DÍA 15

Madrid llega a la mañana del día de hoy —que ha sido declarado fiesta nacional para celebrar el advenimiento y la proclamación del nuevo régimen— con los pulmones rotos y la garganta ronca. El día ha sido, al igual que una parte del de ayer, de confraternización general amenizada por los instrumentos de viento de las bandas de los regimientos de la guarnición y por las charangas —más bien siniestras— que han organizado algunos ciudadanos. He tenido la desgracia de que la música me despertara a media mañana. Por la ventana abierta, he visto a la gente confraternizando en la plaza de Santa Ana. Las escenas humanitarias han sido de una vivacidad enternecedora, cualquiera puede verse abrazado —y a veces besuqueado— de forma espontánea por un sinfín de personas enardecidas, que nadie sabe de dónde han salido. El pueblo ha vivido, en resumen, el encantamiento y la ilusión que sugiere en estos momentos la palabra República.

Mientras, se ha ido limpiando la población de símbolos monárquicos, de coronas, de escudos y de aquellas bolas del arquitecto Herrera que representaron, en tiempos de los Austrias, aquello de que en los dominios de España no se ponía nunca el sol. Muchas calles disponen de una nueva rotulación, surgida del corazón del pueblo, en la que se han prodigado los nombres de los héroes de la Revolución. El país ha sido pródigo en héroes, y es natural que estas personas tiren para inmortales. En los países latinos, la rotulación de las calles ha ido siempre unida a la política del momento; de ahí que haya sido tan variada y abundante.

Después de comer, voy al café —a la Granja del Henar, calle de Alcalá—. Allí encuentro amigos. Encuentro a mi amigo Domínguez Rodiño, que fue corresponsal de La Vanguardia en Berlín durante la guerra del catorce. En otra mesa veo a Ricard Miret, descendiente del general carlista Miret (que luego se pasó a la causa constitucional) y que está en España por casualidad. Vive en Estados Unidos y es un dandi americano —más bien zascandil y con una fantastiquería, causada por la añoranza, extraordinaria—. Nos juntamos todos en una mesa.

En ésas, llega al café un muchacho pequeño, lleno de vida, vivaracho, y se sienta en la mesa de al lado. Su aspecto es radiante. Acaba de ser nombrado secretario del fiscal de la República, el señor Galarza. Lo conozco de años atrás. Nos saludamos, entusiasmados. Juntamos las mesas. Tras tomar un café y una copita de coñac —Miret, como buen ciudadano de Estados Unidos, está literalmente fascinado—, el secretario del fiscal nos ofrece graciosamente su coche para ir a dar una vuelta por la Casa de Campo y hacernos cargo del entusiasmo popular. Ni Rodiño ni Miret ni yo sabemos con exactitud el nombre del gran personaje. Mi falta de memoria ha impedido hacer una presentación que fuera más allá de la vaguedad. Lo único que sé es que, en los medios literario-republicanos, al joven lo conocen por el nombre de Paragüitas. No tiene importancia. En España todo el mundo tiene otro nombre, más popular.

Así pues, salimos todos juntos del café y nos amontonamos como podemos en el coche oficial. Nos dirigimos a la Casa de Campo. Entramos. El pueblo lo ha invadido todo. Es una fiesta nacional. Una vez dentro, la gente contempla el paso del automóvil con visible extrañeza. Hoy, en Madrid, está prohibida toda circulación rodada. Pero nosotros —Paragüitas, quiero decir— tenemos un permiso de la Casa del Pueblo. Llevamos un papel pegado en el parabrisas que dice: Fiscalía de la República. Vamos, pues, de acá para allá por las carreteras de la posesión real. Observo la persecución a la que son sometidos los conejos del lugar por parte de los elementos del pueblo soberano.

En esto, empiezan a caer algunas gotas, gruesas y espaciadas. Luego, un aguacero de primavera, una nubada primaveral. Todos deciden marcharse. Nosotros también. A la salida, nos encontramos con un enorme embotellamiento de gente que crece por momentos y no nos deja pasar. A nadie se le ocurre cobijarse bajo una encina o bajo un roble, y eso que hay tantos. Al poco, nos encontramos rodeados por una masa considerable de pueblo que quiere salir y no puede. Imposible avanzar. En esto, oímos un ruido característico. Estamos sitiados, pero el ruido no ofrece dudas. Se ha reventado un neumático. El secretario del fiscal de la República nos mira con una indudable palidez en la cara. Es como si el pánico empezara a invadirlo. La propia situación le obliga a bajar del coche. Por su manera de bajar, me da la impresión de que quiere dirigir un discurso al pueblo. En esto, oímos otro ruido. No hay duda: otro neumático reventado.

¡Soy el secretario del fiscal de la República! —dice nuestro anfitrión, indignado, descompuesto.

¡Tu madre! —oigo gritar a un ciudadano que pasa junto al coche hurgándose la nariz.

El secretario desiste de hablar con quienes le rodean. De debajo de los asientos del coche, saca una bandera republicana con un palo:

Usted, Pla —me dice—, saque el brazo por la ventanilla y mantenga en alto la bandera…

Lo hago.

La gente se va espesando de un modo mareante. El coche está absolutamente parado. Dos neumáticos reventados. A veces el coche avanza un palmo o dos, porque los empujones humanos lo hacen avanzar.

¡Este cabrón de la bandera! —suelta una mujer gorda metiendo la cabeza dentro del coche.

Miret, que es muy impulsivo y trabajo le está costando aguantarse, se saca de pronto un revólver niquelado que lleva en la parte trasera del pantalón y trata de salir a ver qué pasa. Rodiño tiene que hacer enormes esfuerzos para que no corneta un disparate.

Otro neumático reventado. Tres. El coche, que ha perdido altura, coge un aire grotesco. Los cuatro tunantes del interior tenemos un aspecto lamentable. En esto, pasa un joven y hace un largo rasgón en la capota con un cuchillo.

¡Soy el secretario del fiscal de la República! —vuelve a gritar Paragüitas con aire debilitado pero indignado. La respuesta es una piedra que rompe el parabrisas. Caen más piedras. Un obrero hercúleo realiza un ejercicio de fuerza con el guardabarros trasero, que queda abollado. La cosa está clara. Lo primero es abandonar el coche. Luego hay que esperar a que salga el enorme gentío. Pasamos, pues, un largo rato bajo un árbol, fumando. Cuando la gente empieza a clarear, el chófer se pone a arreglar los desperfectos y a cambiar los neumáticos. En un momento dado, oigo a Paragüitas que le dice al chófer, contundente:

¡Rodríguez!

Usted dirá, señor…

¡Nada de señor! Aquí todos somos republicanos.

Una pausa. Luego, oigo la misma voz:

¡Rodríguez!

Usted dirá…

¿Dónde le parece que podríamos echar una meada…?

Donde quiera. La gente se va marchando…

Puesto que la avería es considerable y va a tardar mucho en arreglarse, propongo hacer un esfuerzo y alcanzar Madrid a pie, como sea. El chófer se queda junto al automóvil y los demás, con cierto mosqueo encima, emprendemos la marcha. Miret, aunque de vez en cuando use monóculo, parece andador. Rodiño afirma tener unos callos del demonio. Yo, voy tirando. Doblamos, pues, la bandera e iniciamos la marcha. Nada más ponernos en camino, Paragüitas se muestra muy locuaz. Su eslogan es el siguiente:

Todo es cuestión de instrucción y de educación, como dice Sánchez-Román. Cuando lo hayamos logrado, todo será cuestión de coser y cantar… Ustedes me comprenden.

Miret —norteamericano— asiente de un modo explícito. Rodiño y yo también asentimos, pero en silencio. Al llegar a los alrededores de la estación del Norte —muertos de cansancio—, observamos que circula algún taxi. Miret, Rodiño y yo tomamos uno. El secretario del fiscal toma otro. La despedida es cordial pero helada.

—¿Cuánto cree que se ha gastado el secretario del fiscal? —le pregunto a Miret, dentro ya del auto.

—No se lo compraría por menos de seis o siete mil pesetas… —me responde desconsolado.

Y así es como hemos pasado la fiesta nacional.