Capítulo uno

Dora Greenfield dejó a su marido porque le tenía miedo. A los seis meses decidió volver con él por la misma razón. La ausencia de Paul empezó a convertirse en un tormento mayor; la perseguía con cartas y llamadas telefónicas y pisadas imaginarias en las escaleras. A Dora le invadía un sentimiento de culpabilidad, y con la culpabilidad se presentó el temor. Finalmente, decidió que era preferible la persecución de su presencia a la persecución de su ausencia.

Dora era aún muy joven, aunque tenía la vaga sensación de encontrarse en plena decadencia. Procedía de una familia de clase media baja londinense. Su padre había muerto cuando ella contaba nueve años, y su madre, con la que nunca se había llevado muy bien, había vuelto a casarse. Cuando Dora tenía dieciocho años ingresó en la Escuela de Bellas Artes Slade, con una beca, y llevaba allí dos años cuando conoció a Paul. A Dora le iba bien el papel de estudiante de Bellas Artes. En realidad, era el único papel que era capaz de desempeñar con entusiasmo. En el colegio, era una niña fea y desdichada. De adolescente era gordita y muy mona, y disponía de un poco de dinero para sus gastos, que empleaba en comprarse faldas amplias y multicolores, discos de jazz y sandalias. En aquella época, que ahora le parecía increíblemente remota, aunque sólo habían pasado tres años, había sido feliz. Dora, que había descubierto recientemente que tenía un don natural para la felicidad, se sintió aún más consternada al comprender que no era feliz ni con su marido ni sin él.

Paul Greenfield, trece años mayor que su mujer, era historiador de arte relacionado con el Courtauld Institute. Descendía de una antigua familia de banqueros alemanes y tenía medios propios. Había nacido en Inglaterra y estudiado en un internado privado, y prefería no recordar la distinción de sus antepasados. Aunque su capital nunca estaba inactivo, no hablaba de acciones ni beneficios. Conoció a Dora con ocasión de una conferencia que dio sobre talla medieval en madera en la Slade.

Dora aceptó su propuesta de matrimonio sin dudarlo, y por muchas razones. Se casó con él por su buen gusto y por su piso de Knightsbridge. Se casó con él por cierta integridad y nobleza de carácter que veía en su persona. Se casó con él porque era maravillosamente más adulto que sus flacos y neuróticos amigos estudiantes. Se casó con él un poco por su dinero. Le admiraba, y sus atenciones para con ella le resultaban sumamente halagadoras. Mediante lo que su madre (que se moría de envidia) llamaba un «buen matrimonio», Dora esperaba entrar en la buena sociedad y aprender a comportarse; aunque esto último fue algo que no se propuso con claridad en aquel momento. Y, finalmente, se casó por la intensidad demoníaca del deseo de Paul hacia ella. Era un pretendiente apasionado y poético, y un cierto exotismo que había en su persona impresionó la imaginación de Dora, hambrienta debido a su escasa educación e insatisfecha entre las diversiones un tanto infantiles y provincianas de su vida de estudiante. Dora, aunque no era suficientemente reflexiva como para sentir un fuerte complejo de inferioridad, nunca se había tenido en mucha estima. Le asombró que Paul se fijara en ella, y pasó rápidamente del asombro al exuberante placer de poder deleitar con tanta facilidad a una persona tan sutil y cultivada. Nunca dudó que estuviese enamorada.

Una vez casada e instalada en el piso de Knightsbridge, en medio de la colección, única en su género, de marfiles medievales que poseía Paul, Dora emprendió la tarea de ser feliz, al principio con éxito. Pero con el paso del tiempo descubrió que ser la mujer de Paul no era tan fácil como había pensado. Le había atraído la imagen de una Dora cultivada, pero al cabo de un año de ser la señora de Greenfield ya encontraba su ideal demasiado difícil e incluso empezó a desagradarle. Paul había supuesto que Dora desearía abandonar sus estudios de Bellas Artes, y ella los abandonó con cierto pesar. Pero, como era perezosa y, además, había dado escasas muestras de talento, también sintió alivio al dejarlos. Paul, cuyo ritmo de trabajo se había alterado con el noviazgo, una vez casado y seguro reanudó sus estudios con la firmeza que Dora tanto admiraba. Dora se encontró con mucho tiempo libre durante las largas horas que Paul pasaba en el Courtauld o en el Museo Británico. Se empeñaba en mantener meticulosamente limpio el piso, en el que no se atrevía a mover ningún objeto. Preparaba con mucha antelación los menús de las cenas para los amigos de Paul; en tales ocasiones, por lo general, era Paul quien cocinaba. Dora disfrutaba con estas cosas, pero tenía la sensación de que no era realmente eso lo que quería hacer. La eufórica confianza que en un principio le había proporcionado el amor de Paul empezó a disminuir. Le parecía que Paul la incitaba a madurar, pero que no le dejaba espacio para hacerlo. Quería enseñarlo todo él mismo, pero carecía del tiempo y la paciencia necesarios. A pesar de ser una lectora voraz de revistas femeninas y aficionada infatigable a combinar diferentes «accesorios», ya no sabía ni cómo vestirse. Abandonó las faldas grandes y las sandalias. Pero después de provocar la irritación de Paul con diversos errores, adquirió uno o dos trajes caros y sensatos, que a ella le parecían sumamente sosos, y después dejó de comprarse ropa por completo. Tampoco era capaz de gastar fácilmente el dinero en otra cosa, debido a una incertidumbre obsesiva sobre su buen gusto. Empezó a sospechar que Paul la consideraba un poquito vulgar.

Le gustaban los amigos de Paul, aunque le asustaban. Eran todos muy inteligentes y mucho mayores que ella, y tenían esposas igualmente inteligentes que aún la asustaban más. La trataban con una condescendencia protectora y burlona. Descubrió que uno o dos tenían la idea de que había sido bailarina de ballet, lo que le parecía muy significativo. La invitaban con Paul a sus casas, pero nunca llegó a conocerlos bien. En una ocasión en que uno de estos amigos, un violinista, se tomó un interés más personal por Dora, que quedó encantada con él porque le hacía preguntas sobre su niñez, Paul se puso muy celoso y desagradable y no volvieron a verle. Antes de casarse, Paul había advertido a Dora que era muy probable que discutieran; pero había añadido que cuando se está realmente enamorada, pelearse supone la mitad de la diversión de estar casados. Las peleas, que empezaron muy pronto, no le proporcionaban a Dora ningún placer. La dejaban exhausta y humillada.

Dora empezó a ver con más frecuencia a sus antiguos amigos, especialmente a Sally, una chica un poco más joven que ella, que aún estaba en la Slade. Comenzó a tener la sensación, a medio camino entre la disculpa y la insolencia, de que todavía era muy joven. Antes le encantaba que los estudiantes de Bellas Artes llamaran «señor» a Paul; ahora le resultaba molesto. Sally le pidió que formara parte de un grupo que iba a ir al baile de la Slade. Paul detestaba los bailes. Tras algunas súplicas, fue sola y regresó a casa a las seis de la mañana. Dora era incapaz de darse cuenta exacta del paso del tiempo o de cualquier otra cosa. Paul la recibió con una escena cuya violencia la dejó aterrorizada. A partir de ese momento empezó a tenerle miedo. Pero no le juzgaba. Una cierta incapacidad suya para «situar» a los demás sustituía en este caso al sentido moral. Aprendió a engatusar a Paul o a aguantarle calladamente, protegiéndose, y aunque carecía ostensiblemente del conocimiento de sí misma, ante aquella amenazadora personalidad Dora fue tomando mayor conciencia de su propio ser.

Paul quería hijos, o al menos un hijo, del modo tajante y posesivo con que quería todas las cosas que incorporaba a su vida. La idea de la familia era muy fuerte en él, y conservaba una nostalgia ancestral por la dignidad y el ceremonial del parentesco. Suspiraba por un hijo, un pequeño Paul a quien enseñar y estimular, y con quien poder finalmente conversar como un igual e incluso consultar como inteligencia rival. A Dora le asustaba la idea de tener hijos. No se sentía en absoluto preparada para ello; pero era característico de la paralización que afectaba a su trato con Paul que no hiciera nada por evitar quedarse embarazada. De haber sido capaz de examinar su suerte con mayor desapasionamiento, quizá hubiera comprendido que un hijo le proporcionaría una independencia y una posición en el entourage de Paul de las que ahora carecía lamentablemente. En su mano estaba convertirse en una madre juiciosa y diligente a quien incluso Paul respetaría. Como esposa-niña, le irritaba continuamente con aquella vitalidad que le había movido a casarse con ella. La maternidad, sin duda, la hubiera investido con una significación más impersonal procedente del pasado. Pero Dora no tenía ningún apego a semejantes dignidades genealógicas, y no era propio de su carácter comprometerse deliberadamente de esa forma. A pesar de encontrarse bajo el dominio de Paul, dependía, como un ser que no protesta, pero que es significativamente móvil, del conocimiento de su capacidad inmediata para desaparecer de repente. Tener que abandonar esta prontitud animal al convertirse en dos personas era una perspectiva que Dora no podía afrontar. No la afrontaba. Aunque la expresión «hay que afrontarlo», adquirida en sus días de estudiante, se asomaba frecuentemente a sus labios, para consternación de Paul y sus amigos, de hecho no era capaz, por el momento, de enfrentarse a su situación en absoluto.

Que Paul era un hombre violento lo había visto Dora con claridad desde el principio. En realidad era una de las cosas que le habían atraído de él. Poseía una especie de autoridad viril que los chicos de la edad de Dora no podrían tener nunca. No era exactamente guapo, pero tenía un aspecto fuerte, con un pelo seco y casi negro y un bigote oscuro, caído, que a Dora se le antojaba meridional. La nariz era demasiado grande, y la boca tenía tendencia a adoptar una expresión de dureza; pero los ojos, muy claros y como de serpiente, habían hecho ver en él algo tenso y un poco implacable, especialmente cuando le tenía a sus pies. Había disfrutado de su papel de amante burlona, aunque complaciente; y Paul la había hecho gozar del descubrimiento de una sexualidad sofisticada y de una pasión feroz que tornaban insípidos a los amantes de su época de estudiante. Pero ahora empezaba a ver su poder como algo distinto. Se sentía cuando menos molesta por los gestos violentos y rapaces con que Paul destruía los ritmos de su propia entrega. Algo dulce y alegre había escapado de su vida.

Al cabo de cierto tiempo Dora dejó de contarle a Paul todo lo que hacía durante el día. Veía a amigos que sabía que a él no le gustaban. Entre ellos estaba Noel Spens, un joven periodista, que de hecho era conocido de Paul, y cuyas acertadas burlas dirigidas a su marido Dora recibía con protestas vehementes, a sabiendas de que aliviaban su corazón. Dora no aprobaba su propio comportamiento, pero la tentación de escapar de la casa de Paul, elegante e intocable, para ir de copas con Noel o Sally era sencillamente demasiado fuerte. Dora bebía cada vez más y se divertía. Como era demasiado descuidada para mentir con éxito, Paul empezó a sospechar muy pronto. Le tendía trampas en las que Dora caía, y venían las discusiones. Seriamente contrariado, Paul oscilaba entre la brutalidad y el sentimentalismo, de un modo que a Dora le asustaba y le asqueaba. Se sentía avergonzada de su comportamiento voluble y prometía enmendarse. Pero ahora su gusto por las personas con las que, según pensaba, podía ser ella misma, era demasiado fuerte. Incapaz de acciones consecuentes y calculadas, pasaba de una táctica a otra sinceramente y pidiendo disculpas, y volvía a empezar.

Veía cada vez con mayor frecuencia a Noel Spens y a su círculo de amigos, buenos bebedores y simpáticos. Empezó a desarrollar cierta sofisticación, de forma muy diferente a la que se había propuesto anteriormente. En casa, Paul la criticaba severamente con reproches que ella sabía justos. Trató de explicarle por qué no era feliz, pero era incoherente y Paul se desesperaba. Él sabía exactamente lo que quería. Le decía: «Yo quiero trabajar y estar casado contigo. Quiero llenar tu vida como tú llenas la mía». Se sentía intimidada por su resolución y humillada por su negativa a comprender sus propias quejas. Como no estaba acostumbrada a juzgar a los demás ni analizarlos, no podía ni satisfacer a Paul ni defenderse. Finalmente, obedeciendo a la idea de fatalidad que en ella hacía las veces de sentido moral, le dejó.

Al principio se fue con su madre, con la que muy pronto se peleó. Cuando Paul se convenció de que realmente se había marchado, le envió una carta meticulosa y muy de su estilo:

«Comprenderás que no tengo ninguna obligación legal, pero he tomado las medidas necesarias para que recibas cuarenta libras mensuales en tu cuenta bancaria hasta el momento en que recuperes la cordura y regreses conmigo. No quiero que vivas en la pobreza. Por otra parte, no puedes esperar que te mantenga con todo tipo de lujos en un estado de embrutecimiento y corrupción moral y, sin duda, dentro de poco, en el adulterio. Tienes suerte en saber que mi amor por ti no ha cambiado».

Dora decidió rechazar el dinero, pero lo aceptó. Se mudó a una habitación de Chelsea. No tardó mucho en empezar a tener un enredo amoroso con Noel Spens. Al escapar de Knightsbridge y de la rutina de las riñas vespertinas con Paul, Dora se sintió profundamente aliviada. Pero pronto comprendió que no tenía otra vida a la que escapar. Se hizo vagamente dependiente de Noel Spens, que resultó ser una persona dulce y considerada. Noel le dijo: «Cariño, vente a vivir conmigo y sé mi amante, a condición de que tengas siempre presente que soy el hombre más frívolo del mundo». Dora sabía que lo decía sólo para calmarle los nervios, pero, de todas formas, se lo agradecía, y se serenaba. Vivía en una atmósfera de frivolidad ficticia y consciente; imaginaba vivir una bohemia irresponsable. Trataba de no recordar que había hecho un profundo daño a Paul. La memoria era algo que Dora no utilizaba mucho. Pero era una persona demasiado convencional para no sentirse dolorosamente culpable y avergonzada de su situación. Luchaba por recobrar la alegría. Empezó a tener miedo de que Paul se presentara y se la llevara con él a la fuerza o de que hiciera una escena con Noel. De hecho, Paul no la perseguía, pero le escribía cartas de reproche todas las semanas. En estas cartas, ella percibía con cierta desesperación la demoníaca energía de la voluntad de Paul, a la cual Dora siempre se doblegaba. Sabía que nunca renunciaría a ella. Pasó el verano bebiendo y bailando y haciendo el amor y gastando la pensión de Paul en faldas multicolores, discos de jazz y sandalias. A principios de septiembre decidió volver con él.

Paul se encontraba en el campo desde julio. Le había dicho a Dora en una de sus cartas, a las que ella nunca contestaba, que estaba trabajando en unos manuscritos del siglo XIV de enorme interés, que pertenecían a un convento anglicano de Gloucestershire. Era huésped de una comunidad religiosa laica que vivía junto al convento. El lugar era maravilloso. Dora, que, aunque conmovida por su fidelidad, se limitaba a echar una rápida ojeada a sus cartas para comprobar si contenían amenazas y las rompía inmediatamente para no tener que ver más la letra de Paul, había sacado muy pocas conclusiones sobre el lugar en que éste se encontraba; apenas el nombre. El convento se llamaba abadía de Imber, y la casa en la que Paul se alojaba, Imber Court. De modo que allí fue donde dirigió Dora su laboriosa carta, a medio camino entre el arrepentimiento y la queja, para anunciar que se proponía regresar con su marido.

Recibió a vuelta de correo una nota de Paul, fría y objetiva, en la que decía que la esperaría el martes; debía tomar el tren de las 4.56 en la estación de Paddington, y la iría a buscar en coche a Pendelcote. Le enviaba la llave del piso, por si acaso ella había perdido la suya, y le pedía por favor que le llevase su sombrero italiano de paja y las gafas de sol, y también el cuaderno azul que encontraría en el cajón superior de su mesa. Dora, a quien había conmovido su propia carta, tuvo la sensación de que no se celebraba la ocasión como merecía. Esperaba que Paul hubiese ido corriendo a recibirla a Londres. No esperaba que la emplazara de una forma tan seca en el campo. También le asustó la idea de volver a ver a Paul en un entorno tan extraño. ¿Qué era, además, una comunidad religiosa laica? La ignorancia de Dora acerca de la religión, como sobre la mayoría de las cosas, era extraordinaria. En realidad, nunca había sabido distinguir entre religión y superstición, y había abandonado la práctica religiosa al descubrir que podía rezar el Padrenuestro de prisa, pero no despacio. Había perdido la poca fe que tenía sin ninguna pena y no había vuelto a tener ocasión de reconsiderar el asunto. Se preguntaba si Paul tomaría parte en la vida religiosa de aquel lugar. Se habían casado con toda magnificencia, aunque entre ciertas miradas irónicas de los amigos de Paul, por la Iglesia. Porque Paul había seguido a su padre y a su abuelo en su deseo de inglesarse lo más posible en lo referente a asuntos de religión y de clase. Dora tardó cierto tiempo en comprenderlo, y cuando lo consiguió, aquello contribuyó a aumentar la irrealidad de su relación con Paul. Además, el desdén de Paul como cristiano era aún más insoportable que su desdén como savant, puesto que para la pobre Dora esa característica de su persona era aún más impenetrable. ¿Creía Paul en Dios? Dora no lo sabía. Tan pronto como sus pensamientos evocaron la realidad de Paul y su imaginación empezó a jugar, al fin, con el hecho de que Paul había seguido existiendo durante aquel extraño intervalo de tiempo y que había continuado su vida, pensando en ella y juzgándola, el alma se le cayó a los pies. Decidió no ir.

Volvió a adoptar la primera resolución tras varias discusiones con Sally, a quien no le gustaba Noel, y que, según sospechaba Dora, siempre había estado enamorada de Paul, y con Noel, que estaba muy preocupado por el estado de ánimo de Dora y por lo que debía hacerse con ella. Dora cogió los encargos de la casa de Knightsbridge; el corazón le latía con fuerza al abrir la puerta y ver el escenario familiar y acusador, florido e inalterado, salvo por el polvo y el olor de la ausencia. Recogió al mismo tiempo algunas ropas suyas. Su huida había sido, si no completamente impremeditada, sí un tanto desorganizada. Al llegar el martes, el temor de volver a ver a Paul venció al resto de sus emociones. Lloró en el coche de Noel durante todo el camino hasta la estación de Paddington.

Hacía un calor implacable aquel día. Llegaron antes de la hora, pero el tren ya estaba en el andén, y muy lleno. Noel le encontró un asiento en un rincón del lado del pasillo, subió su gran maleta a la red, y colocó encima la bolsa de papel que contenía el sombrero de paja italiano de Paul. Dora dejó caer su bolsa de lona en el asiento y salió al andén con Noel. Se miraron.

—No te quedes —dijo Dora.

—Te castañetean los dientes —dijo Noel—. Al menos, eso parece.

Nunca había presenciado este fenómeno.

—¡Cállate! —dijo Dora.

—Anímate, cariño —dijo Noel—. Eres la viva imagen de la tristeza. Al fin y al cabo, si no te gusta, puedes marcharte. Eres un ser libre.

—¿Ah, sí? —dijo Dora—. De acuerdo, de acuerdo. Tengo un pañuelo. Por favor, márchate.

Se quedaron cogidos de la mano.

Noel era un hombre muy alto, con una cara pálida y tersa y el pelo desvaído, sin color. Con su mirada de amabilidad suave, dulce y torpe, parecía un enorme oso de peluche. Sonrió a Dora, en un deseo de mostrarse comprensivo sin mimarla.

—Escribirás al tío Noel, ¿verdad?

—Si puedo —dijo Dora.

—Vamos, vamos —dijo Noel—. No seas trágica. Por encima de todo, no consientas que esa gente te haga sentirte culpable. De eso nunca sale nada bueno.

Colocó sus manos bajo los codos de Dora y la levantó del suelo durante unos momentos. Se besaron.

—¡Dale recuerdos a Paul!

—Vete al diablo. Adiós.

Dora subió al tren, que ya se encontraba completamente lleno y con la gente sentada. Antes de tomar asiento se examinó rápidamente en el espejo. A pesar de todas sus espantosas experiencias tenía buen aspecto. Su cara era redonda y bien formada, y tenía una boca grande a la que le gustaba sonreír. Sus ojos eran de un azul pizarra, alargados y grandes. El arte había oscurecido, pero no adelgazado sus vigorosas cejas triangulares. El pelo era castaño dorado, y le colgaba en largas crenchas lisas a los lados de la cabeza, como helechos que cuelgan de una roca. Resultaba atractiva. Su figura no era, ni mucho menos, lo que había sido.

Se volvió hacia su asiento. Una señora mayor de grandes proporciones se movió un poco para hacer sitio. Dora se deslizó con dificultad; se sentía gorda y acalorada con el elegante y anodino conjunto de falda y chaqueta que no llevaba desde la primavera. Detestaba la sensación de tener a otro ser humano apretujado contra ella. La falda era muy estrecha. También los zapatos de tacón alto eran muy estrechos. Sentía su propia transpiración, y empezó a oler la de los otros. Hacía un calor de mil demonios. A pesar de todo, pensó, era muy afortunada por tener un asiento, y observó con cierta satisfacción que el pasillo se llenaba de personas que no lo tenían. Otra señora mayor se abría paso entre la multitud; llegó a la puerta del vagón de Dora y se dirigió a su vecina de asiento.

—Ah, estás ahí; pensé que estabas más cerca de la entrada.

Se miraron con aire abatido; la señora que iba de pie se apoyó en una esquina de la puerta, con los pies aprisionados entre un montón de maletas. Iniciaron una conversación sobre el tren, que nunca habían visto tan lleno.

Dora dejó de escuchar porque se le ocurrió una idea terrible. Debía ceder su asiento. Rechazó la idea, pero ésta volvió a presentarse. No había duda. La señora mayor que estaba de pie parecía realmente frágil, y lo correcto era que Dora, que era joven y saludable, le cediera su asiento, y así la señora podría sentarse junto a su amiga. Dora sintió que la sangre se le subía a la cara. Se quedó sentada, inmóvil, y se puso a considerar el asunto. No tenía sentido apresurarse. Naturalmente, cabía la posibilidad de que, a pesar de admitir abiertamente que debía ceder su asiento, no lo hiciese, sencillamente por puro egoísmo. En cierto modo, esto supondría una situación mejor que si no se le hubiese ocurrido hacerlo. Al otro lado de la señora que estaba junto a ella había un hombre sentado. Leía el periódico y, al parecer, no pensaba en su obligación. Quizá si Dora esperaba, al hombre se le ocurriría ceder su sitio a la otra señora. Parecía poco probable. Dora examinó a los otros ocupantes del vagón. Ninguno parecía incómodo en absoluto. Sus caras, si no estaban ya enterradas en libros, reflejaban el regocijo egoísta que probablemente era su propia expresión unos momentos antes, mientras contemplaba a la multitud del pasillo. El asunto presentaba otro aspecto. Dora se había tomado la molestia de llegar pronto, y sin duda este hecho merecía una recompensa. Aunque quizá las dos señoras hubiesen llegado lo más pronto que pudieron. No había forma de saberlo. Pero, en cualquier caso, era una cuestión de justicia elemental que los que hubieran llegado los primeros ocuparan los asientos. La anciana estaría perfectamente en el pasillo. Además, el pasillo estaba lleno de ancianas, y nadie parecía preocuparse; ¡y menos que nadie las propias ancianas! A Dora no le gustaban los sacrificios sin objeto. Estaba cansada, tras sus recientes emociones, y merecía descansar. Además, no convenía que llegara agotada a su destino. Consideraba su estado de angustia como algo completamente neurótico. Decidió no ceder su asiento.

Se levantó y le dijo a la señora que estaba de pie:

—Siéntese aquí, por favor. Yo no voy muy lejos, y, además, prefiero ir de pie.

—¡Es usted muy amable! —dijo la señora que iba de pie—. Así podré sentarme junto a mi amiga. Tengo un asiento un poco más allá. ¿Quiere que intercambiemos los sitios? Permítame que le ayude a trasladar su equipaje.

Dora estaba radiante de placer. ¿Acaso había algo más agradable que la recompensa inesperada por una buena acción?

Empezó a abrirse paso con dificultad por el pasillo, con la maleta grande, en tanto que la señora mayor la seguía con la bolsa de lona y el sombrero de Paul. Era difícil avanzar, y el sombrero de Paul no ayudaba mucho. El tren empezó a moverse.

Cuando llegaron al otro vagón, resultó que la anciana tenía un asiento en un extremo, junto a la ventanilla. Dora rebosaba de felicidad. Se marchó la anciana, que llevaba muy poco equipaje, y Dora pudo instalarse inmediatamente.

—Permítame que la ayude —dijo un hombre alto y tostado por el sol que estaba sentado enfrente.

Izó la maleta grande, la colocó en la red, y Dora tiró encima el sombrero de Paul. El hombre le dirigió una sonrisa amistosa. Se sentaron. Todos los que iban en ese compartimiento eran más delgados.

Dora cerró los ojos y recordó sus temores. Volvía a situarse de forma deliberada bajo el poder de una persona cuya concepción de la vida de Dora excluía o condenaba sus necesidades más profundas, y que tenía buenas razones para juzgar que era mala. Eso es el matrimonio, pensó Dora; estar incluido en las ambiciones de otro. Nunca se le había ocurrido que ella ejerciese alguna influencia sobre Paul. Su matrimonio con él era un hecho, uno de los pocos hechos seguros que permanecían en su desordenada existencia. Sintió que iba a llorar y trató de pensar en otra cosa.

El tren rodaba estruendosamente por Maidenhead. Dora deseó haber sacado su libro de la maleta antes de que el tren se hubiese puesto en marcha. Le daba demasiada vergüenza molestar a su vecino si lo sacaba entonces. Además, el libro estaba en el fondo de la maleta, y las botellas de whisky arriba, así que era mejor dejar las cosas como estaban. Se puso a examinar a las otras personas que había en el compartimiento. Unas señoras anodinas e indescriptibles, un anciano y, frente a ella, dos hombres jóvenes. O más bien, un hombre y un chico. El chico, que estaba sentado junto a la ventanilla, debía tener unos dieciocho años, y el hombre, que era quien le había ayudado a colocar el equipaje, unos cuarenta. Al parecer, viajaban juntos. Eran una hermosa pareja. El hombre era alto y de hombros anchos, aunque un poco flaco y con ojeras ocultas por el bronceado. Tenía una expresión franca y amistosa, y una frente amplia cruzada por hileras de líneas regulares. El pelo era abundante, castaño oscuro y rizado, canoso en algunas partes. Sus manos, muy venosas, estaban ligeramente apretadas contra las rodillas. Recorría tranquilamente con la mirada la fila de pasajeros que tenía frente a él y contemplaba a cada uno sin turbarse. Poseía el tipo de rostro que puede parecer lleno de amabilidad sin sonreír, y el tipo de ojos que pueden encontrarse con la mirada de un extraño sin que parezcan agresivos o seductores; ni siquiera curiosos. A pesar de lo caluroso del día llevaba un grueso traje campero de mezclilla. Se enjugaba la sudorosa frente con un pañuelo limpio. Dora se quitó la chaqueta con dificultad y metió una mano a hurtadillas por el escote, para palpar el sudor que se recogía entre sus pechos. Dirigió su atención al chico.

Estaba sentado en una actitud grácil, ligeramente cohibido, con una pierna estirada que casi rozaba la de Dora. Vestía pantalones de franela gris oscuro y una camisa blanca, con el cuello desabrochado. Había tirado la chaqueta a la red de arriba. Llevaba la camisa arremangada, y el brazo desnudo estaba extendido al sol, apoyado sobre el polvoriento antepecho de la ventanilla. Estaba menos curtido por la intemperie que su compañero, pero el sol reciente le había tostado las mejillas de un color rojo oscuro. Tenía una cabeza sumamente redonda, con ojos castaño oscuro, y el pelo seco, de un color avellana apagado, que llevaba un poco largo, caía en forma de concha y acababa en una línea bien definida en torno al cuello. Era muy delgado y tenía la mirada insolente y de ojos muy abiertos de la persona feliz.

Dora reconoció aquella mirada en su propio pasado al contemplar al muchacho, confiado, rebosante de salud, con sus tesoros aún almacenados. La juventud es un adorno maravilloso. Qué fuera de lugar está la comprensión que se prodiga a los adolescentes. Existe una edad más difícil, que llega más tarde, en la que se tienen menos esperanzas y menor capacidad para cambiar, en la que la suerte ya está echada y hay que adaptarse a la vida que se ha elegido sin el consuelo del hábito ni la sabiduría de la madurez, en la que, como era el caso de Dora, se deja de ser une jeune filie un peu folie, y se pasa a ser simplemente una mujer y, lo que es peor, una esposa. Los muy jóvenes tienen sus problemas, pero al menos tienen un papel que desempeñar: el papel de ser muy jóvenes.

La pareja sentada frente a ella charlaba, y Dora escuchaba distraída la conversación.

—Desde luego, debes seguir con los libros —dijo el hombre—. No debes dejar que se te oxiden las matemáticas de aquí a octubre.

—Lo intentaré —dijo el muchacho.

Se comportaba un poco tímidamente con su compañero. Dora se preguntó si serían padre e hijo, y llegó a la conclusión de que era más probable que fuesen maestro y alumno. El hombre mayor tenía cierto aire pedagógico.

—¡Qué aventura para vosotros, la gente joven —dijo el hombre—, entrar en Oxford! Seguro que te resulta excitante.

—Sí, desde luego —dijo el chico.

Contestó sosegadamente, un poco nervioso por la conversación en público. Su compañero tenía un tono de voz alto y atronador, y nadie más hablaba.

—No me importa decírtelo, Toby; te envidio —dijo el hombre—. Yo no tuve esa oportunidad, y me ha pesado toda la vida. ¡A tu edad, todo lo que yo sabía era navegar!

Toby, pensó Dora. Toby Cabezarredonda.

—Es una suerte tremenda —musitó el chico.

Toby trata de complacer a su maestro, pensó Dora. Sacó el último cigarrillo del paquete, y tras mirar varias veces para comprobar que estaba vacío lo tiró, indecisa, por la ventanilla, y descubrió una mirada de desaprobación, borrada de inmediato, en la cara del hombre que tenía enfrente. Se metió torpemente la blusa por dentro de la falda. La tarde parecía hacerse más calurosa.

—¡Y qué carrera tan magnífica! —dijo el hombre—. Al ser ingeniero se tiene un oficio honrado que se puede llevar a cualquier lugar del mundo. La calamidad de esta época es que la gente ya no tiene verdaderos oficios. Un hombre es su trabajo. Antiguamente, todo el mundo era carnicero o panadero o cerero, ¿verdad?

—Sí —dijo Toby.

Desde hacía un rato era consciente de la mirada de Dora. Una sonrisa angustiada iba y venía por sus labios prominentes y, según pensó Dora, admirablemente rojos. Movió nerviosamente la pierna y su pie rozó el de ella. Dio una brusca sacudida y escondió los pies bajo el asiento. A Dora le divertía.

—Esa es una de las cosas que nosotros defendemos —dijo el hombre—. Devolver la dignidad y la significación de la vida mediante el trabajo. Hoy en día hay demasiadas personas que detestan su trabajo. Por eso son tan importantes las artes y los oficios. Incluso las aficiones son importantes. ¿Tienes alguna afición?

Toby era reservado.

Dora observó a unos niños que estaban en un terraplén y saludando con la mano al tren. Les devolvió el saludo y se sorprendió sonriendo. Sus ojos se encontraron con los de Toby; también él esbozó una sonrisa, pero desvió la mirada rápidamente. Como Dora seguía mirándole, empezó a sonrojarse. Dora estaba encantada.

—Es un problema para toda la sociedad —decía el hombre—. Pero, entre tanto, tenemos que vivir nuestras vidas individuales, ¿no? Y que Dios ayude al liberalismo si llega a perderse ese sentido de la vocación individual. No hay que tener miedo a que nos llamen chiflados. Después de todo, es un ejemplo que podemos dar, una forma de mantener el problema ante los ojos de la gente, por así decirlo, simbólicamente. ¿No estás de acuerdo?

Toby estaba de acuerdo.

El tren empezó a reducir la velocidad.

—¡Vaya, ya estamos en Oxford! —dijo el hombre—. ¡Mira, Toby, ésta es tu ciudad!

Señaló, y todos los ocupantes del compartimiento se volvieron para mirar la hilera de torres, plateadas por el calor en un cielo de luz tenue. A Dora le recordó repentinamente su viaje por Italia con Paul. Le había acompañado en un viaje sin paradas para consultar cierto manuscrito. Paul detestaba salir al extranjero. Lo mismo le ocurrió a Dora en aquella ocasión: tierras áridas que el sol hacía invisibles, y pobres gatos muertos de hambre a los que los camareros echaban de los restaurantes caros sacudiendo servilletas. Recordó las torres de las ciudades vistas siempre desde las estaciones de ferrocarril, con sus bonitos nombres: Perugia, Parma, Piacenza. Durante unos momentos se despertó en su interior un dolor extraño y nostálgico. Oxford, en la calina del verano, no le parecía menos extranjero. Nunca había estado allí. Paul se había educado en Cambridge.

El tren se había detenido, pero la pareja de enfrente no se movió.

—Sí, los símbolos son importantes —dijo el hombre—. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que todos los símbolos tienen un aspecto sacramental? No sólo de pan vive el hombre. ¿Recuerdas lo que te dije sobre la campana?

—Sí —dijo Toby, con muestras de interés—. ¿Llegará antes de que yo me marche?

—Desde luego que sí —dijo el hombre—. Deberá estar con nosotros dentro de dos semanas. Tenemos proyectada una pequeña ceremonia, una especie de bautismo, todo muy pintoresco y tradicional. El obispo ha accedido amablemente a venir. Tú vas a ser una de las atracciones, ¿sabes? El primero de los pocos, o más bien de los muchos. Esperamos que acudan muchos jóvenes a Imber.

Dora se levantó bruscamente y se dirigió a trompicones hacia el pasillo. Le ardía la cara, y se puso la mano encima para ocultarla. Se le cayó el cigarrillo al suelo y allí lo abandonó. El tren empezó a moverse de nuevo.

No podía haber oído mal el nombre. Aquellos dos también debían ir a Imber, debían ser miembros de la misteriosa comunidad de que hablaba Paul. Dora se apoyó en el pasamanos del pasillo. Metió la mano en el bolso para buscar más cigarrillos, y descubrió que los había dejado en el bolsillo de la chaqueta. No podía volver por ellos ahora. Aún oía las voces de Toby y su mentor a su espalda, y tuvo la repentina impresión de que estaban hablando de ella. Durante un rato, su existencia le había servido de distracción, pero ahora se presentarían ante ella como jueces. Su relación con ellos en el compartimiento del tren había sido ligera y frágil, pero al menos inocente. La dulzura de este contacto efímero era precioso para Dora. Pero ahora era simplemente el preludio de un conocimiento mucho más monótono. Se le ocurrió preguntarse cuánto habría contado Paul sobre ella en Imber y qué habría contado. Su imaginación, que aún daba vueltas a la idea de que Paul había existido realmente durante los meses de separación, se enfrentaba ahora con la idea de que no había vivido solo. Quizá se supiera que Dora llegaba hoy. Quizá aquel hombre tostado por el sol, que ahora le parecía un sacerdote, había estado al acecho del tipo de mujer que pudiera ser la esposa de Paul. Quizá hubiera notado que Dora había intentado llamar la atención de Toby con la mirada. ¿Cómo la habría descrito Paul?

Dora poseía una poderosa imaginación, al menos en lo referente a sí misma. Hacía tiempo que había reconocido que era peligrosa, y tenía el talento de hacerla dormir, como podía hacer con la memoria. Ahora, completamente despierta, su imaginación la atormentaba con diversos cuadros mentales. La realidad de la escena en la que estaba a punto de entrar se desplegaba ante ella en hileras de rostros dispuestos a juzgarla; y a Dora le parecía que la acusación de Paul que se había preparado para recibir ahora se la dirigían todos los miembros de aquella comunidad que ya le resultaba odiosa. Cerró los ojos, indignada y dolorida. ¿Por qué no había pensado en esto? Era estúpida e incapaz de ver más de una sola cosa a la vez. Paul se había convertido en una multitud.

Miró su reloj y comprendió, sobresaltada, que el tren iba a llegar a Pendelcote en menos de veinte minutos. Su corazón empezó a latir de pena y placer, al pensar en su reencuentro con Paul. Era necesario volver al compartimiento. Se empolvó la nariz, volvió a meter la arrugada blusa dentro de la falda, se arregló el cuello, y se precipitó hacia su asiento, con la cabeza muy baja. Toby y su amigo seguían hablando, pero Dora murmuraba silenciosas imprecaciones mentales para no escuchar sus palabras. Miró con resolución al suelo, vio unas botas pesadas, y los pies de Toby, calzados con sandalias. Pasó un rato, y se agudizó el dolor de su corazón.

Entonces Dora observó que una mariposa almirante rojo caminaba por el suelo polvoriento, debajo del asiento de enfrente. Todos los demás pensamientos abandonaron su mente. Contempló la mariposa con angustia. La mariposa aleteó un poco y empezó a moverse hacia la ventanilla, peligrosamente cerca de los pies de los pasajeros. Dora contuvo el aliento. Debía hacer algo. Pero ¿qué? La indecisión y la vergüenza le hicieron sonrojarse. No podía agacharse para recoger la mariposa ante todas aquellas personas. Pensarían que era tonta. No cabía duda al respecto. El hombre tostado por el sol, evidentemente extrañado por la concentración de la mirada de Dora, se agachó y manoseó torpemente los cordones de sus botas. Ambas parecían firmemente atadas. Movió los pies, y por los pelos no llegó a rozar a la mariposa, que caminaba hacia el espacio abierto del suelo del vagón.

—Perdone —dijo Dora.

Se arrodilló y colocó suavemente aquel ser en la palma de su mano, cubriéndolo con la otra. La sentía aletear dentro. Todos la miraban. Dora se sonrojó violentamente. Toby y su amigo la contemplaban con una mirada amistosa y sorprendida. ¿Qué debía hacer a continuación? Si sacaba la mariposa por la ventanilla quedaría atrapada en el torbellino de aire producido por el tren y moriría. Pero no podía seguir sujetándola; resultaría demasiado estúpido. Bajó la cabeza, como si fuera a examinar a su prisionera.

El tren aminoraba la marcha. Dora comprendió con horror que debía ser Pendelcote. Toby y su compañero recogían su equipaje. Ya se veía la estación. Los otros dos se dirigieron a la puerta al detenerse el tren con una sacudida. Dora se puso en pie, aún con las manos juntas y ahuecadas. Tenía que bajar del tren. Metió rápidamente una mano por las asas del bolso y de la bolsa de lona, y volvió a colocarla sobre la mariposa, que se había quedado quieta. A continuación se dirigió tambaleante hacia la puerta del vagón. Empezaba a subir gente al tren. Dora se abrió paso de espaldas, empujando con fuerza, con la mariposa en las manos apretadas contra el pecho. Se las arregló para bajar los empinados escalones y llegar al andén sin caerse, aunque los incómodos zapatos se torcían por los tacones. Se enderezó y miró a su alrededor. Estaba en la parte descubierta del andén, y la luz del sol ascendía del cemento centelleante y la cegaba. Durante unos momentos no vio nada. El tren empezó a alejarse lentamente.

A continuación tuvo un fuerte sobresalto al ver que Paul se acercaba a ella. Su presencia real brillaba ante ella, volvía a hacer latir su corazón, y sintió miedo y alegría al verlo. Estaba un poco cambiado; más delgado y bronceado, y la radiante tarde se lo reveló con el esplendor de su aspecto meridional y de su belleza ligeramente eduardiana. No sonreía, sino que la contemplaba intensamente con una mirada fija de angustiosa sospecha. Su oscuro bigote se curvaba con la boca en un gesto agrio. Durante unos segundos Dora se sintió feliz de haber hecho al menos una cosa para complacerle. Había vuelto. Pero al momento siguiente, al acercarse a ella, todo se tornó angustia y temor.

Toby y su compañero seguían a poca distancia a Paul, con quien, evidentemente, se habían encontrado en el extremo del andén. Dora los veía sonreírle por encima del hombro de Paul. Dora se volvió hacia él.

—Bueno, Dora… —dijo Paul.

—Hola —dijo Dora.

El compañero de Toby dijo:

—¡Vaya encuentro! Ojalá hubiéramos sabido quién era. ¡Me temo que la excluimos de la conversación! Viajamos hasta aquí con su mujer, pero no nos dimos cuenta de que era ella.

—Permítanme presentarles —dijo Paul—. James Tayper Pace. Y Toby Gashe. Espero haber dicho bien su nombre. Mi mujer.

Se quedaron de pie al sol, en grupo, sus sombras entremezcladas. Los otros viajeros se habían marchado.

—¡Encantado de conocerla! —dijo James Tayper Pace.

—Hola —dijo Dora.

—¿Dónde está tu equipaje? —dijo Paul.

—¡Dios mío! —dijo Dora.

Abrió la boca desmesuradamente. Había dejado la maleta en el tren.

—¿Lo has dejado en el tren? —dijo Paul.

Dora asintió estúpidamente.

—Típico, querida —dijo Paul—. Vamos al coche —se detuvo—. ¿Iba mi cuaderno en la maleta?

—Sí —dijo Dora—. Lo siento muchísimo.

—La recuperará —dijo James—. La gente es honrada.

—No es ésa mi experiencia —dijo Paul. Su rostro tenía una expresión severa—. Vamos. ¿Por qué llevas las manos así? —le dijo a Dora—. ¿Estás rezando, o qué?

Dora se había olvidado de la mariposa. Abrió las manos; juntó las muñecas y dispuso las palmas como una flor. Apareció la mariposa de brillantes colores. Dio unas vueltas alrededor de ellos, aleteó por el andén, iluminado por la luz del sol, y se alejó volando. Hubo un momento de sorprendido silencio.

—Estás llena de novedades —dijo Paul.

Le siguieron hacia la salida.