltar para atravesarla. Confiaba en no hacer demasiado ruido. Al llegar a la terraza aminoró el paso para cruzar la grava; recuperó el aliento y subió los escalones hasta llegar al balcón. Las luces estaban encendidas en el vestíbulo y en el salón, y las puertas abiertas de par en par, pero, al parecer no había nadie dentro. Toby se quedó inmóvil en el balcón, tenso e indeciso. Estaba sumamente intranquilo por lo que había oído y por haberlo oído. La sencillez y el encanto extrañamente puros del escenario que le rodeaba habían desaparecido en un instante. Ahora sentía una extraordinaria inquietud ante la idea de vivir en la casa de los guardas. Por otra parte, le halagaba y le asustaba mucho la confianza que se le demostraba, y le excitaba la perspectiva de una aventura. Sus pensamientos eran confusos.

Antes de que le diera tiempo a reflexionar más, se proyectó una sombra procedente de la puerta del salón y apareció Michael Meade. Toby dio unos pasos hacia la luz.

—¡Ah, estás ahí! —dijo Michael—. Siento muchísimo que te hayamos hecho esperar. Enseguida bajaremos a la casa de los guardas, si estás dispuesto. ¿Tienes tu bolsa?

—Está aquí —dijo Toby.

Estaba al lado de la puerta, y la recogió.

—¿Puedes llevarla? —dijo Michael—. Déjame que coja un asa.

Bajaron los escalones juntos, atravesaron la terraza y bajaron a la parcela de tejos. Michael caminaba ligeramente agachado, y lanzaba miradas rápidas a su compañero.

—Cruzaremos el lago en la barca —dijo—. No utilizamos la calzada más que para ir a la abadía.

Subieron al embarcadero de madera, y el ruido de sus pisadas resonó en el espacio hueco que se abría entre los tablones y el agua que chapoteaba. Michael depositó la maleta de Toby en el bote. La luna aún no se había oscurecido.

—¿Cómo vuelve el bote —dijo Toby—, después de que alguien atraviesa el lago?

Se sorprendió hablando en voz baja.

—Tiene una amarra en cada extremo —dijo Michael—, enganchada a cada orilla, de modo que puede empujarse desde ambos lados. Vamos, yo lo sujetaré mientras tú entras.

Toby se colocó en el fondo flexible y balanceante del bote de remos y se sentó inmediatamente. Deseaba con vehemencia que le dejaran remar, pero guardó silencio. El enorme cielo nocturno lleno de estrellas, las sombras de la luna, la gran casa que parecía meditar tristemente detrás de ellos, el chapoteo del agua bajo el bote, le embargaban de una emoción fuerte e inexpresable.

Michael bajó al bote y se apartó de la orilla vigorosamente. Cogió el remo que estaba atravesado sobre los asientos, lo deslizó en el escálamo de la popa del bote, maniobrándolo con pericia de un lado a otro. El bote viró silenciosamente y empezó a moverse, oscilando un poco, por la superficie del lago, que estaba lisa; apenas se ondulaba al avanzar, negra y radiantemente lustrosa. Toby dejó su mano arrastrarse por el agua. Estaba caliente.

—¿Todo bien, Toby? —dijo Michael.

—¡Sí! —dijo Toby en respuesta a la vaga pregunta con un repentino y no explicado entusiasmo. Observó que Michael lo miraba, y percibió el destello de su sonrisa. Entonces Michael dejó suelto el remo y lo deslizó suavemente a lo largo del costado del bote. El otro costado golpeó limpiamente el embarcadero. Toby salió de un salto y cogió su maleta. Michael lo siguió, y el bote fluctuó un poco en el agua.

Ante ellos se extendía un sendero cubierto de hierba y Toby vio confusamente la avenida de árboles que había detrás. Un pájaro cantó ásperamente junto al lago. No era un ruiseñor.

—Espero que no te importe vivir en la casa de los guardas —dijo Michael—. Estarás con nosotros durante todas las comidas, y durante el trabajo y demás. Supongo que te lo habrá explicado James. Es sólo para dormir.

—No me importa en absoluto —dijo Toby.

Empezó a atormentarle la idea de si no debía decirle a Michael que había oído la conversación. Quizá no fuera honrado dejar de hacerlo. No podía tomar una decisión.

Michael siguió diciendo:

—Estoy seguro de que vas a llevarte bien con Nick Fawley. Puede que te parezca un poco lúgubre. Ha tenido una vida difícil. Le animará tener compañía; le pondrá en contacto con las cosas.

—¿Nick Fawley? —dijo Toby, sorprendido.

—Sí; es el hermano de Catherine Fawley; de hecho, su hermano gemelo, ¿no te lo ha dicho James? Siento mucho que seamos tan incompetentes. ¡Debes pensar que somos una auténtica colección de chiflados espirituales!

Toby quedó desconcertado, sin saber realmente por qué, al enterarse de que el hombre que habitaba la casa de los guardas era el hermano de Catherine. Lanzó una mirada de soslayo a Michael Meade, pero no pudo ver su cara. Michael parecía incómodo y turbado. Probablemente siempre era un hombre incómodo con el que no resultaba fácil llevarse bien, al contrario de lo que ocurría con James. Toby se sentía perplejo. Había desaparecido la sensación de aventura y sólo quedaba ansiedad. Pasó trastabilleando de la hierba a la superficie de piedra del camino.

—Ya estamos en el camino —dijo Michael—. Quizá recuerdes todo esto de cuando pasaste por aquí esta tarde. La avenida de árboles que empieza en la entrada acaba aquí; enmarca el panorama de la casa desde la carretera, pero el camino se desvía en el extremo del lago. Por ahí hay un largo paseo hasta la casa, más de una milla.

Siguieron caminando en silencio hacia la casa de los guardas. Toby vio una luz que brillaba en una de las ventanas. Un perro se puso a ladrar.

—Es Murphy, el perro de Nick —dijo Michael Meade—. Murphy es todo un personaje.

Michael parecía estar nervioso.

—Me encantan los perros —dijo Toby por decir algo, y también nervioso.

—Nick trabajaba en aerodinámica —dijo Michael Meade—. Sabe mucho de motores. De hecho, aquí es una especie de oficial de transportes. Tú serás su suplente. Espero que te guste esto, Toby —añadió, dándose la vuelta para mirar al muchacho al acercarse a la casa de los guardas—. Todos estamos encantados de que hayas podido venir.

Llegaron al porche. No había aldaba, pero Michael golpeó enérgicamente con el puño en la puerta de madera; produjo un sonido resonante y perentorio. Dentro se redoblaron los ladridos del perro. Michael abrió la puerta lentamente y entró. Toby le siguió.

Hizo pantalla con la mano para protegerse los ojos. Todas las luces eran muy brillantes en Imber. La puerta se abría directamente a una habitación que debía de ser el salón. Deslumbrado, echó una mirada rápida y vio una estufa grande en la pared, dos sillones hundidos de mimbre, una inmensa mesa de madera de pino, un receptor de radio, y un montón de periódicos desparramados por el suelo. Había un desagradable olor a comida rancia. El perro ladraba y daba saltos por la habitación. Un hombre que estaba sentado detrás de la mesa se había levantado y miraba a Michael.

—¡El gran hombre en persona! —dijo Nick Fawley—. No te esperaba. Uno no recibe visitas con frecuencia. Celebro verte.

—He traído al joven Toby —dijo Michael, entre el continuo estrépito de ladridos.

—¡Cállate, Murphy! —dijo Nick—. ¡Cállate!

Murphy era un perro de color castaño rojizo, de una raza terrier indefinida, con barba blanca y una inteligente cara simiesca. Tenía una cola marrón, larga y lustrosa, que colgaba flácida del lomo, como si la hubieran añadido. Dejó de ladrar, se colocó junto a Toby, con las patas rígidas y el pelo ligeramente erizado; lo miraba con inescrutable hostilidad. Un colmillo largo y brillante arrugaba descuidadamente la piel suave y oscura de la mandíbula inferior. Toby lo miró inquieto.

—Has traído al joven Toby —dijo Nick—. Eres muy amable.

Toby dirigió una mirada de soslayo a Nick. Le sorprendió de inmediato el enorme parecido de Nick con Catherine. Tenía el mismo rostro alargado y un poco grueso, los párpados pesados y soñolientos, la aureola rizada de pelo oscuro sobre la frente despejada, los ojos grandes y la expresión reservada. Pero Nick tenía arrugas en torno a los ojos, que estaban enrojecidos en los bordes y eran acuosos, como de haber reído mucho, y esto, junto a las mejillas hundidas, le daba un cierto aire de sabueso. Tenía la nariz grande y cubierta de minúsculas venas rojas. Daba la impresión de ser un poco grasiento y de tener demasiado pelo. Sin embargo, poseía una cierta belleza e incluso esa pincelada de refinamiento distante que exhalaba, dulce y helada, la belleza de su hermana.

Nick tenía un aspecto más joven de lo que Toby esperaba, pero parecía muy estropeado. Toby, cuya imaginación estaba dispuesta a dispararse en lo concerniente a Nick, conjeturó de inmediato que podía ser un borracho. Esto explicaría la portentosa conversación que había oído por casualidad. Formaba parte de la nueva sofisticación de Toby saber que también había muchas formas de ser borracho. Había borrachos buenos. Concluyó que quizá Nick fuera uno de éstos, y con ello, decidió que le caía bien. En ese mismo momento observó que había una botella de whisky sobre la mesa, hecho que vino a confirmar su opinión.

Nick y Michael se miraban. Michael aún parecía turbado. Dijo:

—Espero que tengas suficiente comida aquí. Me gustaría que vinieras a comer a la casa de vez en cuando.

Examinó la mesa.

En un extremo había un plato de carne de aspecto desagradable.

—Es la cena de Murphy —dijo Nick—. En este momento iba a dársela. ¡Perrito, es tu hora!

Traspasó la carne del plato al suelo con un ¡plaf! Cayó sobre uno de los periódicos. Era evidente que otros periódicos habían servido para similares propósitos. Murphy dejó de contemplar a Toby y se puso a comer ruidosamente su cena.

—A la señora de Mark debe haberle dado un ataque al ver este panorama —dijo Michael.

—Me reprendió, como hacen las mujeres —dijo Nick.

Se miraban, incómodos.

—¿Ha preparado la habitación de Toby? —dijo Michael.

—Hizo algo arriba; supongo que fue eso. Estuvo aquí durante un rato desmesuradamente largo —dijo Nick—. Toma una copa.

Cogió la botella de whisky.

—No, gracias —dijo Michael—. Será mejor que me vaya. Sólo he venido a traer a Toby.

—Entonces, no bebas, y vete —dijo Nick.

Michael Meade tardaba en marcharse, indeciso. Sus ojos deambulaban por la habitación. Tenía una expresión como de pensar que no había dirigido muy bien la conversación.

—¿Cómo está mi bendita hermana? —dijo Nick, que también parecía querer prolongar la entrevista.

—Está muy bien, muy feliz —dijo Michael.

—Cuando me dicen que una persona es feliz —dijo Nick—, sé que no lo es. Nunca se dice eso de las personas realmente felices. ¿No estás de acuerdo, Toby?

Toby dio un respingo y se puso nervioso cuando se dirigieron a él. Había asumido el papel de espectador.

—No lo sé —dijo.

—Toby no lo sabe —dijo Nick—. ¿Ha llegado la esposa pecadora?

—Ha venido la señora de Greenfield —dijo Michael—. Bueno, espero que te veamos más en la casa. Ahora tengo que volver.

—Eso dices siempre —dijo Nick.

—Cuida de Toby —dijo Michael.

Nick se echó a reír, lo que le hizo parecer más simpático, y abrió ceremoniosamente la puerta a Michael, que desapareció con un gesto torpe de despedida.

—Incompetente —dijo Nick, siguiéndole con la mirada en la oscuridad—. Incompetente. ¡Oh, Dios mío!

Se volvió hacia Toby.

—Supongo que querrás dormir, jovencito. Probablemente te habrán dicho que te levantes a una hora escandalosa. Y, a tu edad, debe resultar agotador conocer a semejante hatajo de locos en un solo día.

—Sí que estoy cansado —dijo Toby—. Creo que voy a subir.

Miró firmemente a Nick a la cara, decidido a no dejarle ver que estaba nervioso.

—Sí, vamos arriba —dijo Nick.

Se volvió hacia donde estaba Murphy, meditabundo, tras haber acabado su cena.

—¡Arriba! —gritó al perro.

Murphy se volvió rápidamente y dio un salto en el aire. Nick lo cogió en sus brazos y lo estrechó contra su pecho. Sobre su hombro aparecieron las patas y las agradecidas mandíbulas del perro.

—Lo mejor de un perro —dijo Nick— es que se puede entrenar para que te quiera.

Se inclinó sobre la mesa para coger la botella de whisky por el gollete, salió lentamente de la habitación, seguido por Toby, y empezó a subir pesadamente la escalera, aún abrazado al perro, hasta llegar a un pequeño rellano con tres puertas.

—Eso es el cuarto de baño —dijo Nick—. Mi habitación, la tuya.

Abrió la puerta de una patada y encendió la luz con el codo.

Toby vio una habitación pulcra y fresca, una cama de hierro con una colcha blanca, esterillas de junco en el suelo, una cómoda pintada de blanco, la ventana abierta de par en par. Al entrar, llegó hasta ellos el aire nocturno, más cálido y con olor a flores.

—Se está bien aquí, ¿verdad? —dijo Nick.

Enterró la cara en el pelo del perro, y se frotó contra ella.

Toby se sentía incómodo. Dijo:

—Muchas gracias. Estaré muy bien aquí.

—¿Quieres una copa? —dijo Nick—. ¿Un resopón de whisky y agua?

—Muchas gracias; no bebo —dijo Toby.

—Ah, bueno —dijo Nick—. Ojalá pudiera decir que vamos a enseñarte a beber antes de que te marches. Quizá bebidas espirituales.

Dejó a Murphy en el suelo. El perro saltó y le arañó en los pantalones, deseoso de que volviera a cogerlo en brazos.

—Creo que te dejaré a Murphy —dijo Nick—. No tenemos muchas mantas. Te calentará los pies de madrugada. No hay nada como un perro adicional en la cama. ¡Quédate aquí! —le dijo a Murphy, señalando con el dedo.

—Gracias —dijo Toby. Podría habérselas arreglado sin Murphy, que le resultaba un perro un tanto repelente—. Estaré perfectamente.

Se sentó en la cama. Se sentía agotado y deseaba desesperadamente estar solo.

Nick se quedó a la puerta, mirándole.

—Voy a contarte una cosa divertida antes de marcharme —dijo—. Te han traído aquí para cuidarme.

Sonrió, con lo que volvió a parecer más joven y simpático.

Toby le devolvió la sonrisa, sin saber qué decir.

—Bueno, tendremos que cuidarnos mutuamente, ¿no crees? —dijo Nick—. No cierres la puerta, por si Murphy quiere salir durante la noche.

Se marchó y dejó la puerta entreabierta.

Toby se sentía demasiado cansado para abandonarse a la sorpresa y a la especulación. Fue rápidamente al cuarto de baño, y al volver encontró a Murphy sentado junto a la cama. A Toby le acobardaba la inteligencia simiesca de la cara del perro, y Murphy le contemplaba con una especie de inmovilidad tensa que parecía el preludio de un ataque. Toby pensó que lo mejor sería entablar algún tipo de relaciones formales, y dijo: «Murphy, buen perro», al tiempo que extendía una mano conciliadora. Murphy consideró el asunto y le lamió la mano, pensativo, mientras le miraba bajo unas pestañas que a Toby le parecieron extraordinariamente largas para un perro. Esto le recordó a Toby que el dueño de Murphy tenía unas pestañas extraordinariamente largas para un hombre.

Toby miró la puerta entreabierta de la habitación. El rellano de la escalera estaba a oscuras, y no se oía ningún ruido en la casa. Toby quería rezar. Se arrodilló, con un ojo clavado angustiosamente en la puerta, pero no pudo concentrarse. Se levantó y cruzó la habitación. La puerta tenía un pestillo por dentro. Cerró la puerta en silencio y corrió el pestillo. Se ajustó sin ruido. Volvió al lado de la cama y se arrodilló de nuevo; cerró los ojos. Inmediatamente se oyó un ruido de arañazos. Murphy estaba junto a la puerta; hincaba sus uñas secas y despuntadas en la abertura. Toby se levantó de un salto y volvió a abrir la puerta, pero el perro no quería salir. Se quedó contemplando a Toby con una mirada de afabilidad exasperante; y cuando Toby iba a arrodillarse por tercera vez, Murphy se acercó y se quedó junto a él con atención estúpida, echándole el aliento en el cuello. Toby se dio por vencido. Demasiado cansado para hacer otra cosa, apagó la luz y se arrastró hasta la cama, dejando la puerta abierta. Sintió una sacudida al saltar Murphy junto a él, y el cuerpo cálido que se acomodaba a sus pies. El aire pesadamente perfumado corría en una suave brisa por la habitación hasta la puerta entreabierta. Al cabo de unos minutos, muchacho y perro dormían profundamente.