Capitulo dos

El Land-Rover, que Paul conducía de prisa, avanzaba por un camino verde. Los setos, de copioso follaje polvoriento, sobresalían del borde de la carretera y rozaban el vehículo al pasar.

—Espero que esté cómoda ahí delante, señora Greenfield —dijo James Tayper Pace—. Me temo que éste no es nuestro coche más cómodo.

—Estoy bien —dijo Dora.

Miró a su alrededor y vio que James sonreía, agazapado en la parte de atrás del Land-Rover, lo que le daba aspecto de ser enorme. No podía ver a Toby, que estaba justo detrás de ella. Aún se encontraba completamente aturdida por haber dejado el cuaderno de Paul en el tren. Y su sombrero italiano de paja. No se atrevía a mirar a Paul.

—Traté de traer el Hiaman Mix —dijo Paul—, pero su señoría aún no lo ha arreglado.

Se hizo el silencio.

—Por una vez, el tren ha sido puntual —dijo James—. Llegaremos a tiempo para las horas.

La carretera estaba en sombras, y el sol tardío acariciaba las grandes copas amarillo dorado de los olmos y dejaba el resto en una penumbra verde oscuro. Dora meneó la cabeza y trató de mirar el panorama. Lo contempló con el asombro del que vive habitualmente en la ciudad, a quien el campo le resulta siempre un poco irreal, demasiado exuberante, demasiado esculpido y demasiado verde. Pensó en el lejano Londres y en la suciedad y el ruido amistosos de King’s Road en una tarde de verano, cuando las puertas de los pubs se abren de par en par. Se estremeció y colocó los pies junto a ella en el asiento, para sentirse acompañada. Pronto tendría que enfrentarse con todos aquellos extraños, y después tendría que enfrentarse con Paul. Deseó que no llegaran nunca.

—Ya estamos llegando —dijo James—. Ahí tenemos el muro de la finca. Lo bordearemos durante una media milla hasta llegar a la puerta del jardín.

A la derecha del coche apareció un enorme muro de piedra. Dora desvió la mirada hacia la izquierda. El seto acababa allí, y vio al otro lado una rastrojera dorada que desembocaba en un bosquecillo plumoso. Detrás había una débil línea azul de colinas distantes. Tuvo la impresión de que era la última vez que vislumbraba el mundo exterior.

—Al dar la vuelta hay una bonita vista de la casa —dijo James—. ¿Ves bien desde donde estás, Toby?

—Muy bien, gracias —se oyó decir a Toby detrás de la cabeza de Dora.

El Land-Rover aminoró la marcha.

—Parece que las puertas están cerradas —dijo Paul—. Las dejé abiertas, pero alguien las ha cerrado diligentemente.

Detuvo el coche junto al muro, las ruedas hundidas en la hierba, y tocó la bocina dos veces. Dora vio dos inmensos pilares coronados por globos, y un poco más allá altas puertas de hierro en la pared.

—No toque la bocina —dijo James—. Toby abrirá las puertas.

—¡Claro! —dijo Toby, que revolvió todo en su afán por salir apresuradamente del coche.

Mientras se ocupaba de las verjas y sacaba la enorme clavija del agujero que había en el cemento, dos hojas de periódicos se elevaron del camino con el viento; una de ellas se le enredó entre las piernas, y la otra se encabritó y dio vueltas por la carretera.

Paul, que miraba severamente al frente, dijo sin volverse hacia Dora:

—Ojalá pudiésemos convencer al hermano Nicholas para que este lugar tuviera menos aspecto de tugurio.

James guardaba silencio. Toby regresó y saltó al interior. Paul hizo virar el coche en la carretera y lo colocó en ángulo recto con el camino. Al entrar, Dora vio que a la izquierda había una pequeña casa de los guardas, de piedra. La puerta estaba abierta y había otra hoja de periódico a punto de volar. Dentro, un perro se puso a ladrar. Le llamó la atención otro movimiento, se dio la vuelta y vio que había salido por la puerta un hombre corpulento, de pelo oscuro, largo y desordenado, y que miraba detrás del coche. También James se dio la vuelta. Paul dijo mientras miraba el espejo retrovisor:

—Vaya, vaya.

Dora volvió a la parte delantera y dejó escapar un grito sofocado de sorpresa. Ante ellos había una casa grande, a considerable distancia, al final de una avenida de árboles. La avenida estaba oscura, pero la casa se alzaba detrás de ella, con el sol poniente que lanzaba sus rayos oblicuos sobre la fachada. Era de un gris muy pálido, y con el cielo incoloro inundado de luz vespertina detrás tenía el brillo desvaído de un grabado. En el centro de la fachada se elevaba un alto frontón apoyado sobre cuatro pilares que rebasaba la línea del tejado. Encima se curvaba una cúpula de cobre verde. A la altura del primer piso los pilares acababan en una balaustrada, y desde allí descendían hasta el suelo formando una enorme curva dos escalinatas de piedra.

—Eso es Imber Court —dijo James—. Es muy bonito, ¿verdad? ¿Lo ves, Toby?

—Palatino —dijo Paul.

—Sí —dijo Dora. Era su primer intercambio de palabras desde la estación de ferrocarril.

—Ahí es donde vivimos —dijo James—. Nosotros justo enfrente, y ellos a la izquierda. El camino no llega a la misma casa, por supuesto. En medio se extiende el lago. Lo verán dentro de un momento. Por ahí pueden entrever el muro de la abadía. La abadía propiamente dicha está casi escondida entre árboles. Puede verse la torre desde la orilla del lago más cercana a nosotros, pero desde aquí no se ve nada, excepto en invierno.

Dora y Toby miraron hacia la izquierda y vieron en la distancia, entre troncos de árboles, un muro alto, como el que bordeaba la carretera. Mientras miraban, el coche giró a la derecha, siguiendo el camino, y apareció ante sus ojos una vista del lago.

—No sabía que la abadía estuviera tan cerca —dijo Toby—. ¡Ah, miren; el lago! ¿Se puede nadar?

—¡Se puede si a uno no le importa el barro! —dijo James—. Realmente, no ofrece mucha seguridad en algunas partes, debido a los hierbajos. Que te aconseje Michael; es el experto en lagos.

El Land-Rover avanzaba muy cerca del agua, que detrás de una zona pantanosa de espadañas era lisa y brillante y acrisolaba los últimos colores del día en un esmalte pálido. Dora observó que era un lago inmenso. Al mirar hacia atrás, en toda su longitud, vio confusamente lo que debía ser el muro de la abadía en el otro extremo. Desde allí, Imber Court quedaba oculto por los árboles. El lago se estrechaba en un punto y el coche empezó a retroceder para girar a la izquierda. Paul redujo la velocidad al mínimo y atravesó con cautela un puente de madera que tableteó bajo las ruedas.

—El lago se alimenta de tres pequeños ríos —dijo James— que desembocan en él en ese extremo. Por el otro lado sale otro río, aunque apenas puede llamársele así; en realidad, se filtra por entre el terreno pantanoso.

El Land-Rover tableteó muy despacio sobre un segundo puente. Dora miró hacia abajo y vio la corriente centelleante y cubierta de maleza entre las tablas del puente.

—Desde aquí no se ve el extremo opuesto del lago —dijo James—, porque da la vuelta hacia el otro lado de la casa. El lago tiene forma de L; desde aquí es una L al revés. La casa se encuentra en el ángulo de la L.

Atravesaron un tercer puente. El Land-Rover volvía a girar hacia la izquierda y Dora buscó la casa con la mirada. Se hizo visible inmediatamente; ante ellos se presentaba una vista lateral, un rectángulo de piedra gris con tres hileras de ventanas. Por debajo, y un poco apartado del camino, había un patio con caballerizas, rematado por una elegante torre con reloj.

—Y ahí está nuestra huerta —dijo James, señalando hacia la derecha.

Dora vio una extensión de parcelas de hortalizas e invernaderos. En la distancia se veía un parque con grandes árboles desperdigados. El aire resultaba pesado, oscuro. La lejana verdura estaba cargada con la luz final del día, ya descolorida y brumosa.

El Land-Rover entró en la grava y se quedó inmóvil. Habían llegado a la parte delantera de la casa. Dora, sofocada por el nerviosismo, sentía que la sangre le ardía en el rostro. Empezó a bajar del coche, rígida. James saltó por la parte trasera y fue a ayudarla. Sus zapatos de tacón alto hadan crujir la grava. Retrocedió y miró la casa.

Desde allí la veía menos gigantesca de lo que le había parecido en la distancia. Dora observó que los pilares corintios servían de soporte a un ancho pórtico sobre un balcón, detrás del que se veían, un poco apartadas, las habitaciones del primer piso. Las escalinatas gemelas descendían desde el balcón; cubrían parcialmente las dos alas laterales de la casa y volvían a curvarse hasta el suelo, no muy alejadas una de la otra, cerca del punto central de la fachada. Un león de piedra, sentado con aire de gato satisfecho, coronaba el final de cada barandilla de piedra, y entre ellas se veía una hilera de puertas de cristal, colocadas por una mano impía a finales del siglo XIX, que daban acceso a una habitación grande a nivel del suelo. Por encima de estas puertas, un aparatoso medallón de piedra contenía la leyenda Amor via mea. Un medallón semejante coronaba el alto portal situado encima del balcón, por encima del cual una banda de guirnaldas talladas llamaba la atención del observador hacia las flores de piedra bajo el techo del pórtico, que aún mantenían un destello vivo con los últimos reflejos del lago. Dora apartó la mirada de la casa y vio que el camino de grava en el que se encontraban era una terraza que acababa en una balaustrada, coronada con urnas, y un tramo de escalera, ancho y bajo, cuarteado y cubierto de maleza y musgo. Una suave pendiente de hierba bajaba hacia el lago, que estaba cerca de la parte delantera de la casa, y desde los peldaños un sendero toscamente segado y flanqueado por tejos precariamente inclinados llegaba hasta la orilla del agua.

—Es maravilloso —dijo Dora.

—No es un mal ejemplo en su estilo —dijo Paul.

Dora sabía por experiencia que no había nada que pusiera a Paul de buen humor con tanta rapidez como poder enseñarle algo. Paul contemplaba la casa con satisfacción, como si la hubiera construido él mismo.

—Un discípulo de Iñigo Jones —empezó a decir.

—Será mejor que nos movamos si queremos llegar a las horas —dijo James—. Lo siento.

Subió a toda prisa uno de los tramos de escalera. Los otros le siguieron.

James se detuvo, y les miró desde arriba.

—¿Les gustaría a los recién llegados venir con nosotros? —dijo.

—Sí, por favor —dijo Toby.

Parecía la respuesta adecuada.

Dora supuso que las horas debían ser un tipo de culto. Al menos esto retrasaría el momento en que tendría que presentarse ante toda aquella gente, y el momento, aún peor, en que se quedaría a solas con Paul. Asintió.

Paul no dijo nada; la siguió, silencioso y preocupado.

Dora ascendió la escalera, arrastrando la mano por la ancha y empinada barandilla de piedra. Estaba caliente por el sol. Se estremeció ligeramente al tocar la casa. Al cabo de un momento se encontró en el ancho balcón enlosado bajo el pórtico. El alto portal que había ante ella daba acceso a un amplio vestíbulo. El interior estaba bastante oscuro, porque aún no habían encendido las luces. Dora cruzó el umbral tras James y Toby, y recibió la impresión de una gran escalinata y de personas que caminaban apresuradamente por el vestíbulo y que salían por otra puerta situada en el extremo opuesto. Había un olor a rancio, como de pan viejo; el olor de una institución.

De entre las siluetas que se apresuraban de un lado a otro se separó una mujer que se acercó a ellos.

—Me alegro mucho de que hayan llegado a tiempo —dijo—. Bienvenidos a Imber, Toby y Dora. Como verán, aquí todos nos llamamos por nuestros nombres de pila. Tengo la sensación de que ya les conozco muy bien; ¡he oído hablar tanto de ustedes!

La mujer, a quien Dora podía ver a la oscura luz de la habitación, era una persona de mediana edad y complexión fuerte, con una cara redonda y juvenil llena de pecas y cubierta de un vello rubio que le daba aspecto de león simpático. Tenía unos agradables ojos azules, y el pelo muy largo y de un rubio descolorido, recogido con esmero en torno a la cabeza, en trenzas.

—Les presento a la señora de Mark —dijo James.

—¿Quiere retirarse? —le dijo la señora de Mark a Dora.

—No, gracias —dijo Dora.

En ese momento Dora vio, por encima del hombro de la señora de Mark, a una muchacha, que parecía muy hermosa, dirigirse a toda prisa hacia la puerta, detrás de otras personas. Era muy delgada y tenía una cara pálida y alicaída, párpados grandes y pesados, y una mata de pelo oscuro que llevaba recogido en un moño bajo. Unos mechones rebeldes se rizaban en forma de orla corta y desordenada sobre su alta frente. Se volvió ligeramente hacia Dora antes de cruzar la puerta y sonrió.

Dora experimentó inmediatamente una punzada de desagrado. Comprendió que había supuesto que, ya que tenía que decorar un escenario tan antipático, al menos sería la única chica guapa. Una mujer como la señora de Mark encajaba muy bien allí. Pero la persona que acababa de ver resultaba inquietante, como un presagio; casi amenazadora. Dora recordó que había olvidado devolverle la sonrisa, que apareció en sus labios uno o dos segundos después de que se hubiera marchado la muchacha.

—¿Entramos? —dijo la señora de Mark.

Ella se colocó a la cabeza del grupo y Dora la siguió, con Paul. Toby y James caminaban detrás. James se adelantó para sujetar la puerta abierta y entraron en un ancho pasillo. Paul tomó la mano de Dora, la apretó con fuerza, y siguió sujetándola. Dora no sabía a ciencia cierta si lo hacía con intención de asustarla o de darle confianza. Dejó la mano lacia, ofendida por el apretón, vencida por el abatimiento.

Al cabo de un momento entraban silenciosamente en una habitación grande y alargada en la que ya estaban encendidas las luces. Tres ventanas altas, sin cortinas y con la parte superior redondeada, situadas frente a la puerta, ofrecían una vista del parque, que se había oscurecido con la luz brumosa del crepúsculo en contraste con las brillantes luces desnudas del interior. Dora parpadeó. La habitación de altos techos estaba recubierta de complicados paneles. La pintura rosa y blanca se había decolorado hasta adquirir una palidez polvorienta, aún más pálida ahora debido al violento resplandor de la luz. Dora conjeturó que aquella habitación debió ser un gran salón, o quizá el comedor de gala de Imber Court, transformado ahora en capilla. La pared que se elevaba en el otro extremo, a la derecha, estaba completamente cubierta por una cortina de arpillera azul brillante, en cuyo centro había una cruz sencilla de roble color claro. Debajo, en un estrado, se alzaba un altar cubierto con un paño blanco de encaje, coronado por un crucifijo de latón. A un lado había un complicado atril de música de metal que servía como facistol. La habitación, en conjunto, carecía de muebles, salvo unas cuantas hileras de sillas de madera y varios cojines desperdigados. Ya había algunas personas arrodilladas, y un profundo silencio, que debido a la singularidad de la escena a Dora se le antojó ligeramente dramático, le hizo contener el aliento.

James Taylor Pace se santiguó y se arrodilló inmediatamente junto a la puerta. Toby se arrodilló a su lado.

—Les haremos un sitio en la parte de atrás —susurró la señora de Mark, y señaló a Paul y a Dora la última fila. Luego la señora de Mark se escabulló hacia el lugar que evidentemente era su sitio habitual, cerca de la primera fila. Se dirigieron a sus sitios, pisando con cuidado sobre las tablas del suelo desnudo. Volvió a hacerse el silencio.

Tras unos momentos de duda, Dora se arrodilló junto a Paul. En medio de la quietud, descubrió que su corazón latía con violencia. Se había liberado de la mano de Paul al pasar por la puerta, y tenía las manos apretadas con resolución delante de ella. Se resistía a la atmósfera de piedad; echó la cabeza hacia atrás y miró a su alrededor. Vio en el centro del techo una elevación en forma de linterna redonda, que debía ser el interior de la cúpula verde que había visto desde el camino. Dentro parecía pequeña. La mirada de Dora se paseó durante un rato por entre frisos de ovas y dardos y volutas rosas y guirnaldas de estuco, hasta que volvió a la sobria escena de abajo.

Arrodillado en la primera fila vio a un hombre con sotana negra, que debía de ser sacerdote, y cerca de él distinguió, con una desagradable sorpresa, un montón sentado e informe de tela negra, que debía de ser una monja. Detrás de ellos, en el mismo grupo que James y Toby, había tres o cuatro hombres. Se veía a la señora de Mark, arrodillada y muy erguida, la cabeza cubierta con un pañuelo de cuadros arrugado que había sacado al entrar por la puerta. La muchacha morena a quien Dora había vislumbrado en el vestíbulo estaba de rodillas, cerca del fondo, con el rostro entre las manos. Se había colocado en la cabeza un velo de encaje negro, bajo el que se asomaba el moño de pelo negro, que relucía a la brillante luz. No había más mujeres.

Alguien empezó a hablar, y Dora se sobresaltó sintiéndose culpable. Escuchó, pero sin entender lo que decían. El orador parecía ser el sacerdote de la primera fila. Tras escuchar un poco más, Dora comprendió que debía de ser latín. Estaba consternada y claramente sorprendida. Al perder la religiosidad, había mantenido sus prejuicios. De repente la envolvió un murmullo de voces y se inició un diálogo entre el sacerdote y los fieles. Dora se arriesgó a lanzar una rápida mirada de reojo a Paul. Estaba arrodillado, con los hombros rectos y las manos a la espalda, los ojos clavados al frente y ligeramente elevados hacia la cruz situada en el otro extremo de la habitación. Tenía el aspecto solemne y un tanto noble que adoptaba frecuentemente cuando pensaba en su trabajo, pero raramente cuando pensaba en su mujer. Dora se preguntó si su pensamiento estaría, por fortuna, puesto en asuntos más elevados, o si la escena religiosa habría efectuado algún cambio en sus sentimientos. Debía recordar preguntarle, cuando Paul estuviera de buen humor, si creía en Dios. Era absurdo no saberlo.

Dora observó de repente que la monja era bastante joven y tenía una cara ancha y rubicunda, y unos ojos penetrantes y atentos. Con el desapego hacia el entorno piadoso que saben mostrar mejor que nadie aquellos cuya profesión es la piedad, examinó a Dora con objetividad y seriedad durante unos momentos. Después se volvió y susurró algo por encima del hombro a la señora de Mark, que estaba arrodillada detrás de ella. La señora de Mark también se volvió y miró a Dora. Dora sintió que se ruborizaba alarmada. En esas miradas había una inevitabilidad fría y familiar. Con la resignación de quien nunca hace nada impunemente, Dora observó que la señora de Mark se levantaba y rodeaba las sillas andando de puntillas para inclinarse sobre su hombro. Dora giró sobre sí misma para tratar de oír lo que la señora de Mark le susurraba al oído.

—¿Cómo? —dijo Dora en un tono de voz más alto de lo que pretendía.

—Sor Ursula dice que si por favor le importaría cubrirse la cabeza. Aquí tenemos esa costumbre.

—¡No tengo nada! —dijo Dora, a punto de echarse a llorar, avergonzada y afligida.

—Puede servir un pañuelito —susurró la señora Mark, con una sonrisa de aliento.

Dora metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo pequeño y no demasiado limpio y se lo colocó en la coronilla. La señora de Mark se alejó de puntillas, y la monja volvió a mirar con satisfacción bonachona.

Dora clavó la mirada al frente y se sonrojó violentamente. La expresión de Paul había cambiado, pero Dora no se atrevió a mirarlo. Se agarró al respaldo de la silla que tenía delante. Seguían musitando en latín. Dora tomó conciencia de que la falda le estaba intolerablemente ceñida y de que en una de las medias se le extendía lentamente una carrera. Le dolían los pies, y de repente se dio cuenta de lo sumamente incómodo que resultaba arrodillarse con zapatos de tacón alto. Se puso a mirar distraídamente la habitación. No podía verla como una capilla. Era un salón pobre, abandonado y lastimoso, que albergaba un rito extraño, a medio camino entre lo siniestro y lo ridículo. Dora aspiró una profunda bocanada de aire y se puso de pie. Se quitó bruscamente el estúpido pañuelo de la cabeza, se dirigió quedamente hacia la puerta y salió.

Se encontró en un pasillo que le resultaba desconocido, pero después de atravesar varias puertas descubrió el camino que llevaba hacia el vestíbulo enlosado que se abría al balcón. Prestó atención por si oía ruidos de percusión, pero no oyó nada. El vestíbulo era espacioso, y estaba desprovisto de decoración: ni flores ni cuadros. Habían barrido el hogar, que tenía una chimenea de piedra tallada, y lo habían cubierto con un montón de piñas de abeto. Un tablón de anuncios de gamuza verde indicaba las horas de las comidas y de los servicios religiosos, y que tendría lugar en breve un recital de discos de Bach. Dora siguió caminando deprisa y salió al balcón por el alto portal.

Se apoyó en la balaustrada, entre los pilares, y miró el lago por encima de la terraza. El sol se había puesto, pero el cielo, a su derecha, por occidente, aún conservaba un resplandor naranja turbio y brillaban unos jirones de nubes, contra los que se dibujaba una línea de árboles oscuros y recortados sobre la claridad. También vio la silueta de una torre, que debía pertenecer a la abadía. Asimismo, el lago resplandecía ligeramente, oscurecido hasta casi la negrura, pero aquí y allá mantenía en su superficie una capa de luz casi fosforescente. Dora empezó a bajar los escalones.

Atravesó la terraza y descendió el tramo de escalones bajos que llevaban al sendero. Allí se detuvo, porque le dolían los pies; se quitó un zapato y se acarició el pie. Al liberar el pie del zapato sintió tanto alivio que se quitó el otro inmediatamente. El zapato cayó entre unas hierbas, junto a la escalera. Dora tiró su compañero detrás y echó a correr hacia el lago. Los escalones estaban secos y aún calientes por el sol. El sendero que se abría entre los tejos estaba cubierto de hierba segada, y ya estaba ligeramente húmedo de rocío.

A la orilla del agua, rodeado de juncos, había un pequeño embarcadero de madera y un bote de remos. El bote tenía el aspecto obsequioso y tentador de todos los botes de remos. En su interior había un solo remo. A Dora le encantaban los botes, aunque le ponían nerviosa, ya que no sabía nadar. Resistió la tentación de subirse al bote y deslizarse por el cristal negro del lago. En su lugar, caminó un poco por la ribera, por entre la hierba crecida que se adhería pegajosamente al borde de su falda. El suelo se hacía más húmedo y pantanoso. El lago torcía bruscamente hacia la derecha, y Dora vio confusamente que había un brazo de agua al otro lado de la casa, que la separaba de la abadía. Se quedó mirando la oscuridad del otro lado del agua, y pensó que aquél era el primer momento de tranquilidad en todo el día. Se quedó así un rato, escuchando el silencio.

De repente se oyó con claridad el tañido penetrante de una campanilla en la orilla opuesta. Sonó durante casi un minuto, agitada con vigorosa insistencia. Después volvió a hacerse el silencio absoluto. Daba la impresión de que quien tocaba la campana debía estar fuera, al borde del lago; tal fue la claridad con que llegó a los oídos de Dora el sonido fuerte y perentorio. Se dio la vuelta y echó a correr rápidamente hacia el sendero bordeado de tejos. La campana la había asustado. Subió la pendiente a toda prisa, jadeante, y al poner el pie en el primer escalón se acordó de los zapatos. Se puso a buscarlos entre las altas hierbas que crecían junto al tramo de escaleras. Los malditos zapatos no se veían por ninguna parte. Elevó la mirada hacia la casa, que se erguía confusamente sobre ella en el cielo nocturno. Volvió a detenerse y buscó a tientas, desesperada, por la hierba. Estaba demasiado oscuro para ver nada. Se encendió una luz en la casa, cerca del balcón. Dora abandonó la búsqueda y se puso a caminar pesadamente por la terraza. Las piedras le hacían daño en los pies.

La habitación en que se había encendido la luz daba al balcón, por la derecha, a través de dos grandes puertas dobles de cristal que, al parecer, alguien había colocado recientemente; sin duda, el mismo bárbaro que había hecho de las suyas en la parte de abajo. Dora vio que había mucha gente reunida en la habitación iluminada. No se atrevió a titubear; se precipitó hacia el interior protegiéndose los ojos con las manos.

Alguien la agarró del brazo y la llevó al centro de la habitación. Era la señora de Mark, que dijo:

—Pobre Dora. Lamento que la hayamos asustado. Espero que no se haya perdido en el jardín.

—No, pero he perdido los zapatos —dijo Dora.

Tenía los pies muy fríos y húmedos. Avanzó instintivamente y se sentó en el borde de la mesa. La gente se apiñó a su alrededor.

—¿Has perdido los zapatos? —dijo Paul en tono de desaprobación. Se acercó y se quedó de pie frente a ella.

—Me los quité al borde de los escalones de piedra, los que bajan por el sendero —dijo Dora—, y después no he podido encontrarlos.

La sencillez de la explicación le proporcionó un extraño consuelo.

James Tayper Pace avanzó unos pasos y dijo:

—¡Organicemos un grupo de búsqueda! Estará formado por Toby y yo, porque ya conocemos a la señora de Greenfield. Que se repartan linternas. Entretanto, la señora de Mark hará las presentaciones.

—Yo también voy —dijo Paul.

Dora sabía que Paul siempre estaba seguro de encontrar cualquier cosa que ella hubiera perdido. Esperaba que fuera Paul quien encontrara sus zapatos y no cualquiera de los otros. Eso le haría sentirse de mejor humor.

Balanceando las piernas húmedas y frías envueltas en las medias desgarradas y manchadas de barro, Dora clavó la mirada en el único rostro familiar que quedaba, el de la señora de Mark. Ante ella había muchas personas que la contemplaban con fijeza. No se atrevía a mirarlas; pero era todo tan espantoso que casi no le importaba lo que vieran o pensaran.

—Tiene que conocer a nuestro pequeño grupo —dijo la señora de Mark—. Ya nos han presentado a Toby.

Dora siguió mirando a la señora de Marck. Observó que su rostro rosado, sin maquillaje, se las ingeniaba para ser brillante y velloso a la vez, y que su pelo rubio debía ser extraordinariamente largo cuando no lo llevara trenzado. La señora de Mark vestía una blusa azul con el cuello desabrochado y una falda de algodón marrón. Las piernas eran velludas, y calzaba zapatillas de lona.

—Le presento a Peter Topglass —dijo la señora de Mark.

Ante Dora se inclinó un hombre alto, un poco calvo y con gafas.

—Y ahora le presento a Michael Meade, nuestro dirigente.

Un hombre de nariz larga, con el pelo de color castaño claro y ojos azules demasiado juntos le dirigió una sonrisa cansada y tensa.

—Mark Strafford, con su barba.

Un hombre de grandes dimensiones, con cabellera poblada y barba pelirroja y una expresión ligeramente sarcástica se acercó a Dora e inclinó la cabeza. Despedía un fuerte olor a desinfectante.

—Soy el señor de la señora Mark; no sé si me explico —dijo Mark Strafford.

—Y éste es Patchway, nuestra piedra angular en la huerta.

Un hombre de aspecto sucio, con un sombrero decrépito, que no parecía formar parte del grupo ni importarle que así fuera, miró taciturno a Dora.

—Le presento al padre Bob Joyce, nuestro padre confesor.

El sacerdote vestido con sotana, que acababa de entrar en la habitación, se precipitó a estrechar la mano de Dora. Tenía una expresión bonachona, radiante de convicción. Sonrió, lo que dejó al descubierto una boca oscura llena de muelas empastadas, y después dirigió a Dora una mirada penetrante que le hizo sentirse muy incómoda.

—Le presento a sor Úrsula, la hermana externa, que es nuestro oficial de enlace con la abadía.

Sor Ursula sonrió a Dora. Tenía las cejas oscuras, altas y arqueadas, y una expresión autoritaria. Dora pensó que nunca podría perdonarla por el incidente del pañuelo.

—Nos alegramos mucho de tenerla entre nosotros —dijo sor Ursula—. La hemos recordado en nuestras oraciones.

Dora se sonrojó, con una mezcla de indignación y vergüenza. Logró sonreír.

—Y ahora —dijo la señora de Mark—, le presento a Catherine Fawley, nuestra pequeña santa, a quien estoy segura que querrá tanto como todos nosotros.

Dora volvió a mirar a la muchacha de rostro alargado, que era bastante hermosa.

—Hola —dijo Dora.

—Hola —dijo Catherine Fawley.

Después de todo, quizá no sea tan hermosa, pensó Dora con alivio. En su cara había una expresión de timidez e introversión que le impedía resultar deslumbrante. Su sonrisa era cálida, pero un tanto reservada. Sus grandes ojos fríos, de un color gris mar, no sostuvieron la mirada fija de Dora. A Dora le pareció sin saber por qué, un poco amenazadora.

—¿Quiere tomar un huevo cocido o alguna cosa? —dijo la señora de Mark—. Normalmente, tomamos una merienda-cena a las seis, y después de las horas sólo leche y galletas.

Señaló un trinchero en el que había tazones y una lata grande de galletas, en la que hurgaba Peter Topglass.

El grupo que rodeaba a Dora se había deshecho. Vio a Michael Meade, en conversación con Mark Strafford, lanzando una sonrisa nerviosa que mostraba sus dientes irregulares, mientras movía sus largas manos amaneradamente.

—Ya no más Petit Beurre —decía reflexivamente Peter Topglass para sí al fondo de la habitación.

—No, gracias, no quiero huevo —dijo Dora—. Comí algo en el tren.

—Entonces, ¿un poco de leche?

—No, gracias. No quiero nada —dijo Dora.

Pensó en las botellas de whisky, ya debían estar en el sur de Gales.

James Tayper Pace cruzó la puerta como una exhalación, gritando:

—¡Eureka! ¡Toby ha sido el afortunado!

Toby Gashe le seguía, con los zapatos de Dora en la mano, sujetos por el tacón. Al acercarse a Dora bajó los ojos, y sus mejillas rojo oscuro se sonrojaron un poco más. Le ofreció la coronilla de su oscura cabeza al darle los zapatos con una pequeña reverencia azorada.

—¡Oh, Toby, muchísimas gracias! —dijo Dora.

Entró Paul, con la cara llena de arrugas por la irritación.

—Buena búsqueda, queridos James y Toby —dijo el padre Bob Joyce—. Hay mayor regocijo por lo que se perdió y se encuentra que por lo que nunca se extravió.

—Y ahora —dijo James—, como se han encontrado los zapatos de la señora de Greenfield, todos podemos irnos a dormir.