Capítulo tres

Paul y Dora estaban solos.

—Ese cuaderno es irreemplazable —dijo Paul—. Representa años de trabajo. Fue una estupidez pedirte que lo trajeras.

—Lo siento muchísimo —dijo Dora—. Estoy segura de que lo recuperaremos. Mañana iré a la estación.

—Debería haber telefoneado inmediatamente —dijo Paul—, pero tus tonterías me lo quitaron de la cabeza. ¿Por qué tuviste que quitarte los zapatos?

—Me dolían los pies —dijo Dora—. Ya te lo he dicho.

Se miraron a la austera luz de una potente bombilla eléctrica sin pantalla. La habitación de Paul estaba en el primer piso, con dos grandes ventanas orientadas hacia la abadía. En su época había sido una habitación magnífica, con paneles verdes y un enorme espejo incrustado en la pared. Ahora estaba amueblada con dos camas de hierro, dos sillas de respaldo recto, un gran tablero apoyado sobre borriquetas que Paul había llenado con sus libros y papeles, y una bella mesita de caoba que parecía una reliquia de días pasados. En un rincón estaba la maleta de Paul, abierta y a medio deshacer. Había dos esteras nuevas aunque baratas, en el suelo, que por lo demás estaba desnudo. Al hablar, la habitación resonaba.

Paul se quedó de pie, con una mano en la cadera, y miró fijamente a Dora. Podía examinarla de ese modo durante mucho tiempo, con el ceño ligeramente fruncido, lo que siempre atemorizaba a Dora. Pero al mismo tiempo, ella sabía que era una manifestación de amor, de ese amor perseverante e implacable que Paul seguía profesándole y que a Dora le hacía sentir resentimiento, fascinación y, en última instancia, agradecimiento. Le devolvió la mirada, incómoda, pero admirada por la solidez de Paul, lleno a rebosar de su amor, de su trabajo y de toda su certeza sobre la vida. En comparación, Dora se sentía endeble y efímera, como si fuera un mero pensamiento de la mente de Paul.

Para acabar con aquella mirada, se acercó a él y le sacudió dulcemente por los hombros.

—Paul, no te enfades.

Paul se apartó sin responder a su caricia.

—Sólo tú puedes ser lo bastante ingenua, después de haberme traicionado como lo has hecho —dijo—, como para darme una palmadita y decirme: «No te enfades».

La imitó, y después se acercó a su maleta y revolvió en ella; sacó su pulcra bolsa de aseo a cuadros blancos y negros.

—Bueno, ¿qué puedo decir? —dijo Dora—. De todos modos, aquí estoy.

—Y tampoco suscribo la opinión —dijo Paul— que acaba de expresar el padre Bob de que hay que regocijarse más por la oveja perdida. Y si esperas que yo me regocije, te llevarás una desilusión. Tus aventuras te han disminuido para siempre ante mis ojos.

Salió de la habitación.

Dora abrió con abatimiento su bolsa de lona. El pijama estaba en la maleta perdida, pero al menos el cepillo de dientes estaba allí. Se sentía profundamente herida por lo que Paul le había dicho. ¿Cómo podía juzgarla así por algo que había ocurrido en el pasado? El pasado nunca era real para Dora. Por primera vez se le ocurrió la idea de que Paul pudiese mantener vivo su pasado para atormentarla. Dejó de pensar en ello para no llorar y fue a abrir las dos altas ventanas de par en par. No tenían cortinas. La noche era cálida y estrellada. Desde aquella parte de la casa el lago parecía muy cercano. Estaba oscuro, pero podía verse al resplandor difuso de la luz de las estrellas y de la luna, que aún no había salido. Más allá se delineaban otras siluetas.

Paul volvió a entrar en la habitación.

—No tengo pijama —dijo Dora—; está en la maleta.

—Puedes ponerte una de mis camisas —dijo Paul—. Ésta hay que lavarla de todos modos.

—¿Les has contado todo lo referente a mí a esas monjas? —dijo Dora.

—No les he contado nada a las monjas —dijo Paul—. Tuve que decir algo sobre ti a los otros miembros de la comunidad, y si fue poco halagador, no es culpa mía.

—Pensarán que sus malditas oraciones me han traído aquí —dijo Dora.

—Yo respeto este lugar —dijo Paul—, y te aconsejo que hagas lo mismo.

Dora pensó que quizá debía preguntarle a Paul en ese momento si creía en Dios, pero decidió no hacerlo. Evidentemente, creía. En su lugar, dijo:

—No puedo hacer nada con el pasado.

Paul le dirigió una mirada dura.

—Puedes abstenerte de ser frívola respecto a él —dijo—. En tu caso, no hablaré de arrepentimiento, porque no te considero capaz de algo tan serio.

Por la ventana entró el agudo tintinear de una campanilla que alguien tocaba al otro lado del agua. Dora dio un respingo.

—Otra vez esa campana —dijo—. ¿Qué es?

—Es la campana de la abadía para llamar a los diversos oficios —dijo Paul—. Ahora llama a maitines. Si estás despierta de madrugada, la oirás llamar a laudos y prima. Van a tener pronto una campana grande —añadió.

Los dos empezaron a desvestirse.

—Hay una leyenda sobre la campana de la abadía —dijo Paul—. La descubrí en uno de los manuscritos. Te resultará interesante.

—¿Cómo es? —dijo Dora.

—Verás, ésta es una fundación muy antigua —dijo Paul—. Aquí han vivido intermitentemente monjas benedictinas desde el siglo XII. La orden actual es anglicana, por supuesto, pero benedictina. Según cuenta la historia, en algún periodo del siglo XII, es decir, antes de la disolución, una de las monjas tenía un amante. Yo diría que quizá esto no era demasiado insólito en aquellos tiempos, pero esta orden había mantenido, evidentemente, unas normas muy rígidas. No se sabía quién era la monja. Se vio al joven trepar por el muro una o dos veces, y acabó por caerse y romperse el cuello. El muro, que, por cierto, aún existe, es muy alto. La abadesa invitó a confesar a la monja culpable, pero no acudió ninguna. Entonces llamaron al obispo. El obispo, que era un hombre especialmente santo y espiritual, también exigió que confesara la culpable. Al no obtener respuesta lanzó una maldición sobre la abadía y, como cuenta el cronista, la gran campana «voló de la torre como un pájaro y cayó al lago».

—¡Cielo santo! —dijo Dora.

—No acaba ahí la historia —dijo Paul—. La monja culpable se sintió tan agobiada por aquella prueba que cruzó en el acto las puertas de la abadía y se ahogó en el lago.

—¡Oh, pobrecilla! —dijo Dora.

—Naturalmente, tú te identificas con la infiel —dijo Paul.

—Probablemente la obligaron a tomar los hábitos —dijo Dora—. En esa época le ocurría a muchas personas.

—Había roto sus votos —dijo Paul.

—¿Es cierta esa historia? —dijo Dora.

—Por lo general, estas leyendas esconden algo de verdad —dijo Paul—. Existen indicios de una famosa campana, pero nadie sabe qué ocurrió con ella. La fundió un gran artesano de Gloucester, Hugh Belleyetere, que quiere decir fundidor de campanas, y alcanzó una notable reputación debido a su hermoso tono y a que servía para alejar las plagas y los malos espíritus. Además, tenía grabados, escenas de la vida de Cristo, que es una característica poco corriente. Si apareciese algún día sería objeto de gran interés. Es posible que en realidad la arrojaran al lago en la época de la disolución las gentes que saquearon la abadía o, lo que es más probable, las propias monjas, para salvarla. El metal de las campanas era muy apreciado. Creo que alguien hizo dragar el lago en una ocasión; pero no se encontró nada. La campana se llamaba Gabriel.

—¡Tenía nombre! —dijo Dora—. ¡Qué bonito! Pero me da mucha pena la monja. ¿Se ha visto alguna vez su fantasma?

—No hay constancia de ello —dijo Paul—, pero existe una historia según la cual la campana tañe a veces en el fondo del lago, y si se oye, presagia una muerte.

Dora se estremeció. Ya se había desnudado y había metido la cabeza por la camisa de Paul.

—¿Les has contado esta historia a los demás? —preguntó.

—No, no se la he contado —dijo Paul—. ¡Ah, sí!; creo que se la he contado a Catherine.

Se metió en la cama.

Dora experimentó una punzada de desagrado. Se acercó a la ventana y miró afuera. La luna ya había salido y el lago era perfectamente visible, con ondas plateadas, producidas quizá por la brisa, quizá por seres nocturnos. En la habitación entraba un aire cargado de perfume. Dora vio con mayor claridad el agua que se extendía ante ella, la severa fachada de la abadía, salpicada de luz y oscuridad, los árboles por detrás del muro, con sus copas redondas encendidas por la pálida iluminación, y sombras largas y extrañas de árboles y arbustos proyectadas sobre el espacio abierto de hierba debajo de la ventana. Al desviar un poco la mirada hacia la izquierda, distinguió algo que parecía ser una calzada baja alzada sobre una serie de arcos que atravesaban la parte más cercana del lago en dirección al muro. Vio asustada que había una figura inmóvil y oscura muy cerca, a la orilla del agua.

El corazón de Dora empezó a latir con violencia al clavar la mirada abajo, y ahogó una exclamación. La figura se movió, y un momento después la reconoció. Era Toby Gashe, que deambulaba por la ribera del lago. Paseaba solo; daba puntapiés a la hierba. Dora apenas oía el susurro que producía al moverse. Se alejó unos pasos de la ventana, sin perder de vista al muchacho. Para que Paul no pensara que estaba contemplando algo, dijo:

—¿Van a tener una campana nueva?

—Sí —dijo Paul—. Les están fundiendo una campana tenor, para colocarla en la torre. Puede que llegue antes de que nos marchemos nosotros. Mi trabajo va a llevarme otras dos semanas.

Dora vio que el chico se daba la vuelta para mirar el lago. De repente extendió los brazos y los alzó por encima de la cabeza. En ese momento a Dora le pareció la viva imagen de la libertad. No pudo soportar verlo más tiempo y se alejó de la ventana.

Paul la miraba fijamente. Estaba sentado en la cama, con un libro en la mano.

Dora le miró con hostilidad.

—Es una historia terrible —dijo—. Te gusta contarme cuentos desagradables, como ese tan detestable de De Maupassant sobre los perros que una vez me hiciste leer en voz alta.

Paul siguió mirándola con fijeza. Dora comprendió oscuramente que el contarle aquella historia había desencadenado en él el deseo por ella que antes estaba dormido. La violencia del cuento se había apoderado de él, y quería su amor. Le miró con una mezcla de excitación y asco.

—Ven, Dora —dijo Paul.

—Espera un momento —dijo Dora.

Le dio la espalda y se miró en el largo espejo. Estaba descalza, y sólo llevaba la camisa de Paul, con las mangas arremangadas y muy abierta en el cuello. La camisa apenas le llegaba a los muslos, lo que dejaba al descubierto sus piernas largas y sólidas en toda su longitud. Dora miró con asombro a la persona que tenía enfrente. Admiró la vitalidad de la garganta tostada por el sol y la forma en que las crenchas de pelo caían lisas por el cuello. Echó la cabeza hacia atrás y miró aquellos ojos insolentes. La respuesta fue firme y alentadora. Continuó mirando a la persona que estaba allí, desconocida para Paul. Al fin y al cabo ¡qué viva estaba! Era ella, Dora, nadie la destruiría.

—Ven, Dora —volvió a decir Paul.

—Si —dijo Dora.

Apagó la luz y se dirigió resueltamente hacia la cama de Paul.